ESA ARAÑA NEGRA DEL ATARDECER

 

Quimera nº 292. Marzo de 2008

 

La soledad me salva de estar solo
José Manuel Caballero Bonald

 

Alguna vez llegué a pensar que los poetas no se morían nunca. En los viejos manuales escolares aparecían con sus barbas anacrónicas, más allá del tiempo esas barbas y la mirada que se perdía lejos de las fronteras de la página. Sólo se salvaban de esa imagen Bécquer y Espronceda (apenas atisbos capilares en la cara y eso aun dentro de un orden). La poesía, en aquellos manuales inquietantes, se acababa ahí. Nada, más acá. El maestro aprovechaba para desarrollar una floritura de exotismos románticos y despachaba el asunto con un recitado empalagoso y cursi de liras olvidadas y piratas. Las barbas de Ángel González estaban a medio camino entre las unas y las otras. Siempre lo conocí así, en las solapas de sus libros y la noche única en que con la boca abierta se me pasaron las horas como si tal cosa, colocado en una cena amiga entre él mismo y mi querido Caballero Bonald. Era lo que sus poemas: esa mirada que escapaba lejos, como si se saliera de donde estábamos, y una risa que se le quedaba en el rostro y me cercaban las dos -su mirada y la risa-  como una feliz algarabía de contrarios. Ahora que se ha muerto me he hinchado a leer necrológicas que casi no hablaban de sus poemas, de esa obstinada vocación de disidente que no abandonaría nunca, de cómo ha escrito una de las poesías más solvente del pasado siglo y lo que llevamos de éste. Eran las crónicas de las noches de jarana, de lo que le gustaba beber (a ratos con moderación y otros ratos sin ella: y a mí qué), hasta de lo eficaz que era cuando contaba chistes. Han pasado dos meses desde entonces -más o menos- y los poemas de Ángel González siguen donde siempre: en un montoncito aparte, con todos los otros (no tantos: menos de una docena: o aún menos) que ayudan a soportar mejor eso que él llamó esperanza como nadie: esa araña negra del atardecer. Emboscado entre las aguas de la poesía social y la de esa invención ocurrente que fueron los novísimos, siempre anduvo a su aire, metido con calzador en el grupo generacional de los 50 (tantas diferencias entre sus componentes, tantas, que incluso ellos no entendieron -ni entienden- las complicidades que se les adjudicaba). No sé si hay libros con más subrayados que los suyos: seguramente no. Uno de esos rayajos sigue ahí con muchas admiraciones: “uno de los mejores poemas, si no el mejor, que he leído en mi vida”. Es Me basta así. Quizá exagero. O no. A saber de dónde salen las fijaciones que te clavan como a una estaca en las palabras de otros. Las de Ángel González asumen la geografía inhóspita del desamparo, son las de la inclemencia, las que levantan cabeza desde la desolación y buscan un lugar donde seguir estando con la dignidad del superviviente: Estoy aquí/, donde yo siempre estuve/, donde apenas hay sitio para mantenerse erguido/. La soledad es un farol certeramente apedreado/: sobre ella me apoyo. Después de haberse muerto -lejos de las crónicas de sociedad y las alegres noches de jarana-, aquí está de nuevo Ángel González, con sus barbas de entretiempos, con su mirada llegando hasta allá lejos. Como si no se hubiera ido, porque a pesar del tiempo transcurrido desde aquellos tristes años de la escuela, aún pienso a veces que los poetas (al menos, algunos de ellos) no se mueren nunca.