LA DISTANCIA ENTRE LA MESA DEL CAFÉ GIJÓN
Y LOS RETRETES

 Hay pocos escritores que acierten a combinar la realidad con el prodigio.
Sándor Márai
“Diarios 1984-1989”

 

Puede decirse que conocí a Manuel Vicent a bordo de un tranvía. Los hubo en Valencia. La ciudad de entonces era un cruce sucesivo de raíles de hierro negro, como todo en aquel tiempo. Años cincuenta, no lo viví, me lo han contado. Después se alargaron las huellas de hojalata algunos años más. Esos sí que los viví. Los trolebuses con la antorcha delgadísima enganchada a los cables de la luz. Apenas los recuerdo como una de esas imágenes que no sabes muy bien de dónde vienen: si del recuerdo de aquello que vivimos u otra vez, de nuevo, en las ondas mágicas de algún relato antiguo. Los tranvías. Las piernas cortadas de cuajo a su paso ruidoso y lento sobre el despiste del peatón cogido por sorpresa. No sé cuántas piernas amputadas -como esos tétricos exvotos que cuelgan en las cuevas de los santuarios para gozo morboso de la feligresía- podrían exhibirse en los museos del transporte urbano a cuenta de los servicios prestados por los tranvías en los años crueles de una posguerra inacabable. Conocí a Manuel Vicent a bordo de uno de aquellos tranvías donde viajaba una chica que se llamaba Marisa y a ratos Juliette y otros ratos simplemente Julieta. Allí la cabellera de la joven perseguida por los ojos encendidos de un escritor que no ha dejado nunca de saber dónde está la materia mejor para la invención de sus historias. Lo decía Dashiell Hammett y después Blanchot: contamos nuestros sueños por una necesidad oscura: para hacerlos más reales.

Sabía de sus columnas periodísticas, de algunas narraciones selladas por un apego al tiempo de la infancia y a la tierra. Pero supe de sus novelas con “Tranvía a la Malvarrosa”. La primera vez. Ésa fue. Una mañana de domingo, presentar yo, envuelto en libros y con un público fervorosamente rendido a la actriz Maribel Verdú, esa novela que me sigue seduciendo desde aquella jardinera tranviaria que olía a salitre y a bolero. No sé si aquel día era Maribel la realidad de un sueño o simplemente la voz que leía algún pasaje del libro que los dos presentábamos con otro buen amigo del autor: el escultor Andreu Alfaro. Han pasado desde entonces muchos años. Si no muchos, bastantes. Y no sé cuántas novelas. Hasta la que acaba de publicar una semana antes de escribir estas líneas apresuradas en que un lector escribe de un escritor apasionadamente, como ha de ser toda lectura que no quiera ser una tonta manera de pasar el rato. Viven los lectores dentro del relato. No existen las afueras como ese lugar donde se aposta el espía de las palabras. Se busca el mejor sitio -el más arriesgado también- para que ningún detalle se le escape, para que no le mienta ninguno de los personajes, para que le salpique la sangre cuando la muerte alcance el goce de los amantes. El lector ha de ocupar el mismo lugar de quien escribe: el de la intemperie. O ninguno. Que no lea. Que se busque la vida lejos de los libros. El último de Manuel Vicent que contaba hace unas líneas: “León de ojos verdes”. Otra vez el verano. No sé. Es como si fuera verdad en sus novelas aquello que escribía Camus en “El extranjero”: Puedo decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano. Es como si en las novelas de Manuel Vicent siempre fuera verano. Y eso que siempre se dijo que era el invierno el tiempo más propicio a la nostalgia, a la cuenta atrás de un presente esquivo, a ese ajetreo adivinatorio que nos mueve a pensar en un futuro que no existe. Hablando de Camus: gracias a él conoció Manuel Vicent el mar. O eso creo. Y eso que desde la ventana alta de su casa avistaba las aguas del Mediterráneo como años más tarde avistaría desde la terraza del hotel Voramar el paso entre dulce y amargo de la historia de un país tronchado por la guerra entre republicanos y fascistas. Pero una cosa es ver el mar desde las ventanas de una casa y otra contemplarlo a ras de una novela en que alguien ha cometido un crimen y su mirada se pierde para siempre entre la onomatopeya del disparo y las ondas expansivas que se tienden en la arena como de tarquín que es la playa cuando anochece.

Escribimos desde la obstinada cabezonería de las tortugas cuando no quieren morirse. Por eso resulta para según qué escritores el mar una estrategia. La edad de la inocencia se acaba en sus límites. Navegar es una loca algarabía de contrarios. Héroes y villanos pueblan su inventario de metáforas. Los dioses se buscan en la superficie agitada de las aguas para ejercer lo que es consustancial a su condición inaprensible: la venganza. El amor y la muerte se juntan en las cubiertas de los barcos para rendir homenaje al drama romántico y a esa única manera de vencer lo irremediable que es el azar: el triunfo de la aventura sobre el destino acostumbrado y trágico de los poemas clásicos. En fin, el mar, ese antiguo lenguaje tan difícil de descifrar, como escribía Borges. Ahí el riesgo tantas veces asumido por Manuel Vicent. Escribir el mar. Buscar en sus desvaríos la calma chicha que recomponga el puzzle del tiempo. Hacer que quienes lo contemplen se conviertan en personajes de una novela interminable. La pasión aquella que decía Jeannette Winterson agazapada -o explosionando, quién sabe- entre el miedo y el sexo. Siempre hay personajes en sus relatos que se salvan del miedo porque se abren a la experiencia primera de un beso adolescente, de un profundo y enfurecido goce a cuerpo abierto, de una despedida que se verá redimida al cabo de los años por un reencuentro feliz en esa edad eternamente párvula que canta Chavela Vargas poniendo voz a un arrastrado poema de Agustín Lara. Y el mar, siempre ahí.

El mar siempre ahí, oficiando de testigo insobornable. Y muchas veces, la música francesa. Los boleros y la música francesa. La música siempre en las novelas de Manuel Vicent. Pero no una música sólo complaciente. También -a veces sobre todo- contrapunto amargo de la felicidad. Aquello de Gil de Biedma: Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, / aunque a veces nos guste una canción.

Nos guste una canción o no nos guste, la escritura de Manuel Vicent nos acerca esa sensación de tiempo vuelto del revés. En cualquier otro escritor algunas de sus proposiciones estéticas resultarían irremediablemente ridículas. En él no. Porque es imposible el ridículo cuando los ropajes del tiempo se despellejan como la piel de los personajes que los visten. La celebración del dolor es muchas veces la oportunidad -la única oportunidad- que tienen algunos de esos personajes de celebrar el goce. La mirada del escritor no busca la nostalgia sino el desajuste sentimental, casi ontológico, entre el pasado y el presente. Nada es lo que fue, pero formamos parte de esa nada que algo habrá sido para que no hayamos escapado indemnes del punto donde se cruzan el pasado y el presente. El paso del tiempo se pinta con los colores de la desesperanza porque lo que se va -a pesar de que existan los regresos dichosos- ya no vuelve: si acaso en las canciones. Las novelas de Manuel Vicent son todo menos nostálgicas. Aunque el color que les impone su autor sea el de la melancolía. Y aunque el sabor de que las dota se parezca al de las frutas crecidas en los huertos del verano. Si algo me dejan esas novelas es el desasosiego, la sensación de que el único cielo que nos queda es la intemperie, como me pasa -seguramente por otros motivos- con los relatos de Juan Marsé, y más allá, y en un registro tan alejado del autor de “Últimas tardes con Teresa”, con los poemas de Emily Dickinson y Alejandra Pizarnik. El desasosiego.

Casi siempre una tristeza infinita. Tantos años después de aquel viaje urbano hacia la playa, no he conseguido desprender la imagen de aquella joven que se balanceaba en el traqueteo del tranvía de la inquietud que me deja la lectura de las novelas de Manuel Vicent. Y es ésa, seguramente, una de las señales más claras de su complejidad. Aparentemente no. Porque las frases surgen fáciles. Las palabras son claras como el agua. Los entresijos de la historia no requieren una dedicación de entomólogo empleada a fondo en descifrar lo que se cuenta. Pero eso será si visitas las novelas -todas- como un compromiso de cortesía. Y ahí se equivoca quien eso cumpla con su dedicación a la lectura. A las novelas no se las visita: se queda uno a vivir en ellas. Y será en esa convivencia donde surjan las desavenencias, la enrevesada vocación por llegar al fondo de las cosas, eso que al final puede considerarse como la pasión más hermosa, furibunda, que hayamos vivido nunca. La belleza surgirá entonces de los abismos del horror que implica todo descubrimiento: nada es en estado puro, y el objeto amoroso mucho menos, ni quien ama. Nadie. Nada. No me complacen -antes me inquietan, ya lo dije- en las novelas de Manuel Vicent las tramas aparentemente dóciles que hilan a sus personajes, ni ese relajante sabor mestizo a huerta y a secano que extienden sus atrezzos, ni la parsimonia con que las caricias surgen de las zarpas inocentes de los amantes, ni la dulce resonancia que truena en los naufragios. Al revés: me acercan a la conmoción, a la raspadura, a la seguridad de que mientras leo sus páginas me van creciendo por todas partes las patas repulsivas de Gregorio Samsa, a una cierta vocación por la escapada.

El tiempo surge de un horizonte ilimitado. Lo saca de tan lejos Manuel Vicent como si estuviera en el escenario donde un mago extrae un conejo blanco de una chistera negra. Saca al bicho de la copa reluciente y lo aventa hacia el público para que lo hipnoticen los días del pasado. La distancia entre la mesa del Café Gijón y el retrete es la misma que va desde el ventanal que da al Paseo de Recoletos, en Madrid, hasta esa patria de Ulises en la lejana Ítaca: Si ahora me levantaba para ir al lavabo podría encontrar a  Circe o a Calypso o tal vez a Polifemo. Cuando leo los relatos de Manuel Vicent lo encuentro ahí, en ese territorio intermedio que precede a lo real y lo traspasa, que se enuncia a sí mismo en una adjetivación cada vez más escasa para no adornar más de la cuenta lo que sólo es desnudo y mostrarlo así al viajero que se acerca. Como los amantes de Milton abandonando el paraíso, buscamos en algún punto del paisaje la convicción de que el pasado no será nunca sinónimo de culpa y que la redención no habrá de ser otra cosa que seguir viviendo con la mirada puesta en lo que hay y de vez en cuando en lo que viene.

Han pasado muchas novelas desde aquella mañana de domingo a bordo de un tranvía. Una actriz bellísima se subía a la jardinera y desde ahí alcanzaba la nube azul del horizonte. La chica Maribel, que a ratos se llamaba Marisa o Julieta o tal vez eso mismo pero en francés, leía llena de nerviosismo un capítulo de “Tranvía a la Malvarrosa” que hablaba de la China, la novia peligrosa de un peligroso campeón de lucha libre. Escribo de memoria aquel domingo. Como escribo también de memoria lo que vino después de aquel viaje ya lejano hasta los veranos de la playa en la terraza del hotel Voramar, la última aventura literaria de un escritor que junta, como pocos más, la cualidad siempre huidiza de lo real con algo que en sus relatos parece surgido de un prodigio.

 

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Texto publicado en el monográfico dedicado a Manuel Vicent por la revista Argentina Olivar. Universidad de la Plata. Diciembre de 2008