“TARDABA UNA SEMANA EN ESCRIBIR UNA NOVELA”

Las novelas de entonces se llamaban de a duro. Costaban eso en el quiosco del barrio y en los mercaditos del pueblo. Cabían en el bolsillo de la chaqueta o en el trasero del pantalón de pana y cuando ya estaban requeteleídas las cambiabas por un real. En los años cuarenta y cincuenta los libros eran un bien escaso y esas novelitas de cien páginas con cubiertas a colores cumplían el papel que la escuela negaba a la literatura. En el bachiller de los sesenta nunca se llegaba a García Lorca ni a Miguel Hernández y sólo nos extendíamos en recitar como papagayos a las golondrinas y los muertos de Gustavo Adolfo Bécquer. Un día, en la Academia Edeta de Llíria, la profesora María Rivas dijo que en el pueblo había un escritor. Nada menos. De repente, los nombres que aparecían en las páginas escasas de la historia de la literatura se hacían realidad en la presencia de uno de ellos que, además, vivía fuera de aquellas páginas y muy cerca de nosotros. Un día le vi, andaba por la otra acera, erguido como una estatua, y me pareció un tipo de otro mundo. Nada menos que un escritor. Nos había dicho la profesora que su nombre era Pascual Enguídanos. Pero cuando tiempo después encontré en el mercado de los jueves una de sus novelas policiales vi que su nombre auténtico era George H. White.

Ahora el escritor a quien visito en su casa de Llíria tiene ochenta años, acaba de salir estupendamente de una intervención quirúrgica y tiene un aspecto mucho mejor que las últimas veces que nos vimos en esa misma casa, en un saloncito que cuenta siempre con la presencia perpetua de Carmen, su mujer de toda la vida. Es que yo empecé a escribir porque no tenía trabajo pero sí que tenía novia y había que empezar a asegurarse el futuro. Resulta que mis dos hermanas leían novelas románticas, un día hojeé una y les dije tan tranquilo: esto lo hago yo y mucho mejor. Así que me puse a la labor y al poco ya tenía escrita una de aquellas novelas. Fuimos a ver a un escritor que vivía en La Pobla de Vallbona y él me presentó en la Editorial Valenciana . Le pregunto si recuerda el título de aquella novela romántica y hace como que es difícil acordarse de algo tan lejano. Los dos hacen memoria. Es más Carmen que él mismo quien recuerda : "era ‘Maripé la pecosilla'". No le viene a la cabeza el seudónimo que utilizó en aquella primera ocasión. Remuevo algunos ejemplares de las cuatro o cinco que escribió. A lo mejor era Armando Ravel. Y al evocar ese nombre sonríe Pascual Enguídanos, como si tuviera una miaja de vergüenza al recordar viejos relatos de los que entonces se llamaban románticos y ahora se llamarían rosa o algo parecido. Luego, muy pronto, llegarían sus contactos con dos nuevas colecciones en las que le apetecía participar como escritor. Eran las novelas del Oeste y la colección Comandos. Para esta última escribió su primera obra no para chicas: "El comando fantasma". Y ya aparecía con el nombre que le haría un autor reconocido, de mucho prestigio entre la profesión del momento: George H. White. Está orgulloso de la colección Comandos: "es que hay ahí novelas muy buenas, muy buenas" , dice refiriéndose a las suyas y a las de otros colegas escritores.

Una por semana

Escribía a destajo. Todos escribían a destajo. Él llegó a publicar más de trescientas novelas de todos los géneros. Una a la semana se escribía. Directamente a máquina, con dos copias en papel de calco: "Imagínate cuando te equivocabas, todo se iba a pique, y a mí me gustaba enviar los trabajos muy limpios, con las menos tachaduras posible" . Le pregunto por el ritmo de escritura, por esa rapidez endiablada que resulta increíble. Al principio era todo muy tranquilo, muy reposado, "pero hacia la mitad de la historia ya ibas a mil por hora porque había que entregar a la editorial y empezar otra" . Asegura que de normal tardaba una semana en escribir una novela. Y ahora interviene un testigo de excepción, Agustín Jaureguízar, que ha venido a verle y a entregarle en mano el prestigioso premio Gabriel, que le acaba de conceder la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror en el marco de la XXI edición de Hispacón-Congreso Nacional de Fantasía y Ciencia Ficción celebrada en Getafe: "el récord creo que lo tiene en treinta y seis horas". Y cuando indago cómo se puede escribir una novela en una semana, se ríe el escritor como un crío travieso: "es que me las tenía que pensar mucho" .

Y ya hablamos de sus novelas de Ciencia-Ficción. Es ahí el escritor más admirado, sin nadie que le niegue su papel innovador en el género y el hecho de que creara la serie más importante que ha dado la novela popular en España y, posiblemente, en el extranjero: ya en el año 1978 fue declarada mejor serie europea de Ciencia-Ficción en la Eurocon de Bruselas. Se trata de "La saga de los Aznar", el relato de las aventuras espaciales de una familia que pone patas arriba el universo. La iniciativa fue suya cuando en Editorial Valenciana les sugirió la posibilidad de una colección que se titularía "Los luchadores del espacio". Él había leído a Julio Verne, casi entero, porque "en la guerra, sacaron las bibliotecas de los ricos y con sus libros hicieron otra donde yo me tragué todos los de Verne" . Luego mezclaría unos cuantos detalles de "Viajes planetarios del siglo XXII" del Coronel Ignotus y empezaría a dar vida a la serie más importante y decisiva del mundo de las novelas fantásticas, que es como a Pascual Enguídanos les gusta llamar a aquellas novelas. Según los numerosos estudios dedicados a esa obra, hay en las aventuras de la saga familiar –nada que ver con la del presidente del gobierno- una auténtica anticipación a descubrimientos científicos que luego han sido una realidad: trasplantes de cerebro, cambios de tiempo al superar la velocidad de la luz (a mí me recuerda a lo que vimos después en "El planeta de los simios"), los platillos volantes, la hibernación y sobre todo la invención de la que está más orgulloso: el rayo de luz sólida, "una premonitoria extrapolación del láser", como dice Enrique Martínez Peñaranda en un estudio sobre la serie que firmó como George H. White y a veces con el de Van S. Smith.

De los nombres exóticos

El lío de los seudónimos, le pregunto. Cómo se le ocurrió, cómo se les ocurrió a los escritores de entonces cambiar sus nombres auténticos por los anglosajones que les identificarían ante los lectores. Las razones -explican los estudiosos del asunto- son diversas: había autores republicanos que no podían firmar con sus nombres, otras veces eran exigencias editoriales que consideraban exóticos y más comerciales los seudónimos. Pero él lo tiene claro y explica su caso: "muy sencillo, lo de White me parecía muy americano, lo de Georges porque me gustaba cómo sonaba y luego le añadí la H y el punto para llenar el hueco entre los otros dos" . Así de sencillo y así de sencillamente también se daban los equívocos. Y ahora cuenta la anécdota de esos equívocos el especialista Jaureguízar: "¿sabes?, una vez se dijo que George H. White era el seudónimo de una monja que escribía novelas con el fin de sacar dinero para su congregación". Mueve la cabeza el escritor, como negando la autenticidad de esas anécdotas, como afirmando su exacta vocación de inventor de historias que al final, cuando las leíamos en sus novelas con tapas de colores, eran más verdad que cualquiera otra verdad del universo. Las cubiertas de colores. Las dibujaba José Luis Macías, un extraordinario ilustrador: "mira si era bueno que muchas novelas se vendían sólo por sus portadas" , apunta en un gesto de humildad que se engancha a su sonrisa de toda la tarde.

Hoy ya no escribe Pascual Enguídanos. No ve ni la televisión, dice. Para lo que hay que ver, le digo. Es como si no se creyera que es el autor de novelas de quiosco más importante que ha dado este país. Pues es verdad. Cientos de entusiastas siguen sus novelas por Internet, los estudios sobre sus obras, la memoria de un escritor a quien yo veía de crío por la calle y empezaba a querer ser como él cuando, algún día muy lejano, me pusiera delante de un papel en blanco y empezara a escribir la primera novela de mi vida.

 

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