MANCHADO DE SANGRE Y MIERDA

 

Quimera nº 291. Febrero de 2008

 

En medio de diciembre tuve dos sueños en la misma noche: en el primero mi padre no había muerto. Eso me llenó a la vez de satisfacción y de zozobra. Porque murió sin avisar (nunca la muerte avisa, nunca) un mes de mayo de hace casi dieciséis años. La segunda vez que me dio por ausentarme de lo real (¿o era al revés?) me descubrí sentado a la mesa del ordenador, en la planta alta de la casa en Gestalgar, poniendo la palabra fin a una novela titulada Los adioses . Después respiraba hondo, aliviado seguramente del ingente trabajo que me llevó la escritura de esa historia. Finalmente me levantaba de la silla y en la hondonada del sofá, cubierto con una mantita a cuadros rojos y negros, descubría el placer de un libro antiguo, con tapas de cartón suave y una paginación que parecía uno de esos dulces milhojas y estaba llena de tachaduras y manchas de whisky. El libro, en el colmo de lo absurdo, era de nuevo Los adioses . ¡Joder, qué perra! Soñar dentro del sueño. Eso era. Como en algún relato de Juan Carlos Onetti. Hablar de Onetti. Eso era. Nunca te dejes llevar por los sueños, dijo una vez a Ramón Chao para su libro-entrevista Un posible Onetti . Nunca te dejes llevar por nada que no sea el vicio de la escritura, también diría el uruguayo de las gafas que se sabía Faulkner como nadie. Hasta pondría pegas a la traducción de Las palmeras salvajes que hizo Borges. En las estanterías están sus libros. Todos. Nunca pude leer La vida breve . Nunca. No sé por qué. Lo encontré de puro azar en un pueblito de los pirineos catalanes. Un quiosco de prensa, junto a las postales llenas de nieve y los lápices de colores que compré para Laia. ¿Cuánto hace de eso? Luego, mucho tiempo después, leería todas sus novelas (menos ésa, aquélla) y todos sus relatos. Y siempre me quedaba alrededor, a cada relectura, aquella sensación de “ventana estremecida que era como una metafísica del universo”, como escribiría -no textualmente- para otras rarezas César Vallejo. ¿Por qué Los adioses en el sueño? Tal vez siempre está cerca esa novela. Hurgué entre lo escrito sobre Onetti. Textos repetidos, prólogos repetidos, lugares comunes repetidos. Como si en él cupiera la repetición. Hay escritores que repiten a Onetti. Mal. Son los de la frase limpia y cristalina, los que chuparon de Onetti sólo la belleza: sin el horror que siempre con ella se muestra inseparable. Cuando hago literatura es que me he equivocado, dice. Sólo literatura, hacen sus discípulos. Le pedí a Isabel que buscara en Uruguay algunas ediciones antiguas: tocar el papel barato, las páginas como aquellos dulces milhojas llenos de manchas de whisky y tachaduras. Y ahí están El astillero y Tiempo de abrazar , cubiertas negras y hojas amarillas de tanto manoseo. En Los adioses se sale de Santa María y conduce al viejo deportista a un sanatorio perdido en el culo del mundo. Dos mujeres (tantas, tantas en la vida de Onetti). El testigo que cuenta su versión de los hechos y las que va recogiendo de sus vecinos. La obra maestra del punto de vista. Un estrépito de cristales rotos. La calavera de un lector -qué otra cosa era/es quien escribe- acostada de espaldas al mundo. Las novelas policiales y baratas desparramadas por el suelo. La muerte en las novelas de Onetti. Mi padre, que había muerto antes del sueño de diciembre. La vida en las novelas de Onetti: “ese misterio -cuando el parto de Eufrasia en Cuando ya no importe - que brotaría manchado de sangre y mierda” . Algún día igual pierdo el miedo y decido leer La vida breve . Algún día.