Joaquín Sabina

 

AL OTRO LADO DE LA NUBE NEGRA

 

Tú y yo querían abismos

Benjamín Prado

 

Ya lo sabemos de sobra, aunque hayan pasado los años y hasta Neruda, el poeta, se equivocara en sus afirmaciones. Claro que no somos los de entonces, claro que no, cómo podríamos. La solución al equívoco viene de lejos, ya estaba ahí antes de los poemas desesperados y la canción de amor, venía del embarcadero donde atracaban los barcos ebrios llenos de absenta un siglo antes, borrachos marineros de color caoba en la cubierta, esperando que lo dijera Rimbaud, Arturo Rimbaud, el que luego traficaría con armas y esclavos, que lo dijera nada más crecer un palmo en su estatura de poeta único, sobradamente demostrado que intransferible. Claro que no somos los mismos, claro que no: ya desde el principio somos otro. Y es ahí, en esa identidad vencida hacia una cadena de infinitos, donde nos descubrimos a gusto, casi siempre a gusto, en esa obstinada, nada compasiva, condición de supervivientes. Ahí es donde sé que Joaquín Sabina rueda siempre como otro, pero nunca llegará a traficar con esclavos, con armas sí, como usted y como yo, con armas sí, con las armas que suenan a la algarabía metálica de sus canciones y ustedes y yo las repetiremos machaconamente, como ese chimpampum de las verbenas en verano, de los pasacalles coloristas por las humildes alamedas de un pueblo perdido entre los montes. Vivo allí, en ese Gestalgar lleno de tiempo dormido y de silencio, sin saber de Joaquín desde hace mucho porque las ciudades, como él sabe muy bien que cantaba Chavela, nos cambian las costumbres, las noches de luna, las fronteras, no sé si a los amigos. Siempre que anduvo rozando los verbos y los nombres trucados del abismo, salió a flote con sus mejores historias. Recuerdo dos: "Física y Química" y "19 días y 500 noches". Para que se enteraran los agoreros. Y ahora repite. Primero el flash en el cerebro, la tristeza luego, más tarde, ese agujero negro que no admitía requiebros de salida. Pero la había, y aquí está, convertido en aquel otro que se inventaba el poeta siempre que rozaba el borde del infierno. De nuevo se nos aparece con las magulladuras en la voz, con el carraspeo que ennoblece -ahora más que nunca- sus historias, con esa vocación de entrar siempre a saco cuando lo imposible se le presenta como la única alternativa. A vida o muerte. Ése era el juego. La nube negra, el miedo, los espejos rotos, la celebración de lo que no se ama (y al revés), como si viniera de una canción antigua de Leonard Cohen una noche en que juntos escuchamos la primera versión, casi a capella, de la canción más hermosa que haya escrito nunca: "De Purísima y oro". Ahora es "Nube negra", otra de las canciones que se quedan en el alma de quien la escucha como si fuera el arma imprescindible que duerme en los arcones del traficante. La ha escrito Luis García Montero, el amigo de tan cerca, como Benjamín, como Almudena, como Ángel González y Pepe Caballero Bonald, como Jimena que vino de tan lejos y se quedó para siempre, como Pancho y Antonio, como Olga y sus discos espléndidos cuando viaja sola. Ya hace mucho que no sé de Joaquín y esto, que quería ser como la crónica sentimental de un desconcierto, se salda en la forma de una saludable constatación que me conforta: no se esconde de su voz Joaquín Sabina para contarnos el regreso. Antes bien: la saca casi a pelo, con la música imprescindible que la dignifica en cada una de sus sílabas. Es la voluntad de no claudicar nunca, de buscar el riesgo en lo que es, en lo que hace, en lo que vive, en lo que le arrebata sin contemplaciones a la vida. Como si en todo ello, como si en esa facultad que no sé quién hostias le confirió fieramente para la supervivencia, quisiera contestar las palabras terriblemente irónicas de Samuel Beckett: El poeta que dice: no soy un hombre, no soy más que un poeta. El medio más rápido de hacer rimar amor y vacaciones pagadas . No es sólo poeta Joaquín Sabina. Lo sabemos. Se sabe. Lo queremos. Se le quiere. Tengo aquí delante el disco último, "Alivio de luto", de nuevo a la contra del dolor, otra vez el de la otra vuelta de tuerca, el que lo embarca como siempre, como el otro que es a todas horas, en la aventura hermosa de contar historias.

 

 

--------------------------------------

RELATO CON PATRIA Y DINOSAURIO

A Jimena Coronado, que también está allí.

 

Miras desde el balcón y lo que ves es la patria aquella que decía Pepe Caballero Bonald: el paisaje que se extiende desde la ventana de una casa donde se vive en paz. Un paisaje de plaza y de teatros, de mujeres que esperan su turno en las paradas de autobuses verdes, de bocas de metro que, como el dinosaurio paralítico de Monterroso, no se mueven de allí ni amenazados por los obuses destructores de Álvarez del Manzano y sus concejales terminators, de andares étnicos que se adentran en las calles mestizas de Lavapiés para dibujar el paisanaje de un barrio que se nutre a medias con los colores chillones de la bienvenida y, según en qué rincones y a qué horas, con el bullicio indigesto de las lecheras policiales siempre dispuestas a amargar la vida o lo que sea por las madrugadas oscuras del centro urbano.

Y cuando te giras hacia adentro, porque Tirso de Molina es ya un remolino de frufrús que te engullen la mirada y te la dejan ciega de tanta algarabía, lo que hay es un santuario laico de religiones mancas y maderas sagradas y policromas sin repintar con titanlux, cabezas no de turco que se esconden en las tinieblas pardas de souvenires africanos, la penitencia eterna durmiendo el sueño de los injustos en la negrura de un confesionario donde Foucault y una Magdalena travestida de niño listo, adolescente y púber se enrollaron una tarde cuando la cárcel era el destino con que el poder premiaba a los descarriados. Puedes jugar al billar o torear un rato con el capote dulce de José Tomás, escuchar mil veces el silencio de los libros que ocupan los pasillos o buscar entre los discos nombres de mujeres que siempre se llaman “Suzanne”, “Yolanda”, “Rocío” o “Carmelilla”. Puedes hacer más cosas en esa casa de la calle Relatores, hasta rastrear las canciones que Joaquín Sabina fue escribiendo sin pausa todos estos años, mirar los folios llenos de tachaduras donde anduvo mezclando sin reparos notas al margen y almas en tinieblas, buscar de dónde sale ese teléfono inútil que nunca suena porque aquí son imposibles los teléfonos y sólo valen las bocas que hablan en directo y las manos que buscan al tacto las huellas de una amistad a machamartillo y sin conservantes ni colorantes de ninguna especie.

El tiempo que vale en esta casa es el que va por dentro, el que discurre por los caminos que le van abriendo la sangre y la conciencia. Sucede a veces que las cañerías se embozan y uno pierde el sitio, se le extravía el pie en el territorio apache y ajeno al que le pertenece, intenta vivir donde no duele (porque el dolor nos enseña a vivir y a veces no queremos vivir sino otra cosa). A Joaquín Sabina le pasó eso algunas veces y regresó al punto de partida para aprender que la gente, si quiere, como la vida, ser gente y no otra cosa, es lo que se te pone delante y te dice que las canciones han de salir de las tripas ruidosas y no de la digestión ancha y complaciente, que el poeta ha de ser como las vacas cuando se tragan lo que se tragan y luego lo devuelven y luego se lo vuelven a tragar para completar así el ciclo completo del arte mezclado ya con los restos poderosos de todos los naufragios robados al polvo de la tierra. El tiempo hoy, en las canciones extraordinarias de Joaquín Sabina, es el que señalan a la vez su voz rota y esa ironía que le lleva a recontar el pasado sin caer en la falsa complacencia ni en la superchería. Porque muchas veces sucede que, a los tontos soniquetes del éxito, el artista se repite hasta la saciedad y si alguien le dice que se mire atentamente al espejo sin mejunjes ni cosméticas engañabobos percibiría entonces, sólo, una sombra ridícula y aquella lengua que, como la larga y roja de los Stones, se le aparece por las noches a Mick Jagger para decirle que ahora que ya tiene el título de “sir” concedido por la reina de Inglaterra puede retirarse tranquilo y dejar de hacer el fantasma por los escenarios y los discos: o como se llame eso que últimamente sacan al mercado después de cada gira. A Joaquín Sabina no le pasa eso: se asoma a la balconada de Tirso de Molina y el dinosaurio de Monterroso todavía está allí, como siempre y durante tantos años: pero cuando se gira y se pone a escribir en el santuario laico de la calle Relatores lo que le sale es ese tiempo que no se detuvo en ninguna revuelta del camino, que se decantó, como el jodido tanino de los mejores vinos, por la parte de esa risa que no oculta el dolor a que nos someten demasiadas veces esta vida puta y los amores desastrosos, la magia potagia de una globalización de la mentira que nos retuerce el alma, ese axioma impresentable que nos condena, como si el cuento atroz de la manzana y la culebra hubiera de ser eternamente una invitación al sufrimiento, a mirarnos por dentro y sentir cómo nos perdemos como inútiles en nuestros propios laberintos con el minotauro dichoso dándonos pol saco.

Las canciones de Joaquín Sabina me las sé de memoria, como tanta otra gente. Algunas me las sé desde antes de ser canciones ni nada, paridas de improviso en las madrugadas felizmente inacabables de la casa. Otras las he ido rosigando Lavapiés adentro, mezcladas esas canciones y yo mismo con los colores extranjeros que pueblan los escaparates de las tiendas. Una noche la sangre se le embozó en alguna cañería y Joaquín salió del túnel más fuerte y con más ganas de estirar sin límites aquella conciencia de escritor de historias que no le abandona nunca. Ahora anda en eso: escribiendo sin parar un disco que nunca es el mismo de antes. Y yo, cuando miro desde el balcón la plaza y a las mujeres de los autobuses verdes, y me engullen los frufrús a remolinos de Tirso de Molina en la llegada de la tarde, me giro hacia adentro y es como si siempre lo viera, guitarra en mano, inventando esa otra patria que vale la pena conservar: la del tiempo que llevamos dentro, ése que nos dura desde hace no sé cuántos años, la lealtad a prueba de bomba y la vida que nos junta. Sin conservantes ni colorantes, claro. Sin eso. Y con todo lo demás.