Prólogo
Una determinada sensación

 

Antes de lo escrito curioseaba la narración fantástica por la lumbre del invierno. Como una figura más de las que se escapaban hacia el techo de vigas repintadas con cal viva, la palabra ascendía entre el grito y un susurro de ultratumba hasta el oído de una escucha felizmente sobrecogida por las tonalidades del relato. “A un anhelo del hombre, menos obsesivo, más permanente a lo largo de la vida y de la historia, corresponde el cuento fantástico: al inmarcesible anhelo de oír cuentos”, escribe Bioy Casares. Era la voz que subía y bajaba los escalones abruptos de la medianoche mientras los ojos se abrían como platos para no perderse ningún detalle o se cerraban a machamartillo para no sentir el roce más o menos terrible del escalofrío.

Luego alguien dio noticia escrita de ese escalofrío.

La cotidianeidad se alimentaba de panes que escondían bajo la corteza una hilera de gusanos invisibles a simple vista. Al morder la miga se mezclaba con la saliva un gusto amargo y pequeños trozos de piel blanca, como una gelatina de merienda infantil en tardes de verano.

Algo entonces que se parecía al asco.

Las casas son el espacio donde impera la normalidad. Cada cosa en su sitio. Los habitantes se conocen al dedillo cada rincón y pueden recorrer todas sus dependencias con las luces apagadas, incluso por las noches.

La vida transcurre con la lentitud amable de las tortugas. Nada incordia el ritmo crepuscular de los relojes. En la calle todo sigue como siempre. Alguien salta de un coche en marcha. O busca una dirección que no lleva a ninguna parte. Ya se sabe: el mejor itinerario no es el que lleva al lugar previsto al iniciar el tránsito sino el que traiciona ese final.

De repente, quienes disfrutan apaciblemente de la casa confortable se han convertido en “habitantes de las cavernas del sueño”. William Blake es uno de los testigos de esa transformación que roza lo demoníaco. Al menos, de su misterio.

Ahí empieza todo.

Escribir lo que es más posible desde el silencio. No resulta fácil imaginar algo lejos de esa realidad obscena que nos imponen los telediarios. Un disparo entre las cejas. El televisor no cuenta, dispara. A bocajarro. Sin embargo, no sorprende a nadie ese crimen. Carece de misterio. La noticia es increíble precisamente por su elocuencia. La noticia está fuera de la pantalla, en los metros cuadrados que silenció un edificio en sombras que para quien maneja la cámara o el responsable del montaje no tenía ninguna gracia. La gracia quiere decir utilidad. Imaginar puede ser todo menos útil. Así es la vida.

Pero hay otras vidas. Y llegan por la noche.

En las páginas que siguen viven esas vidas. Habitan las casas tomadas por las sombras. Sin puertas. Desparecieron mientras se iban apagando las luces y en la calle soplaba un viento que venía de despertar al sueño. Los nombres también han desaparecido de aquellos habitantes. Van y vienen, esos nombres. Yo no soy ése que usted dice. Como si eso fuera importante, la queja: aclarar al otro que está en un error. Y el tiempo. Lo que más se rompe en los dominios de la imaginación. Salir del sueño y descubrir que nada está donde estaba. Kafka, de donde sale todo, lo fantástico y todo lo demás. Todo. Kafka: “el momento de despertar es el más arriesgado del día”. Porque tal vez descubramos que nada está en su sitio. Que nosotros somos los primeros que tal vez no estemos donde nos quedamos antes de dormirnos.

En los relatos extraordinarios de Vicente Marco el tiempo está roto por todas partes. Las casas se llenan de luces cenitales que ciegan años de cautiverio a los ojos de quien pasea tranquilamente delante de los escaparates de las tiendas. Sin sospechar nada. Sin saber que ellos mismos, quienes pasean tranquilamente, como si nada, por las calles, son como visitantes de otro tiempo que supieron al despertar que venían de un sueño. O ni eso supieron. Porque el orden que se establece a partir de entonces es otro distinto, indescifrable, alejado de las cuentas a que obliga lo real. ¿Qué es eso de lo real? ¡Menuda tontería!

La escritura vino luego. Antes estaban las voces que ascendían chimenea arriba y se extraviaban en medio de bandadas de pájaros noctámbulos. El cuervo de Poe. Siempre ahí. Llega de cuando nadie escribía y las historias eran como un poema heredado de sí mismo, larguísimo, sin un sólo titubeo en su orática genialidad. Las voces que llegan de la noche. Como estos relatos y sus personajes recién incorporados al cuarto de las sombras.

Por no hablar de géneros, mejor cifrar en lo que vale la voluntad de inventar criaturas exiliadas de su origen. Puestas a vivir en lugares desconocidos. A comerse la luz para que sólo la oscuridad les pertenezca y extender así el dominio de lo que primero era puro azar y más tarde la traza inexcusable de un destino trágico. Escribir eso no es cosa fácil. Saltar de la luz a la sombra sin que te atropellen los autos de la madrugada es un ejercicio arriesgado, más incluso que el de los funambulistas. Alguien puede pensar que lo importante para evitar el atropello es cuidar sobre todo los trazos de la historia, que no quede un cabo suelto, que todo cuadre para que no se vean los puntos de sutura como al monstruo en las películas de Frankenstein. Lo importante no es eso, o no es sólo eso. Lo principal es la “atmósfera”, ser capaz, quien escribe, de “crear una determinada sensación”. Lo asegura Howard Phillips Lovecraft. Nada menos.

En los relatos que vienen ahora, aquella atmósfera y esa determinada sensación tienen garantía de autenticidad asegurada.

Un consejo final: ojo al cerrar el libro. El instante de despertar es el más arriesgado del día. Pues eso.

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“Los que llegan por la noche”. Vicente Marco. Ed. Versos y trazos. 2010