h u m a n i d a d e s
Alberto Moncada
La cultura como industria
y como consumo

Desde que la industria del entretenimiento de base americana comenzó a dominar los tiempos de ocio del mundo contemporáneo, la idea tradicional de cultura dejó de tener vigencia social. Porque, para el pensamiento ilustrado representado en los diccionarios y enciclopedias al uso la cultura es principalmente, el proceso de mejoramiento de la actividad intelectual y estética de los ciudadanos, su progresiva elevación a los niveles protagonizados por las élites de cada época. Paralelamente existe un concepto de cultura como la suma de costumbres y tradiciones, de cada país y pueblo. Ésta era, en último término, la distinción entre alta cultura y cultura popular cuya dialéctica ha sido analizada cuando no controvertida y, en ocasiones, manipulada, por ideologías como el nacionalismo o confesiones religiosas, como, en nuestro caso, la Iglesia católica.

Pero todo aquel modelo ha quedado superado por la presión radical de la industria del entretenimiento coetánea de la división contemporánea, propia de la sociedad industrial y urbana, entre tiempos de labor y tiempos de ocio. La división existió siempre, pero en la civilización preferentemente agrícola, las actividades no laborales, las fiestas, tenían más que ver con la celebración preferentemente religiosa de los ritos y mitos agrícolas que con el cultivo de las ocupaciones más espontáneas de tiempo libre. La industrialización y la urbanización sentaron las bases para una organización del trabajo que preveía unos descansos, negociados entre empresarios y trabajadores, reglamentados por las autoridades en los que la mayoría de la gente encontraba un espacio para esa mezcla de descanso y actividades voluntarias que pronto se convertiría en presa de la industria del entretenimiento. Lo peculiar de la situación actual es que esa industria está dominada por la televisión que no solamente ocupa la parte sustancial del tiempo de ocio sino que se proyecta sobre las demás actividades culturales influyéndolas, condicionándolas y, en algún caso, suprimiéndolas.
Por ejemplo, una cosa que la gente hace cada vez menos es pasear por la ciudad, el gran entretenimiento de la primera burguesía urbana, aquella ocupación vespertina y dominical en pueblos y ciudades donde se anudaban amistades, se cortejaba y, de paso se hacía ejercicio físico. La arquitectura de los soportales, de las plazas, la mezcla de edificios civiles y eclesiásticos de la época favorecían una cultura de la reunión al aire libre que se solapaba con aquellas otras reuniónes cerradas bien en tertulias caseras bien en actividades públicas de carácter cultural, social o mixto de ambas. Hoy las ciudades no hacen grato el paseo. Entre la especulación urbana que ha roto o ha alejado los espacios comunes y los coches, que añaden a su omnipresencia la tan temida contaminación quedan pocos sitios por los que pasear y donde los hay, la emigración se ha llevado a la mayoría de los paseantes. El teatro, en sus diversas versiones, ha experimentado también una modificación. Sigue habiendo, especialmente en las grandes ciudades, locales donde se dan funciones casi todo el año y otros donde se ofrecen conciertos. Pero se hace necesaria la protección oficial para las funciones más serias, protección que deben compartir con actividades más populares. Porque desde que se instauró la democracia, los Ayuntamientos, muchos en manos de partidos de izquierda, han dado al pueblo lo que éste pide y el pueblo ha hablado con frecuencia por boca de los jóvenes aficionados al rock y, en general, a las artes menos castizas. Una buena parte de la "movida" española se expresa en inglés. A la crisis del teatro se ha unido últimamente la de las salas de cine que surgen el embate del cine en casa. La industria cinematográfica nacional está dando varias batallas, la mas importante de las cuáles es su alineación con sus afines europeas contra la poderosa industria norteamericana. 
En las conversaciones sobre el GATT los europeos pretenden proteger su producción y obligar a que el mercado norteamericano se les abra más de lo que está. Aparte de las cuestiones propiamente comerciales, esa batalla lo es también, o al menos así lo ven algunos, como una pretensión de defender identidades nacionales, definir culturas propias, cuestiones donde se dan cita todos los juicios y prejuicios existentes al respecto. La pretensión de que el cine, la televisión reflejen la historia y la realidad propias choca contra la globalidad de la aldea planetaria, contra esa cultura común que, por ahora, tiene su asiento y su inspiración en Norteamérica. La industria de la ficción de aquel país ha logrado crear un esquema de situaciones y de personajes, generalmente basado en lo que su clase media es o aspira a ser y en las fantasías con las que se entretiene. Ese producto se convirtió, a partir de la segunda guerra mundial, en parte de la ideología con la que el Imperio americano influía sobre los países de su órbita y hoy en que el otro Impero se ha resquebrajado, también sobre el resto del mundo. La habilidad de los agentes comerciales, las ventajas añadidas de una explotación mundial de sus exportaciones se combinan con el atractivo de éstas para hacer difícil que los consumidores de España, de Francia, de Italia prefieran el producto propio o lo prefieran siempre. Ocho de cada diez películas y series de televisión que contemplamos en las salas y cadenas españolas son de origen norteamericano y el estilo, los argumentos y hasta los motivos de los autores y realizadores locales se inspiran frecuentemente en los americanos.

Los españoles vemos tres horas de televisión al día como término medio y algunos no tienen otro entretenimiento. En la sociología de la pobreza se insiste en que ver televisión es patrimonio de los que no tienen medios para hacer otra cosa. El "póster" preferido del feminismo revolucionario norteamericano de los años sesenta era la imagen de una joven negra que daba de mamar a un niño mientras veía la televisión sentada en el suelo de una habitación sin muebles, con la ventana rota. En la recesión económica ver televisión es caso lo único que está al alcance de todos y quizás por ello la industria del medio está forzando su dependencia del producto más bajo, del mínimo común denominador estético que es el que, llegando a todos, garantiza la mayor cobertura publicitaria. Antes, por la pequeña pantalla, salían más programas culturales, documentales, informativos históricos, etc. Hoy cuando, paradójicamente, tenemos más cadenas, hay menos cultura, más entretenimiento y más basura. En este marco se produce otra de las batallas culturales de la época, la discusión sobre si los medios de masa deben sólo entretener y dejar a la prensa, al teatro, a los museos y a las salas de conferencias y conciertos la ilustración o valdría la pena que por lo menos los medios públicos no dependieran tanto de los gustos más elementales de la clientela y se dedicaran más a formarla, a instruirla, en el viejo sentido de la palabra cultura. Pero al menos mientras continúe la recesión y no haya facilidades presupuestarias para los medios públicos, éstos se verán impelidos a buscar publicidad comercial y a garantizar a los publicitarios una audiencia tan numerosa como sea posible, es decir, se seguirán pareciendo a los privados.

El otro gran tema de esta industria predominante en la cultura popular es su influencia sobre el comportamiento, especialmente de los niños. La discusión está lejos de haber sido zanjada. Hay quien sostiene que la violencia en televisión no incita a la violencia real, que más bien sirve para descargarla y que es la vida misma la que es violenta. Otros apuestan por limpiar los programas más accesibles a la infancia de circunstancias violentas, obscenas o que presenten al vicio y a la virtud de forma poco pedagógica. En la medida en que los niños, y no solamente éstos, aprendan a ver televisión como aprendimos a leer cuentos, a ver películas, a leer novelas, es decir, sabiendo que es ficción, la cuestión es de grado, de matiz. Pero, para mucha gente, y no solamente la más ignorante, lo que sale del receptor, como lo que se oye en la radio o se lee en la prensa es poco menos que artículo de fé. Esto se arregla fomentando el espíritu crítico, tomando distancia del mensaje, algo que requiere una buena educación en la libertad, algo que la tradición de nuestra agencia tradicional de información y adoctrinamiento, es decir la Iglesia católica, no cultivaba demasiado. La indoctrinación del pueblo en una cultura autoritaria es tan perjudicial como la anomía y los españoles, que hemos pasado de un extremo al otro en poco tiempo, necesitamos ayudar a las nuevas generaciones a ser, también en asuntos culturales, a la vez más libres y más responsables.

Un efecto indudable de la televisión es privilegiar la cultura audiovisual. La gente lee poco y, en general, hace pocas cosas por sí mismos. Se ha reprochado a las nuevas costumbres el que los españoles estemos perdiendo las tradiciones musicales, corales, artísticas al ritmo de nuestra inmersión pasiva en la televisión. Sin embargo, los jóvenes y, sobre todo, las jóvenes presentan hoy una buena proporción de creadores, de artistas, de literatos. Y aunque se lea poco, se escribe mucho. España disputa a Francia el número de libros publicados cada año y ya entre los best-sellers del mercado castizo hay tantos autores nacionales como extranjeros, quebrándose una tendencia hasta ahora existente. Lo que sí parece innegable es que los estudiantes de hoy son menos letrados que sus padres, que llegan al Universidad con carencias básicas de lengua e información. Esto puede ser atribuido a la ley de los grandes números, a la organización de la enseñanza, pero también a la cultura social dominante. El teléfono está sustituyendo a la escritura como medio de comunicación a distancia, hoy hace falta escribir menos que antes para deambular por las diversas burocracias y el arte de la conversación, propio por otra parte de una sociedad más pobre, con más tiempo libre, no se desarrolla tanto entre los jóvenes. Antes, la socialización en la clase media incluía la corrección en el hablar. 
Hoy ni la familia ni la escuela ni mucho menos la televisión favorecen la precisión gramatical y al calor de la americanización cultural y la preponderancia de lo audiovisual, muchas conversaciones de los jóvenes son casi arcanas para sus mayores. El culto al presente, a la gratificación instantánea están, por otra parte, rompiendo los esquemas culturales anteriores.

Como contrapartida, la cultura física, especialmente la competitiva haya mejorado y el reto de las Olimpiadas del 92 ha llegado a los colegios, a los Institutos motivando el que los presupuestos municipales y nacionales incluyan partidas para fomentar el deporte y los niños aprendan hábitos más sanos, incluyendo la abstención de fumar o de beber, siquiera sea por estar en forma.
A falta de cultura popular tradicional, la pequeña pantalla ha tenido la virtud de alegrar la vida rural, de aminorar el tedio de la tercera edad. Pero aún hay más. El alargamiento de la vida en buenas condiciones opera la transformación de los jubilados en consumidores de cultura y los museos, las salas de concierto están haciendo de mayores lo que no pudieron hacer de jóvenes.

La cultura no podía estar ausente en el nuevo mapa de la organización política española. Los nacionalismos regionales, unos más que otros, están tratando de proteger la lengua, la cultura propias y a veces ello se produce en un antagonismo frontal con el centralismo españolista. La historia, sobre todo la más reciente, cargó de acritud esta confrontación que algunos alimentan por razones ajenas a la cultura. Son éstos tiempos de búsqueda de identidad no solamente en la Península Ibérica, especialmente cuando la globalidad del planeta y sus corolarios uniformistas están imponiendo lo común sobre lo particular. 
Sin embargo, al menos en la vida cultural la variedad es riqueza y a la hora de combinar la necesidad de pertenecer con la de autoafirmarnos individualmente, es muy conveniente reposar sobre una patria chica que nos alivie de las contiendas más universales.

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