Agora que todo se quere ir, tamén o sol

Ahí mismo, en los altos confines de la tierra

 

 

 

AGORA QUE TODO SE QUERE IR, TAMÉN O SOL

 

Hemos aprendido a no estar cansados

John Ashbery

 

El escritor es como un labrador que hunde a destajo el arado en la tierra. Y sabe, cuando se mira en los espejos marrones de esa tierra, que sus raíces salen de allá abajo, pero también sabe que esas profundidades duran poco: pronto saldrán a la superficie para buscar afuera el frío cortante de la intemperie, los colores agrestes, incómodos, del compromiso. Esto lo dice, mucho mejor que yo, Manuel Rivas. Lo único que hago es robarle sus palabras y recordarlas aquí desde lejos, en una medianoche belga llena de fuentes y jardines, de silencios que rebotan a estas horas por los caminos empedrados del castillo de Seneffe, un pueblecito de apenas tres calles a treinta kilómetros de Bruselas. Soy uno de los catorce habitantes del castillo, una hermosa mole del siglo XVIII adonde fui a parar porque el profesor de la Universidad de Grenoble, Georges Tyras, imparte un curso de traducción y ha tomado como modelo la que está realizando al francés de mi novela “El color del crepúsculo”. También viven aquí, los meses de julio y agosto, hombres y mujeres que están traduciendo literaturas belgas a diferentes idiomas. A ratos me siento como un pulpo dando bandazos por el monte: mi francés es flojo -una mierda de francés- y la gente no para de hablar en esa lengua aunque venga de Rusia, Italia, Escocia, Serbia, Bulgaria, Austria y yo qué sé cuántos países más están haciendo compañía a mi aislamiento en estos días hermosos de Seneffe. Hace calor todo el tiempo, sólo a estas horas de la noche se está bien, sentado en uno de los bancos que rodean la fuente del patio interior donde se distribuyen las habitaciones, ubicadas, confortables y blancas, con enormes portaladas de madera, en las antiguas caballerizas. Y es en estas horas cuando te agarras a un libro para que el tiempo último del día sea más tuyo, casi exclusivamente tuyo, te agarras a un libro y ves cómo Manuel Rivas se agarra también a lo que aún le queda y dice, a lo mejor en horas subterráneas como éstas desde las que escribo, que el escritor y el labrador se parecen porque los dos son unos supervivientes, porque para el escritor y el labrador la vida consiste, al fin y al cabo, en tener un pedazo de tierra en el que cavar por lo menos dos metros de melancolía . No sé si hay otra escritura de la que me sienta tan cercano. Y no sólo de la escritura, que, al cabo, es el extremo más visible que va quedando de lo que somos. Me junta a este tipo -que habla como si la voz hubiera de ser modelada a medias por la caricia suave del amor y la otra más borgiana, insumisa, rasposa, del espanto- una manera de mirar el paisaje, de hacerlo nuestro, de trajinar por las trochas de esos paisajes con la rabia que haga falta: los alacranes que roen el resto de una barca . Nos vemos de uvas a peras y sin embargo sabemos que andan por ahí, nunca desparejas, las ganas de escarbar en los mejunjes milagrosos que salven nuestros montes, las selvas comunes de peces y perdices, ese porvenir incierto, intranquilo, de los sitios que nos vieron nacer y poner después distancias por el medio: Me voy, tierra./ Me voy para poder amarte . Para regresar luego, pertrechados de una memoria inacabable, emocionados adolescentes que leyeron a Joseph Conrad cuando atravesaban ellos –tal vez sin saberlo- su línea de sombra y lo recuerdan luego como si fuera Bob Dylan quien diera forma y sentido a sus palabras: Madre, tú sabes que es un luchador,/no le obligues a volver sobre sus pasos . Estar lejos es abrir un libro al azar y descubrir que ahí, en la más invisible de sus líneas, hay el código imprescindible que te une a la tierra, al aire que respiras con los otros que previamente elegiste para que te acompañaran en el viaje. En la primera página de “Aquel invierno”, la novela que acabo estos días, hay unos versos de Manuel que la engrandecen. Los elegí antes de empezar a escribirla porque estaban subrayados en un viejo ejemplar de “Mohicana” -en aquella plateada primera edición de 1986 que me regaló en un viaje a Valencia-: Agora que todo se quere ir,/ tamén o sol . En una medianoche extranjera –tantos viajes ya, tantos veranos- es el equipaje más imprescindible en esta isla hablada a trompicones con mi francés de mierda: los poemas de Manuel Rivas. Nada menos que eso. Nada menos.

 

 

AHÍ MISMO, EN LOS ALTOS CONFINES DE LA TIERRA

 

La Orquesta Azul también le daba a los corridos

Manuel Rivas

“Un saxo en la tormenta”

Escribir sobre Manuel Rivas, sobre sus relatos, sus poemas, el compromiso que siempre anda rondando esos relatos y esos poemas. Escribir sobre todo eso está chupao. Y más si, como es mi caso, ya he emborronado no sé cuántas hojas, en los últimos años, diciendo que es uno de los escritores más enteros que conozco. Entero quiere decir entero. ¿Se entiende, no? Pues eso. Las periferias, y más en los tiempos que vivimos de cerril españolismo, no tienen buena prensa. En esas periferias, sin embargo, se está construyendo, desde hace ya mucho tiempo, bastante de la mejor literatura que conozco. Y la de Manuel Rivas me la sé de cabo a rabo. De la cabeza a los pies. Entera.

Sus libros ocupan lugar preferente en el caos que impera en las paredes y los suelos de la casa, en Valencia, sobre lo que antes eran campos de tomates y alcachofas y ahora cunde un sinfín de rascacielos de los que chupan sin parar los constructores amigos de la alcaldesa Rita Barberá. La vida es así: un paisaje hermoso que de pronto se ve sometido a las uñas impúdicas de las excavadoras a sueldo de los ricos. En esa casa están los libros del amigo gallego y de vez en cuando los saco de ahí, de esa condición estática como de tortugas soñadoras, y los llevo al balcón para que les dé el aire que vuela por encima de los rascacielos. Y resulta que no son ellos los que reciben el aire sino al revés: escapa de las páginas de ¿Qué me quieres, amor? , En salvaje compañía , El pueblo de la noche , Ella, maldita alma , Mohicania y tantos otros de sus textos un viento suave que llena de orgullo las raíces subterráneas, heridas, de las viejas huertas desaparecidas.

La escritura de Manuel Rivas surge de los últimos confines de la tierra. Allí, donde la bruma de los antepasados se junta con esa otra oscuridad espesa que sube por las rocas pintadas a ronchas negras, se asienta la palabra que abre ringleras de luz entre la mierda. Porque escribir es también, no todo pero también, arrancarle esquirlas a la cerrazón a ratos obscena de la tierra que uno ama. El luto no necesariamente ha de ser el retrato perpetuo de la desgracia, el paño donde se enjuaguen las lágrimas de un dolor inacabable. El luto nos sirve, a la vez, para abrirle grietas a una realidad que no nos gusta. Escribir es muchas cosas, pero también es ésa: gritar que hay otra realidad posible y escribir ese grito como lo escribe Manuel Rivas en sus libros, en todos sus libros: “La mirada literaria sirve para ensanchar, en todas las dimensiones, el campo de lo real”. Lo dice en la presentación de La mano del emigrante , un texto que se mueve a un lado y otro de todas las fronteras que artificialmente separan las escrituras más diversas. Contrabandista de géneros, gusta llamarse a sí mismo el escritor. Y cumple a rajatabla esa vocación: novelista, poeta, periodista, hasta fotógrafo de mirada adentro cuando estuvo en Londres un año y dejó grabadas, en las tripas de una cámara de usar y tirar, las aristas enladrilladas de las afueras, sus barberías, hospitales, quioscos de prensa y hasta los puños de Cassius Clay.

Entre sus relatos siempre me volqué sobre “Un saxo en la niebla”. El que más quiero. Apenas veintidós páginas en el volumen titulado ¿Qué me quieres, amor? A lo mejor es mi preferido porque cuando llegué a la página 64 me di cuenta de que le faltaba la siguiente. En blanco total. Nada. A ese vacío maldito seguía la página 66 y última. Fui llenando lo que no estaba con mis propias palabras, con lo que siempre deja Manuel Rivas en la cabeza y en el corazón de quien le lee, con esa señal que al cabo siempre ocupa un lugar privilegiado en la conciencia. Nunca quise buscar esa página invisible en otra parte. Nunca. Y cada vez que regreso a ese libro me gusta detenerme ahí, en el océano libre de ataduras, sorprendente y milagroso, que es toda página en blanco. Y como a cada lectura renovada, me pongo a inventar palabras nuevas entre las páginas 64 y 66 de un libro que no se acaba nunca. Y de fondo es como si no parara de sonar la Orquesta Azul y su pasodoble "Francisco Alegre". Será la magia que tantas veces nombra Manuel Rivas. Será lo que será. Pero resulta difícil, a mí al menos me resulta muy difícil, escapar de los relatos y poemas de Manuel Rivas, ese amigo de ahí mismo, de los altos confines de la tierra, esa tierra tan cercana a la mía, tan igual en tantas cosas: montañas, ríos, luto de los de antes, obstinada buscona de salidas dignas que nos acerquen, a quienes hemos decidido vivir allí y en ningún otro sitio, una miaja de esperanza.