Historia de una enfermedad terminada con la muerte en el espacio de once horas

 

Joaquín Casañ Riglá, Historia de una enfermedad terminada con la muerte en el espacio de once horas, Boletín del Instituto Médico Valenciano, 1846; 2(12): 129-132.

 

«Un sujeto de 36 años de edad, de una regular nutrición y de un temperamento sanguíneo, padeció doce años hace un reumatismo muscular que al parecer fue completamente curado con el plan antiflogístico correspondiente. Sólo en alguno de los equinocios solía presentarse como recuerdo de este mal una pleurodinia, que cedía con prontitud a los mismos medios curativos que las fiebres catarrales, de cuya historia formaba uno de sus síntomas más principales. Sin más accidentes ocurridos en tan largo transcurso de tiempo se consideraba esta persona en la salud más cumplida el 18 de marzo último, día en que este cariñoso padre, idólatra de su familia, se vio en el duro y sensible trance de haber de corregir a su predilecto hijo de 10 años. Desde este momento comenzó a alterarse manifiestamente su salud, pero de una manera tan poco importante para el enfermo, que ningún mérito hizo de ello, no obstante de ser sumamente pusilánime. Así llegó hasta las tres de la madrugada del 27 del mismo mes, en cuya hora le despierta repentinamente un dolor fuerte y angustioso del costado izquierdo del pecho, que le impide todo decúbito, y en especial el derecho; dolor acompañado de un frío tembloroso y de un temor espantoso a la muerte. Una hora después habían desaparecido ya el frío y el temblor, y desenvueltose una fiebre. Se recuerdan estos antecedentes patológicos; se aprecian las influencias generales y especiales de la estación, e ignorada completamente la pasión de espíritu, se clasifica la enfermedad de una pleurodinia o dolor inflamatorio de los músculos de las paredes torácicas izquierdas. Lo intempestivo de la hora, como igualmente la premura con que el dolor reclama pronto remedio, no permiten apelar a medios de aclarar el diagnóstico que exigen largos interrogatorios y procederes, y que retardan al mismo tiempo los recursos que lo grave del mal pide con urgencia. Un dolor que aparece en la cavidad del pecho con frío y fiebre en un joven sanguíneo, robusto, y en una primavera seca y caliente, bien puede ser inflamatorio y recurrir por tanto sin demora a la extracción de sangre, como medio racionalmente muy seguro para conjurar aquella tormenta. En efecto así se verificó, y una sangría de 12 onzas con los demás agentes terapéuticos apropiados, proporcionan prontamente un alivio muy notable en este padecimiento. A las nueve horas de aquella misma mañana el enfermo había dormido y sudado ya; permanecía acostado sin fatiga sobre el lado derecho; el dolor y la calentura habían remitido, y sólo descubría entonces por primara vez un sentimiento de plenitud en la base de su pecho. Se le repite la sangría; se le recomiendan lavativas, y se le aconseja alguna dosis de magnesia. Los felices resultados conseguidos a favor de los primeros recursos medicinales escogidos, legitimaron al parecer el diagnóstico hecho de la dolencia; dolencia que por otra parte parecía también ser ya bien conocida del enfermo. Esta circunstancia hace desatender aún entonces mismo los medios físicos de exploración del pecho, así como la perentoriedad del mal no permitió emplearlos en sus principios. Así, pues, quedaron satisfechas las indicaciones curativas de esta enfermedad, que se basaron en el juicio solo formado del padecimiento. A las doce del día aparecen un sudor general y congojoso, que se califica equivocadamente de bueno por sus asistentes, y una leve perturbación de ideas que atribuyen asimismo a la debilidad y a su genio festivo: dos horas después se estremece, y muere repentinamente el enfermo.

Aquí se ofrece ahora otra enfermedad mortífera, bastante parecida a la que describimos en el número de marzo, y a la que por razones muy obvias y claras en su historia no nos atrevemos a calificar cual aquella angina de pecho. Bastará decir que la que al presente nos ocupa fue continua y febril para deberle señalar por causas inmediatas una lesión diferente de la que entonces supusimos. La enfermedad, nos decíamos, por una multitud de circunstancias propias de la misma, como del sujeto y de las influencias conocidas, es sin duda alguna de la clase de las inflamatorias, del orden de las fibrosas musculares, y del género de pleurodinia. Hasta aquí todo nos parecía bien en este raciocinio; pero al deber explicar por esta clasificación la desgracia ocurrida, tropezábamos con la grande e insuperable dificultad de que esta dolencia no es capaz por sí de ocasionar la muerte, ni mucho menos tan prontamente. Por otra parte, estábamos ya acostumbrados a ver desaparecer con una facilidad suma esta dolencia que considerábamos enteramente semejante a la padecida otras veces por el mismo sujeto. Sin embargo, como era preciso reconocer la muerte como consecuencia inmediata del único afecto morboso ocurrido, trasladábamos con nuestra imaginación el mal de los músculos torácicos, en los que supusimos al principio a otro órgano más noble y de más trascendencias vitales: nos imaginábamos, en fin, una metástasis de la afección reumática de las paredes torácicas sobre el mismo corazón nada menos. Invocábamos en favor de nuestra opinión la analogía de estructura, y el raciocinio entonces con el juicio de varios escritores nos alentaba en esta operación del entendimiento. La posibilidad de paralizarse el corazón por el padecimiento reumático, y el dolor acerbo como aflictivo que desde el principio atormentó al desgraciado enfermo corroborarán esta idea, así como ella explicaba fácilmente el género de muerte que siguió tan rápido como angustioso. Todavía como si para reconocer un mal presente e indudable fuere preciso alcanzar la causa que lo motiva, al buscarla la encontrábamos en el grave disgusto que precedió a la aparición de todos los accidentes. Ni debe extrañar que el pernicioso influjo de un afecto de espíritu se sintiese sobre el corazón de un sujeto de tan bellas circunstancias como le caracterizaban, cuando ya se halla hoy día muy admitida la influencia directa de las pasiones de ánimo sobre el centro circulatorio. Ésta al parecer, mediana explicación de la naturaleza de la enfermedad, y solución por la misma de todo lo más importante suyo, no nos satisfacía, sin embargo plenamente, y el deseo de aclarar más la causa de este desgraciado suceso crecía entre nosotros en la misma proporción con que íbamos reconociendo nuestra insuficiencia lógica para comprenderla. Al efecto, después de vencidos algunos obstáculos se practica la abertura de su cadáver y precisamente por persona que a las luces nada comunes que posee en materia de disecciones, añade un tino y juicio crítico en la valoración de las lesiones cadavéricas, fruto de una larga experiencia en este género de estudio. Su resultado es el siguiente. Abierta la cavidad del pecho aparecieron ambos pulmones, y mayormente el derecho, ingurgitados en su base y cara posterior de una sangre rojo-negruzca, y un derrame considerable en el saco pleurítico derecho de una sangre análoga a la que obstruía los órganos sanguificadores. Ningún vaso había roto, ni aneurismático cuando menos: la sangre parecía haberse coleccionado por exhalación o trasudación sólamente. El corazón con sus aberturas y vasos grandes estaban íntegros; sólo se les notaba, y principalmente a aquél, muy vacíos de sangre. La cavidad abdominal nada ofreció digno de atención: no se examinaron otros órganos, porque nada durante la vida hizo presumible su padecimiento. Hasta aquí las observaciones necrológicas.

Ahora ya todos nuestros discursos deben cesar para dar entrada en la discusión a los hechos positivos: ahora ya se presentan datos más seguros al parecer, para mejor juzgar sobre lo pasado, y poder asimismo apreciar en su debido valor la exactitud y fuerza cierta de nuestros raciocinios. De intento hemos dicho que los datos son más seguros al parecer, porque muy luego tendremos todavía, a pesar de ellos, necesidad de recurrir nuevamente al raciocinio. Porque es, en verdad muy sorprendente lo que enseña el cadáver, atendiendo a lo que en el mismo se pensaba encontrar. Se buscaba una flogosis reumática en el corazón, y se le halla no sólamente casi vacío de sangre, si que además en el estado más completo de integridad de su textura. Se presumía una lesión en el costado izquierdo del tórax, sitio único del dolor durante el mal, y se observa, por el contrario, el daño físico más notable en el derecho. Se buscaban los signos de una flegmasia, al menos en el pecho, y no se encuentran en parte alguna: la ingurgitación pulmonal no ofrecía ninguno de los considerados como tales por los más acreditados anatómicos. ¿Qué pensar, pues, en vista de estos nuevos datos que ahora se nos proporcionan? ¿Quedará ya con ellos claramante demostrada la naturaleza de la enfermedad que se busca? ¿Podrán ahora convenirse las pruebas del discurso por lo suministrado por la disección? Creemos por el contrario más embarazada la cuestión todavía con la adquisición de estos últimos hechos dados para la resolución del problema. Triste cosa es, por cierto, no poder decir qué enfermedad fue la que observamos, ni aún después de haber examinado detenidamente el organismo que la padeció.

A la verdad, si la ingurgitación pulmonal con la sangre derramada en la cavidad pleurítica derecha inclinan a admitir una hemorragia de estos órganos, no se alcanza la razón de por qué faltaron durante la vida todos los síntomas más característicos de este género de enfermedades. ¿Dónde estuvieron la tos, el esputo sangriento, la sofocación, etc.? ¿Cómo pudo dormir el enfermo en medio del curso de tan breve como mortífero mal? ¿Cómo una pequeña parte del pulmón ingurgitado que manifestó el cadáver pudo acabar con la vida en tan corto tiempo, cuando destruidos en gran parte uno o ambos, la sostienen no obstante, por muchos meses?

Consideraciones son éstas que forzosamente conducen a pensar que la lesión hallada en los pulmones no sólo no fue causa de la muerte que se deplora, sino que aún permiten se dispute si existió, acaso, durante la vida, y si fue sólo un resultado cadavérico, o si cuando más un efecto de la agonía que antecedió a un fin tan triste. Crece la probabilidad de estos supuestos, al paso mismo con que puede justificarse menos la hemorragia como causa de la enfermedad cuya naturaleza se busca. Téngase, además, presente que ni los pulmones estaban (y ni aún el derecho mismo) obstruidos bastante para interceptar el círculo, ni para ocasionar la sofocación mucho menos. Tampoco el enfermo mientras su padecimiento experimentó signo alguno de estas alteraciones. Todo, pues, conduce a pensar, que la extravasación de la sangre comenzó con las primeras oscilaciones del vitalismo que sucumbía al rigor del mal, y se completó después por las leyes físicas exclusivamente.

Un fenómeno se ofrece ahora muy digno de atención, y por cierto tanto o más difícil de explicar por la índole de lesión anatómica, que la enfermedad misma lo es por ésta y aquél reunidos.  Hablamos de la colección sanguínea encontrada en el saco pleurítico, principalmente derecho; sitio que jamás dolió, y sobre el cual, sin embargo, no pudo al principio acostarse el enfermo. ¿Se aclararía esto vitalmente por los desórdenes solos conocidos de la circulación? Nos inclinamos a la negativa, porque consideramos más anatómico y fisiológico el verificarse una hemorragia por la membrana mucosa pulmonal, superficie abierta por naturaleza, que por la serosa, que compacta y densa apenas tiene vaso sanguíneo que indique en ella la posibilidad de la exhalación hemorrágica. ¡Vencer la resistencia tenaz de una membrana cubierta, y no abrirse paso la sangre por sus vías de absorción a exhalación situadas en las mucosas! ¿Cómo justificar con la gravedad y extensión de la dolencia la razón de este rompimiento de diques naturales, cuando ni una sola gota de sangre salió por las aberturas vasculares, ni cuando por otra parte era tan parcial y reducida la congestión? Debemos, sin embargo, decir por nuestra parte, que si se desechare esta explicación de la hemorragia por la serosa para señalar el origen de la sangre coleccionada en la cavidad del pecho, no acertaríamos a sustituirla con otra alguna, mayormente cuando ninguna alteración de textura se ofreció a nuestra vista suficiente a explicarla.

Después de todas estas consideraciones, ¿qué enfermedad podríamos decir que padeció el desgraciado cuya historia nos ocupa? Por nuestra parte nos atreverísmos a llamarla, según el lenguaje de Cullen, reuma mal situado, no retropulso, porque este mal en su cortísimo curso no existió antes en músculo otro alguno, antes bien su primitivo y constante asiento lo tuvo siempre en el corazón, órgano que con su nobleza e importancia vitales aclara fácilmente los graves síntomas con los cuales se presentó; explica el triste presentimiento del enfermo acerca de su éxito, y da la razón al mismo tiempo del pronto y funesto término que finalizó la historia de este padecimiento. El corazón reúne todas las condiciones de estructura y de tejido, marcadas como propias para padecer la enfermedad de que le suponemos afectado; y un dolor atroz en la región misma que ocupa, y una muerte arrebatada, prueban bastante bien haber sido el corazón el foco de tan terrible padecer. La grande remisión que el mal presentó en su carrera no destruye este pensamiento, porque otro tanto se observa en las demás inflamaciones reumáticas, cuyos dolores si bien son contínuos, no son igualmente intensos en todas horas. Con esta hipótesis que consideramos probable, entendemos la vaciedad notada en las cavidades del corazón, porque frecuente éste al principio en sus movimientos, irregular y convulso poco después, y lánguido e insuficiente, por último, para sostener el círculo, ni enviaban con la fuerza y regularidad debidas la sangre a los pulmones, ni estos tampoco faltos de impulso desagnaban convenientemente en las cavidades izquierdas. Véase aquí la causa de la agonía de dos horas, la razón de encontrarse los pulmones ingurgitados y el corazón vacío, y el por qué de la muerte haya sido tan ejecutiva. Después de ésta, es, tal vez, cuando empieza la formación del derrame sanguíneo de las pleuras; entonces es precisamente cuando faltando ya la tonicidad vital de los tejidos, se verifican en ellos operaciones que jamás antes consintieron las leyes de la vida que las preside. Finalmente, la hemorragia fue tan solo aquí uno de los fenómenos cadavéricos; hemorragia que comenzando en los últimos momentos de la vida cuando más, no tiene en el curso de este suceso más influencia sobre las que suelen tener otros fenómenos, quizás tan importantes, pero que no llaman nuestra atención e interés tanto como las extravasaciones y transtornos sanguíneos más pequeños».