Antonio
Oliver
igur@ctv.es
Esta declaración que puede consultarse en www.whitehouse.gov evidencia que cualquier debate sobre el derecho de injerencia debe empezar por reconocer que sólo la exigencia de sumisión del gobierno de los Estados Unidos al Derecho Internacional hace posible dar un contenido real a una cuestión crucial para el futuro del planeta. Esta exigencia no se ha cumplido en Yugoeslavia y supone un lastre considerable para presentar a los ciudadanos que dice defender , una Alianza que debiera haber cumplido su quincuagésimo aniversario mostrándose ante el mundo como el adalid máximo de la legalidad internacional, en vez de haberla conculcado con una desafortunada política de hechos consumados, que en nada puede beneficiar la pretensión clintoniana de ejercer al menos éste liderazgo moral para pasar honrosamente a los anales presidenciales de la nación más poderosa del mundo. Comulgar con ruedas de molino
La paz perpetua
La instauración de un monopolio de la violencia tan efectivo
e indiscutible como el que habitualmente ejercen los estados en el marco
de su soberanía se convirtió desde entonces en el punto de
partida indiscutible para conseguir una paz definitiva.
El otro eje del debate sobre la posibilidad de avanzar en la aplicación del derecho de injerencia desde la comunidad internacional a los países que padezcan tiranía, persecución o genocidio estriba precisamente en la patética necesidad de distinguir entre éste y la simple limpieza étnica, el pogromo o la mera persecución. Los efectos de la distinción del horror no pueden constituir
la base de la legitimidad de una intervención armada
En consecuencia, una Comunidad Internacional legalmente constituida debiera tener un marco jurídico que tuviera las sucesivas declaraciones de Derechos Humanos como una de sus fuentes, en la misma medida que nuestro ordenamiento jurídico bebe del derecho romano o del napoleónico pero también de la costumbre. En efecto, la aplicación automática del universalismo jurídico a la hora de justificar intervenciones, cualquiera que sea su grado de violencia no es la mejor vía para lograr la ansiada paz perpetua entre naciones y estados. El debates sobre el derecho de injerencia no oculta el verdadero problema que no es tanto la primacía de ciertos valores que Occidente gusta decir que comparte, cuanto el ordenamiento de intereses geoestratégicos y económicos desde una perspectiva ilustrada y planetaria A pesar de las profecías de Huntington sobre el choque de Occidente con las civilizaciones que no observen, desde su tradición religiosa y cultural el mismo aprecio por los derechos humanos que decimos mantener aquí, han pasado diez años desde Tiananmen y como dicen los adversarios de cualquier intervención en Kosovo, como argumento definitivo, no se ha intervenido en China ni en Turquía ni en Tíbet ni Indonesía. Si animamos a la intervención debemos garantizar que los valores que a nosotros nos emocionan aquí y por los que sin embargo no estamos dispuestos a hacer el más mínimo sacrificio defendiéndolos con las armas van a ser percibidos con algún contenido por países que hasta el momento se consideran indiferentes o damnificados por los universales derechos humanos que debieran aprestarse a gozar sin importar el precio de vidas y haciendas que se les requiera para alcanzar una forma perfeccionada de convivencia social . Falta un principio para legitimar el derecho de injerencia
El correlato inverso que se extrae de la expresión de este principio no resulta tan inmediatamente comprensible, pues limita las posibilidades de injerencia a la generación de un plan capaz de obtener recursos que mejoren la existencia de la población civil sobre la que se va a intervenir inevitablemente. Las consecuencias prácticas, como la adhesión de la población civil a los valores democráticos asociados a una relativa prosperidad, el descrédito de los nacionalismos belicistas y la compensación posible a esta población civil por el inevitable sufrimiento que provoca una intervención armada por legítima que sea no son, siendo importantes, los beneficios más deseables que se obtienen al dotar a este requisito de rango de principio insoslayable para la intervención. Reconocer que la Comunidad Internacional puede pasar por encima de los estados con una intención declaradamente benévola, significa algo más que la creación de un Plan Marshall posterior o una buena organización de las ayudas para que las empresas de cada país “justo” se beneficien de los fondos aplicados en la reconstrucción. Significa reconocer, simplemente, que cuando la Comunidad Internacional ejerce el derecho de injerencia, lo hace en nombre del Derecho y que éste no está siempre de lado de los valores e intereses de William Jefferson Clinton, si no de sus víctimas y de todas las víctimas. (1)Michel T .Klare en Le Monde diplomatique,Ed española. Mayo del 99 |
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