La mirada, el juego, lo otro, también lo otro.

 

Leí alguno de estos relatos cuando eran casi nada, unos pliegos sueltos, deshilachados, agrupados entre ellos según no sé muy bien ahora qué ni cuántas afinidades. Sé, a cambio, que había allí, en aquel desorden manifiesto y voluntario, cercanías de la literatura fantástica, rasgos policiales, señas de identidad que empezaban con los ojos de Kafka llenos de tristeza y, tras recabar el permiso innecesario de Paul Auster, desembocaban en los hampones sombríos de Jim Thompson o Roberto Arlt. Muchos nombres, quizá demasiados, por más que los primeros libros, y hasta los últimos y todos, salen de otros libros, de cuatro o cinco libros a lo sumo.
Pero esos nombres, las historias que había detrás de sus clandestinas referencias, la manera de contar esas historias, todo eso aparecía en aquellos textos de Herme Cerezo como si no hubieran existido antes ni en ninguna parte. Igual que el tiempo desaparece en los charcos mágicos de una calle, desaparecían las referencias básicas cuando intentabas acercarte a ellas. Los muertos de estos relatos, ahora lo sé, como también aquellos personajes que entraban y salían de algo que podría ser la vida o una verbena fantástica amenizada por una orquestina en las altas horas de la madrugada, estaban antes que en cualquier otro sitio en esa imaginería absorbente del autor que viene después de esta página.
En “El perro faldero” todo sucede tras ir arrancando suavemente las capas de cebolla, transparentes, bellas, duras como el mármol de los relatos antihumanos. Y de repente, tras la última capa deshojada: ¡pum!, y es alguien que mata, alguien que es aniquilado, alguien que se queda mirando al otro y se ríe porque en los relatos de este libro hay una mezcla, muchas veces escalofriante, de risa y de horror, como en los versos de Rilke o en alguno de los ángeles primerizos, insuficientes, algo cursis, de Jorge Luis Borges. Y lo que más se te cuelga del tiempo que viene después, cuando ya has volteado la última página y te da por repensar el itinerario recorrido hasta entonces, lo que más se te cuelga de ese tiempo es cómo miran los personajes de estos relatos. Cómo se han pasado las hojas mirándose unos a otros, cara a cara, a la nuca antes de disparar el tiro de gracia, a los ojos sólo para meter por ellos la aguja del amor o la del daño: porque aquí nunca hay nada de un sólo color. Todo se tiñe de la noche y el día, de las sombras y las luces que duelen en la espalda al dejar atrás el cuerpo lleno de cansancio, de la prisa y la lentitud que buscan el final con la precisión y la minuciosidad del entomólogo que todo lo apuesta a la última jugada. La sota de espadas, por ejemplo. Y pum: se acabó la historia.
Empecé con los relatos de aquel primer encuentro, con la desazón feliz que dejaban tras su lectura, con los nombres sospechosos de haber colaborado en su escritura. Después dije que aquellos relatos caminaban solos, sin muletas ni conservantes ni colorantes que no pertenecieran a la mano nerviosa de un escritor que, como quería Onetti, es de los que escriben y no se quedan nunca quietos. Ahora, para cerrar esta presentación absolutamente innecesaria desde los tiempos de Galdós y Clarín, añadiré que “El perro faldero” debería leerse, no sólo habiéndose saltado estas palabras quien se ponga a la faena, sino despojándose de nombres y señales que ya pertenecen a esa personal, intransferible y contundente prosa de Herme Cerezo. Hay aquí lo que toda lectura exigente requiere: vigor narrativo, coraje, ganas de romper el tiempo para que los personajes se cuelen como espías a interpretar ese tiempo y contárnoslo a quienes lo leemos con la bondad de un narrador que sabe lo que escribe. Y sobre todo: cómo escribirlo. Puede parecer una perogrullada. Pero no lo es, y menos aún en los tiempos de literatura de usar y tirar que invade los mercados.

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“El perro faldero”. Herme Cerezo. Ed. Brosquil 2002