EL OLOR INSÓLITO DE LA ESCRITURA

 

 

Mi nena querida,/ haz que en tu existencia/ nunca jamás falte/ alguien, que una noche/ como ésta te cuente/ sea un cuento, sea un poema.
Max Aub

Lo primero. Escribir el horror. Contarlo. Quién. Desde dónde. Preguntas y más preguntas. Una certeza casi única. El horror hay que contarlo. Para qué. Para lo que sea. Pero contarlo. Lo que no se nombra no existe. Eso se sabe. Que el testigo cuente. Que lo haga el testigo víctima. Alguien más que ha escuchado al testigo. Que lo ha leído en alguna parte. Maneras distintas de acercamiento a la superficie innoble de los campos. De concentración. De exterminio. Los campos. En muchos sitios: no es -lo dice Javier Sánchez en el libro que viene luego- una superficie unívoca. Estuvieron aquí, allá, en casi todas partes. En cada uno de ellos se vivía un culto insano a la destrucción: del mundo de antes, de quienes entraban en fila o rompiéndola a los barracones o a las dunas de un mar desconocido, del tiempo que dejó de ser tiempo a la vez que lo que se quedaba allí era sólo un número, algo neutro, ni persona ni nada: el lo para designar una cosa, la condición obscena de la bestia: todo menos lo que se era antes de traspasar las puertas del infierno: Por vergüenza, por desesperación, por hastío de ti mismo te adaptas. Paul Celan. Nadie se adapta, sin embargo. Lo sabía él, inmenso poeta del silencio. Lo sabían los otros que vivieron adentro. Lo hemos sabido después: cuando leemos la escritura alguien dice que imposible del horror. Imposible no. Sí contarlo como se cuenta otra historia. Pero Adorno lo adelantó en su sentencia no del todo bien entendida, no sé si formulada con destreza: escribir de otra manera después de Auschwitz. Escribir de la manera que sea: pero escribir. Hay acuerdo en esa necesidad. Cuando se abrieron las esclusas del daño, lo que salía era ceniza, lentitud, carga inhumana, ojos que se abrían y cerraban al sol todavía extraño de la liberación. La mano haciendo visera para aliviar un resplandor que ciega. Ese olor insólito que contaba Jorge Semprún. Buscar no se sabía qué en la extensión ilimitada que se tendía a la torpeza de una musculatura desahuciada. Quién sale de los campos. No quienes entraron. Lo que empezó a quedar de ellos en el momento justo en que los subieron a un tren inacabable. Animales, ya entonces. Lo dice con sus palabras José María Naharro Calderón en estas páginas: en todas las realidades concentracionarias funciona un mecanismo por el que se intenta excluir de la vida convencional a toda clase de otredad. Volvemos a los trenes. Llegaban sus ocupantes de un tiempo inhóspito, cruzado por una cotidianeidad que presumía ya las trazas del terror. No sé si hay, en toda la iconografía del espanto, otra más insoportable: una pelota de niño en el escaparate de una juguetería. En la pelota, una estampación: la cruz gamada. Apenas dos líneas en ese monumento de la memoria que es “Quiero dar testimonio hasta el final”, los diarios de Victor Klemperer. Después de esa imagen llegaba la de las reuniones clandestinas con pastitas de café a media tarde y con el miedo. Y finalmente, en los tramos casi finales del trayecto, los trenes. La antesala de la muerte. La muerte misma. El relato de Primo Levi sobre los trenes y los zapatos. La muerte amontonada en la paja, entre los efluvios venenosos de la náusea. Más muerte en los vagones que en los campos. Y por culpa de los zapatos. La desmitificación aparente del horror, no su banalización. Los zapatos del mismo pie para calzar al condenado. Las llagas. La gangrena. La muerte antes del horno. No es eso trivializar la muerte. La muerte no es necesariamente noble, ni en los campos ni en ningún sitio. La literatura concentracionaria lo cuenta bien. A saltos algunas veces. Con muchos titubeos en bastantes ocasiones. Pero el relato último no puede ser otro: morir era un destino inasumible. De ahí, la extrañeza de los supervivientes. El testigo. La víctima. El relato de un tiempo oscuro. Contar, finalmente lo que ocurrió allí dentro. Y también: que lo cuenten otros. La memoria propia, tan hecha pedazos, casi intransferible. La fórmula: yo estuve allí. La fiabilidad del testigo. El relato desde el ángulo medio en sombras de la víctima. Siempre, como dije antes: con el temor de que la experiencia se haya convertido en incontable. Una vida sin relato. Los nombres convertidos en número. La lógica arrumbada de un lenguaje que urge otros códigos distintos. El lenguaje se lo apropiaron los programadores del exterminio. Se dice en algún lugar de este libro que hasta aquí no tildé de magnífico. Ahora ya, no se me vaya a olvidar en este trasiego de tiempos cruzados, inconclusos. Se dice en este libro: nadie se creerá, aun cuando el final de la historia no sea a favor suyo, que el nazismo provocara tanto horror. Lo dijo el responsable de algún campo y lo cuenta -otra vez, tantas veces- Primo Levi: la historia de los campos serían ellos quienes la escribieran. El cinismo del verdugo. La inenarrable obscenidad de quien se cree dueño de la historia y su relato. Una vez fuera de la alambrada, ponerse a la escritura de lo que pasó. Mirando de reojo a su propia memoria, curioseando como niños miedosos entre el laberinto inextricable de un tiempo que no era tiempo y de una especie que había adquirido demasiados trazos de inhumana: La experiencia del terror provoca también la dislocación del tiempo, el hogar más abstracto del ser humano, escribe W. G. Sebald a propósito de Jean Améry. Hogar y tiempo. Vida y muerte. El relato de un testigo que no conoce el oficio de escribir. Pero sabe lo más importante: hay que contar lo que pasó en los campos. De primera mano pueden ellos contar sin que haya un resquicio para la engañifa. Cierto que la verdad es algo inalcanzable. Pero no el intento de contarla hasta donde sea posible. Habrá lagunas, cómo no va a haber lagunas en una cabeza cuarteada, en ese cerebro lleno de manchas negras. Pero ningún vacío impedirá la pasión por contar lo que fue aquel tiempo de inmundicia. Esa necesidad de contar ocupa buena parte de estas páginas. Se nutre el autor de aquellas mismas intenciones: el testigo cuenta y otros contarán también el tiempo del testigo. El tiempo común, el puente que junta lo de entonces y lo de ahora. La memoria convertida en conocimiento. Otra memoria no importa. Esa sí: la que nos procurará, al día de hoy, la sabiduría suficiente, la destreza imprescindible para no dar tregua a ninguna violentación totalitaria de la dignidad de un ser humano y del lenguaje que nos sirve para expresarla. Recordar es un deber, escribía Primo Levi. Y también -añadirían estas páginas- contar lo que se recuerda. Contar para que siga habiendo vida después del relato. Contar lo cotidiano, lo que pasaba en los barracones, la paradójica simpleza que tantas veces acumulan los horarios domésticos del daño. Lo extraordinario -decía Blanchot- empieza cuando termina la narración. Así, lo que vendrá después de la escritura habrá de ser la continuidad del testigo, su herencia a la hora de encontrar un lector que interpele al tiempo del relato, sus orígenes, no tanto la conclusión numéricamente devastadora del horror sino la crueldad entre la paja y los efluvios venenosos del desinfectante, y esa trampa mortal que son un par de zapatos viejos para no andar descalzos por la nieve o los guijarros. Y es aquí cuando interviene uno de los argumentos más importantes de este libro: contar, sí, pero a quién. Ahí un vacío. Insistimos en la necesidad, en la urgencia de que el testigo desbroce en su relato la maraña del recuerdo. Sin embargo casi nunca hablamos de su destinatario. El silencio -también se dice aquí- es una manera de escribir los días del terror. Y el silencio puede ser también la respuesta a toda imprecación de la memoria traumática. Quién hay ahí, en la otra parte de la página. Quién espera al superviviente y a su escritura. Tantas veces nadie que roza los límites del mismo espanto que la escritura del recuerdo -esa ética resistente que necesariamente lo apuntala en nuestra conciencia- intenta transmitirnos. Esa fue la respuesta: la supervivencia de los campos no importaba a nadie. La experiencia traumática de los condenados -Lager, Gulag o cualquiera de sus comparaciones- quedaba en el cuarto de atrás de un tiempo histórico domado por el miedo. Saber para qué. Los nuevos tiempos exigían lenguajes más acomodaticios, un código que permitiera abrir las puertas de la memoria para meter en su interior los ya poderosos desmanes del olvido. Cuenta Paul Steinberg, a quien Primo Levi fustigó con especial crueldad por la manera mezquina en que según él había conseguido sobrevivir en Auschwitz, el regreso a la difícil normalidad cotidiana: Los que me esperaban se taparon los oídos. Los que pudieron me esquivaron. Poco a poco, hasta llegar a ahora mismo, crecería considerablemente la recepción de esa memoria, las dimensiones de un relato que enlazará con otros relatos nada dispuestos a la renuncia principal: la memoria hecha saber, nada melancólica (así, nada melancólica, como le gusta decir a Juan Gelman), menos volcada en la tranquilidad que en el desasosiego, más noble en el eco de sus voces que el más noble de todos los silencios. Lo último, pues: contar. Que se siga escribiendo. También: que se cuente la escritura. Ya sea un cuento, ya sea un poema…

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“Escribir el horror. Literatura y campos de concentración”. Javier Sánchez Zapatero. Ed. Montesinos 2010.