m o n o g r á f i c o e s c e n a

Juan Barcala

GOD-ART


"Yo no destruyo absolutamente nada. O, dicho de otra forma, sólo destruyo una cierta idea de la imagen, una cierta manera de concebir lo que ésta debe ser. Pero nunca he pensado en esto en términos de destrucción".
  Jean-Luc Godard
Cahiers du Cinema, núm. 194

Primeros pasos.
Coger el celuloide y estrujarlo hasta que la imagen expresa un dolor físico. Vestirlo con un traje de niña de colores vergonzosos —azul, blanco o rojo. Quemar y hacer una reproducción de un cuadro de Picasso o de Renoir con las cenizas. Deconstruir. Fragmentar. Matar. Olvidar. El modo de ser idílico del arte: la re-acción. "El arte es libre, desvergonzado, irresponsable y, como ya he dicho: el movimiento es intenso, casi febril, parece, creo, una piel de serpiente llena de hormigas. La serpiente lleva ya mucho tiempo muerta, devorada, desposeída de su veneno, pero la piel se mueve, llena de vida bullente" . El arte, como un condenado a muerte al que nunca le llega la hora. No es, pues, destrucción lo que dicta su esencia, no. Sino su continua provocación, su continua puesta en cuestión, amenazando y obligando al suicidio si es necesario. El artesano —no hablemos jamás del artista— debe practicar en todo momento el terrorismo: secuestrar al arte para, en el último momento, dejar que se mueva, libremente, en paz.
 

Cuando se fueron todos, yo
me quedé a solas con mi alma

Ensayando una idea. 
La explicación a todo esto la tenemos en esa extraña capacidad que comparte el arte con el lenguaje de ser, al mismo tiempo, subjetivo, dinámico y universal: todo es susceptible de ser llamado artístico, pero no a todo se le llama. Arte sólo es lo que nosotros decimos que es al señalar un objeto o una acción, como cuando nombramos "mesa", "televisor" o "puerta" y sabemos que, en el fondo, podrían llamarse de otra manera. Lo artesanal —ahora dejaremos de hablar de lo artístico— hay que tomarlo como algo universal, aun a sabiendas de que podría no ser así. Lo que por él entendamos sólo nos vale aquí y ahora. De este modo no matamos al arte, sino que desnudamos su fugaz existencia. Siendo el arte, pues, algo que cambia según ciertos componentes volitivos, espacio-temporales o históricos, tenemos que su mejor modo de ser y existir es su continua transgresión, la continua puesta en cuestión de sus fundamentos. Ese es el estado ideal del arte: su plena y continua actualización —tomada ésta en sentido aristotélico, como una espiral disfrazada de círculo vicioso. El artesano idílico, aquél que "emplea toda su vida haciendo una y otra vez la misma película": damas y caballeros, Jean Renoir ha tenido el gusto de presentarles a Jean-Luc Godard.

El artesano idílico.
En realidad no es que desde la aparición de Al final de la escapada (Á bout de souffle) en 1959, el cineasta francés no haya evolucionado lo más mínimo. Al contrario, lo que Renoir quiere hacer notar es esa característica propia del creador nato, la que le hace dolerse y plantearse a sí mismo en cada una de sus obras. Movido por un afán de alcanzar nuevos y mejores métodos de expresión a través del lenguaje cinematográfico, el más grande de los miembros fundacionales de la Nouvelle Vague, ninguneaba toda su obra anterior hasta el punto de llegar a experimentar su propia negación como realizador: "lo he olvidado todo, excepto que ya que se me lleva hasta el cero es desde allí que resulta necesario volver a partir". Una negación que le llevaba a contar las mismas historias —llenas de connotaciones existenciales, culturales e históricas— mediante lenguajes distintos pero incluidos los unos dentro de los otros. Todo un juego mnemotécnico del que la única gramática existente es la propia obra del autor. Si en Al final de la escapada deconstruía la acción a través de juegos de montaje, en Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965) utiliza los colores —azul, rojo y blanco— para comunicarse con el espectador de una manera distinta a lo habitual. En ambas, el hilo narrativo es desprovisto de pistas y ticks con los que el espectador pueda seguir la historia de una manera fácil, normal, académica. "En el cine actual son los espectadores los que crean los films. En los films de ahora no hay nada [...] Es el espectador el que se dice: ‘está pensando’. Es él quien enlaza la imagen de antes con la de después" , mientras que lo que pretende Godard es que "el film te deje pensar como quieras [...] Es bastante normal como faena. Pero no te ves obligado a pensar el film, a hacerlo existir" . De este modo, en Numéro Deux (1975) llega al extremo de dividir, literalmente, la pantalla por la mitad mostrando dos acciones al unísono para que sea el espectador el que elija qué ver en cada momento y enlace aquello que ve como le venga en gana. Es esto en lo que hay que detenerse, en lo que hay que hacer hincapié. Es éste el modus vivendi del artesano idílico, su leiv motif, algo que lícitamente podríamos llamar, utilizando uno de los famosos juegos de palabras que tanto gustaban a Godard, el modo de actuar o de ser llamado God-Art: ruptura, inconformismo, discontinuidad, politización, cultura, filosofía, personas, respeto, lenguaje, revolución, imagen, cine. O como dice Samuel Fuller en una instantánea de Pierrot el loco: "El cine es amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra, emoción". El arte, también. Pero tanta emoción termina agotando al espíritu más combativo. Desde Numéro Deux (1975) hasta Sálvese quién pueda (Sauve qui peut, la vie, 1979), el realizador francés lleva la teoría a sus últimas consecuencias y plantea en soporte magnético el fin del cine. ¿Qué es el cine, ahora? A partir de aquí el lenguaje cinematográfico pasa a ser un metalenguaje en el que se combina música, ruido, color, diálogo, imagen, texto, y en el que la suma de las partes es menor que el conjunto. "A partir de los cincuenta años no volvió a pintar nada definido. Vagaba alrededor de los objetos con el aire y el crepúsculo. Sorprendía con sus sombras y la transparencia de sus fondos, con sus colores palpitantes. Con ellos construía el centro invisible de una sinfonía silenciosa" . Velázquez y Godard. Dos artesanos idílicos en estado de gracia.

Apóstoles y apóstatas.
En la extensa y profunda entrevista que mantuvo Alfred Hitchcock con el otro ilustre miembro fundacional de la Nouvelle Vague, Francois Truffaut, decía el autor de La soga (The rope, 1948) que "si, en el curso de su trabajo como creador, siente que se desliza por el terreno de la duda y de lo confuso, refúgiese en lo verdadero y en lo que ya ha sido experimentado, tanto si se trata del escritor con el que colabora, o con el género, o con lo que sea". Ésta es una manera de hacer cine. Quizá sea la mejor manera de hacer cine —no olvidemos que Hitchcock ha hecho el cine como nadie. Pero no es la mejor manera de crear cine. Lo que ha aportado Jean-Luc Godard al séptimo arte es un cierto modo de ser y de hacer que, si bien por sí solo no es capaz de capturarnos en determinadas ocasiones, sí ha servido para que otros —menos radicales— lavaran un poco las caras de sus filmografías. Y todo esto es algo que se viene dando desde el estreno de Al final de la escapada, hasta nuestros días: en el ensayo de John Cassavetes sobre la improvisación y la libertad de los personajes que, con la complicidad de Ben Gazzara, bautizó en 1977 con el nombre de The killing of a chinese bookie; en la trilogía tricolor de Kieslowski sobre una Francia en decadencia estética, construida con los colores de la bandera como excusa —algo que Godard ya haría treinta años antes en Pierrot el loco; en los geniales y austeros intentos de Jim Jarmusch por arrancar pedazos de la realidad estadounidense en Extraños en el paraíso (Stranger than paradise, 1984), Bajo el peso de la ley (Down by law, 1986) o Dead Man (1996); en el intelectualismo manifiesto del grupo firmante del panfleto Dogma 95 que ha dado como su mayor fruto una de las grandes obras maestras del cine contemporáneo —Los Idiotas (Idioterne, 1998), del polémico realizador danés Lars von Trier; en la compleja cotidianidad de Bertrand Tavernier en Capitán Conan (Capitaine Conan, 1996) u Hoy empieza todo (Ca commence aujourd’hui, 1999); en la bella parsimonia de Antonio López fotografiada pacientemente por Víctor Erice en El sol del membrillo (1992); y en todas aquellas películas, cortas, largas, feas, bonitas, blancas o negras que no me caben en la memoria.

Y, digo yo, "¿por qué el cine no podría consistir simplemente en filmar a gente leyendo buenos libros?"

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