A PUÑETAZO LIMPIO

 

Quimera nº 294. Mayo de 2008

 

Hay una pulsión de muerte en la escritura. En toda escritura. Desbaratar la seguridad de que algo es posible. El juego persistente con eso que tiene que ver con el oficio solitario. Dicen. Escribir es echarle un pulso a los límites. A todos los límites. Otra cosa es el juego de a ver quién mea más lejos. Una tontería. Eso no son límites. Ni nada. La literatura amaga los golpes del contrario: ese desbarajuste moral que puebla las estanterías como si la literatura fuera eso: una amalgama de mercancía innoble. Y después, una vez escurrido el bulto a las embestidas enemigas, ataca ella con la fuerza de lo incontestable. Lo sabe bien ese escritor que se alimenta del desasosiego. Al fin le premiaron con el galardón de la crítica. Rafael Chirbes. Un golpetazo a la tranquilidad. Droga dura, que dirían el moderno y los topiqueros. Justicia de la buena en un paisaje donde tanta injusticia suelta se nos entrega cada día. Lo decía Kafka: de Strindberg. Esa rabia, esas páginas conquistadas a puñetazo limpio. O eso o nada. Hay una pulsión de muerte en toda escritura. Te la juegas al límite de todo lo imposible. Otras veces quieres escribir sobre la muerte. Lo intentas. La felicidad no necesita que se escriba. El horror se escribe solo, es su propio estilo, selecciona él mismo sus lenguajes, existe dentro y fuera de la escritura. Los personajes de las novelas son lunáticos, seres que se mueven en las afueras de lo humano. Cuando se muere alguien cercano intentas buscar una explicación a lo que no la tiene: nada que se mueva más en el extrarradio de la razón que la muerte. Por eso quizá buscas en su escritura la complicidad que, si no logra que entiendas una ausencia, sí que consiga al menos convertirla en relato: ahí la cercanía inconclusa, pero no inútil, entre lo que ha sido y ya no es sin que se sepa muy bien por qué esa diferencia. A mí me pasó hace unas semanas. Mi madre se murió después de noventa años de darle la matraca a la vida. Su única biografía reseñable: año y medio de mirar el mundo desde una silla. Llena de miedo. De rabia. De una áspera relación con lo que la rodeaba. De repente, la muerte la convierte en una anomalía, como contaba Baudrillard. Y las anomalías sí que son materia solvente para una narración que cuente los vacíos, esa soledad que tan bien convirtió Kafka (de nuevo él: quién si no para todo tipo de recados) en sombra tan querida, tan paradójicamente protectora, para quien se queda. La impudicia jugará aquí un papel protagonista. Sin ella, sin el riesgo que conlleva asomarte al abismo, no hay posibilidad alguna de contar nada y aún menos la muerte de nadie. Lo difícil vendrá luego: cuando dispongas los lugares de la acción y a sus pobladores más habituales: el no espacio y los fantasmas. Cómo transmutar en texto lo que ya no es. Ahí la esencia de la única escritura posible: hacer de lo que no conocemos, y más aún de lo que no existe, sustancia intransigente del relato. Y al final, claro está, nadie buscará razones -y si las buscan allá ellos- que señalen caminos de salida a lo inexplicable. Es como ese afán tan envarado como absurdo de saber qué hostias quiere decir Trakl en sus poemas. Y a mí qué. Sé que nadie como él se abismó en ese silencio-muerte que no admite otra versión que la ferozmente indescifrable.

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