REVOLTIJO DE GLUGLÚS
Quimera nº 280. Marzo de 2007
¿Alguna vez te ha picado una abeja muerta?, pregunta Walter Brennan a quien se le pone por delante en Tener y no tener , la película de Howard Hawks basada en una novela breve de Hemingway. Voy a hacer una película con uno de tus peores relatos, advirtió irónico el director al novelista. En el guión colaboró -igual que casi siempre: con desgana- William Faulkner. No hace mucho alguien me preguntaba en Valencia: ¿alguna vez te ha picado un escritor muerto? La curiosidad venía de por qué en esta página de Quimera hablo tanto de escritores desaparecidos: Raúl Núñez, Dulce Chacón, Miguel Espinosa… Sí -contesté- me han picado muchas veces los escritores muertos. Muchas veces. Y me siguen picando. Me siguen estrujando el alma -o como se llame eso donde las tripas son un onomatopéyico revoltijo de gluglús- sus relatos, sus poemas, la vida que a lo mejor llevaron y que raras veces logró separarse de sus libros. Y añadí: desde hace mucho, sólo leo a los amigos y a bastantes escritores excelentes que ya se fueron con su música a otra parte. Así que tenía razón mi interlocutor. Muchas veces esta página es como un paseo por las callejuelas oscuras de Comala o entre las lápidas nada silenciosas de Spoon River. Los estantes de las librerías están llenos de historias que salen de lo que pasó antes en algún sitio o en la imaginación de quien las escribió pensando que esas páginas sublimes iban a cambiar el mundo. Demasiadas pretensiones para cerrar el itinerario de un orgullo tan desmedido como inútil. Escribimos para gozar en solitario y pensando que a lo mejor hay algún loco en alguna parte que un buen día entra en una librería y se va con tu libro bajo el brazo. Hasta podemos pensar que una noche de galbana existencial el mismo loco se lanzará en picado sobre sus páginas en vez de enchufar la televisión para ver esa indecencia cruel de los telediarios donde desde hace tiempo sólo salen las manifestaciones igualmente crueles del Partido Popular, los obispos y esa secta rara que regurgita las voces de algunas (no todas) víctimas del terrorismo. Y en ese panorama de libros a destajo que puebla el incansable catálogo de novedades me quedo con lo que viene de lejos, con la escritura subrayada de antemano en otras ediciones porque la descubriste años atrás en medio del silencio o en algún extraño manual que reseñaba lo inaudito. A veces, también los amigos acercan lo que escriben y se cumple ahí el ritual de una lealtad que resulta complaciente. Siempre busco en sus textos alguna bondad que merezca aquella cercanía. Y he de decir que habitualmente la encuentro. Quizá porque uno, al cabo, es un sentimental y sabe que descubrir la amistad y protegerla es tan importante -al menos tanto- como cuidar a esos enemigos que -si tienen un buen nivel de competencia- alivian a ratos el aburrimiento. Me gusta, pues, sentir el picotazo de las abejas muertas, saber que por las calles de Comala viven los supervivientes de una época que nos llega a caballo de un burro castizo y anacrónico, desvelar en los libros que me gustan -sólo en ellos y los otros a mí qué- no las abrumadoras estrategias para cambiar el mundo sino ese misterio que es la fragilidad de la vida en la gran literatura. El misterio del tiempo que encierra el picotazo genial de las abejas muertas. Ese tiempo que es como un espejo con grandes arañazos y lo que se vierte en él es el silencio que encarna la sabiduría. No lo digo yo sino, con más razón que un santo, el epitafio de Ernest Hyde en el cementerio de Spoon River.