EL ÚNICO HABITANTE VIVO DEL PLANETA

 

 

Quimera nº 287. Octubre de 2007

 

El peor destino que le cabe a toda poesía es ser, a lo largo del tiempo, previsible.

Enrique Falcón

 

Los otoños me dan miedo. Regresas de septiembre con el ánimo dispuesto al sacrificio. A cuál. Al que sea, con tal de que no te exija demasiado asentimiento, un gesto de más a la semiótica cruel del desamparo. En la ciudad donde a ratos vivo, esa exigencia es despótica, desarbola todo tipo de resistencia humana, se ramifica en las tripas como aquella vieja mata de kéfir donde buscábamos los de la trenka y el qué hacer la fórmula mágica de la eterna juventud. Resistir en Valencia es buscar una sombra apacible desde donde disparar a escondidas las salvas del espanto. La ciudad se postula para todo y después de la America 's Cup y la Fórmula 1 quiere hacer lo mismo para lograr la capitalidad cultural europea en 2016. Por mear más alto que nadie, que no quede. En el otoño regreso a la intemperie de esa ciudad desguarnecida y me acorazo en los libros que amo, sobre todo en la poesía que me junta sin trampa ni cartón a la extrañeza. Esa poesía que es “un lugar para sentir el frío...: un lugar en el que tomarnos tiempo para sentir el dolor, para rememorar la cosa perdida” . Lo dice Olvido García Valdés -qué poeta, dios, y qué poemas construye desde la rotunda fiereza que la hace singular en un panorama rendido vergonzosamente a la docilidad-, lo dice ella, digo, de la poesía que escribe Antonio Méndez Rubio, ese tipo con quien tanto me junta en las cosquillas rasposas del desasosiego. Escribir poesía es hacer pedazos lo que tenemos dentro y exponerlos después en el cañizo inmisericorde de la propia y ajena intransigencia. Que no llamen guapa a la poesía. Que no la vistan de blanco como a las novias vírgenes. Que la llamen infiel, como a las heroínas malas de los tebeos de antes. Un libro de poemas no es una guía de carreteras para que no nos perdamos en el camino sino que como dice Jorge Riechmann (otro que tal en mis debilidades afectivas): “la poesía nos recuerda siempre que venimos del extravío” . Y al extravío vamos, añadiría yo. Al lado de Antonio Méndez Rubio y sus poemas ( “nadie se atrevería a explicar/ por qué la tierra rechina en la boca” ) otro poeta y más poemas que me sirven de guarida en el regreso a los otoños de una ciudad que vive en la impostura: Enrique Falcón. Dos poetas en uno, diría yo. Dicen los entendidos que pertenecen Antonio y Enrique a la poesía díscola de la conciencia crítica. Junto a otros colegas andaluces como Antonio Orihuela, o asturianos como David González. O como bastantes otros de otros sitios que los acompañan fervorosamente en su activo descontento. La poesía valenciana en castellano que sale en todas partes -con los veleros del lujo asiático y los edificios faraónicos donde se fotografían las familias para el álbum del recuerdo- no es ésta. Por eso se la cuento a ustedes en este tragaluz tantas veces refugio de lo incógnito, de lo medio clandestino, de lo que está ahí como un ángulo oscuro igual que la lira del romántico. “Reñid a la poesía/ la limpidez de su regazo” , escribió Roque Dalton antes de que lo mataran sus traidores más cercanos. De esa poseía ennegrecida por el desorden, hablo. De la nobleza que nos llega de lo inoportuno. De esos poetas y esos poemas que llaman a la puerta cuando -igual que pasaba en esa obra maestra de la brevedad y del horror que es “Sola y su alma”, de Thomas Bailey Aldrich- el lector es ya el único habitante que queda vivo en el planeta.