CAMPO DE SORGO

Abro los ojos. Ya estoy despierto y como todos los días acudo a realizar mis labores cotidianas de aseo e higiene personal como si fuera otra mañana cualquiera. Sin embargo, no es otra mañana cualquiera, es diferente.

De repente, constato como las paredes del cuarto de baño han desaparecido y el mobiliario ha dejado de existir. Tan sólo una palangana con agua turbia y mohosa se encuentra a orillas de un fétido barracón. Cuando lleguo a la cocina tan sólo restos de comida y basura amontonada se concentran detrás de unas descuartizadas tablas de madera.

Todavía estupefacto corro angustiado por un estrecho corredor hasta llegar a la estancia en la que había pasado la noche. La estancia se ha convertido en una caballeriza y mi aposento se ha transformado en una roída tabla cubierta de mohosa y húmeda paja. Alarmado camino sin comprender lo que me está ocurriendo.

Me visto con unas rotas telas procedentes de un carcomido saco que es utilizado para guardar el sorgo y como colofón tengo que calzarme con unos trozos de cartón completamente humedecidos por la gélida escarcha de la noche.

En ese mismo instante, tomo conciencia: estoy en Bahr El Ghazal, al sur del Sudán. Salgo de la empalizada y atravieso las aguas enfangadas de un campo de sorgo.

Un pobre moribundo me señala asustado una dirección para que huya porque los rebeldes pueden encontrarme en cualquier momento y acabar con mi vida.

Debo escapar de la malaria, el cólera y el tifus. Me señala que a 30 kilómetros existe una pequeña unidad móvil en la que, con un poco de suerte, podré encontrar un poco de pan y algo de sorgo; eso si antes no me encuentro con la muerte.

Al llegar al campamento de ayuda humanitaria me recibe una misionera llamada Mónica, española de origen, que me informa de lo sucedido: “las recientes inundaciones han transformado muchas áreas en pantanos y charcas putrefactas. Esto ha despertado a cientos de moscas y mosquitos que convierten enfermedades infecciosas en auténticas plagas de muerte y destrucción. El contagio está siendo tan masivo que las unidades móviles acomodan a dos enfermos por cama cuando no toca ocupar el gélido suelo encharcado. Los problemas más angustiosos se plantean cuando hay que realizar una operación quirúrgica puesto que no disponemos de quirófanos. Aquí, padecer un simple ataque de apendicitis o tener complicaciones en el parto, puede significar la muerte. Por ello, tratamos de localizar las fuentes de agua potable de los ríos subterráneos para hacer que la población beba directamente de su nacimiento y evitar así el contagio de la enfermedad”.

Con lágrimas en los ojos, señala que este año miles de niños, con sus familias, no lograrán sobrevivir a la herencia del huracán; hambre, malaria, cólera, tifus, disentería serán los males más corrientes. Todos necesitan urgentemente atención sanitaria y humanitaria, por simple caridad. Justo en ese preciso instante suena mi despertador.

Han pasado unos días desde entonces pero reconozco que esa pesadilla me ha impedido conciliar el sueño en alguna que otra ocasión.

* La presente columna de opinión fue publicada en la Revista Colores editada por numerosos medios de prensa regional de nuestro país, en el año 1998-1999.

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