c o m u n i c a c i ó n
Cristina Almeida
Las mujeres en el 2000
UNA LA NUEVA ETAPA DE PARIDAD Y   SOLIDARIDAD  PRIVADO

La conmemoración el pasado 8 de marzo del Día Internacional de la Mujer ha servido, como todos los años, para hacer balance de la situación de un colectivo que representa el 51 % de la población mundial.

Pero en 1999, en las vísperas de un nuevo milenio, ese análisis debe servir, sobre todo, para preparar el inicio de una etapa diferente en la lucha por la liberación de las mujeres, en el esfuerzo por conseguir y construir la igualdad entre los géneros.  
De hecho, el sentido común colectivo en los países desarrollados empieza claramente a percibir que la reivindicación de los derechos de las mujeres ha saltado la barrera de lo sectorial para convertirse ella misma en un mainstreaming que va a recorrer -ya comienza realmente a hacerlo- todos los ámbitos y terrenos de lo público y de lo privado.

Los medios de comunicación, los creadores de opinión, los partidos políticos, las entidades sociales, las administraciones en general, de mejor o peor gana, con mayor o menor convencimiento, abren sus programas, sus propuestas, sus actuaciones, sus espacios a las reivindicaciones de la mujer.

En mi opinión, esa dinámica responde a varios factores: primero, la incrementada capacidad de impulso de las propias mujeres, más conscientes y organizadas cada día; segundo, a que en esa misma dirección actúan más hombres hoy que ayer; tercero, a la propia evolución de las relaciones sociales empujadas por el desarrollo de las estructuras económicas.

El caso es que en los últimos años hemos avanzado considerablemente en el sentido de promover y garantizar los derechos básicos de las mujeres.

Ciertamente, el ordenamiento jurídico de nuestros países no tiene a estas alturas contenidos discriminatorios, que pueden parecernos lejanos para nuestras mentalidades pero que están verdaderamente cercanos en el tiempo.

Ahora bien, en la práctica las mujeres seguimos siendo tratadas en un plano de desigualdad. Basta con echar un vistazo al mercado de trabajo, a la participación en las instancias políticas representativas o de gobierno o a las relaciones personales para comprobarlo.

El desempleo sigue siendo mucho mayor entre las mujeres que entre los hombres, y para nosotras  los salarios están en clara desventaja para ocupaciones similares.

El aumento del número de ministras, parlamentarias o concejalas no esconde que todavía representamos una clara minoría. 

Las mujeres continuamos asumiendo el principal peso  de la familia, empezando por la atención a los hijos y las labores domésticas.

Incluso se acrecientan, aunque parezca increíble a estas alturas del siglo, fenómenos tan lacerantes como los malos tratos hacia las mujeres, que eso sí, empiezan a la salir a la luz, algo fundamental para combatirlos con eficacia.

Las corrientes que siguen reivindicando, es verdad que ya con un poco de rubor pero, en el fondo, con igual convicción que hace tiempo, lo femenino frente a lo feminista, o el derecho a la diferencia pésimamente entendido como justificación para la marginación y la discriminación. 

Las mujeres somos las primeras interesadas en construir una concepción social de la gestión económica, porque en la desregulación tenemos todo que perder. Por eso debemos ser claras a la hora de decir sí a la economía de mercado pero no a la sociedad de mercado.

Porque en esa sociedad de mercado sólo cabe el paro masivo, empezando por el de las mujeres, sólo tiene sentido la discriminación laboral, sólo vale el sálvese quien pueda en el que, inevitablemente, siempre pierden las y los más débiles.

Así que, al reivindicar la igualdad, es preciso demandar la presencia de lo público para conseguirlo. No queremos más estado desde una postura estatalista, sino más presencia de lo colectivo para corregir los desequilibrios entre hombres y mujeres con medidas positivas.

Medidas legales, medidas presupuestarias, medidas educativas.

Si decimos sí a la reducción de jornada, añadimos que la administración debe velar para que los puestos de trabajo que puedan crearse a partir de ese momento favorezcan a quien sufre mayor porcentaje de desempleo, es decir, a las mujeres.

Si apoyamos el incremento del gasto social es para demandar al tiempo que se creen iniciativas públicas que favorezcan la integración de la mujer o el mejor uso de su tiempo vital.
Si queremos una reforma en profundidad de la enseñanza es para que el concepto de coeducación crezca con las niñas y con los niños de forma paralela e intrínseca a todos los aspectos de su formación.

En este contexto de avance insuficiente pero, seguramente, imparable, ha llegado el momento de situar a la democracia paritaria como meta inmediata a corto plazo, por razones de principio, por supuesto, pero también por razones de eficacia: gobernar el cambio para la igualdad solo puede hacerse con garantías a partir la plena participación de las mujeres.

La democracia paritaria, expresión de una sociedad plenamente democrática, debe recogerse como elemento de identidad en la Constitución.

No se trata de una simple cuota numérica,  sino compartieran todas las tareas, públicas y privadas, basado en la solidaridad y la igualdad de oportunidades.

Obviamente, se trataría de generar un amplio debate ciudadano que fuera más allá de la reivindicación sectorial y de las acciones positivas puntuales y que debería culminar con una propuesta de modificación de la Constitución que concitara el máximo consenso posible.

Francia acaba de aprobar una reforma constitucional en ese sentido que, junto con otras experiencias, encierra un gran interés y demuestra la viabilidad del planteamiento que acabo de formular.
No me gustaría finalizar estas breves reflexiones sin una que me parece esencial desde una perspectiva de progreso.

El proceso de globalización que estamos viviendo en el conjunto del Planeta tiene por supuesto ventajas pero también graves inconvenientes. Quizás el principal de estos últimos es que la ausencia de un gobierno político de su evolución, la carencia de una socialización de sus beneficios, la inexistencia de un proceso paralelo similar en cuanto al desarrollo y los derechos humanos, termina haciendo que sean los sectores más indefensos de la población en los países más pobres quienes sufran el golpe de las crisis y no sientan ninguna mejora, por mínima que sea, en su calidad -si vale utilizar esa palabra- de vida.

Las mujeres son, junto con los niños, uno de esos sectores.

La pobreza, en el sentido más amplio del término, en torno a la que pivota el subdesarrollo las afecta con especial virulencia, acrecentada continuamente por otro lado. Lo mismo que la existencia de múltiples conflictos regionales que, en muchos casos, desembocan en guerras y conflictos armados que han visto nacer nuevos crímenes contra la Humanidad como las violaciones masivas y sistemáticas que se hicieron tristemente famosas en Bosnia-Hercegovina.
Afganistán -con la ausencia total de derechos-, Argelia -con el asesinato generalizado practicado por los terroristas-, la persistencia de la bárbara práctica de la ablación -contraria a la más mínima dignidad humana-, el subempleo, la ausencia de planificación familiar, la ignorancia de la falta de educación, se ceban en las mujeres de dos tercios de la Tierra.

La reivindicación de la igualdad de las mujeres al entrar en el nuevo milenio no puede quedar circunscrita al Norte del Planeta, pues su consecución en él en exclusiva la convertiría en una conquista coja y, a la vez, discriminatoria en el seno mismo del género que la demanda.

Sobre la base de esfuerzos como los llevados a cabo por el sistema de las Naciones Unidas en los últimos tiempos y desde el marco imprescindible de la Unión Europea debemos construir una política de cooperación al desarrollo que acabe con la pobreza en el Tercer Mundo y contribuya a construir un Nuevo Orden Internacional justo y democrático en el que las mujeres sean plenamente libres e iguales, independientemente del país en el que las haya tocado nacer y vivir. 

Debemos convertir el año 2000 en la frontera de una nueva etapa en la liberación de la mujer, culminando sus derechos y consiguiendo ejercerlos en plenitud. 
La etapa de la paridad y la solidaridad.
 

la carencia de una socialización de sus beneficios, la inexistencia de un proceso paralelo similar en cuanto al desarrollo y los derechos humanos, termina haciendo que sean los sectores más indefensos de la población en los países más pobres quienes sufran el golpe de las crisis y no sientan ninguna mejora, por mínima que sea, en su calidad -si vale utilizar esa palabra- de vida.
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