EL MILAGRO IMPLACABLE DEL DOLOR Y EL ASOMBRO DEL GOCE

 

Diez años. El tiempo que lleva de vida la revista “Encadenados”. En estos dos lustros ha pasado de todo. Lo malo y lo peor. El mundo se hace astillas y al final lo que queda es una salida medio a oscuras del túnel, como una de esas estancias llenas de muebles de época, inservibles, amontonados allí por la desgana de sus últimos pobladores. Diez años de todo y de nada. El cine de mi pueblo se rompió después de cuarenta años cerrado. Hace sólo unos meses. Aún estaba en su habitáculo de madera carcomida y yeso inútil la máquina de donde salían las películas de mi infancia. Sólo hay ahora un solar con los matojos podridos del daño. Lo dejaron así las excavadoras metidas allí para disfrute de una gente que no amaba el cine, que no tuvo nunca películas de su vida, que no sabrá hasta que se muera cómo nos ayuda a ser mejores la memoria.

En Gestalgar, delante del viejo trinquete también abandonado, queda un erial de hierros retorcidos y huesos de rata, los cimientos de una época cuya salida era como un túnel oscuro lleno de fantasmas cubiertos de medallas y correajes, de música histérica rodando por las misas de domingo. En el Cine Musical vi la primera película de mi vida: “Pánico en las calles”. Luego la he vuelto a ver muchas veces. Y no la reconocía, seguramente porque yo tampoco me reconocía en aquel niño al que su primo José llevaba de la mano cuando apartaba las cortinas negras para que no se perdiera por el patio de butacas tomado por el miedo. Después vería allí muchas películas. Muchas. Y alguna obra de teatro que mi padre protagonizaba con el grupo artístico del pueblo. En alguna de mis novelas es el Cine Musical uno de los personajes principales. Un personaje con vida propia, con esa presencia que no es sólo la de un espacio donde suceden acontecimientos sino que es el acontecimiento mismo. El alma de los sitios. El aire que los alienta para que no se mueran nunca.

Duele el paisaje ahora que los muros marrones ya no existen. El cadáver del cine, la obscena planicie de su ausencia. Verde moho es la casa del olvido, escribía Celan. Más o menos eso. Coger la curva del trinquete para buscar el río y chocar con la ignominia, con el tiempo roto porque sí, con la metáfora atroz del derrumbe de una época. Los cines de Valencia son desde hace tiempo tiendas de lujo, rascacielos infames en barrios tristes y cucuruchos de palomitas con burbujas de cola. El Cine Musical es apenas un pedazo de casi nada. Tal vez una algarabía de infancia corriendo por las maderas desvencijadas del gallinero, los tres timbrazos que anunciaban cortes en la cinta, el refresco de zarzamora que alisaba la garganta en los descansos. La historia del virus expandido por el patio de butacas revuela en mi memoria y se mezcla con el rostro inquietante de Jack Palance no recuerdo muy bien si por los muelles de un puerto que no consigo situar en el mapa inseguro de la evocación tantos años más tarde. Con esa historia ruedan otras por el crucigrama del recuerdo. Todo era grande entonces. Las películas, el cine, la estatura de los protagonistas.  Menos nosotros. Cuando mucho tiempo después volví a entrar en el Cine Musical ya abandonado lo sentí más pequeño, como si algún hechizo hubiera reducido su tamaño de antes, como si ya entonces, en ese encogimiento, se estuviera anunciando su desaparición definitiva.

Ya no habrá más películas donde antes vivimos el sentido de una felicidad que a pesar de su engañosa estrategia nos servía para no morirnos del asco de la ignorancia. No sabíamos nada: sólo que en el cine de los domingos por la tarde descubriríamos aventuras que gracias al azar -como acabaríamos sabiendo cuando fuera quedando atrás el velo de sombras de la dictadura franquista- acabarían siendo el mejor remedio contra la muerte anunciada en todas las esquinas de un tiempo devastado. Desde que el Cine Musical es una ruina habitada por pieles secas de animales muertos apenas he pasado por allí. Y si necesariamente he de hacerlo procuro mirar para otro lado. A veces los recuerdos hacen daño. En los diez años que dura “Encadenados” ha habido películas hermosas y otras que se merecen el desprecio más profundo por parte de quienes amamos el cine desde que, cuando no levantábamos dos palmos del suelo, nos pusimos a darle a una manivela para ver pasar a mil por hora las imágenes que salían de aquella cámara de madera sobre una sábana desplegada en el comedor de las casas del hambre.

Diez años ya desde que empezó a andar este relato de amor al cine, a las películas que nos salvaron la vida, al tamaño inmenso de los sueños que no cabían en las dimensiones estrechas de un tiempo ocupado por el daño. De ese tiempo venía el Cine Musical. Quieto en su estática presencia, color marrón iluminado apenas por una bombilla de sesenta vatios en la fachada pobre, recio en su envergadura inaprensible llena de memoria. Ahora ya no es nada. Como una voluntad de correspondencia con esta revista que me invita a la escritura, acabo de pasar por el solar donde estuvo el viejo cine. Llueve esta mañana de lunes festivo en Gestalgar, casi ya invierno en las montañas que se tienden sobre el río. El mismo frío que se encajona por las calles se siente más en la desolación de la ruina de donde ya desertaron hasta los fantasmas, unos fantasmas que jamás quisieron renunciar a su antigua condición de héroes cuajados en la imaginación de una infancia que sólo vivía medio feliz en las películas. He pasado por delante del trinquete también abandonado y por la rocha de los toros he regresado a la casa de la calle Larga. Para escribir esto. Para copiar aquí -como despedida de aquel tiempo y quizá alumbramiento de una cierta luz a la salida del túnel- los versos de Borges que parecen salidos de Wordsworth: Lo esencial de la vida fenecida/-la trémula esperanza,/el milagro implacable del dolor y el asombro del goce-/siempre perdurará.

Alfons Cervera
Gestalgar, diciembre de 2008