Amanecer en Austerlitz
Quimera nº 282. Mayo de 2007
Los trenes podrían ser un buen lugar para vivir. Pero no es así. Me paso la mitad de la vida en vagones que no tienen nada que envidiar a los de Buster Keaton o los Hermanos Marx. El miedo a los aviones se salda con la humillación a que Renfe te somete desde su monopolio vergonzoso y con un susto que supera muchas veces aquel otro de cuando el comandante de la nave dice con toda la tranquilidad del mundo que al bicho se le atascó el tren de aterrizaje. Lo único que me salva de los traqueteos infames que te revientan las tripas son las ganas de matar a los que se pasan el trayecto con el móvil en la boca y las novelas de Juan Marsé. Lo primero que meto en la bolsa es una cualquiera de esas novelas y luego todo lo demás. La última vez fue Ronda del Guinardó . Apenas hace un par de meses. De Valencia a París. Trasbordo en Barcelona, como siempre. Tren de noche. Más solo que la una en el trenhotel Joan Miró. Hotel, dicen, nada menos, y se quedan tan anchos. Cuando el gusano prehistórico se adentra en la madrugada, es como si sonara el pufpufpuf de las máquinas a carbón que cambiaron el paisaje moral de las películas del Oeste. Bandazos para un lado. Bandazos para el otro. Menos mal que te agarras hasta que amanece a una escritura única, libre de adornos inútiles (como todos los adornos que ensucian las novelas malas), crujiente como crujen las vigas resistentes de una arquitectura antigua que no se dará nunca por vencida. Un día de cuando era muy joven, alguien me prestó Últimas tardes con Teresa . Nunca devolví el libro. Y ahí sigue, como todos los de Marsé, en un estante aparte de la biblioteca o como se llame eso de la casa. Lo primero que me llamó la atención es que el autor no era licenciado en Filosofía y Letras: eso es lo que ponía en las solapas biográficas de todos los escritores. A cambio, era chico de los recados, el autor, en un taller de joyería. O lo había sido. Luego vinieron las páginas espléndidas, sagradas para mí desde aquella primera lectura, que recorrían el itinerario sentimental de un tiempo de zozobra. Luego supe que la novela era más cosas. Muchas más cosas. Lo mismo que Ronda del Guinardó . No sé por qué se dice que es una novela breve. Siempre con los adjetivos que sobran. ¿Y a una novela de quinientas páginas cómo la llamamos: simplemente gorda? Seguramente la mejor historia de un escritor que no admite igual en la literatura española del siglo veinte y lo que llevamos de éste. No sé si hay un comienzo que se ponga a su nivel: “El inspector tropezó consigo mismo en el umbral del sueño y se dijo adiós, vete al infierno”. Un día histórico: 8 de mayo de 1945. Los nazis entregan el horror a los ejércitos aliados. En este país había otro horror. La lentitud de una caminata por los barrios del hambre y los colores muertos, como son los colores en las novelas de Marsé: quizá un poco menos en el club Lolita, abierto en su última novela. El silencio agrio, como las noches de col hervida en la casa de Maigret. La mierda de vida en los colegios huérfanos con la caridad asomando la jeta en una cesta de pollos o de palomos descabezados. En la estación de Austerlitz ya no quedaba nada de la noche anterior. Los grafitis que adornan la sordidez de todas las estaciones de ferrocarril se volvían aquí una escritura salvaje y paralela a la del relato. Cuando leí Últimas tardes con Teresa , en aquellos años sin libros y una voracidad lectora de psiquiátrico, pensé que valía la pena ser escritor sólo para escribir una novela como ésa. Sólo por eso ya valía la pena ser escritor. Sólo por eso.