LA NAVAJA DEL ESTILISTA
Quimera nº 279. Febrero de 2007
A Ignacio Soldevila, que sabe, mejor que yo, de lo que hablo.
Los libros van y vienen y en ese viaje algunos desaparecen. Pero esas desapariciones no tienen por qué ser siempre un desastre. Una vez, Kenia, la pequeña perra de mi hija Laia, se zampó enteros bastantes ejemplares. Otros los dejó maltrechos, como salvando las páginas menos insolventes. No les voy a decir a ustedes los títulos ni los autores damnificados pero sí que en casi nada se equivocaron las inocentes dentelladas de la dulce bicha. Otra selección libresca, ésta vacía de inocencia, la imponen la fría desvergüenza del mercado y sus estrategas, ese “lumpen”, como decía Álvaro Mutis, que trata de impedir a los lectores un “terrible y comprometedor encuentro con la belleza”. Se refería, el autor colombiano, al injusto desconocimiento que el público tenía de la obra según él extraordinaria de un poeta amigo. Hoy eso ya no es ninguna novedad. Muchos libros se pierden en las primeras revueltas del marketing y la glotonería obscena de una cultura literaria que se atraganta con lo bueno. Hemos perdido el gusto por la aventura de merodear entre los pasadizos de una librería, a la búsqueda de la magnífica sorpresa que quizá nos esté esperando en la última curva de la singladura. Acudimos a la librería con el suplemento cultural de tal o cual periódico importante y solicitamos con gallardía idiota los títulos recomendados en sus reseñas, tantas veces cínicamente interesadas. Entre los dientes jóvenes de Kenia, aquella noche aciaga para muchos escritores prestigiosamente impresentables (seguro que ustedes acertarían en bastantes de ellos), no se encontraba ningún texto de Miguel Espinosa. Ninguno. No es que el escritor murciano sea de bibliografía prolífica, claro. Pero ahí se quedaron todos sus textos, enteros, de una pieza, sin una sola señal de rabia canina en la titánica envergadura de una obra irrepetible. Escribía incansablemente allá donde estuviera, mezclando sus papeles de viajante de comercio o algo parecido con los que apuntalaban un talento de literato singular, fuera de la órbita del realismo más o menos social y también de los experimentos lingüísticos que hacían furor en los sesenta. Se destripó con la navaja del estilista que iba a la suya y con el revoltijo de sangre y vísceras que salió por la hendidura construyó la mejor literatura del momento sin que casi nadie le hiciera puñetero caso. Sólo algunos estudiosos serios y unos cuantos lectores sabían de su existencia. Autor de una obra “ingenua” (se refería a Escuela de mandarines), como le contaba a Jean Tena en una carta agradecida, fue Miguel Espinosa un escritor sin enganches con otros escritores, con otro mundo que no fuera el suyo -a la vez tan reducido y tan universal-: “Todo buen escritor ha de ser aislado… y digo aislado en el sentido de que ha de operar como único, ignorante de sus contemporáneos”, escribía a Ignacio Soldevila, quien había dedicado elogios a una de sus novelas. Así vivió el escritor de Caravaca. Así escribió. Así se murió un día de abril de 1982, hace casi veinticinco años, apenas con cincuenta y seis. Y lo recuerdo aquí porque hace unos días, cuando pensaba en qué escribir para este número de Quimera, vino Laia a casa y vi cómo Kenia se quedaba mirando los estantes llenos de libros. Adiviné entre preocupado y contento una nueva cruzada de expurgación. Pero no fue así: se detuvo en los ejemplares de La fea burguesía y Tríbada que reposan eternamente sobre la mesita que hay junto al sofá, cerca de la ventana, y aquietó el rabo escaso y a mí mismo en señal de un cómplice y más que feliz asentimiento.