h u m a n i d a d e s 

NECESITAMOS UN DERECHO DE INJERENCIA QUE PUEDA SER APLAUDIDO POR LAS VICTIMAS
Antonio Oliver
igur@ctv.es
Es fácil decir que no nos preocupamos de quien vive en  tal o cual valle de Bosnia, es propietario de tal  parte de la selva del cuerno de África o de una parcela de tierra árida en el Jordán. Pero lo que cuenta para nosotros no es que estos países estén alejados o sean minúsculos o su nombre parezca difícil pronunciarse. La cuestión que debemos plantearnos es la de conocer las consecuencias que puede tener para nuestra seguridad el hecho de dejar que los conflictos se envenenen  o propaguen. No podemos, no debemos hacer de todo y en  todas partes. Pero cuando están en juego nuestros intereses y valores y cuando podemos actuar, debemos estar preparados para ello.

San.Francisco 26 Febrero de1999 (1) William Jefferson Clinton

Esta declaración que puede consultarse en www.whitehouse.gov evidencia que cualquier debate sobre el derecho de injerencia debe empezar por reconocer que sólo la exigencia de sumisión del gobierno de los Estados Unidos al Derecho Internacional hace posible dar un contenido real a una cuestión crucial para el futuro del planeta.

Esta exigencia no se ha cumplido en Yugoeslavia y supone un lastre considerable para presentar a los ciudadanos que dice defender , una Alianza que debiera haber cumplido su quincuagésimo aniversario mostrándose ante el mundo como el adalid máximo de la legalidad internacional, en vez de haberla conculcado con una desafortunada política de hechos consumados, que en nada puede beneficiar la pretensión clintoniana de ejercer al menos éste liderazgo moral para pasar honrosamente a los anales presidenciales de la nación más poderosa del mundo.

Comulgar con ruedas de molino
Las acciones de la Alianza sobre la población civil de Yugoeslavia convierten en acto de fe evitar la inmediata equiparación con el enemigo a batir, al menos en lo que al respeto de los tratados internacionales se refiere. Ya lamentamos que para algunos, ante este comulgar con ruedas de molino no cabe más que un escepticismo conservador a la francesa: no cedamos un ápice más de nuestra soberanía nacional ni siquiera a una política exterior común que va a limitar el papel de Europa como cancerbero del Imperio de las puerta de Asia, merecido papel para una potencia que renuncia a jugar el suyo. 

La paz perpetua
El establecimiento de una limitación a la soberanía de los estados que Occidente arrastra al menos desde los planes kantianos para la paz perpetua e incluso antes si se tiene en cuenta a Suárez quizás a Grocio. Todos ellos entendieron que de la misma forma que cierta limitación de la soberanía del individuo para consigo lograba detener el estado de “omne bella contra omnes” la misma operación podía llevarse acabo con éxito para evitar el denostado estado de naturaleza caracterizado por la guerra de todos contra todos, en este caso entre poderes que se quieren independientes e ilimitados.

La instauración de un monopolio de la violencia tan efectivo e indiscutible como el que habitualmente ejercen los estados en el marco de su soberanía se convirtió desde entonces en el punto de partida indiscutible para conseguir una paz definitiva.
El debate debiera centrarse pues en las condiciones políticas y diplomáticas que la comunidad internacional debe perseguir para que la primera potencia mundial ceda antes que las potencias que le secundan la parte de soberanía indispensable para asegurar que sus intervenciones en cualquier parte del mundo se hacen en nombre de los valores e intereses de la Comunidad Internacional y no sólo para favorecer los propios de las elites norteamericanas.

El otro eje del debate sobre la posibilidad de avanzar en la aplicación del derecho de injerencia desde la comunidad internacional a los países que padezcan tiranía, persecución o genocidio estriba precisamente en la patética necesidad de distinguir entre éste y la simple limpieza étnica, el pogromo o la mera persecución.

Los efectos de la distinción del horror no pueden constituir la base de la legitimidad de una intervención armada
En la misma medida que existen delitos que repugnan a cualquier ser humano, que no significan un atentado contra el derecho a la vida y sí contra ese otro derecho que desde los inicios de la existencia de la ley ha competido con honor en el aprecio de los hombres, como es el derecho a la libertad en cualquiera de sus maneras de ejercerla.

En consecuencia, una Comunidad Internacional legalmente constituida debiera tener un marco jurídico que tuviera las sucesivas declaraciones de Derechos Humanos como una de sus fuentes, en la misma medida que nuestro ordenamiento jurídico bebe del derecho romano o del napoleónico pero también de la costumbre. En efecto, la aplicación automática del universalismo jurídico a la hora de justificar intervenciones, cualquiera que sea su grado de violencia no es la mejor vía para lograr la ansiada paz perpetua entre naciones y estados.

El debates sobre el derecho de injerencia no oculta el verdadero problema que no es tanto la primacía de ciertos valores que Occidente gusta decir que comparte, cuanto el ordenamiento de intereses geoestratégicos y económicos desde una perspectiva ilustrada y planetaria

A pesar de las profecías de Huntington sobre el choque de Occidente con las civilizaciones que no observen, desde su tradición religiosa y cultural el mismo aprecio por los derechos humanos que decimos mantener aquí, han pasado diez años desde Tiananmen y como dicen los adversarios de cualquier intervención en Kosovo, como argumento definitivo, no se ha intervenido en China ni en Turquía ni en Tíbet ni Indonesía.

Si animamos a la intervención debemos garantizar que los valores que a nosotros nos emocionan aquí y por los que sin embargo no estamos dispuestos a hacer el más mínimo sacrificio defendiéndolos con las armas van a ser percibidos con algún contenido por países que hasta el momento se consideran indiferentes o damnificados por los universales derechos humanos que debieran aprestarse a gozar sin importar el precio de vidas y haciendas que se les requiera para alcanzar una forma perfeccionada de convivencia social .

Falta un principio para legitimar el derecho de injerencia
Por ello, es necesario al menos un criterio adicional para hablar de la constitución del derecho de injerencia y tiene que ver precisamente con el reparto del precio a pagar por la defensa del “statu quo” que la Comunidad Internacional dice defender.
El punto de partida del reconocimiento del injusto reparto asimétrico de los bienes, jurídicos y de los otros, en un mundo desgarrado por las desigualdades abismales entre iguales debe hacerse explícito cada vez que se hable de intervención para exigir que, de hacerse, se realice en términos de aportar mejoras relativas de la situación de la población civil, parecido al “Principio Benéfico de Intervención“ cuya formulación más directa podría ser “Deponemos al tirano y detenemos la masacre, pero tened por seguro que, a la vez que pensábamos en la mejor estrategia para hacerlo, trabajábamos en planes que van a mejorar vuestra situación sustancialmente”.

El correlato inverso que se extrae de la expresión de este principio no resulta tan inmediatamente comprensible, pues limita las posibilidades de injerencia a la generación de un plan capaz de obtener recursos que mejoren la existencia de la población civil sobre la que se va a intervenir inevitablemente.

Las consecuencias prácticas, como la adhesión de la población civil a los valores democráticos asociados a una relativa prosperidad, el descrédito de los nacionalismos belicistas y la compensación posible a esta población civil por el inevitable sufrimiento que provoca una intervención armada por legítima que sea no son, siendo importantes, los beneficios más deseables que se obtienen al dotar a este requisito de rango de principio insoslayable para la intervención.

Reconocer que la Comunidad Internacional puede pasar por encima de los estados con una intención declaradamente benévola, significa algo más que la creación de un Plan Marshall posterior o una buena organización de las ayudas para que las empresas de cada país “justo” se beneficien de los fondos aplicados en la reconstrucción.

Significa reconocer, simplemente, que cuando la Comunidad Internacional ejerce el derecho de injerencia, lo hace en nombre del Derecho y que éste no está siempre de lado de los valores e intereses de William Jefferson Clinton, si no de sus víctimas y de todas las víctimas. 

(1)Michel T .Klare en Le Monde diplomatique,Ed española. Mayo del 99

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