h u m a n i d a d e s
![]() La cultura como industria y como consumo |
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Desde que la industria del entretenimiento de base americana comenzó a dominar los tiempos de ocio del mundo contemporáneo, la idea tradicional de cultura dejó de tener vigencia social. Porque, para el pensamiento ilustrado representado en los diccionarios y enciclopedias al uso la cultura es principalmente, el proceso de mejoramiento de la actividad intelectual y estética de los ciudadanos, su progresiva elevación a los niveles protagonizados por las élites de cada época. Paralelamente existe un concepto de cultura como la suma de costumbres y tradiciones, de cada país y pueblo. Ésta era, en último término, la distinción entre alta cultura y cultura popular cuya dialéctica ha sido analizada cuando no controvertida y, en ocasiones, manipulada, por ideologías como el nacionalismo o confesiones religiosas, como, en nuestro caso, la Iglesia católica. Pero todo aquel modelo ha quedado superado por la presión radical
de la industria del entretenimiento coetánea de la división
contemporánea, propia de la sociedad industrial y urbana, entre
tiempos de labor y tiempos de ocio. La división existió siempre,
pero en la civilización preferentemente agrícola, las actividades
no laborales, las fiestas, tenían más que ver con la celebración
preferentemente religiosa de los ritos y mitos agrícolas que con
el cultivo de las ocupaciones más espontáneas de tiempo libre.
La industrialización y la urbanización sentaron las bases
para una organización del trabajo que preveía unos descansos,
negociados entre empresarios y trabajadores, reglamentados por las autoridades
en los que la mayoría de la gente encontraba un espacio para esa
mezcla de descanso y actividades voluntarias que pronto se convertiría
en presa de la industria del entretenimiento. Lo peculiar de la situación
actual es que esa industria está dominada por la televisión
que no solamente ocupa la parte sustancial del tiempo de ocio sino que
se proyecta sobre las demás actividades culturales influyéndolas,
condicionándolas y, en algún caso, suprimiéndolas.
Los españoles vemos tres horas de televisión al día como término medio y algunos no tienen otro entretenimiento. En la sociología de la pobreza se insiste en que ver televisión es patrimonio de los que no tienen medios para hacer otra cosa. El "póster" preferido del feminismo revolucionario norteamericano de los años sesenta era la imagen de una joven negra que daba de mamar a un niño mientras veía la televisión sentada en el suelo de una habitación sin muebles, con la ventana rota. En la recesión económica ver televisión es caso lo único que está al alcance de todos y quizás por ello la industria del medio está forzando su dependencia del producto más bajo, del mínimo común denominador estético que es el que, llegando a todos, garantiza la mayor cobertura publicitaria. Antes, por la pequeña pantalla, salían más programas culturales, documentales, informativos históricos, etc. Hoy cuando, paradójicamente, tenemos más cadenas, hay menos cultura, más entretenimiento y más basura. En este marco se produce otra de las batallas culturales de la época, la discusión sobre si los medios de masa deben sólo entretener y dejar a la prensa, al teatro, a los museos y a las salas de conferencias y conciertos la ilustración o valdría la pena que por lo menos los medios públicos no dependieran tanto de los gustos más elementales de la clientela y se dedicaran más a formarla, a instruirla, en el viejo sentido de la palabra cultura. Pero al menos mientras continúe la recesión y no haya facilidades presupuestarias para los medios públicos, éstos se verán impelidos a buscar publicidad comercial y a garantizar a los publicitarios una audiencia tan numerosa como sea posible, es decir, se seguirán pareciendo a los privados. El otro gran tema de esta industria predominante en la cultura popular es su influencia sobre el comportamiento, especialmente de los niños. La discusión está lejos de haber sido zanjada. Hay quien sostiene que la violencia en televisión no incita a la violencia real, que más bien sirve para descargarla y que es la vida misma la que es violenta. Otros apuestan por limpiar los programas más accesibles a la infancia de circunstancias violentas, obscenas o que presenten al vicio y a la virtud de forma poco pedagógica. En la medida en que los niños, y no solamente éstos, aprendan a ver televisión como aprendimos a leer cuentos, a ver películas, a leer novelas, es decir, sabiendo que es ficción, la cuestión es de grado, de matiz. Pero, para mucha gente, y no solamente la más ignorante, lo que sale del receptor, como lo que se oye en la radio o se lee en la prensa es poco menos que artículo de fé. Esto se arregla fomentando el espíritu crítico, tomando distancia del mensaje, algo que requiere una buena educación en la libertad, algo que la tradición de nuestra agencia tradicional de información y adoctrinamiento, es decir la Iglesia católica, no cultivaba demasiado. La indoctrinación del pueblo en una cultura autoritaria es tan perjudicial como la anomía y los españoles, que hemos pasado de un extremo al otro en poco tiempo, necesitamos ayudar a las nuevas generaciones a ser, también en asuntos culturales, a la vez más libres y más responsables. Un efecto indudable de la televisión es privilegiar la cultura
audiovisual. La gente lee poco y, en general, hace pocas cosas por sí
mismos. Se ha reprochado a las nuevas costumbres el que los españoles
estemos perdiendo las tradiciones musicales, corales, artísticas
al ritmo de nuestra inmersión pasiva en la televisión. Sin
embargo, los jóvenes y, sobre todo, las jóvenes presentan
hoy una buena proporción de creadores, de artistas, de literatos.
Y aunque se lea poco, se escribe mucho. España disputa a Francia
el número de libros publicados cada año y ya entre los best-sellers
del mercado castizo hay tantos autores nacionales como extranjeros, quebrándose
una tendencia hasta ahora existente. Lo que sí parece innegable
es que los estudiantes de hoy son menos letrados que sus padres, que llegan
al Universidad con carencias básicas de lengua e información.
Esto puede ser atribuido a la ley de los grandes números, a la organización
de la enseñanza, pero también a la cultura social dominante.
El teléfono está sustituyendo a la escritura como medio de
comunicación a distancia, hoy hace falta escribir menos que antes
para deambular por las diversas burocracias y el arte de la conversación,
propio por otra parte de una sociedad más pobre, con más
tiempo libre, no se desarrolla tanto entre los jóvenes. Antes, la
socialización en la clase media incluía la corrección
en el hablar.
Como contrapartida, la cultura física, especialmente la competitiva
haya mejorado y el reto de las Olimpiadas del 92 ha llegado a los colegios,
a los Institutos motivando el que los presupuestos municipales y nacionales
incluyan partidas para fomentar el deporte y los niños aprendan
hábitos más sanos, incluyendo la abstención de fumar
o de beber, siquiera sea por estar en forma.
La cultura no podía estar ausente en el nuevo mapa de la organización
política española. Los nacionalismos regionales, unos más
que otros, están tratando de proteger la lengua, la cultura propias
y a veces ello se produce en un antagonismo frontal con el centralismo
españolista. La historia, sobre todo la más reciente, cargó
de acritud esta confrontación que algunos alimentan por razones
ajenas a la cultura. Son éstos tiempos de búsqueda de identidad
no solamente en la Península Ibérica, especialmente cuando
la globalidad del planeta y sus corolarios uniformistas están imponiendo
lo común sobre lo particular.
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