A PROPÓSITO DEL DENTÍFRICO
(APUNTES BREVES PARA UNA NUEVA
VERSIÓN DEL AHOGADO COMO GÉNERO
PERIODÍSTICO-LITERARIO O AL REVÉS)

 

Cuando escribimos inventamos el mundo. Algunas veces, sin embargo, al transcribir la realidad de aquella invención, la escritura se pinta con los colores de la tierra, de esa tierra confusa que nos traen los ordenadores a bordo de las naves que acaban de rendir una visita de siglos allá donde nacieron las estrellas. Entre los años luz que separan una y otra escritura podemos descubrir el espacio intermedio donde las palabras se doten de la magia que hará crecer los sueños y ahí, en ese espacio recién incorporado a la reordenación del mundo, podremos descubrir también esa especie rara de la literatura periodística, del periodismo literario, de las aventuras que iniciaron en los papeles hace casi trescientos años Jonathan Swift, Laurence Sterne o Daniel Defoe, bastante más tarde Robert Louis Stevenson y mucho después John Dos Passos, Ernest Hemingway, Josep Pla, Truman Capote y Norman Mailer (sin olvidar esas obras maestras de la prensa del corazón que fueron algunas novelas de Scott Fitzgerald).
Si un buen día Herman Melville abandonó la oficina siniestra donde el silencioso Bartleby servía de modelo a la angustia existencial que agitaba las páginas de Kafka, y urdía los viajes oceánicos por la marabunta moral de una época explosiva dibujando el enfrentamiento, luego lacaniano, entre el capitán Ahab y Moby Dick, y además le ponía nombre al cronista-narrador ("llamadme Ismael", decía) de ese enfrentamiento teológico donde la muerte se aliaba con la esperanza falsa en que el Bien y el Mal fueran algo distinto y hasta contrario, digo que entonces Melville daba rienda suelta a esa literatura que nunca más desde entonces habría de ser amputada a esa otra que, en muy diversos envoltorios, nos llegaría en la forma más terrenal de la crónica o el reportaje periodístico. Esos envoltorios, las maneras distintas de expresar la realidad en un periódico o donde sea, eso sí, con soporte informativo, ya será cosa de géneros y de las complicidades entre esos géneros y las empresas editoras que dotan con su capital la supervivencia del medio: de ahí, de esa conjunción de intereses más o menos legítimos, arrancará el permiso de acceso a la información para quien la solicita cada mañana o cada tarde en las estanterías más o menos tullidas de los quioscos.
Podemos escribir de lo que pasa sin levantar la vista hacia las nubes en que se enredan los acontecimientos o podemos escribir eso mismo deteniéndonos un rato en la tela de araña que esas nubes despliegan sobre el campo magnético en que tienen lugar aquellos acontecimientos.
No hay más realidad que la que uno descubre en el espejo todas las mañanas y la pasta dentífrica será el primer disfraz que pongamos en nuestra vida: ahí empezamos a escribir cada día la novedad última que sucede en el mundo y cuando cerremos la puerta del baño y nos lancemos a la calle ya será definitiva la página que empezamos a escribir sobre lo que haya al otro lado de la calzada que ocupan los coches, los trenes, los barcos, los aviones y el cableado posmoderno que será el portavoz implacable del pensamiento único. Todo habrá sucedido ya y sólo faltará que lleguen la mano maestra del escriba de turno y la manera en que esa mano diseñará la maqueta donde se inscribirá el relato de lo acontecido.
Hay quienes se empeñan en deslindar los límites que encadenan la escritura periodística y la literaria no sé si para explicarse mejor a sí mismos o para contar mejor lo que sucede en sus alrededores. Son dos opciones que pueden presentarse a la contra pero que, sin embargo, nos ofrecerán una idéntica conclusión: el territorio donde inscribimos los hechos no debería de estar sujeto a las reglas de la excepción sino que se debería acoger, sólo, a una única especificidad: no exigirle al relato de la realidad el desprecio olímpico de la belleza. El distanciamiento que la escritura literaria impone a la narración periodística en sus más diversas acepciones es necesario para que esa belleza, sin traicionar el alma de lo que se persigue con la reseña periodística, se asiente en el eje vertebrador de lo que se cuenta y expanda a sus espacios exteriores la credibilidad que, ¡maravilla de paradoja!, sólo sería territorio feliz de lo imposible: un secuestro no es el mismo secuestro pero sigue siendo un secuestro en el ordenador mágico de Gabriel García Márquez y, mucho antes de la crónica de esa alteración del orden doméstico (que es, a fin de cuentas, el resumen moral de todas las demás alteraciones) y a lo mejor desde La Odisea, no habíamos leído un relato ¿periodístico? tan perfecto (salvando a Melville y Joseph Conrad) sobre la influencia de lo sorprendente en el imaginario de los pueblos como El ahogado más hermoso del mundo.
No inventemos, pues, argumentos que conviertan en enemigas ambas escrituras porque a la postre siempre surgirán otros argumentos que le darán la vuelta a la razón en que se basan los primeros y nos saldrá, de ese galimatías urdido en el campo casi siempre yermo de una batalla de intereses mezquinos, la razón última que justificará la bondad y los aciertos del resultado final: la realidad y la ficción son las dos caras de una misma moneda y su valor de cambio se estipulará, sólo, en la mirada lectora que lo decodifique atendiendo a lo que le dictó por la mañana el cristal reflectante de su cuarto de baño.
Los periódicos y las novelas, por poner dos ejemplos de formatos donde tiene lugar la batalla campal entre las dos posibilidades apuntadas en el genérico que nos ocupa, se tienden en el mismo lecho donde se discute la felicidad del mundo, y de ese encuentro ha de salir el relato siempre amigo que no desdiga aquella felicidad sino que la amplifique por los
costados en que se abren las posibilidades de expansión de cada uno de esos formatos. La sala de la academia que ampara las versiones de la razón científica pretenderá instaurarse sobre la incurable fragilidad temporal que la contingencia impone al relato periodístico, pero también a la inversa: esa fragilidad añadirá a la belleza reposada que duerme en las metáforas los rasgos indelebles de otra belleza distinta: la que descubrimos en la fugacidad del tiempo, en ese retorno a lo de ayer sin que imploremos nada a nuestra desgraciada vocación moral por el arrepentimiento, en la maravillosa posibilidad de vernos en el relato de hace sólo unas horas como no se veían los enamorados de Neruda en sus veinte canciones desesperadas y un sólo poema de amor: no tan distintos en esa nueva realidad virtual que reside en el relato periodístico fabricado en endecasílabos o alejandrinos.
Y si queremos con los periódicos incendiar el mundo ahí están los gritos acusatorios de Zola por los entresijos del Affaire Dreyfus, las flechas envenenadas de Leopoldo Alas divulgando las miserias acurrucadas en los rincones confesionales de Vetusta, ese refugio para paseantes de la memoria que son las columnas amargas y entrañables de Eduardo Haro Tecglen en los tiempos del desconcierto milenario. Todo cabe sin las fronteras excluyentes de la literatura y el periodismo. Todo vale sin que se resienta, al cabo, la fidelidad imprescindible a esa noticia que todas las mañanas aparece sorprendente por los labios blancos del tubo de dentífrico: "cuando escribimos inventamos el mundo". y que cada cual escriba a su manera, con la única intención, eso sí, de que ese mundo sea cada día mejor que el anterior. Porque si no es así, una escritura y otra no habrán servido para nada. Absolutamente para nada. Y no hablo de ética, ni de moral, ni de las batallitas del abuelo. Qué va. Sólo de periodismo y literatura, que es, a fin de cuentas, de lo que se trataba, ¿no?: sólo de eso hablo para que un secuestro y un ahogamiento por inmersión involuntaria sigan siendo, por los siglos de los siglos, un ahogamiento por inmersión involuntaria y un secuestro.

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Texto publicado en la revista Foro Hispánico dedicada a Periodismo y Literatura. Amsterdam 1997