Acceder a la página principal de la UniversitatImagen decorativa
Vicerrectorado de Cultura

Tàpies. Certezas Sentidas

Tàpies. Certezas Sentidas

 

Del 24 de octubre de 2003 al 11 de enero de 2004

 

Sala Estudi General. La Nau

Visita visual

 

TÀPIES. CERTEZAS SENTIDAS 

Dieciocho obras sobre textil sintético, 1991 

“Tàpies. Certezas sentidas” presenta dieciocho piezas realizadas durante 1991 en el estudio que el artista posee en la cordillera del Montseny. Las obras tienen en común la utilización de un soporte con el que nunca había experimentado. Se trata de una tela de uso industrial que Tàpies suele utilizar para proteger el pavimento de su estudio y, sobre ella, ha aplicado las técnicas habituales del barniz, la pintura y el collage

Su búsqueda incesante en el ámbito de la técnica y el material artístico derivó en el uso de estos textiles sintéticos sobre los que trazó su lenguaje pictórico propio. Sólo la experimentación cotidiana y el hecho de situarse constantemente en estado de alerta –afirma el propio Tàpies– hacen que, a veces, en el momento más impensado, se produzca el milagro de que unos materiales, por sí solos inertes, rompan a hablar con una fuerza expresiva que difícilmente se puede comparar a ninguna otra cosa. Si esto sucede, el artista habrá encontrado la adecuación entre forma y contenido. 

Es una muestra representativa de la visión personal creativa y polivalente de Tàpies, de su forma de mirar al mundo. Estas obras expresan, con toda su fuerza, la espiritualidad de la materia y la poética visual del artista. Lo hacen por medio de los símbolos, de las referencias religiosas, de las secuencias numéricas, que han estado presentes a lo largo de toda su trayectoria artística. En definitiva, representan una síntesis, un compendio y un balance de la creación artística de Tàpies, a través de la creación de un lenguaje propio. 

Para esta muestra, la Universitat de València ha editado un catálogo, de formato singular, que junto a la catalogación de esta serie pictórica de Tàpies incluye un texto del poeta y teórico Antoni Marí que analiza las claves de esta singular serie pictórica, además de una cronología y bibliografia actualizadas de la trayectoria de Antoni Tàpies.

   
 

TÀPIES. CERTEZAS SENTIDAS

 

Desde muy pequeño se entretenía consigo mismo y con todo lo que su imaginación configuraba; se recluía en el rincón más apartado del jardín de su casa o de su entendimiento, y solo y absorto, pasaba mucho tiempo contemplando el trajín de las hormigas, las posibilidades de movimiento del dedo gordo del pie, el crecimiento de las hojas de los árboles o la lenta descomposición de los organismos y de los seres vivos. Le gustaba ver cómo se transformaba todo hasta convertirse en lo que nunca había sido: con una botella rota había tapado el cuerpo inerte de un estornino, y todas las tardes, observaba cómo unas hormigas rojas y ventrudas se lo comían, con parsimonia y pulcritud.

Escuchaba las piedras, las horadaba, las mojaba, las dejaba morir al sol, o las ahogaba en aceite y salfumán. Buscaba en ellas lo que las hacía semejantes a él, a las bestias o al recuerdo, y veía unirse en ellas todos los reinos de la naturaleza, los géneros y las especies, los cambios y las mutaciones. Sentía su silencio como aquella parte de si mismo que siempre había estado callada y que se resistía a ser nombrada como lo son casi todas las cosas. 

Consultaba libros de geología, de botánica y de oceanografía, diccionarios y libros viejos. Pero nada era útil a la disposición de su entendimiento; alguna de las páginas ilustradas de unos tratados antiguos le daba una certeza levísima y remota, como lo que lo había dado la contemplación de la naturaleza cambiante de las cosas; y en los márgenes de las hojas de todos los libros dibujaba formas que nadie había visto nunca, y pájaros, y arborescencias, y ojos que  miraban al vacío, y dedos que exploraban la oscuridad. 

A todo estaba atento: a todo lo vivo y minúsculo, agitado por la vida o sorprendido por la muerte. Y su imaginación construía una cadena infinita de seres, en la que cada escalón era una forma, o una idea, que se alteraba lenta y progresivamente hasta perder los límites y la identidad. Era una sucesión interminable de caracteres que le guiaban hacia una presencia inalterable y huidiza. Y esta, como una gran certeza, parecía contener todo lo que él pudiera ver del mundo y le hiciera pensar. Allí se unía todo: y la menoria y la mirada sabían recogerlo todo con la exacta minuciosidad del hombre de ciencia y la imaginación lejana del augur. Después pensaba que el principio de todo era la confusión de una substancia densa y caótica, y que la realidad no era sino la concreción material y organizada de dicha sustancia, impelida por una rara voluntad o un deseo. 

No esperaba que nada le diera la razón de aquellas certezas que su entendimiento aún no se atrevía a formular, pero que veía crecer ante sus ojos atónitos, y ordenarse y conformarse, siguiendo el orden secreto que les imponía su imaginación. Por eso, las hojas de todos los libros se fueron llenando de dibujos, de anagramas, de signos heráldicos y de emblemas que ocultaban las letras, cada vez más difíciles de leer por la profunda incisión de su trazo. Hasta que todas las hojas quedaron cubiertas por una gasa tupida de grafismos que velaban la impresión de la escritura y su antiguo significado. 

Hubiera podido entregarse a la botánica y a la geología, al efecto que ejercen los astros sobre el oscuro destino de las cosas, tan intensa era su curiosidad por el saber y el mundo. Pero lo que obtenía de aquel conocimiento no se dejaba nombrar, ni ordenar, ni aislar de la misma materia que se había ofrecido al escrutinio de sus ojos, ni del proceso que seguía la mente a través de la contemplación y el acercamiento. Parecía como si sólo los dibujos, los emblemas y las incisiones pudieran recoger aquel saber minucioso, secreto y sin nombre. 

A menudo, el conocimiento secreto y minucioso de las cosas del mundo cubría (como había cubierto los libros) aquel otro, establecido y rutinario, que había elaborado con la ayuda de los sentidos y de la intrépida lógica del entendimiento. Entonces buscaba la clara y exacta correspondencia entre uno y otro, la concordancia perfecta. Pero muchas veces, como si aquellos dos conocimientos hubieran sido escritos por dos manos contrarias y antagónicas y descubiertos por unos ojos que nunca hubieran visto lo mismo, se establecía una lucha de opuestos, un desacuerdo entre lo que él veía y lo que elaboraba su imaginación. Y el deseo de armonizar aquella divergencia le ofrecía una forma de la realidad nunca antes contemplada, una idea del mundo que se confundía con el perfil de su deseo y con la chispa cegadora del afán. 

Entonces todo podía adquirir la misma substancia del deseo. Un deseo que no parecía saciarse con nada, aunque todo parecía concernirle. En un instante, todo podía mostrar su correspondencia, la clara y enigmática señal de que cada cosa concordaba con otra, alejada, enterrada u olvidada, y que solicitaba su búsqueda y su descubrimiento. Se entregó a aquella búsqueda, que también era la del perfil de su deseo, de aquella minúscula certeza que le habían dado los troncos de los árboles, los cristales de la sal, la estructura de los huesos o la superficie agrietada de un cuadro de Kazimir Malevitch o de Antonello da Messina. 

Aquellas certezas eran como la consonancia y el acuerdo entre el deseo y la realidad, la acomodación casi perfecta de la verdad y la idea, y del camino recorrido para comprenderlas y realizarlas. Certezas sentidas como un golpe en la frente. Certezas tan indemostrables como el orden con que las formas del mundo se ofrecieron a los ojos, certezas que muestran cómo los reinos de la naturaleza y la gracia se hicieron inteligibles. Epifanías de la realidad que la liberan y la redimen de su oscuro destino y del olvido. 

Era allí sobre las hojas de los libros, donde acontecía la verdad del mundo de la idea, del caos y del cosmos, de todo y nada: la materia confusa e ininteligible, la masa sin forma de aquella presencia densa que constituye la nada se convertía en forma inteligible, presencia transparente, sentida certeza. 

Y también allí, en el proceso de su configuración, él, Antoni Tàpies, podía vislumbrar las mutaciones y los cambios de lo que permanece para siempre inalterable y que se esconde tras el perfil tembloroso del deseo, inalcanzable. 

Son dieciocho certezas, como podrían ser una infinidad, tan irrealizable es el deseo que las despierta. Certezas sentidas, percibidas en el instante furtivo de la síntesis perfecta y de la más impetuosa contrariedad. Recogidas en el leve instante de su cristalización y de su desvanecimiento, cuando sin dejar de ser lo eran, se convierte en lo que ahora son: residuos sublimes, manoseados y sucios como la visa, por el roce de la existencia; presencias que llegan de la nada, cargadas de indiferencia y de hollín; apariencias al fin, del deseo y de la perplejidad, del temor a convertirse en ellas, y convirtiéndose, como ellas, en materia de la muerte y la resurrección. 

ANTONI MARÍ

Esta exposición a sido posible gracias a la Fundación Antoni Tàpies. Barcelona

   
 

Más información: cultura@uv.es