LA MEMORIA NECESARIA

Historia del Puerto de Sagunto

Los sitios no son nada sin la gente que los habita. Muchas veces lo escribí y es en ocasiones como la que se nos presenta esta tarde, cuando esa frase tiene más sentido que nunca. Por eso es un despropósito construir esos lugares de espaldas a la gente, como si la vida de las casas y las calles, de los parques y los rincones más antiguos, pudiera existir al margen de quienes respiran esa vida, como si los pueblos y sus gentes pudieran andar por caminos separados, como dos desconocidos que apenas se saludan. Por eso, lo que ha hecho mi amigo Buenaventura Navarro es de lo más hermoso que uno puede encontrarse en ese camino, tantas veces intransitable, donde se cruzan la historia de un pueblo y la que poco a poco han ido construyendo sus habitantes.

Un día vino Buenaventura (yo siempre le llamo Ventura) y me enseñó un libro gordo, de muchas páginas, y con la excesiva modestia que le caracteriza me dijo si podía leerlo, si tenía tiempo para meterme en sus páginas y decirle luego lo que me parecía. Le dije que sí y a los pocos días ya le dije lo que me había parecido “La memoria necesaria. Historia del Puerto de Sagunto”. Le dije que libros así son necesarios para que los pueblos y sus gentes no se mueran de vergüenza. Así de sencillo. Eso le dije. Y esta tarde se lo repito a ustedes a través de estas cuartillas. Me hubiera gustado estar aquí, con Ventura y sus amigos, pero ando, precisamente a estas horas, en Perpiñán, hablando en la Universidad de esa ciudad con los estudiantes que están trabajando mis novelas sobre la memoria. Pero no importa: les escribo en estas cuartillas lo que le dije a Ventura aquel día, después de leer su excelente libro.

Nos hacen falta testimonios de esa clase. Durante la dictadura nos prohibieron el recuerdo y nos obligaron a vivir bajo las consignas de la indignidad. Luego llegó la transición y, aunque de otra manera, nos dijeron que era mejor no levantar la liebre de la memoria porque si no vendría el lobo y se nos comería crudos a nosotros y a la liebre. Fue eso una segunda humillación: lo que hizo la transición no fue sólo asentar más o menos la democracia sino también democratizar el olvido. Se pactó entre la derecha y la izquierda que lo mejor para este país era guardar para mejor momento nuestra memoria, la memoria de la izquierda que fue derrotada en la guerra del 36, la memoria de una derrota que vio cómo después de 1939 el régimen fascista no establecía la paz sino la gestión más brutal y deleznable de su victoria. Pero desde hace unos pocos años, esa memoria ya puede ser contada. Hasta ahora no había apenas testimonios escritos de esa memoria. Sin embargo, ya hace unos años, como digo, que las librerías están llenas de esos testimonios, que la gente mayor quiere contar lo que pasó durante la guerra y la posguerra, que los jóvenes se apuntan a esa novedad interesante que es la curiosidad por la República, por todo aquello que les pasó a sus abuelos. No hablo de testigos tan humillantes como esa serie televisiva de “Cuéntame lo que pasó”, porque según esa serie no pasó nada y lo que pasó fue bueno o no del todo malo. Hablo de testigos como el libro que presentamos esta tarde en esta sala. Hablo de que libros como éste son necesarios para acabar de una vez con nuestra mala conciencia, una mala conciencia que arrastramos desde los comienzos de aquella transición insuficiente, demasiado complaciente, entonces y en los años sucesivos, con los demonios de la dictadura. Hablo de que, gracias a Ventura y a las páginas de esta historia del Puerto de Sagunto, la vida de este pueblo y la memoria de sus gentes estarán a salvo en las estanterías de sus casas, de las bibliotecas y Casas de Cultura: y sobre todo en los rincones más profundos de nuestras conciencias.

Decía Walter Benjamín que la esencia de la vida es la memoria. Y eso es lo que asiente este libro. Lo dice muy claramente su autor en la misma introducción cuando habla de “la imperiosa necesidad de un pueblo de tener memoria colectiva para poder construir su presente y su futuro sobre ese conocimiento”. Eso escribe Ventura en la primera página de su libro, del libro que aquella tarde me trajo para que lo hojeara y le dijera luego lo que me había parecido. Y se lo dije a él otro día y esta tarde se lo digo a ustedes. Se trata de un libro lleno de gente, con eso que les diga basta. Porque cuando hablo de gente no hablo de esos personajes a que nos acostumbran los libros de Historia, de esos personajes que casi pertenecen más a la leyenda que a la propia historia. Los protagonistas de las páginas de este libro no son héroes sino todo lo contrario: nacen a ras de suelo, viven a ras de suelo y se mueren a ras de suelo, como cualquiera que no sea un imbécil. Recuerdo a uno de ellos cuando dice, en un gesto obstinadamente antiheroico: “yo vine aquí para matar el hambre”. Y me vino a la cabeza Max Aub cuando decía que uno es del sitio donde hace el bachillerato. Pues miren ustedes: uno también es del sitio donde pudo matar el hambre.

Así se va construyendo la historia de los pueblos, de todos los pueblos. Y Puerto de Sagunto ya tiene su historia, la que cuenta este libro que yo les recomiendo no perder de vista ni un segundo. Les recomiendo que lo lean y también que cuando lo hayan leído no lo dejen demasiado lejos, que puedan sentirlo cerca, como nos gusta sentir cerca lo que amamos.

Disculpen mi ausencia esta tarde, otras veces seguro que coincidiremos y podremos charlar ampliamente de este libro y de otras memorias igual de imprescindibles. Ahora sólo querría darles las gracias por estar ahí, haciendo compañía a mi amigo Ventura y a su obra. Y a él, a Ventura, pues que gracias por darme la oportunidad, aquella tarde, de abrir sus páginas todavía escritas a máquina. Y por su amistad de tanto tiempo. Sobre todo por eso: por esa amistad que nos hace pensar que este mundo no es tan obsceno, tan cruel y tan canalla como a algunos les gustaría. Un fuerte abrazo

Puerto de Sagunto, 12 de diciembre de 2003