TIEMPO DE DESHORA

 

Quimera nº 272. Junio de 2006

Vas tranquilamente por la calle. No has visto una piedra impertinente que alguien ha tendido a tu paso. A lo mejor estaba desde antes, desde que no sabías que ibas a pasar por allí. Tropiezas. La piedra se levanta por uno de sus bordes. Y lo que asoma, igual que en los años ochenta del pasado siglo sucedía con los diseñadores, es un cartel cuya inscripción celebra el setenta y cinco aniversario de la República. No se te pone el corazón a mil por hora. Estás acostumbrado a las piedras. A descubrir gazapos en la escritura de los aniversarios. A mirar con una sonrisa de compasión la huella dactilar que deja en la conciencia la memoria. En la tuya desde hace muchos años. En la de otra gente recién llegada que está desde hace nada contando que la memoria y el olvido son como los bufidos cabreados de Moby Dick y el toctoctoc vengativo sobre la cubierta del barco donde mandaba el capitán Ahab: más o menos lo mismo en esa algarabía de voces que brama entusiasmada la ética del consenso. Nunca cotizó tanto la literatura de la memoria como ahora. Nunca. Antes buscabas un libro que la contara y apenas hallabas cuatro títulos que eran como una extravagancia. Cuando digo memoria digo lo que ustedes ya saben: la República , la guerra, el franquismo, la transición política a la democracia. A eso se le llama memoria histórica porque algún nombre había que ponerle a la criatura recién nacida. Antes no había casi nada y ahora levantas una piedra y asoma el morro una biblioteca entera que habla del horror. Todo dios se apunta a “ese tiempo de deshora” que tiene todo sueño, como diría mejor que yo César Vallejo. Confunde la avalancha de textos que inunda las librerías. Autores de derechas, de izquierdas, del centro y de la periferia: el paisaje moral de la escritura se llena de papeles cuya parte de más imprescindible lectura es la de la letra pequeña, como los contratos firmados delante de un notario. Y como siempre, hay quienes saltan por encima del paisaje con absoluta impunidad y hasta con un más que destacable reconocimiento público, como si fueran aviadores, o saltimbanquis, o contorsionistas de esos que se meten en una caja de circo y ninguna espada los parte por la mitad. No se pringan. Es más: el cinismo lo usan como si fuera el linimento Sloan que usaban los futbolistas de antes cuando las patadas no iban tan rasas como ahora. El cinismo. Aquello de mi querido Caballero Bonald: “¿Cuándo se olvida a sabiendas y cuándo se borran inadvertidamente los recuerdos?” El cinismo. Todos buenos y todos malos. Levantas una piedra y te sale la República buena. Tropiezas en la siguiente (¡cuántas piedras, dios!) y lo que aparece es la mala República. Te sorprende en este desbarajuste moral al que te abocas que casi no encuentres falangistas malos. Eso sí que te sorprende. Es más: si había alguno malo, luego se convierte, en algunas novelas y en algunos ensayos, a la buena razón, como aquel santo cegado por la luz de la divinidad a los pies de su caballo. Ya no son falangistas: son dioses. De golpe ¡zas!: por arte de birlibirloque ya no son lo que eran sino todo lo contrario. La magia de la escritura tiene esas cosas, como las chisteras de los magos: antes había un pañuelo de color rojo (con perdón), luego unos golpecitos suaves y, finalmente, donde antes el paño colorado se balancean asustadas las patas de un conejo casi siempre blanco. El cinismo. Las huellas del estupor. El gusto nada ambiguo que te dejan las buenas historias. Porque las hay, claro que las hay. Una la acaba de publicar Benjamín Prado. Me pegué a él -en esa cosa extraña que según Ángel González es la vida y en sus poemas y novelas- hace mucho tiempo. Y antes de en esta novela que se titula “Mala gente que camina” habló en uno de sus poemas y me lo subrayé para que durara: “él me dijo que el único país es la verdad”. Todo el rollo que he soltado, el juego anecdótico de las figuras narrativas y los puntos de vista que se deslizaron inocentemente por estas líneas, eran sólo excusas: simplemente quería contar que la memoria no es un montón de libros surgidos al aire de la moda, que aún desde esa mentira hermosa que es una novela cuando hablamos de memoria hablamos de verdad. En el agua marina llena de turbulencias nadaba tranquilamente una ballena blanca, que no es que fuera buena ni mala. Es que simplemente vivía allí, en su medio más natural. Entonces llegó un barco, dispuso sus arpones y sus habitantes empezaron a joder la tranquilidad ni buena ni mala de la ballena. La otra tarde, mientras leía entusiasmado “Mala gente que camina”, me acordé de Moby Dick, de mi querida Dulce Chacón, de algunos amigos ya muy viejos que sonríen al hilo de las celebraciones republicanas, de los veinte años que tenían entonces, cuando ni se podían imaginar que algún día lejano saldrían en las novelas y en las películas después de tanto olvido cargado en sus espaldas.