La Serranía valenciana se debate entre el abandono y la lucha por la supervivencia
UN VIAJE AL CORAZÓN DE LA MONTAÑA HERIDA

 

Los sitios son la gente que allí vive, las liebres que entre las aliagas y el lentisco se buscan la vida a mil por hora, los peces que persiguen un aire de burbujas como si fueran submarinos. Pero también a veces la gente huye de los sitios de siempre porque, como decía Pavese en sus novelas de veranos inacabables, hay lugares que existen para ser abandonados. Y es ahí cuando las liebres abren unos ojos como platos al verse encaradas por los cañones de las escopetas para amargarles la vida. Y cuando los submarinos destripan las burbujas de aire y lo que queda es la geometría circular del desasosiego bajo el agua.

En la Serranía valenciana, carretera CV-35 arriba buscando las fronteras verdes y marrones de Cuenca y de Teruel, la naturaleza es una explosión de posibilidades infinitas. Es la segunda comarca en superficie de todo el País Valenciano y, seguramente, la menos poblada: dieciocho pueblos y apenas quince mil habitantes. El éxodo migratorio de los sesenta la dejó con la piel hecha unos zorros y la mitad de los taxistas de la capital y media Francia son de esta tierra curtida en mil batallas por la supervivencia.

Todo cuesta arriba, los pueblos se levantan en un paisaje de extraña belleza que a ratos es una tarjeta postal y un minuto después es como si Ford Coppola hubiera dejado caer en estos parajes todas las bombas de Apocalypse Now. Los pueblos de la Serranía son pequeños, casi invisibles, escondidos en las revueltas de los caminos, como si en vez de llegar a los ojos maravillados del viajero estuvieran huyendo de algo, recelosos de un progreso que destruye los montes con sus excavadoras, cautivos siempre de una tradición que es una mezcla de inocencia y de cautela, de miedo a no se sabe qué que viene de  muy lejos y de una confianza nunca se sabe si exagerada en el futuro.

De la soledad y otras elecciones

Desde que nació, Joaquina se ha quedado a vivir en la Canaleja, sola entre nadie y entre nada: sus cabras, sus gavillas de leña a la espalda cuando era más joven y aún vivía con Francisco, solos los dos hasta hace unos meses en que el marido se fue a ninguna parte, que es donde se va la gente que sólo pudo conocer el destino que leía en las montañas antiguas y en el cauce limpio y salvaje de los ríos. No quiere saber la mujer de abandonar su aldea, ni rebuscar en los rastrojos lo que alguien le dijo que podría encontrar en otra parte. Lo que hace es mirar el vuelo de los pájaros camino del sabinar vecino y centenario único en el mundo, escarbar en la memoria de su gente, acariciar por las noches, cuando nadie la ve, ni los fantasmas, la fotografía en que ella era la mujer más bella del planeta. A lo mejor, por eso no deja Joaquina que la cámara fotográfica la encare a la primera: al cabo, la belleza es también una obstinada decisión de apego a la tierra, de tintarse la piel con el color de los ribazos, de sofocar el alma solitaria de las tardes con la mirada perdida en un horizonte de nubes como si siempre fuera otoño. En las aldeas de Alpuente, uno de los pueblos más hermosos de la comarca, amenazan otras nubes porque alguien les trajo no hace mucho un vertedero con los restos de vaca loca que no querían en ningún sitio y, con ese miedo encima, fue creciendo hasta ahora mismo el secular vacío de muchas de aquellas aldeas. Mirándolo todo, el castillo de El Poyo desciende sobre las aldeas del Hontanar y El Collado y ve con ojos alucinados cómo un día de domingo la gente que ama esta tierra de contrastes pudo salvarlo de los tentáculos fríos de las palas mecánicas.
Sucede todo eso en la parte alta de la Serranía, donde ya el frío del invierno se deja caer en forma de nieve o de témpanos de hielo y en los almendros de Aras de los Olmos abandona el clima, demasiadas veces y al lado mismo de las tumbas eternas de los dinosaurios que descubrió un día el maestro de escuela Paco Moreno, el peso infame de una economía por los suelos: porque aquí la economía nada tiene que ver con los vaivenes del Ibex 35 o las piruetas circenses del Dow Jones, ni con lo que pasó o no pasó en Nueva York un 11 de septiembre. La Serranía está demasiado lejos de casi todo y en sus pueblos hay un mestizaje extraño de tiempo detenido en las branquias tranquilas de los peces y de telediarios en color a mil revoluciones por minuto.
Más abajo, cuando el llano ha cambiado sus trazas de secano a base de olivos, viña y algarrobos por los naranjos postmodernos de la nueva Europa, la tierra empieza a doblarse en tres o más mitades, los olores del mar se intuyen lejos y en las curvas que llevan de un pueblo a otro se nutre la naturaleza con una birguería de barrancos boscosos que arden casi todos los veranos y marcan en los conejos y en las zorras las señales de un hambre insoportable.

Los pueblos invisibles

En las escuelas de la Serranía, como si fueran las casas deshabitadas del campamento que los falangistas tenían en la Peña María, cerca de la presa vieja que en Gestalgar es como un monumento a los romanos de las películas, los críos ya no existen apenas, como tampoco existe uno de sus pueblos más hermosos: dijeron un día que en Domeño las aguas del pantano de Loriguilla anegarían las calles y ahora hay en su lugar un terraplén obsceno de arenas grises y abandono. Lo bello y lo terrible de los versos de Rilke se citan en la explanada que nunca ocuparon las aguas de un embalse fantasma. Ya no queda nada, ni las casas viejas con ventanas pintadas de azulete, porque hace unos meses las máquinas acabaron con ellas y convirtieron el viejo Domeño en un lugar invisible. A partir de ahora, la gente que vaya naciendo en esa invisibilidad ignorará todo de sus antepasados, de las rochas empinadas y agrestes de la aldea, de quiénes fueron sus viejos pobladores, lo ignorará todo esa gente y algún día sabrá lo triste que resulta buscar en los cajones de la memoria y comprobar que los recuerdos no existen, que se quedaron enterrados, un día aciago, bajo las ruedas metálicas de una excavadora que poco sabía de memorias y de niños jugando a ser Kubala o Gary Cooper por los campos bien pertrechados del olvido. 

Los nuevos tiempos

Pero no todo han de ser pozos profundos de la desolación. La Serranía, como dicen los eslóganes resistentes de la comarca, sigue viva. Levantar la razón hacia esta tierra de interior es una búsqueda incesante de recursos para la supervivencia. La industria azulejera de Castellón de la Plana se alimenta con la tierra de estas montañas y poco a poco el paisaje se va pareciendo cruelmente al de la luna. Pero aún así, se mantiene firme lo que muchos habitantes de los que se quedaron a vivir entre las trochas vestidas de carrascas y olmos centenarios dicen con orgullo: la Serranía es una manera de ser, una manera diferente de mirar el mundo y de vivir, de agarrarte a la memoria de la tierra y de la gente y saber que ahí, más que en otro sitio, existe un destino que algún día habrá de cambiar a mejor por narices o por lo que sea.
Quienes no abandonaron nunca esta tierra tan cruda en los inviernos saben, como escribía John Berger en sus novelas sobre la nueva Europa reconvertida en un ultramarinos, que la vida es algo que cada vez más se parece a una espera. Por eso la belleza de esta comarca se adecenta con rutas para montañeros y paseantes, para amantes puros y duros de la naturaleza, para degustadores de las huellas imborrables que dejan las liebres entre las aliagas y el lentisco y las que, río Turia abajo, van abandonando los peces que se niegan a convertirse en submarinos de hojalata.
Establecimientos hosteleros integrados en el paisaje serrano, nuevas posadas donde puede el visitante juntar un buen vino y la orza de cerdo metida en aceite medio siglo. Sin olvidar el aire, claro, un aire que aún vuela limpio, a pesar de las tripas desalmadas de tanto vertedero, desde las muelas montañosas que coronan los tejados de los pueblos. No sé si he visto nunca tierra más hermosa, menos protegida, más definitivamente volcada en que nadie ni nada pueda romper el alma de sus montes. Seguramente no. Por eso, cuando se acaba el recorrido por los pueblos que huyen no se sabe de qué ni desde cuándo, el viajero siente en la espalda, ya carretera abajo, la necesidad inaplazable del regreso.

Los pueblos de la Serranía son: Pedralba, Bugarra, Gestalgar, Villar del Arzobispo, Losa del Obispo, Chulilla, Calles, Chelva, Tuéjar, Benagéber, Sot de Chera, Titaguas, Aras de los Olmos, Alpuente (con sus numerosas aldeas), La Yesa, Higueruelas, Andilla (con las aldeas Artaj, La Pobleta y Osset) y Alcublas.

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Revista El Semanal.