Javier Sarti

 

EL ESTRUENDO

 

Una vez leí un libro ya antiguo que se titula “Visita a Godenholm”. Su autor es Ernst Jünger. Otra vez leí otro libro que se titula “Rayuela”. Su autor fue, un tiempo después de Jünger con el suyo, Julio Cortázar. Más allá o más acá de ambas lecturas, también estuve en París. Varias veces. Y desde la primera visita, cuando anduve por allí escribiendo una novela que se titula “Nos veremos en París, seguramente”, siempre regreso a la rue de la Huchette , y, cerca de ahí, atravesando un enjambre de gentes y de gritos, a un rincón medio a oscuras de la orilla izquierda, frente a Notre Dame, donde está la falsa librería Shakespeare&Company. Y digo falsa porque ya no está donde estuvo aquella otra del mismo nombre que visitaba James Joyce y de donde si no recuerdo mal salió la primera edición del “Ulises”.

En la calle de la Huchette hay cavas de jazz y restaurantes que reclaman tu atención con sus escaparates llenos de peces rojos y tumultos de carne de cerdo enroscada en cilindros que chorrean aceite como si fueran motores de coches abandonados al desguace. En la novela de Cortázar recorre la Maga los parques de París y mira desde el Puente de las Artes la llegada de no sé qué redención bajo el paraguas negro que cobija el deambular insomne de los trasterrados. Cuando pienso en el libro de Jünger me acuerdo, malamente, seguro, porque la memoria siempre es compleja, cruelmente selectiva con aquello que te repugnó en su momento, me acuerdo, digo, de que dos hombres y una mujer vivían las ruinas de una esperanza que se había extraviado en la búsqueda incesante de la felicidad. Esos tres recorridos, el libro de Jünger, las calles de París, la búsqueda de una felicidad imposible que se resuelve siempre en el estruendo brutal de estar más solos que la una, los descubro ahora en otro libro excelente: “El estruendo”. Su autor es Javier Sarti y ya había publicado, hace más o menos un año, otra novela igual de excelente: “La memoria inútil”.

Entonces, cuando hablamos por primera vez hace un año, salió en la conversación el sufrimiento. Y no nos referíamos al que aparece en sus libros, en sus dos libros, aunque en este segundo con mayor intensidad, sino al que suele atenazar el ánimo de cualquier escritor: sobre todo cuando ya ha conseguido publicar un libro y ha de convertirse en perseguidor de su presencia en los escaparates del mercado. Escribir, en un país en que la presidenta del gobierno prologa un libro de cuentos infantiles y acaba siendo más famosa que Perrault, Andersen y los Hermanos Grimm juntos, ha de ser necesariamente un trabajo insufrible. Por eso, Javier Sarti añadía a esa tortura que es escribir la otra más injusta de querer saber lo que había sido de su libro en las estanterías del pánico. Seguramente, aquella conversación primera nos convirtió en amigos. Y otra vez más se descubría como verdad lo que tantas veces he pensado: un libro convierte a la gente en amiga o en enemiga irreconciliable. Las dos cosas me han sucedido en diferentes ocasiones. Yo prefiero que me pase la primera, pero tampoco desprecio, para nada, que la literatura me convierta en enemigo acérrimo de mis contrarios. Al cabo, así ha de ser la escritura: levantar del suelo, en un estruendo estrepitoso, las diferencias entre la dignidad y la impostura. Nunca estaré del lado de la superchería y por eso, con toda seguridad, aquel primer encuentro con Javier Sarti nos convirtió en amigos.

Empiezo con lo más evidente y que necesitará alguna demostración: “El estruendo” es una novela excepcional. Y lo digo sabiendo, como digo, que habré de demostrarlo en unas cuantas líneas, sólo en unas cuantas líneas. Lo primero, la primera demostración de lo que digo, es que está bien escrita. Y esto, que puede parecer una perogrullada, es una necesidad decirlo dados los tiempos que corren para la literatura. Eso del sujeto, verbo y predicado se ignora sin parar en las páginas de las novelas y hay que reclamar que se cumpla a rajatabla la más elemental norma de conducta moral con la gramática. Eso para empezar: luego ya hará cada cual de su capa un sayo y romperá esa gramática por la regla que le parezca más insoportable. Pero antes, lo dicho: conocer el orden alfababético para romperlo a continuación cuando a uno le da la real gana. Las novelas de Javier Sarti arrancan de la neutralidad de la norma para desbrozarla luego y arrancarle el alma a las palabras, para mezclar la letra redonda de la realidad con la cursiva que a veces es la letra con la que escribimos los sueños.

Pero en “El estruendo”, y abordo aquí una segunda explicación a la grandeza de esta novela, hay más, mucho más. Hay la obstinada vocación de juntar la realidad y aquello que sólo sucede en nuestra imaginación; la voluntad nada errática ni autocomplaciente de arramblar con la memoria y convertirla en territorio común del miedo, del amor, de la muerte, de algo que a lo mejor también es vida o se parece lastimosamente a la vida. Porque vivir no puede ser una resignación, una renuncia permanente, la caída en picado por los barrancos de una desolación disfrazada de bienestar y de una estabilidad emocional que no va más allá de una tranquila y engañosa relación con el mundo en que vivimos.

Hay en “El estruendo” el encuentro nada amañado literariamente con el horror, con un horror que tantas veces ese mismo Jünger de la cita primera que encabeza el libro nos acercó desde su contradictoria, dicen que compleja, relación con el nazismo. Pero aquí se trata de otro horror, de ese horror que nos produce la soledad, de ese horror que explota en nuestras conciencias en la forma implacable de una constatación: el tiempo y el mundo no nos pertenecen, siempre son de otros que nos lo ceden por unas horas a un precio verdaderamente insoportable. Por eso, hace falta el reencuentro con los viejos fantasmas, con los amigos de antes, de cuando el mundo, si no era nuestro, lo hacíamos nuestro desde la geografía de la lealtad adolescente, desde el ángulo de una geometría en que, una vez allí, todo se veía de una manera diferente, desde la inalterada convicción de que la huida es imposible si no sabemos que todas las huidas reclaman sólo un único regreso al sitio donde los protagonistas iniciaron la búsqueda desesperada del futuro. Porque nunca se sabe, hasta que ya es demasiado tarde, que el futuro, como decían Onetti, Wittgenstein y tantos otros, siempre nos pasará de largo y nos sacará la lengua en la semiótica obscena de una burla inaguantable.

Dos hombres y una mujer, como en “Jules y Jim”; como en “Visita a Godenholm”; como en “Rayuela” (aunque aquí salgan más hombres y más mujeres, pero para el caso es lo mismo); como en esa vida o lo que fuera que vivieron juntos y por separado Arthur Rimbaud, Paul Verlaine y Matilde Mauté; como Julio, Paula y Adrián en “El estruendo”, la última y extraordinaria novela de Javier Sarti. Dos hombres y una mujer a la búsqueda del país de Nuncajamás, el territorio de la inocencia y del horror en los túneles lejanos de la infancia: porque en la infancia, al contrario de lo que mucha gente piensa y ya sabía el autor medio autista de “Peter Pan”, no sólo vive la inocencia sino los primeros miedos, las primeras intuiciones de la escisión, la sospecha de que algún día creceremos y eso será algo parecido a la muerte o, a lo mejor, la muerte misma. Y también, cual fondo musical de la historia que se narra, y como sucede en educaciones sentimentales como la nuestra, siempre hay una canción. Siempre. Aquí, mientras los protagonistas ascienden las escaleras del infierno, suena “The saddest thing”, una melodía triste, como las que nos acompañaron tantas tardes de lluvia en compañía de la Maga por los rincones de París, esa ciudad hacia la que se dirigen los fantasmas de antes a bordo de un auto que no se sabe si llegará a su destino, esa ciudad donde, como ya decía Cortázar en uno de sus poemas conmovedoramente malos (lo decía él, no yo), es como estar solos en la ciudad más poblada del mundo.

Antes de iniciar el viaje ya estuvieron en el ático de la desesperación, de la búsqueda inútil, de la indagación obstinada en los pozos profundos del conocimiento. Y salieron de ahí, de esa búsqueda, con el rabo entre las piernas, con la certeza de que cualquier salida a la rutina de un bienestar adulterado genera sus propios monstruos y antídotos que se sufragan con el extrañamiento y con la pérdida. A cambio, eso sí, disponemos de la regeneración en el territorio de los sueños. Y aquí otra vez Cortázar y otra vez Verlaine. Somos lo que soñamos y soñamos lo que somos: despiertos sólo nos conocemos a medias. Y luego Verlaine, cuando escribía que lo más necio del poeta es huir del amor, una huida, digo yo, que, en los lenguajes de la literatura del horror, es el intento vano de escapar de uno mismo y sus fantasmas.

Imposible huida, pues, de los territorios del miedo, de los sitios donde existió el amor, donde la lealtad ni siquiera acabó cuando una silla de ruedas, con una mujer arriba, se precipitó al vacío después de que se derritieran los tacos de hielo que frenaban su descenso. O a lo mejor, la mujer no se precipitó al vacío sino que se prolongó hasta ayer mismo en las nubes solitarias del estruendo, en la predestinada casualidad de un encuentro entre dos hombres y una mujer que antes fueron parte inseparable de un organismo que se empezaba a pudrir y acabaría, más tarde y contra todo pronóstico, pudriéndoles a ellos.

Sin embargo, todo eso importa poco cuando lo que hay al final es una novela magnífica donde se cuenta ésa y más historias. Por eso, desde aquel encuentro primero en que Javier Sarti y yo hablamos del sufrimiento que encoge el ánimo de quien escribe sabía que de ahí habría de salir una amistad grande y la seguridad de que algún día habría de gozar una novela como “El estruendo”. Hoy, esa novela esa también vuestra y yo, que vosotros, se lo agradecería al autor. Muchas gracias.

 

Valencia, mayo de 2001