A GRITOS Y SILENCIOS POR LA CASA

 

Quimera nº 284 y 285. Julio y Agosto de 2007

 

Las casas son a veces los libros que la habitan. Me gusta pasear delante de las estanterías como por las cajas verdes de los bouquinistas del Sena o las paradas barcelonesas del mercado de San Antonio, donde un domingo feliz encontré los relatos más malditos -crueles y hermosos- de Antonio Rabinad. Hasta hace nada, el suelo era como las paredes: un enladrillado de tapas a color, algunos recortes de periódico, castillos de papel en una cursi metáfora del desorden literario que lo invadía todo. Un día hubo limpieza general y se quedaron los libros de los amigos, algunos otros de los que aprendes cada día y los que siguen ahí -no sé por qué- como una condena cruel y vengativa de lo inútil. Me gusta detenerme de pronto en un título cuya presencia ignoraba, asomarme al abismo que se abre detrás de cada página. Pero lo que más me seduce es admirar ese paisaje mientras dura una comida. Cercado por los libros de cara y por la espalda, construyo al mediodía y por las noches un pasadizo secreto, intransferible, que conduce al misterio único y desconcertante de la literatura. Allí el silencio calmo de la escritura más imprescindible donde en otras sin ningún interés sólo hay un griterío de vacuidades a destajo: ese ruido de sierra que escapa de algunos libros, como contaba un Conrad lector decididamente inconsolable. Ni siquiera se insultan -a pesar de su cercanía en la misma tabla- él mismo y Dostoievski. Y mira que hay veces en que los miro y me empeño en que se líen a puñetazo limpio, que era como se dirimían las justas entre intelectuales o como se llame eso cuando la sangre de la pasión enceguecida reventaba el corazón y se subía a la cabeza. Ahora ya no, ahora las desavenencias resultan aburridas y se trompetean con sordina, que es la mejor manera de que la sangre se restañe sin que llegue a otro río distinto al de la farsa. Sí que se gritan, unas a otras y a ratos con tremenda descortesía, las diversas traducciones de Madame Bovary : nada que ver unas con otras y alguna de ellas rayando las orillas de lo infame. No sucede eso con las tantísimas versiones (¡cuántas, cuántas!) de Drácula . Por más que intente lo contrario, es inevitable que me reviente en la cara -cada vez que paso por la letra N y como una burda imitación de la salsa de tomate- la segunda parte, tan absurda aunque nadie lo diga, de Lolita . También de uvas a peras me regodeo en el desprecio y suelo compartirlo con el vino: Céline, Houellebecq, y en medio de uno y otro, la sonrisa profidén de Vargas Llosa ocupando la contraportada de Santuario en la edición lujosa de una novela que siempre será mucho más de lo que dicen. Y es entonces cuando me voy con la memoria a otro cuarto y arrimo el desprecio a otros también grandes: Borges, Ezra Pound, esa obstinada ceguera que les taponó el alma delante del horror. La escritura en un sitio y la vida en otra parte. Como si eso fuera posible. Dicen que sí algunos, que eso es posible y hasta deseable. Allá ellos. No sé por qué, pero casi todos los días, con el café, me gusta acariciar un viejo, breve, descuartizado volumen de Robert Walser y hacer lo mismo -esta vez por las noches- con una biografía en inglés de Jean Rhys (no entiendo ni papa) que me regaló Helena por las calles londinenses donde Jack el Destripador habitaba a sus anchas. Como habitan a sus anchas los libros más queridos en algunas casas sin gritos, tranquilas y de color suave por dentro, llenas de silencio.