a r t e s p l
á s t i c a s
![]() ¿QUIÉNES SON LOS
ÁRBITROS EN EL
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Recuerdo, a menudo, la imagen de una curiosa ilustración francesa del XIX, sin duda proveniente de una vieja revista satírica, a cuyo pie podía leerse, como título enfático, La promenade du critique influant. Ciertamente era el deformante espejo de feria que, sin embargo, ponía el dedo en la llaga de una histórica situación. El personaje de mirada altiva, sombrero de copa y pecho abombado recorría impertérrito las distintas estancias del Salon, quizás recién inaugurado, entre las complacientes reverencias de unos y las reiteradas apelaciones al mal de ojo de otros muchos. Por fortuna, tanto la puntual anécdota como la citada imagen,
son ya mera historia. Aunque no por ello hayan dejado de surgir otras jugosas
anécdotas, pudiendo descriptivamente apelar, también hoy,
a determinadas imágenes narrativas, extraídas de nuestro
entorno, no exentas tampoco del correspondiente sarcasmo, si quisiéramos
entrar, al trapo, directamente en los juegos especulares de nuestra propia
representación.
Ya no es el juicio del gusto el eslabón determinante de la cadena
que venía a conectar la experiencia estética del receptor
con el proceso de conformación de la obra. Las claves y los registros
han variado intensamente. Ahora son las poderosas figuras de los gestores
las que brillan y destacan con luz propia. Estos se han convertido no sólo
en árbitros y jueces, sino sobre todo en organizadores/guardianes
del sistema, de las interrelaciones y los intercambios que aseguran y generalizan
su funcionamiento, así como del repertorio de propuestas que -en
su seno- conviene determinar como comúnmente reconocibles en su
validez y prestigio.
En tal juego de gestiones, las modalidades de arbitraje también se diversifican, por supuesto. Desde los gestores de Museos y grandes Centros Culturales de carácter internacional, los directores de las principales Ferias de alcance mundial, con sus correspondientes Patronatos, Consejos y Comisiones, hasta las más célebres bienales, centros de subastas, las potentes galerías, las colecciones de arte de las grandes empresas y entidades oficiales o las cadenas editoras vinculadas, a su vez, a otros mayores engranajes comunicativos. Todas esas instancias, en sus intersecciones y plurales contactos, configuran, de algún modo, el entramado y el entorno del “mundo del arte”, en cuyos aledaños -querámoslo o no- habitamos críticos, historiadores o teóricos. También, desde luego, figuran por derecho propio los artistas, en espera de su particular momento/oportunidad, procurando estar adecuadamente preparados y dispuestos para cuando llegue tal circunstancia. Dicho arbitraje mancomunado, de altos vuelos, sin duda se deja sentir asimismo, en sus paulatinos ecos e influencias, a través de otras instancias subsidiarias, más próximas a nosotros. De algún modo los registros se reproducen y mantienen, una y otra vez. No en vano la Institución Arte se asienta sobre el sustrato del mercado y éste, en su diversificación, alcanza máximas cotas de expansión y de incidencia. Pero tampoco el mundo del arte es ajeno a la contagiosa savia de la política, por mucho que se quiera maquillar la carta del distanciamiento y de la cauta autonomía artística, con sus contrafuertes culturales. Igual que hay un amplio -pero concentrado- mercado del arte, hay también influyentes y poderosas políticas artísticas. De ahí que la respuesta a la (im)pertinente pregunta de quiénes
son los árbitros en el mundo del arte contemporáneo, deba
pasar por obligadas matizaciones, según el lugar desde -y el alcance
con- el que se formula la cuestión. Ya que los concretos árbitros
de la situación siempre formarán parte de la citada Institución
Arte, con su anclaje técnico-cultural, pero también con su
dimensión mercantil y política. Y esa trilogía de
vertientes copresentes es fundamental, incluso para un oportuno equilibrio
de opciones funcionales.
En consecuencia, tras lo ya apuntado, quisiéramos puntualizar y resumir algunos extremos. En primer lugar, el claro desplazamiento que el arbitraje, en el contexto del hecho artístico actual, ha experimentado desde la estricta actividad crítica hacia el ámbito de la gestión. Así el crítico/comisario ha asumido papeles plurales en su intervención, como los ha asumido asimismo el director/gerente de Museos y Centros Culturales. Dicho de otra manera, la tradicional mediación del crítico, del historiador o del teórico, que a través de su investigación, sus escritos o sus teorías filosóficas incidía sobre el receptor de sus textos, ha quedado ampliamente superada por la directa intervención del comisario o el gestor, que construye sus propias propuestas expositivas, apuntala su proyecto de colección, elabora su programa de selecciones e intercambios preferentes con otras instituciones, o decide su línea editorial de publicaciones sobre arte y en qué ciclo de conferencias y congresos participará o no durante la próxima temporada. Además, quizás, de actuar como comisario/curador (¡qué términos tan sospechosamente abominables!) y de pertenecer, como miembro electo o designado, a un Patronato de Museo, a un Consejo Rector o una Comisión Asesora de distinta entidades, el crítico -además- mantendrá, mientras pueda atenderlo o se lo permitan sin sospechar demasiado de su poder, una columna en la prensa, o un artículo semanal en un suplemento cultural o una sección de un programa audiovisual, como tarjeta complementaria y de refuerzo de su activa presencia en la Institución Arte. En realidad la historia se inició a la inversa: primero fue la prensa, el suplemento cultural, la revista especializada; luego vinieron los comisariados y los encargos y gestiones, es decir los patronatos, consejos y comisiones; posteriormente se irá eliminando lastre y depurando tareas, concediendo preferencia a lo segundo, sin relegar del todo, a ser posible, lo primero. Tal es la crónica anunciada de un perfil compartido, la de los coyunturales arbitrajes -siempre relativos y sesgados- emergentes en el arte contemporáneo, declinables a niveles distintos y proporcionales, según la extensión y la intensidad operativa de cada caso. En segundo lugar, no estará de más insistir en la ya citada copresencia de dimensiones en la que tales arbitrajes suelen efectuarse. La dimensión técnico-artística (donde teoría e historia del arte se dan la mano con la acción crítica) difícilmente puede ignorar la dimensión operativamente mercantil en que el hecho artístico, cada vez más claramente, se sustenta. Y no conviene olvidar sus servidumbres y exigencias. Tampoco la dimensión política puede relegarse. En realidad no hay escisión posible entre acción cultural y condicionamientos y efectos políticos. Cualquier ensueño purista es hoy, evidentemente, mera tergiversación. Hacer cultura es hacer política (aunque se quiera, a veces, cerrar los ojos), a sabiendas de que la proposición inversa no siempre sea necesariamente correcta. |
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