Una imagen vale más que mil palabras. O que un millón. Qué importa la exageración cuando alambramos el debate con los irreverentes, inexactos, artefactos de la simpleza. Las imágenes. El texto. Unas y el otro, y aquí otra simpleza nada irreverente, no sé si más exacta, cumplen la función de acercarnos una realidad que sin cualquiera de los dos elementos resultaría seguramente insuficiente. Por ahí, entre tanta marejada teórica que se parece más a carne de refranero que a otra cosa, anda el libro que sigue a estas páginas primeras. Lo leí con un ojo puesto en un lado mientras el otro se deslizaba, medio inútil, por la rasposa superficie que llenaban las palabras. Fotografías de Centelles rebotando en una media cara cada vez más sorprendida y dando la vuelta esa otra media que se quedaba quieta, imperturbable, como si los músculos que habitualmente la ponen en movimiento hubieran perdido su elasticidad. Había leído antes una novela gordísima, excelente, inédita (el mercado no está por las frivolidades del riesgo, faltaría más) de Alfonso Legaz. Y cuando meses más tarde él mismo me pasó Andaluz, el asombro dio paso a la seguridad de que hay escrituras inmensas que necesitan salir a la luz para que no se pudran en los cajones a golpe inmisericorde de mordeduras de rata.
           
            No resulta fácil hoy día cualquier acercamiento a la literatura de la memoria. La confusión torpe, interesada, entre los términos Novela, Historia y Memoria es heredera de la que apuntalaba sin escrúpulos de ninguna clase la más que reciente instaurada en los territorios devastadores del olvido. La dictadura franquista sentó las bases de obligado cumplimiento para que nadie escarbara en el ámbito oscuro de sus hábitos inconfesables y luego asumiría la transición política bastantes de sus postulados para que este país no fuera pasto del enemiguismo perpetuo. La reconciliación no sería posible si una parte y otra (estamos en el juego de las caretas, del eufemismo puro y duro) no asumía sus responsabilidades en el desastre de la guerra. Una y otra parte: la del Alzamiento Nacional fascista contra la República legítimamente instituida y la que se puso a defenderla con todos los derechos y deberes constitucionales en la mano. La reconciliación entre las partes al precio injusto del olvido. De eso se trataba. La realidad se cuenta a través de la Historia y lo mismo a través de la Novela y de los referentes más o menos consistentes de la Memoria. No hay confusión que valga. Lo que pasó, pasó y punto. Y lo que pasó no se lo inventó Agustí Centelles para adornar con las florituras de la realidad sus fotografías. Las calles estaban llenas de gente con armas en la mano, de sacos terreros que escondían las agallas y el miedo, de caballos derrengados tendidos dulcemente en espesos charcos de sangre, de colas asombrosamente tranquilas en las ventanillas de la desesperación. Luego se fue al exilio y recuperó aquellas imágenes lealmente guardadas en una maleta amiga durante muchos años. Esas imágenes son su “voz contra Franco”, dice Alfonso Legaz en las primeras líneas de sus textos. De sus textos. De los que se suman al discurso que urdió el fotógrafo en sus imágenes irrepetibles, conmovedoras, llenas de esa pasión que engrandece los pequeños objetivos. Seguramente es ahí donde Walter Benjamín descubría la enormidad de lo insignificante, de lo que no salta a la vista, porque es en los pliegues más escondidos del recuerdo donde encontraremos sus detalles más imprescindibles.
           
            Escribir hacia atrás para recobrar la moral antigua y republicana. Buscar en lo que sucedió entonces algún detalle que nos devuelva una cifra mínima de dignidad, la que nos hace falta para saber que en otro tiempo lo que hubo aquí, desde el discurso heroico de la dictadura, no fue algo distinto a la impostura. Por el cristal atento de la Leica se colaba el aire que llenaba los pulmones de la calle, de las explosiones en las fachadas de las casas, del olor a azufre que despedían los adioses en el lugar exacto donde la ciudad se despedía de sí misma y de quienes hasta entonces la habitaban con la seguridad de que el regreso, cualquier regreso, sería ya imposible. Escribir hacia atrás para conocer las reglas de aquella superchería, de la incompleta biografía de una época, de lo que se iría quedando irremediablemente en los chirriantes arcones de la desmemoria. Y después de saber todo eso, urdir las estrategias de un nuevo aprendizaje que nos permitiera sacar a la luz lo que pasa ahora mismo. La Historia como conocimiento, la Novela como conocimiento, la Memoria como conocimiento. En Andaluz encontramos los tres vértices del triángulo, la geografía del dolor anegada primero por el desconcierto y por la cruel constatación del exterminio un minuto después de la victoria del ejército rebelde en 1939. Las imágenes de Centelles crecen en los textos que ha escrito como en un espejo Alfonso Legaz. Hay en esas fotografías, en los textos que las apuntalan desde un estilo que ahonda en el horror y se distancia de él al mismo tiempo (aquí la maestría de ese estilo, aquí la seguridad de que escrituras como ésta valen la pena más que otras aparentemente con más sangre en sus renglones), el relato estremecedor de un tiempo devastado. Hay en estas páginas que siguen una memoria que nos deja al descubierto, que nos hace más frágiles a la vez que nos confiere una lucidez que antes no teníamos, que nos apuñala con su filo mordiente de hierro viejo, como escribía Ángel González en un poema impresionante.
           
            Feliz llegada de este libro a las manos de ustedes. Eso espero. La novela de Alfonso Legaz, gorda, extraordinaria, que leí hace tiempo no sé qué suerte correrá mientras ande por los laberintos silenciosos de la espera. La que llega ahora, de la mano de una editorial entusiasta como Nadir, seguro que alcanza lo mejor. Merecimientos tiene de sobra para que le pase eso y no otra cosa. Y ustedes podrán comprobarlo en cuanto den la vuelta a esta página y se pongan a disfrutar de lo que sigue.

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“Andaluz”. Alfonso Legaz. Ed. El Nadir. 2005