Como el vinilo.
El vinilo, aunque lo parezca, no es un material. Es un
recuerdo. Pero un recuerdo especialmente relleno de algo
que parecían ranuras, surcos les llamaban, y que siendo
algo puramente material, como un campo arado
concéntricamente, tenía sembradas una sucesión de
sensaciones seguramente inexplicables y, desde luego
invisibles. El milagro de la siembra se producía cuando
empezaba a girar, y de aquellos rincones brotaba una
fruta que, hasta entonces permanecía escondida y sin
germinar esperando la señal acordada. Un simple giro.
Fue, ya ves, el primer transporte de la música, la
primera manera de llevarla de aquí para allá. El primer
soporte que permitió, desde la manivela hasta el más
moderno plato, por la magia de una simple aguja,
convertir un plástico oscuro y redondo en música, la
música en sentimientos y los sentimientos no sé en qué.
Parecía un ojo depositado en una cama circular que
cantaba melodías para acompañar a los solitarios, para
amar a escondidas, para tocar en la penumbra lo más
prohibido; para canturrear imitando ídolos invisibles;
para bailar, undostres, undostres, esos boleros que
hablan y mienten sin descaro erizándonos la piel; para
mirar y descubrir miradas; para deslizar las manos por
una cintura ajena; para mover las caderas impúdicas a un
compás sensual; para apagar la luz y esconder todo; para
revolotear alrrededor de los canapés mirando de reojo,
que no aparezcan mis padres; para romper la siesta de un
vecino, niño, baja un poco el aparatito; para recordar
recuerdos y maldecirlos y volverlos a recordar y
bendecirlos.
Porque ella siempre estaba dentro de una manera
inexplicable. Qué hubiera sido del vinilo sin ella. Y
cuando él giraba, esa era la señal, aparecía y
metiéndose por todos los rincones, nada que ver con el
oído, cualquier rincón era bueno, activaba unos resortes
que ni siquiera sabíamos que existían (o es que sabías
que el pulso se acelera por escuchar Yesterday o El humo
ciega tus ojos?) Ya ves, giraba delante de todos sin
ningún pudor, desnudándose de canciones y canciones,
para que entendiéramos que ella, la música, más que
sonido era movimiento y brotaba del vinilo aparentemente
inerte como los deseos de una vieja lámpara que frotas y
frotas, gira y gira, mientras el genio intenta adivinar
tus preferencias. Un rock, un bolero (cuidado con ellos
que enamoran, advierte el genio), un fox, un chachacha,
una salsa (tan sensual, tan caliente), un son, una samba,
un mambo (con la orquesta de Pérez Prado entre los
dichosos surcos) un swing, un tango (arrebatado con
corte largo en la falda y el muslo al aire), un
pasodoble, un vals (mañana tengo una boda), un merengue,
una bachata (con la cadera arriba y abajo)... todo está
dentro y te sorprende porque tus deseos se cumplen
(cosas del vinilo) y, de pronto, estás apretando tu
mejilla contra la suya y rozando vuestros vientres
mientras el disco, ensartado por el centro, gira
dejándose escarbar entre sus secretos por la aguja
mágica que transforma nada en todo, materia en
sentimientos, vinilo en música.
Por eso, cuando se despide, devorado por el tiempo y eso
que llamamos progreso, y se ve sustituido por mecanismos
que rompen el viejo rito del pulso cuidadoso cuando
ponías el disco, del paño que acaricia para quitar el
polvo, del cuidado no se raye, del pon sólo la segunda
canción, de palabras que ya no son (single, long play,
45 rpm...) ese personaje, compañero de vida, necesitaba
un homenaje que sólo podía darle el mundo del arte, de
las gentes que han compartido tiempo con él (querido
vinilo) y quieren inmortalizarlo un poco más en sus
humildes obras como representación de un objeto que nos
ayudó a vivir.
A ellos, en el fondo, les gustaría ser como el vinilo, y
tener en sus entrañas grabadas todas las músicas que han
acompañado sus vidas dispares. Por eso se juntan,
dibujan, esculpen, pintan, fotografían y luego lo
enseñan al mundo para que mire, para que mire.
Rafael Rivera |