LA SOLEDAD DE LOS GREGARIOS

 

 

Quimera nº 277. Diciembre de 2006

 

Ya se sabe que los mejores libros de ficción son las biografías y las autobiografías. Cuando alguien anuncia la publicación de sus memorias lo primero que hace uno es echar mano del escepticismo o, según la catadura del anunciante, de un bazooka adquirido sin problemas en cualquier mercado de la guerra. La verdad por los suelos. Extorsionar las cautelas pudorosas que todo pasado debería de exigir a la hora de verse convertido, a veces con demasiada impunidad, en relato. Lo de antes regresa casi siempre bajo el camuflaje inmisericorde de la impostura. No hay manera de hablar de lo de entonces si no nos acogemos primero a la desnudez, a la liberación de todo adorno carnavalesco, a una decisión casi inhumana de convertir en verdad el artificio. La verdad. Eso tan raro en un tiempo de extrañas éticas intertextuales y cinismos a destajo cotizando en el mercado de la literatura y en los otros. Ayer es sólo una coartada del presente. No lo digo yo sino el autor de dos de los más deslumbrantes libros de memorias que se han escrito nunca en este país desmemoriado. Cuando José Manuel Caballero Bonald escribe del pasado desacredita la ortopedia del asentimiento cómplice y lo convierte en desazón y en sarna de perro apaleado. Como quizá nadie más, se mete en la boca negra del recuerdo y estruja en esa oscuridad los trapos a ratos insolventes de una memoria que nunca será completa porque la memoria completa no existe. Por eso nunca habla de recuerdos sino de pedazos de recuerdos, de esa inseguridad que siempre nos habrá de servir mejor que todas las certezas. Esto que escribo es más suyo que mío. Incluso en La costumbre de vivir me adjudica una frase hermosa, muy hermosa, que, estoy seguro, también le pertenece. Pedazos de recuerdos. Indagar en las pensiones andrajosas de cuando éramos otros y descubrir las claves del estupor sin que nos arrugue el ánimo ninguna propensión melancólica al llanto o a la práctica más o menos encubierta del harakiri a lo patriotero de Mishima. Me acerco sin ninguna cautela a los libros de Caballero Bonald desde hace años. Las novelas, no muchas. Sus poemas que salen de una matemática pura, aparentemente limpia de polvo y paja, y nos conduce al abismo que nunca es de los otros sino nuestro. No sé por qué alguien sigue presentando su candidatura a la Academia (nuca sé de qué academia se trata: esa mezcla rara de escritores, científicos y dueños de periódicos). Deambula el escritor por los territorios de una escritura paradójica: aquella luz sureña, bien despierta, que llega sin embargo de aquellos “resplandores perdidos” que cantaba Espronceda en una versión espléndida de la incertidumbre y el destino inaprensible, como todos los destinos. Lejos de academias y otras vestimentas, le acaban de librar al amigo el Premio Nacional de Poesía por su libro Manual de infractores. Qué bien. A mí siempre me pareció que ese premio se sorteaba siempre entre los mismos y entre las mismas corrientes poéticas. Esta vez la ficción y la biografía no van juntas. A cada una, lo suyo. Aquí tengo el libro. Una dedicatoria entrañable, como todas las de su autor. Regreso después a las páginas de cuando no había en su haber la gracia de un premio más que merecido. Regreso a esa “obstinada convicción/ de que todos aquellos que abominan/ de los transgresores/ padecerán un día ese otro suplicio/ que otorga a los gregarios su propia soledad”. A José Manuel Caballero Bonald regreso siempre que puedo para tumbarme un rato a la intemperie. Para rozar la lumbre de una hierba rasposa cuando cae la noche. Para decirle que escribir es lo que él hace y siempre sin que él a lo mejor lo sepa nos enseña. Para todo eso regreso a sus libros. Para todo eso.