h u m a n i d a d e s
HISTORIAS DE MECENAS
José Miguel Borja

Los enciclopedistas, que lo saben todo, nos cuentan que el nombre de mecenas se lo debemos a Cayo Cilnio Mecenas, favorito del emperador Augusto amigo de artistas y protector de las Bellas Artes. Un título -el de mecenas- que ya ostentaba -seguramente con otro nombre- el rey Snefru de la IV Dinastía (Menfítica) 4700 años a.C. cuando la producción artística de relieves, esculturas y pinturas adquiere en Egipto un esplendor hasta entonces desconocido por la perfección de las formas y la calidad de los colores. Contagiados por la belleza del arte y lo poco que costaba pagar al artista, los reyes de las siguientes dinastías egipcias y sirios, persas, griegos y romanos, hacen de mecenas sin saberlo, hasta que con la caída del Imperio Romano se apaga la luz y sobreviene un largo período de tinieblas que concluye con la llegada del Renacimiento, cuando el final del oscurantismo escolástico y el glorioso despertar de todas las formas del pensamiento, propician que la creatividad de los artistas irrumpa con fuerza inusitada para que la exaltación del cuerpo humano alcance su máxima gloria. Entonces eclosiona la belleza con toda su grandiosidad y los artistas y sus obras comienzan a ponerse de moda. Mientras tanto, los poderosos, apercibidos por sus consejeros áulicos de la importancia de lo que está sucediendo, descubren que es de buen tono cubrirse las verguenzas del poder con el manto amable del arte y la cultura. Desde aquel momento se inicia la caza de los artistas. Medicis, Orssinis, Colonnas y otros poderosos europeos se disputan a escritores, pintores y escultores para presumir de mecenas, y además como quien no quiere la cosa, llenan sus palacios de obras excepcionales, vislumbrando que con el paso del tiempo serán tesoros de extraordinario valor.

También la Iglesia se convierte en mecenas, pero en su mecenazgo juega la baza sutil de: "Por el amor de Dios" o "Por el amor a Dios" y, prometiendo cielos y paraísos, en la otra vida, logra que pintores y escultores, desde Miguel Ángel hasta Rafael, pasando por Boticelli, Durero, Bruneleschi y Leonardo, se interesen por el arte religioso.

Y de este modo, inspirándose en los Evangelios, llenarán las iglesias y las catedrales con legiones de santos, ángeles, vírgenes y cristos los tesoros del arte- a cambio de bendiciones y "Dios se lo pague".

Pero tampoco fuera de la Iglesia el arte estuvo tratado con esplendidez, y el artista quedaba siempre relegado a un segundo plano, a un servidor más de la corte palatina cuyos personajes y fastos inmortalizaban los Pinturichio, Caravagio y Bellinis de turno en sus lienzos o en los mármoles de Cárrara. Se cuenta, corroborando la tacañería de algunos mecenas, que el Duque de Mantua encargó la decoración de su extraordinario palacio de Monteflorite a Jacomo della Quercia y a Verachio, y dado que los pintores comían en palacio para aprovechar las horas de luz, al llegar el momento de pagarles, les descontó el 30% de lo acordado, por gastos de la comida del mediodía durante el tiempo que duraron las obras.

Explica el Conde Alfred de Vigny en su obra Servitude et Grandeur de les Arts, que debe establecerse una diferencia fundamental entre los mecenas puramente altruistas -especie que se puede contar con los dedos de la mano-, y aquellos que ejercen el mecenazgo a cambio de beneficios económicos o de prestigio, pues no cabe ninguna duda que para cualquier poderoso constituye un timbre de gloria y orgullo el ser calificado de mecenas.

Es conocida también la historia de un curioso personaje inglés que llegó a convertirse en famoso mecenas buscando beneficios personales de índole privada. Se trata de Sir Percival Hobs, Lord del Sello Real y fundador de la célebre Hobs-Tate Gallery, que a finales del siglo XVIII, según cuenta en sus memorias su propia esposa la Condesa Mathieu de Noailles en Les Eblouissements, fue el ejemplo perfecto de mecenas a cambio de favores sexuales. Modalidad ésta que tuvo su momento de auge en Atenas, durante el siglo IV a.C., bajo la advocación del Dios Priano.

A esta relación tormentosa de amor-odio entre los mecenas y los artistas, vino a poner fin el gobierno de los Estados Unidos en 1924 con la famosa ley Babcock-Wilcock que regula por primera vez las deducciones de impuestos a las grandes sociedades que creen fundaciones de carácter artístico sin ánimo de lucro. Muy pronto algunos países europeos incorporaron también a sus sistemas legislativos esta figura de mecenazgo versus impuestos por medio de la desgravación fiscal. De este modo, los consejos de administración de las grandes empresas se convierten en los grandes mecenas de la actualidad. Hoy, cuando los nobles sin poder y sin dinero tienen que vender sus títulos para una marca de vino, los nuevos mecenas son el Marqués de Telefónica, el Duque de BCH, el Barón de Petronor o el Conde de El Corte Inglés.

Como es lógico, el gran capital y la gran banca apuestan por artistas -valores- consolidados, mientras la inmensa mayoría de pintores, escultores y escritores ven pasar el AVE del mecenazgo con la amarga certeza de que nunca se detendrá en su puerta, y revestidos de santa resignación esperan que les llegue el milagro de un premio en metálico de la mano de un ayuntamiento o una diputación.

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