PINTADAS
          
         Poco a poco nos hemos ido  quedando sin palabras. Sin espacios donde escribirlas. Sin atentos oídos que  quieran escucharlas. Sólo una posibilidad a lo mejor igual de digna que las  palabras: el silencio. Pero este libro no habla de silencios. Ha buscado los  espacios en blanco de las paredes de una ciudad que cada vez se parece más a un  decorado de Samuel Bronston para sus películas de romanos. Y no lo digo sólo  por el ordenamiento en cartón piedra de sus trazas urbanísticas sino por la  gente que la habitamos. No somos pobladores sino extras de cine en película  barata. Nos pagan a tanto la sesión, nos maquillan, nos dicen por dónde nos  tenemos que mover, descansamos al mediodía para tomar el bocadillo de actores  pobres y a reanudar el rodaje entre las cámaras que espían todo lo que se mueve  por las calles. Ha buscado este libro los espacios en blanco de las paredes y  los ha desdoblado en ese blanco y negro y a colores a veces en el original de  los grafitis.
           El artista que recorre la ciudad  de punta a punta, de la huerta expoliada por las excavadoras del dinero al mar  desecado por los mismos dueños de aquellas excavadoras, el artista que se echa  la cámara al hombro y desdice los consejos de la quietud y del estancamiento,  que está ahí en el momento justo y mira bien adentro (qué otra cosa es ser  fotógrafo, se preguntaba -o afirmaba, no sé- Bioy Casares), que es como ese  hombre araña que sube y baja, entra y sale, aparece y desaparece con la  agilidad de un pájaro: es El Flaco. También le llaman José García Poveda: pero  eso es en la clandestinidad, en esa íntima constatación de la impostura que es  el documento nacional de identidad, en la cubierta de algunos libros como éste  donde se afirma, no él, sino lo que cuenta con sus imágenes extraordinarias.  Son esas imágenes la vida cogida al vuelo, vuelta del revés por el ojo siempre  abierto de un diafragma que nunca -y mira que llevo viendo años en este oficio  a quien lo maneja- ha perdido la curiosidad, ese punto de ironía que nos hace  falta para que la amargura no nos ciegue a lo que pasa afuera, el alma de espía  que se mueve en el microcosmos ventrudo de la cámara.
           El Flaco. La ciudad de Valencia.  Esa ciudad que es como la suya porque al cabo la gente es de donde decide ser y  él decidió hace muchos años que Mula en Murcia era una cosa y Valencia podía  ser lo mismo porque el lugar de donde salimos nos lo llevamos puesto, como un  equipaje que irá creciendo con el estupor ante cualquier descubrimiento, con  las dosis de astucia que nos metamos en vena para que no nos maltrate la  supervivencia, con la risa a cuestas muchas veces que es como yo veo al autor a  medias de este libro que llegará después de estas líneas inútiles. Y digo autor  a medias porque El Flaco retrató paredes sin parar y en ellas andaba ya la  letra rápida, dejada ahí con las prisas de la urgencia, de esos grafitis que él  ha ido descubriendo en todos los rincones de la ciudad sin dejar ninguno. Luego  vino la necesaria ordenación de esos materiales, una selección ajustadísima de  lo que contaban, la decisión dolorosa de que aquí salieran unos y no otros,  todo eso que lleva a un autor a guillotinar tiempo y certidumbres para ver qué  queda después en el cajón-inventario de los trabajos hechos y los días  transcurridos en su busca. Lo que hay aquí es la memoria casi de una época, la  óptica desde la que se mira esa memoria (no hay memoria sin punto de vista: una  obviedad, pero por desgracia hay que hacerlo notar, demasiadas veces, en esta  sociedad consensuada hasta la exasperación que nos toca vivir), la habilidad  del Flaco para grabar en su máquina las huellas tantas veces invisibles de lo  que pasa. Es como si la ciudad fuera más suya que nuestra, que de otros, sólo  porque está en más sitios a la vez, porque la traspasa con los anteojos del  hombre-mosca, porque es capaz de quererla más que nadie y por eso se ríe más  que nadie de sus desconciertos y perezas.
           La historia de las ciudades es la  historia de los poderes que sobre ella se fueron sucediendo. Hablaba Foucault,  de esto. Y para marear esos poderes llegan unas gentes, desenfundan los tubos  con destreza y dibujan un mapa nuevo para que sean menos los extravíos por el  más que instaurado aburrimiento. Los sitios donde fueron sellados estos  mensajes están en el Centro Histórico de Valencia (algunos en otras ciudades) o  los alrededores más próximos. Seguramente porque, como apuntaba Joan Garí en  “Signes sobre pedres” (un espléndido texto sobre los grafitis), cada uno de  esos mensajes requiere el espacio más adecuado a sus exigencias. Y más que en  otro sitio hay ahí, en ese pedazo que se cae a trozos de Valencia, el muro  paciente, dispuesto a recibir la tinta china de la contestación, de esa ironía  que hace más comprensible (igual de despreciable) el horror que nos imponen en  un tiempo que se reclama limpio de horrores como un anuncio televisivo de  detergentes. Cuando repasaba las numerosas imágenes del libro para escribir  esto que ustedes están leyendo ahora -o habrán evitado sabiamente para ir  directamente al grano de la fiesta-, no pude evitar sonreír en muchas ocasiones  y ver cómo inmediatamente esa sonrisa se me quedaba helada como si siempre  fuera invierno. A ver si no: Una cámara en la esquina, te graban, sonríe.  Y otra: Emigrantes,  no nos dejéis  solos con los españoles. Sin que falten -faltaría más en un ojo crítico  como el del artista- la   Batalla de Valencia y el anticatalanismo, los desastres de la  huerta de La Punta  (ya ni casas, ni gente: excavadoras, negocio para cuatro, ahora casi seguro  amarres a precio millonario para los yates de la Copa América), los letreros  contra la guerra de Iraq, la hipocresía política y eclesial sobre el aborto,  las mantas que apenas cobijan el nomadismo nocturno de quienes viven a la  intemperie, la cabreada exclamación a grito pelado contra los nazis urbanos,  esa casi plegaria ciudadana por la salvación del Carmen, la complicidad entre  las tramas económicas mafiosas y las políticas: todo en dos líneas, en apenas  dos palabras a veces, una sola en tantas ocasiones. Ese latigazo inmisericorde  ante el que, si nos fijamos en el efecto demoledor de los grafitis, uno tiene  la sensación -como escribía Manuel Vázquez Montalbán para otro asunto- de que  la ciudad ya no es de los de siempre. Aunque sí lo sea, aunque sí: pero ese  muro ya no es suyo, vive al margen de las normas impuestas por la especulación,  se planta delante de nosotros y habla por su cuenta.
           Y eso que el muro habla por su  cuenta se quedó grabado en este libro, en las páginas que el autor ha  convertido en una mensajería de la disidencia, de esa disidencia que, por más  que excesivamente escasa, resultará siempre -lo decía Steiner- fascinante. Nada  se ha quedado fuera de la cámara del Flaco. Nada. La ciudad se agarra a su  condición de parque móvil y en esa perpetua mutación del día a la noche ve cómo  desde la oscuridad surgen los signos que le cambiarán la cara, esa semiótica de  la irreverencia surrealista y de la rabia contrapunteada por la risa. Sonríe el  Flaco cuando él mismo se pone delante de sus fotografías: es como recuperar el  tiempo aquel de merodeo por las calles de Valencia, en moto o con alas (porque  ya lo dije: estar en varios sitios a la vez es imposible. Pero él está: les  juro a ustedes que él está en varios sitios a la vez y no está loco: nosotros a  lo mejor sí, por eso, por no dar crédito a su ya tan conocida omnipresencia),  como devolverle su terca, insobornable, condición de freelance, de libertario  trotamundos, de tipo entrañable capaz de enredarte el corazón en esa algarabía  tan suya de historias llenas de sorpresas. Cuenta El Flaco esas historias desde  el ojo que ve, sin tachaduras ni monsergas, lo que sucede por sus alrededores,  cronista tan particular de lo que pasa, escritor mirando al mar -desde la  terraza de su casa- de un periodismo apasionado contra los desatinos de un  urbanismo depredador y marrullero. Este libro sale también de ahí, de esa  vocación suya por la escritura en carne viva: algunos días, cuando la pasión  aprieta, El Flaco se convierte en José García Poveda y firma artículos  periodísticos impulsados por la ironía y por una reivindicación de la dignidad  urbana que cada vez está más desaparecida.
           De ahí, la grandeza de estas  páginas: recoge la escritura de los otros y la hace suya, se la bebe a dosis  largas, la encierra en su mirada particular y la echa a andar luego para que no  olvidemos que el mundo podría ser mejor si los grafitis salieran de los muros y  se incrustaran de golpe y porrazo en la conciencia ciudadana. El lenguaje  -escribía Susan Sontag- puede ser servil o todo lo contrario, violento incluso,  contra el poder o cualquier cosa que se le parezca. La poética de la escritura  sobre el muro violenta los códigos del consenso y se cuela como un trallazo en  la tranquila duermevela de un vecindario tumbado a la bartola. La maquinaria  policial puesta en marcha contra algunos colectivos urbanos está certeramente  contestada en los lenguajes sarcásticos, ácratas de pura cepa, que inundan las  paredes libres de tantas ciudades muertas de desgana, dobladas por una alquimia  icónica que engaña con torcidos anuncios publicitarios en vez de construir una  trama urbana donde la gente y los sitios se lleven bien y no como enemigos. Los  muros del Centro Histórico (en Valencia, pero también en otros lugares lejos y  distintos) están llenos de agujeros por donde se cuelan las ratas a vivir entre  matojos, esqueletos de televisores y grumos pastosos de gatos muertos  y en la parte de acá fluyen los sprays para  dejar bien claro que las ratas más de verdad viven a cuerpo de rey en los  despachos donde se dictan leyes y normativas para ir arrinconando poco a poco  la libertad y el gozo por la vida: No te drogues: somos muchos y hay poco.  En esos muros se mean de la risa quienes pintan la subversión imprescindible de  los supervivientes, miran a todos lados y juntan en las letras de sus mensajes  la esperanza en que algo cambie y, si es que no, pues el gusto de incordiar la  agresiva vocación devastadora del cemento y sus beneficiarios, de la guerra y  sus beneficiarios, de las drogas y sus beneficiarios, de la política y sus  beneficiarios, de la intolerancia y sus beneficiarios, del conservadurismo  ideológico y sus beneficiarios: intereses particulares vendidos a peso de oro  en el mercado de una precariedad moral que pone los pelos de punta.
           Las ciudades somos al cabo  quienes las pateamos de punta a punta y por eso El Flaco las ha hecho suyas en  las páginas de este libro lleno de tiempo histórico y memoria, de gritos y  silencios, de risas y de rabia. Y sobre todo, lleno de una pasión por la mirada  que nunca -después de tantos años con lo mismo- ha menguado un ápice sino todo  lo contrario. Mira hoy con más fuerza si cabe desde su altura de espía  irrepetible, desde esa sensación de omnipresencia que transmite, desde esa  vocación ya tan suya de conspirar contra el cansancio y todos los silencios.  Cuando mirábamos las imágenes que vienen ahora mismo, El Flaco se reía. Y yo. Y  amagábamos como los boxeadores avisados una especie de invocación a la  blasfemia porque el mundo que vivimos no nos gusta: cada día que pasa, nos lo  roban los del poder como si fueran carteristas en las tardes de fútbol  dominguero. He matado a mi padre, te he visto las tetas y tiemblo de alegría:  menos mal que los muros pintados por él en este libro nos devuelven un pedazo  grande de ese mundo y lo hace nuestro. Suyo. Mío. Suyo de ustedes. Menos mal.
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         “Pintadas”. José García Poveda El Flaco