TEORÍA DE LA DURACIÓN
Quimera nº 278. Enero de 2006
Me gusta escribir de la gente más que de sus libros. Ya sé que a veces una y otros son lo mismo. Pero otras veces no. Poco tienen que ver “Viaje al final de la noche” y ese cafre nazi de Céline, “Funes el memorioso” y la amnesia ciega de Borges con las destrozas físicas y morales de la Junta Militar argentina, las proclamas fascistas de Pound y esa música compacta, imprescindible, de sus “Cantos”. Pero otras veces los libros viven siempre al lado de quienes los escriben. Son casi una misma cosa. Como me dijo alguien hace unas noches en París: algunos escritores llevan sus novelas en la cara. De esa gente me gusta escribir. De sus obras, también. Pero sobre todo de la impiedad que uno va dejando en las páginas que escribe, una impiedad que es la que sentimos por nosotros mismos antes de poner en alguna página lo que pensamos del mundo y de quienes, más o menos a su antojo, lo organizan con una desmesura a su favor que pone los pelos de punta. Un día de hace cinco años conocí a Dulce Chacón y supe que ella y sus libros eran lo mismo. Y ahora, tanto tiempo después, la cuento, a ella y a sus libros, porque hace tres años que se ha muerto y porque en esa misma cita francesa una mujer me dijo que quería escribir su tesis universitaria sobre el silencio en la obra de la escritora extremeña. No sé -y así le contesté- si hay datos sobre eso en la obra de algún investigador o en las hemerotecas. Sé que en aquellas voces republicanas que ella contó en su última novela hay un silencio a gritos volando sobre los extrarradios de las cárceles, como aquellas palabras-silencio de Paul Celan (cómo podría ser en él de otra manera) que sobreviven ante las ventanas. Le di algunos nombres amigos, las direcciones que a lo mejor podrían ayudarla, el relato de una vida que desde que la conocí se volcó encabritadamente y con ternura en desentrañar la memoria de un tiempo desterrado. Ahora se ha puesto de moda esa memoria y la estamos convirtiendo entre unos, otros y los de más allá en carne de vaca triturada por el turmix despreciable de ese oportunismo cínico que exigen los aniversarios. Y en esa moda se da la paradójica situación de que quienes más hablaban antes, cuando la dictadura franquista, siguen hablando ahora y exigiendo que les demos la razón. Los del Régimen están siendo descubiertos como honorables representantes de un tiempo secuestrado por la infamia, a la vez que se extienden sombras alargadísimas sobre quienes buscaron la supervivencia en los territorios clandestinos de la dignidad. Escribió Dulce Chacón de las mujeres de entonces -las suyas, las mías, las de muchos de ustedes que leen esta historia con el clima cambiado- y durante el año entero que le duró en los ojos “La voz dormida” anduvimos juntos por las plazas de todo tipo y condición distribuidas por los rincones más incógnitos de un país desmemoriado. Eran una misma cosa ella y sus novelas, ella y sus poemas. Una misma cosa. Se murió un diciembre, como ahora, cuando escribo del recuerdo en los altos de la casa en Gestalgar, mi pequeño pueblo del monte, lejos de Valencia, de París, de cualquier parte. Se fue llena de sueños, de libros sin escribir, de risas amorgonadas por la tristeza alguna tarde. Quién puede protegerse de un sueño, se preguntaba en un poema. Nadie. Ni de la vida, como escribía René Char. Por eso me gusta escribir más de la gente que de sus libros. Porque una dura menos que los otros y así, en páginas como ésta de Quimera, se alarga un rato más aquella duración. Así con Dulce. Así.