DE ESPALDAS A UNA PARED BLANCA

 

Quimera nº 293. Abril de 2008

 

Las casas llenas de libros son una emboscada. Todo es sombra, carne pasada de fecha como los yogures viejos, tiempo de antes que sólo se volverá hoy cuando se intuya cerca algún peligro, como escribía mi querido Paco Fernández Buey recordando a Hölderlin. Para qué tanto libro si nos apañamos con apenas una docena. Hay bastante con esos. Para qué tantos, entonces. Ahí están, como armaduras inútiles, llenos de heridas por dentro mortales de necesidad, gritando algunos nombres rimbombantes como las luminarias de una feria con la música en playback, igual que los cantantes pobres. De una pared a otra, en cada palmo de suelo, a los pies de la cama como los cigarros a medias de las películas americanas donde siempre sale un policía abandonado por su mujer, los libros ocupan un espacio que no les corresponde. Para qué. Para que te retraten los de las revistas literarias y los periódicos y salgan las estanterías a la espalda. Quizá para eso. Repasas los lomos cuando el aburrimiento te agota. Ninguna raspadura, una cierta voluntad de rescatar lo innecesario, algún gesto que signifique la obviedad intransigente: ningún riesgo por delante, pueden ustedes pasar y ponerse a leer, despejado el camino de peligros. Todo lo has visto antes en algún sitio. O eso parece. La belleza da igual que venga del cielo o el infierno, decía más o menos Baudelaire. Da igual, sí, de dónde venga: pero que venga. Llena de tachaduras, de silencios, de cruces enigmáticos que te clavan en la carne algo que se parece al dolor. Despiadada. O eso o nada. Escribir es un error. Si no sale de ahí la escritura, de esa certeza, se estrellará contra el millón de ejemplares fabricados para endulzar la vida de los otros, robada esa vida, como en aquella película contradictoria que hablaba de la Stasi , en las páginas satinadas que cuentan historias de misterio ignorando la clave del secreto: que el único misterio de los libros imprescindibles es el que no se aclara nunca. La pegajosa vocación de la mierda: gustar a sus untuosos pretendientes. El lector es un currante, como los que le gustaban a Rajoy antes del nueve de marzo último. O simplemente alguien que abre un libro y se pone a pasar páginas como si en ello no le fuera la vida. Leer es otra escritura. Otro error. De nuevo el silencio, saltar por encima del vacío, reinventar lo que está escrito sin que se oiga un sólo grito. Nada. Bekett. Paul Celan. Robert Walser, Olvido García Valdés. Gamoneda bastante rato. Tantos libros en casa para qué. Un amigo escribió algunas novelas excelentes, muchos poemas lo mismo de terribles. Luego se murió. Cuando entré en su casa de muerto sólo había cuatro o cinco libros. Necesarios. Seguramente había vendido los otros. Todos. No estaban ni los suyos. Para qué si estaban los otros. Dice Francisco Ayala que la biografía de un escritor son sus escritos mismos. Mejor no: sus silencios. Lo que no se ha escrito. Lo que se queda en la parte de la casa que no es una emboscada. En la que habita el peligro de lo inaudito, esos nombres proscritos de la literatura al descubierto, de la que no tiene marca de fábrica. Algún día vendrá el fotógrafo y le diremos -tal vez para su sorpresa- que importa poco si nos saca guapos o feos: pero eso sí, que nos saque dando la espalda a una pared blanca.