Prólogo

MARIHUANA PARA LOS PÁJAROS


           
            Hace casi doce años que se murió en Valencia Raúl Núñez. Era escritor. Había nacido en Buenos Aires en 1946. Luego recorrió medio mundo, siempre el otro medio permanecerá a oscuras, como la cara oculta de la luna o los poemas de Paul Celan. Siempre. Hace unos meses tuve que purgar de nuevo las estanterías de la casa, dejar ahí unos libros y reducir otros a esa condición miserablemente injusta que es todo abandono. Los de Raúl sobreviven siempre. Me gusta leer lo de antes. Menos, lo de ahora. Mucho menos. Los libros que escriben los amigos. Esos. Y poco más.
            En aquellos días hube de recurrir algunas veces al atiborrado universo google y una tarde lo abrí -no sé por qué razón, qué importa- con el nombre de Raúl Núñez. A ver qué pasaba. Nada. No pasó nada. Una sola nota hablaba de él: algún libro suyo (creo recordar que sólo uno) seguía vivo en alguna remota biblioteca del planeta. Saqué sus novelas, sus libros de poemas. Las novelas dedicadas, los viejos libros de poemas que algunos amigos me prestaron para preparar la edición completa de su poesía y no había habido manera de conseguir que ese proyecto viera nunca la luz: hasta ahora, cuando la gente de Baile del Sol decide recuperar los poemas de Raúl y ponerlos negro sobre blanco en el paisaje abrupto del olvido. Ese día fui sacando sus libros uno a uno. Allí regresaba el viejo amigo, esa fragilidad de vidrio que decía Marce, el alma entrañable que descubría Laia cuando era una niña y sorprendida curioseaba a la mañana siguiente: “papá, ¿por qué Raúl se bebe un vaso de vino para irse a dormir en vez de leche?”. Se le quería en casa, hostia. Eso era.
            Vivió en Barcelona. Tuvo allí a su gente, a María, a su gente. Cuando lo conocí habitaba una casa estrecha del chino y casi vivía en el bar Paricio. Ya estaba solo y acababa de publicar "Sinatra" en Anagrama, una novela que sería considerada por Le Monde una de las mejores editadas en Francia en 1987. Tiempo después, Francesc Betriu la llevó al cine. Las canciones eran de Joaquín Sabina y a su amparo se fue a Madrid una buena temporada. No distinguía Raúl las ciudades con tal de que hubiera en ellas un bar abierto a todas las horas del día y de la noche. Sobre todo de la noche. La siguiente novela fue "La rubia del bar", de nuevo en la editorial de Jorge Herralde, y también tuvo su película: Ventura Pons la dirigía y las canciones eran esta vez de Gato Pérez. Menos una, precisamente la que da nombre a la película, cuya letra había escrito el propio Raúl. Lejos quedaba su primera novela en Star, "Derrama whisky sobre tu amigo muerto", y más lejos aún sus libros de poemas.
            El ejemplar que para preparar esta edición siempre postergada me prestaron de "Juglarock" tiene las tapas amarillas más pálidas cada vez. Las señales de lectura en los versos que me gustan:
Quizás pueda vender alguno de mis libros
 o tome mi guitarra y cante en un bar de turistas.

            Eran aquellos tiempos de lo beatnick. Parió libros como los de Kerouack, como los de Ginsberg y Gregory Corso, como las canciones de los Rolling cuando aún estaba por allí Brian Jones. El primero, de 1970, "Poemas de los ángeles náufragos":

Cuando muera Allen Guinsberg
dos adolescentes harán el amor
entre los pelos de su barba.
Su cuerpo estará tendido
en el verde de un parque
y tendrá Allen ese día,
una mancha de vino sobre los jeans gastados.

            Y "People", en Tusquets: una antología de sus poemas antiguos donde aprendimos muchos los versos del naufragio, de las caminatas por las autopistas del desgarro, de lo que nunca encontraremos en ninguna parte porque a lo mejor no existe y menos aún para según qué tipo de gente. Y de mucho antes "San John López del Camino":

“Mi bella durmiente de amor
 que estás en el mundo
 yo le voy a dar marihuana a los pájaros
 para que te despiertes”.

            Aún habría de llegar una nueva y última novela: "A solas con Betty Boop", en Laia. Ésta es su biografía literaria. Para completar la otra, un día se dejó ganar por la desgana y empezó a querer morirse con la lentitud de las tortugas. Le dije que se viniera a Valencia y se vino. Aquí vivió y escribió durante algunos años, aquí editaría Midons "El aullido del mudo", una selección de los textos que semanalmente publicaba en la cartelera Turia. Se ha muerto Raúl, me despertó Juan Carlos -el amigo de los días últimos- la madrugada del 7 de mayo de 1996. Le había dicho Raúl que me hiciera cargo de sus cosas. Sus cosas eran una estantería de hierro con un manojo de cartas y recortes de periódico, una novela inédita ("Fuera de combate") a la que le falta una página, dos libros de Onetti y otros dos o tres de Juan Marsé, creo que la persona a quien más quería del mundo. Los demás libros, incluidos los míos, los de su querido Juan Madrid y todos los suyos, los vendería poco a poco para ir tirando. Casi doce años que se murió Raúl Núñez en Valencia. Las malditas tripas del google siguen calladas, como los muertos de Bécquer o la música seca, inmisericorde, de Samuel Beckett. Pero los libros que les acabo de contar -los de poemas ocupan las páginas que siguen a esta breve y posiblemente inútil introducción- siguen donde siempre. Llenos de vida. Más o menos amarillos. Pero llenos de vida.

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“Marihuana para los pájaros. Poesía completa”. Raúl Núñez. Ed. Baile del Sol 2007