El afán de operar

 

Miguel Más y Soler, El afán de operar, Gaceta de los Hospitales,1884; 2: 486-489.

 

«Se ha dicho que la prensa era un poder del estado. Lo es en realidad la prensa política y lo es también la médica en el campo de la medicina, donde se deja sentir la acción de ese poder, tan en absoluto que ella reina por encima de la propia observación, cuando nos enseña nuevos, más breves y más fáciles caminos de curación. Pero si la prensa ha de ejercer esa soberanía, necesita apoyar sus mandatos en la más probada experiencia y no tratar de imponerse definiendo a tontas y a locas en cuestiones de conducta médica.
Muévenos a estas consideraciones el artículo que con la respetable firma del doctor D. Amalio Gimeno, ha visto la luz pública en el número 149 de la Crónica Médica del 20 de Noviembre último y que se titula "El afán de operar".

Unas cuantas afirmaciones gratuitas, que si algún fundamento tuvieran, quedaría destruido por los últimos párrafos del mismo artículo, es todo lo que encierra el trabajo del redactor de nuestro colega. Fáltale sobre todo verdad y sabor local; sucediéndole al articulista lo que a aquel predicador que pronunció un magnífico sermón contra el lujo y el confort, en las cuadras de un presidio. Comprendamos que se censurase ese afán de operar en Alemania, por ejemplo, donde un solo cirujano, Wolkman, ha hecho 33.000 operaciones en ocho años, pero aquí en Valencia donde la Clínica oficial arroja un total ánuo de 40 a 50 operaciones, y en las salas del Hospital a pesar de las operaciones de urgencia en los traumatismos, no excede de 100 el número de operados, no podemos creer que dicho artículo se haya escrito con otro objeto, que con el de tener el gusto de convertir en gigantes los molinos de viento y alancearlos después gallardamente.

Pero como los excesos de la prensa tienen su correctivo en la prensa misma, el deseo de evitar que se forme aquí y fuera de aquí errado concepto de los cirujanos, y el de aminorar la dolorosa impresión que el artículo puede haber causado, nos obliga a ocuparnos del mismo.

Debemos empezar afirmando, que no nos sentimos aludidos en el artículo en cuestión. Ni nos tenemos por operadores de cartel, ni siquiera de oficio, (por más que hagamos las operaciones que creemos necesarias a nuestros enfermos), ni hay en todo el escrito una palabra que directamente a nosotros se refiera: pero por lo mismo que a nosotros no se dirige, podemos contestarlo con una imparcialidad y una rectitud de juicio, que quizás no tendrían aquéllos a quienes indirectamente se alude.

Afírmase en él, que la brillante altura a la que ha llegado la cirugía contemporánea, la facilidad del proceder mecánico y el deseo de renombre y gloria, arrastran, sin sentirlo, al cirujano en alas de un entusiasmo exagerado, al dañino afán de operar, sin que indicaciones terapéuticas ni consideración alguna a los sufrimientos del enfermo le detengan; importándole poco el éxito patológico y las probabilidades de curación, siempre que pueda mostrar habilidad, destreza, sangre fría, intrepidez y no sabemos cuantas cosas más, resultando ser la vanidad el móvil que la dirige.

Dejando aparte la tendencia que el artículo revela, de hacer ver que la operación es sólo la obra de la mano, rebajándola al nivel de un procedimiento mecánico, sin que el entendimiento y la razón jueguen en ella gran papel; y dejándolo porque no creemos al autor del artículo capaz de sostener esta aserción, debemos darnos la enhorabuena porque dicho señor se haya contentado con decir que sólo la vanidad mueve la mano del cirujano, absteniéndose de otras aseveraciones, con lo cualm hubiera redondeado el insulto que se hace a los cirujanos todos. ¡Parece mentira que ciertas afirmaciones se lancen al público, con la ligereza y la "sansfasson" con que el articulista ha lanzado las anteriores, y que se lancen por hombres que ocupan una posición científica elevada, sobre todo, cuando son tan afanosos por el adelantamiento científico como el redactor de la Crónica Médica nos ha mostrado serlo en otras ocasiones! ¿Pues qué, cuando el catedrático de Terapéutica ha introducido en la práctica médica patria el uso del podofilino o de la arenaria rubra, del eucaliptol o del termo-cauterio de Paquelin, del ioduro de etilo o la bomba de estómago, sólo le ha guiado a hacerlo la vanidad, el deseo de renombre y gloria, el hacer lo que pocos habían osado, el demostrar saber inimitable? ¿No ha entrado para nada en esos actos el amor a la ciencia, el deseo de su adelantamiento, la lógica terapéutica, las bases racionales de la indicación, el aprecio al enfermo, la compasión por sus angustias y sufrimientos, por sus dolores y torturas, que aquéllos medios han podido disminuir o curar? ¿Menguado concepto formaríamos del ilustre doctor si tal creyésemos, y no le hacemos la ofensa de creerlo.

Pero si de ofenderle no somos capaces, ¿Cómo no tildar de ligeras apreciaciones que suponen en los demás, lo de uno propio no se puede suponer sin grave detrimento de la moral y de la honra?

Que se practican las operaciones sin tener en cuenta el diagnóstico; sin atender al pronóstico; sin indicaciones racionales; sin medir y pesar las probabilidades de curación, convirtiéndose el cirujano en carpintero del cuerpo humano. Ligerezas y más ligerezas. Si él ha visto los enfermos, si ha presenciado y ayudado esas operaciones, cómplice será del pecado cometido que pudo y debió evitar con la autoridad que su ciencia le daba. Si no ha visto los enfermos, si no se le ha consultado, si no ha presenciado ni ayudado la operación; ¿quién le autoriza para afirmar que no se hubiera hecho un buen diagnóstico; que no se tuvieran en cuenta las probabilidades de curación; que la operación no estuviese indicada? ¿Y del que afirma en público lo que no sabe, lo que no puede saber, qué menos se ha de decir, sino es que ha partido muy de ligero en sus afirmaciones?

Verdad es que luego confiesa que él también ha pecado. Por nuestra parte no nos creemos libres de culpa; nos habremos sin duda equivocado alguna vez y quizás más de una, pero afirmamos con la mano puesta sobre el corazón, que hemos obrado siempre según nuestro leal saber y entender, en bien del enfermo y con arreglo a los principios científicos y no arrastrados por la vanidad ni por la afanosa preocupación de operar. Guárdese, pues, para sí, el articulista, si está seguro de haber pecado, aquello de acometividad quirúrgica, que en los cirujanos de esta tierra está atrofiado el órgano cerebral de esa nueva función, por más que estemos dispuestos siempre a defendernos de toda clase de acometividades.

Trata después el artículo de prestigiar a los operadores diciendo que, cualquier mozo de sala de disección liga la subclavia tan bien como Nelaton; y que para ser operador basta la anatomía gorda que aprende un alumno de primer curso, con tal que posea un poco el arte del disector, alguna sangre fría y un tanto de audacia. ¡Pobre Nelaton! ¡Desdichados nombres, los que sois gloria de la cirugía! ¡Veos ahí comparados con cualquier mozo de sala de disección! ¡No necesitabais para ser lo que habeis sido, saber más de lo que sabe un regular alumno de anatomía! ¡Si algo sabíais además, era por puro lujo, por vanidad sin duda, como son hoy los operadores...según un redactor de la Crónica Médica! ¡Lástima que no sea verdad tanta belleza! Tendríamos mil Nelaton en vez de uno solo que la ciencia ha tenido y así como de entre mil estudiantes sale un cirujano ilustre, entonces abundarían como las amapolas en los sembrados. Pero desgraciadamente no sucede así y es, porque a los mozos de la sala de disección, a nuestros estudiantes de anatomía y a otros que no lo son, les falta lo que le sobraba a Nelaton y al relojero del cuento; les falta la entendimenta.

Háganse en buen hora las grandes operaciones, según la ciencia manda, y confiados en el éxito, continua diciendo el artículo, ¿pero qué hay por esos mundos algún cirujano que opere sin tener presentes las palabras sacramentales de nuestro Argumosa, "necesaria, practicable, tolerable y ventajosa"? ¿Hay alguno que emprenda una operación sin esperar un éxito feliz?

Lo difícil no es operar, acaba diciendo el artículo; lo difícil es evitar la muerte; lo que importa es curar. ¿Pero es que cree el articulista que el que hace una operación no lleva por fín el evitar la muerte y que la hace sólo por tener el gusto de que se le muera el enfermo? ¡Lo que importa es curar! ¿Es que el buen éxito es el juez ¿qué operación conoce que no le tenga en su apoyo?

Confesamos francamente que no acabamos de comprender, mejor dicho, que no queremos acabar de comprender, lo que se ha propuesto el autor del artículo "El afán de operar".

Si la ligereza de su pluma le ha dado ocasión a estampar inconsiderablemente tan atrevidos como injustos conceptos, la juiciosa reflexión ha debido enfrenar los alientos del autor, que si puede rectificar mañana lo que ayer escribió, y sustentar opuestas ideas según las circunstancias, no debe el hombre de ciencia, caer quizás por esa vanidad mal entendida que achaca a los operadores, en aquel defecto que pudiéramos calificar con las siguientes palabras: el afán de escribir».

 

El afán de operar (artículo al que se refiere Amalio Gimeno)

Amalio Gimeno Cabañas, El afán de operar, La Crónica Médica, 1883; 1:, 129-132.

«Aunque parezca raro, a poco reflexionar se viene en conocimiento de que en la práctica de la cirugía existen preocupaciones que llegan a categoría de ceguedad, y que son en menoscabo de la reputación de los cirujanos y en prejuicio del razonable tratamiento de los enfermos.

Y una de esas preocupaciones desdichadas, tal vez la más dañina, es el afán ciego de operar.

No hay duda alguna. La cirugía operatoria contemporánea ha llegado a alcanzar una altura brillante: todo se intenta y todo se hace: lo mismo se practica una sencilla amputación de un dedo que se extirpa la laringe y se sustituye por una verdadera flauta: un día se liga una subclavia, otro día se busca el tumor ovárico en el caliente seno del vientre y se le arranca cual parásito incómodo y peligroso: ayer se contentaban con resecar costillas, hoy ya se resecan trozos de pulmón. Se llega casi al prodigio en atrevimiento y en destreza.
La verdad es que tiene motivos la terapéutica quirúrgica para mostrarse envanecida y hasta orgullosa. El conocimiento del organismo que la anatomía de nuestros días proporciona, le permite también construir mentalmente la topografía de la región por la que ciegamente, al parecer, va a pasear el filo de sus cuchillos o la punta de sus sondas: sabe bien lo que busca con sus instrumentos y cae matemáticamente sobre el punto que adivina y que necesita: huye diligente de los sitios en que amenaza escondido el peligro, sortea los obstáculos y se burla de las dificultades mecánicas. Cuando quiere herir, hiere; cuando quiere respetar, respeta. ¡Maravilla causa a veces ver cómo recorre el acero regiones temerosas en que la muerte yace escondida junto a la hoja, a pocos milímetros del sitio donde ésta corta y separa, desgarra y destruye! Hay mano que palpando, ve, y ojo certero que hunde la punta del bisturí a profundidades peligrosas, seguro de no tocar más que lo que desea y lo que busca.

La mecánica operatoria, el arte manual, la parte artística, difícilmente podrían llegar a más, porque si la anatomía de nuestros tiempos ha sabido trazar los planos topográficos de todas las regiones para comodidad de los cirujanos, las ciencias auxiliares y las otras ciencias médicas han levantado con vigoroso empuje a la cirugía sobre el pavés de sus propias victorias.

Ya no sufre el enfermo que se opera, gracias a los letales vapores del cloroformo o del éter, o a las oleadas de protóxido de azoe, en que envuelven su cerebro; ya no brota sangre del límpio corte hecho por el cuchillo, gracias a la venda de Esmarch; ya no asustan y espantan los candentes hierros enrojecidos al hornillo gracias al platino de Paquelin. El torrente invasor de las novedades, de las mejoras y del progreso, arrolla con irresistible ímpetu las dificultades mecánicas. La terapéutica operatoria se enseñorea del cuerpo.

¿Qué extraño es, pues, que el entusiasmo se exagere? El cirujano es arrastrado sin sentido y es empujado también por la misma facilidad del procedimiento mecánico.

Y luego el renombre, la gloria que resultan de practicar una operación que nadie ha hecho o a la que pocos han osado, el celo por demostrar habilidad inimitable, y el estímulo del trabajo ajeno acallan muchas veces la conciencia del médico y despiertan y excitan sólo el amor propio del cirujano. Entonces es cuando se olvidan los fundamentos racionales en que ha de apoyarse toda indicación terapéutica; entonces es cuando desaparece el enfermo con sus tribulaciones, sus angustias y sus dolores, y sólo queda para el ciego operador un brazo que amputar, un tumor que extirpar, un órgano cualquiera que herir; entonces es cuando no se atiende a nada más que al éxito operatorio en vez de atender al éxito patológico y al terapéutico; entonces es cuando llega a importar poco que disminuyan temerosamente las probabilidades de que el enfermo sane, con tal de que no se pierda la ocasión de demostrar habilidad y sangre fría, intrepidez y destreza; entonces es cuando el médico, sacerdote de la salud, se convierte en disector, en una especie de carpintero del cuerpo, de tallista que corta y separa, que modifica y cambia la humana escultura de carne, enferma y dolorida.No se podrá negar que esto pasa, no con frecuencia, pero sí algunas veces: tantas cuantas se olvida aquel sabio consejo de Gerdy de que no se haga nunca con el enfermo lo que no se haría con nuestros propios hijos. Es un pecado en que todos hemos caído; una falta que lleva en sí nuestra defectuosa unión de hombre y médico a la vez; efecto natural de las debilidades del uno que no aciertan a evitar las nobles cualidades del otro.

Digan todos los que alguna vez y de algún modo han empuñado el bisturí si no tengo razón: todos nos hemos hecho reos de este delito, que lo es de lesa terapéutica al serlo también de lesa humanidad; pero en él incurren muy especialmente los operadores de oficio, los cirujanos que pudiéramos llamar de cartel, aquéllos para quienes no hay más Dios que el cuchillo, ni más tarea digna de mérito que la de disecar en el vivo lo que sobre la mesa del anfiteatro aprendieron en el cadáver.

En algunas ocasiones, para un cirujano de este temple, importa poco que la operación no dé grandes probabilidades de éxito respecto a la salud del operado; importa menos que en buena lógica terapéutica deba operarse o no; lo que importa es que el necio vulgo añada uno más a la larga lista de hechos de armas que sostienen su renombre; importa que se diga que ha operado mucho y que aún opera más y que está dispuesto a operar siempre que haya ocasión, tiempo y enfermos. Es una verdadera monotonía, y si no se quiere tanto, una exaltada fiebre, una declarada "acometividad quirúrgica".

No saben los que de este modo obran, o aparentan no saber, que no es así como se demuestra el genio quirúrgico, que no es así como el cirujano ha de probar su valer, que no es sólo con el bisturí en la mano y oliendo a cloroformo y a fenol, como es grande el que pretende curar. Del mismo modo que el cañón es la "última ratio regum", el cuchillo debe ser la "última ratio medicorum".

El verdadero talento del cirujano no está únicamente con operar: precisamente esta parte de la cirugía es la más fácil y la menos enojosa; exige sólamente un poco de arte de disector, que un mozo de anfiteatro puede poseer. ¿Por ventura no hace uno de estos la ligadura de la subclavia tan bien como un Nelaton? Exige asímismo un poco de sangre fría y un tanto de audacia, pero nada más: ni siquiera son necesarios extensos conocimientos de anatomía topográfica si se exceptuan contadísimas regiones; basta esa anatomía gorda que un regular alumno de primer curso ha adquirido.

Lo difícil no es esto; lo difícil no es amputar una pierna, hacer la traqueotomía o extirpar un cáncer. Lo difícil es hacer bien el diagnóstico, fijar con la exactitud posible el pronóstico, y antes de decidirse a empuñar un instrumento, haber calculado con calma qué es lo que debe esperarse de su manejo. Las operaciones inútiles son verdaderas faltas: de remedios se convierten en torturas. Ya que se hace daño, hágase al menos con fruto. ¿Qué vale cortar un trozo o extirpar un órgano si el enfermo ha de morir a las pocas horas? ¿Cree el cirujano que está por ello libre de responsabilidad, si el operado no sucumbe durante el acto mismo de la operación?

Cálmese, apáguese esa fiebre; no convirtamos al enfermo, digno de lástima y de atención, en un "caso curioso", Háganse en buen hora las grandes operaciones; la cirugía moderna cuenta con ellas como con verdaderos triunfos, y tiene razón; pero háganse con inflexible lógica terapéutica, háganse después de haber medido y pesado juiciosamente el pro y el contra, después que se hayan adquirido serio convencimiento, razón madura y confianza en el éxito.

Porque la verdad es, que ligar la aorta abdominal o extirpar un riñón, cualquiera puede hacerlo; evitar la muerte es lo difícil.

Curar es lo que importa».