AQUELLA CABALGATA ENNEGRECIDA

 

 

Quimera nº 289. Diciembre de 2007

 

La gente sale llorando de los cines mientras resuenan los aplausos parlamentarios a la nueva y flamante Ley de la Memoria Histórica. Las niñas inocentes asesinadas por la crueldad franquista se arrastran como lágrimas por las butacas de una emoción incontenible (como antes -quizá en la misma sala- hiciera un miliciano bailando con su fusil bajo la lluvia) y serán los señores diputados quienes desplieguen paños sanitarios sobre la líquida persistencia del llanto en las dioptrías culo de vaso del olvido. La recuperación del pasado -de ese pasado- no habría de ser una explosión de sentimientos en un patio de butacas ni el articulado frío de una ley que iguala por decreto a quienes estaban a uno y otro lado de la decencia democrática. En épocas así, de tanta floritura que todo se confunde en el arrebato de la conmoción, me gusta salir por la tangente, hacer mutis por el foro, buscar la calma solitaria que me aleje de los cines anegados por el llanto y de los aplausos absurdos (¿por qué aplaudís?) de quienes están seguros -quizá orgullosos- de haber puesto el punto final en aquella transición permanentemente inacabada. Los puntos finales siempre resultan sospechosos porque acotan un límite ficticio a lo que no se acaba nunca. El relato de la memoria será siempre un relato incompleto, como todos los grandes relatos. Los ángulos oscuros seguirán ocupando el punto principal en el encuadre y a lo más que llegaremos será a descubrir entre las sombras alguna luz que desvele tantos años de cínica impostura urdidos por quienes siempre fueron los dueños del artefacto narrativo. La emoción despista y el pasado no se argumenta en esos términos sino con las manos puestas en el hallazgo de la verdad imprescindible (no hay tantas verdades como dicen, no tantas como acaba de rubricar la nueva Ley), una verdad que desajuste a las claras el lenguaje de la orgullosa complacencia: la necesaria reconciliación entre los unos y los otros y otras urgencias parecidas; la bobería -a la hora del análisis científico- de que en los dos lados se cometieron atrocidades; la ilusión pinchada en vena de que no estamos hablando del pasado sino del futuro. Pura fantasía. Aquella cabalgata ennegrecida que decía Juan Eduardo Zúñiga (ahí, sí, la narrativa imprescindible de la memoria, ahí, donde vuelvo siempre que alguien quiere asaltarme por la espalda con aplausos legislativos o una emoción muy sentida y llena de buenas intenciones) sigue viva en la conciencia de un país que se empeña en sentar a la misma mesa a quienes sufrieron y a los que causaron y les gustaría seguir causando ese sufrimiento. La literatura de ahora (no toda, claro, pero demasiada, eso lo mismo de claro) y algunos de sus más eminentes estudiosos no andan lejos de aquellas aspiraciones conciliadoras y arropan con sus maracas entusiastas el himno pacificador que acaba de poner letra a la desavenencia histórica que se da entre1931 (ahí empieza el Mal, juran algunos) y 2007. En los relatos de Zúñiga todo se desmorona y a ese desmoronamiento sucede la mirada perdida de quien no entiende -quizá no lo entenderá nunca- cómo el horror no es ése de fuera hecho de cascotes sino el que sacude las casas por dentro, cuando aún estaban enteras y había en los ojos ausentes de sus habitantes y en la mudez traída por el miedo la seguridad de que recordar todo aquello iba a ser en adelante muy difícil. Por eso él lo cuenta en sus relatos. Ese dolor. El tiempo aquel. Para acortar el tránsito de aquella dificultad. Para que yo me pueda salir fuera del plano cuando la cámara enfoque, llena de una emoción exagerada, los aplausos parlamentarios y las lágrimas del respetable.