VALENCIA O EL ALMA VACÍA DE KING KONG

(Para Literaturas.com)

 

A las ciudades nos junta, como decía Borges de él mismo y Buenos Aires, el amor y el espanto. Valencia es una ciudad que no existe. O mejor: existe sólo en los spots publicitarios que las autoridades pagan a precio de oro en las revistas, los periódicos y la televisión. Escribir sobre esta ciudad sería, pues, un milagro como esos que suceden en los circos: llega un mago, saluda al respetable, hace unos guiños a los críos que tiene más a mano, estira los brazos y acorta las mangas del esmoquing, mueve con destreza la varita de prestidigitador y ¡haleop!: el conejo sale de la chistera y los aplausos acogen la ejecución del número de magia.

Aquí todo es falso, como las caricias de King Kong al alma de la Bella. Pero sin la grandeza de esa historia de amor y con el añadido de una cutre y despiadada vocación hortera que apenas da para una mala página en cualquier revista del corazón: nunca para un poema y apenas para ocupar en el recuerdo un hermoso paseo de Vicent Andrés Estellés con sus amantes del brazo por las calles antiguas de la ciudad, una algarabía de mercado cuando la describe Blasco Ibáñez en sus libros prehistóricos y esa ironía inmisericorde que Ferran Torrent desliza en sus novelas para fustigar a la clase política valenciana que le cae por los alrededores. Y poco más. Lo mejor es escribir desde lejos, a cubierto de la barbarie analfabeta que desordena las reglas de la estética y levanta miles de farolas que oscurecen las estrellas y los cráteres profundos de la luna.

Sin embargo, hay quien dice que Valencia es hoy la ciudad de moda en España y el mundo. Es un chollo, eso sí, para artistas a punto de jubilación. Aquí se paga como en ningún otro sitio visitas de escritores, montajes teatrales, vacías conferencias sobre el vacío, rodajes cinematográficos, como si esto fuera Hollywood. Somos Hollywood, anuncian desde el gobierno y en Madrid y el resto del imperio se lo creen. Recuerdo por encima, vagamente, lo que decía Robert Musil: el autobombo no sólo supone una inteligencia bajo mínimos sino que huele a mierda y es propio de gente con poca educación. Así son ellos. Ellos: los que pagan los spots publicitarios. Los que no se preocupan de otra escritura que la de los rascacielos, firmada con sonrisitas de tahúr en los despachos del notario.

Así y todo, alguien intenta escribir desde la oscuridad y lo difícil. Las dos lenguas que escriben esta ciudad y el país que la protege se desencuentran muchas veces porque aquí no hay nada que las vertebre, ningún proyecto cultural que haga más grande e intensa la distancia entre los ojos curiosos y el horizonte que los espera a lo lejos, después del mar, más allá del morro insolente de los barcos del descubrimiento. Aquí andamos subidos en trenes de corto recorrido: aquí te pillo aquí te mato. Las distancias no van más allá de la que existe entre la mano que firma el cheque institucional y el papel con muchos ceros que rubrica la ignominia.

Qué escritura escribe, pues, esta ciudad descabezada, sin tripas que exploten en cada sílaba dichosa, sin pulmones que la hagan respirar, sin el amor aquel que a Borges le servía para no sucumbir en las nubes tuberculosas de una ciudad a la que tantas veces, desde su ceguera, confundía seguro con algunas otras de la vieja Europa. O sin aquella otra pasión desde la que el mono gigante miraba embobado a la chica guapa aunque supiera, como decía sabiamente un espectador la noche del estreno americano, que nunca hubiera podido hacer el amor con ella. Ninguna escritura. Ninguna. Sólo aquélla que les contaba de los despachos del notario. Sólo ésa.

Otra cosa es la supervivencia. Aquí se sobrevive como en la barca hecha con tablas y bidones después del último naufragio. Escribimos para no ahogarnos en la ciénaga zaparrastrosa de una ciudad que no se ve salvo cuando ocupa el lugar que le corresponde entre las prestaciones de un automóvil que corre más que ningún otro y la marca de cerveza que en vez de ofrecer cerveza dentro de la botella lo que ofrece es un polvo increíble –qué país, dios, qué país- con la chica del anuncio.

Y así andamos: buscando razones suficientes para seguir emborronando el destino aciago de una ciudad descalabrada. A veces las encontramos, esas razones, y llenamos páginas enteras con ellas. Y hasta llegamos a pensar que otra ciudad es posible si no estuviera vendida a la deslealtad intelectual y a la mercadotecnia infame que le destroza los sentidos. Pero eso sólo a veces, cuando estamos de buen humor porque el día se despertó con otra pinta menos bucanera que el que vino antes.

Es entonces, en esos días, cuando uno se sienta delante del ordenador, piensa en los cuatro amigos escritores que escriben desde la dignidad y se pone a descubrir algunas claves que le ayuden a mirar esta ciudad con otros ojos menos avergonzados de sí mismos. Son esos días en que uno de aquellos amigos sabe que si no escribe se muere. Y escribe. Y escribimos desde Valencia, la ciudad menos literaria del planeta, la más hortera, una de las más inexistentes. La del autobombo, eso sí. Y ya saben: aquello que decía Musil de la fragilidad intelectual, del olor a mierda, de la mala educación.

Pues eso.

Valencia, septiembre 2003