Una otitis media purulenta con propagación a la mastoides

Juan Bartual Moret

 

"Hace ya más de dos años traté a un enfermito de unos ocho años, tipo de linfatismo con sus puntas y ribetes de escrufuloso, rubio, enteco, ojos azules y piel tan transparente, por decirlo así, que parecía verse circular la sangre por aquellas venillas azuladas que surcaban su cara. Tenía una otitis media purulenta ya antigua; había ésta empezado como muchas veces: un baño de mar, dolores fuertes en el fondo del oído al siguiente día y otorrea sanguinolenta a los dos o tres. Cuando le reconocí apenas quedaba tímpano; mucho pues feo y mal oliente y una vegetación poliposa que brotaba en el fondo de la caja timpánica y que sangraba al menor contacto. Un cristal de ácido crómico dio cuenta de la dicha vegetación; después bicloruro, yodoformo, ácido bórico, salol... ¡qué se yo!; muchos antisépticos en todas las formas imaginables, hasta que conseguí ver seco aquel oído y considerarlo curado.
Pasó más de año y medio sin novedad, pero sabido es que las recidivas no son raras en tales casos, y aunque un tratamiento general tónico y mucho esmero y vigilancia en el cuidado del oído no faltaron, ello es que la recidiva vino. Vi entrar un día al pobre niño en casa, con la misma cohorte de manifestaciones que la vez primera, pero agudizadas y con dolor bastante intenso. Reanudé el tratamiento, y durante tres o cuatro días nos fue muy bien: hice un pronóstico de benignidad y tranquilicé a los padres del enfermo; pero una noche empezó éste a quejarse amargamente, y cuando al siguiente día me le trajeron, daba lástima el verle con sus ojos ribeteados de tanto llorar y no dormir, gimoteando, calenturiento y cubriendo el pabellón de la oreja con su mano, aunque sin apretar. El conducto auditivo externo presentaba un ligero abultamiento y alguna rubicundez en la parte posterior; nada de excepcional en el oído medio, pero el pabellón aparecía propulsado hacia fuera y adelante, y la piel de la región mastoidea roja, con tumefacción, caliente y dolorida. Me alarmé por varias razones: la edad del niño, sus escasas condiciones de resistencia, los vuelos que aquello prometía tomar; y todo esto después de mis optimismos durante los primeros días. Era cosa evidente que las células mastoideas habían sido invadidas y que los micrococos del pus estaban fraguando una osteoperiostitis que podía tener fatales consecuencias.

 

Sanguijuelas, pomada mercurial, calor húmedo, irrigaciones con bicloruro al 1 por 3.000 en la caja timpánica con sondas Weber; y veinticuatro horas mortales de espera, en que la imagen de aquel niño no se boraba de mi mente, persiguiéndome como la sombra de los Madgyares.
Pasado este tiempo volví a verlo; la escena había cambiando apenas; la supuración ostensible había disminuido; en cambio, el abultamiento en la apófisis mastoidea aumentaba. Intenté descubrir alguna zona o punto de fluctuación y no lo conseguí; la fiebre continuaba, pero sin que asomara ningún síntoma de parte de las meninges. Otra espera de veinticuatro horas y ya no pude más; busqué el punto más doloroso en la región mastoidea e hice una pequeña incisión a guisa de exploradora con el ánimo de agrandarla si el caso lo exigía. Ya estaba denudado el hueso, aunque no conseguí ver asomar ni una gota de pus, que indudablemente se infiltraba en las mallas del conjuntivo. Hice un pequeño raspado en la zona denudada y un lavado antiséptico, que se había de repetir con frecuencia durante el día: un tubito de drenaje y cura de Lister. Al día siguiente la escena se había despejado mucho. Todos los síntomas habían remitido y salía algo de pus por la incisión, que no tenía más allá de medio centímetro. Con un estilete logré descubrir una pequeña abertura fraguada en el hueso, y con tiento fui sepultando la sonda flexible de cauchuc, que sustituí a la de plata. Por fin llegué a las células mastoideas; hice un lavado entretenido y minucioso, y allí dejé un tubo fino de drenaje. Ya desde aquel momento adquirí la convicción de que el bicloruro lo había de arreglar todo, y con esta seguridad no quise raspar de nuevo ni eliminar violentamente lo necrosado. En días sucesivos fueron saliendo pequeñas porciones de hueso; la superficie de la mastoidea se cubrió de granulaciones con rapidez, y a los quince o veinte días había vuelto todo a su estado normal.
Quedaba aún algo de exudación en el oído medio, que terminó, como la otra vez, respondiendo a los mismos medios.
Hubiérase conseguido más con la sección de Wilde, o con una trepanación, o con la gubia? Positivamente no; en algún otro caso en que he practicado la sección dicha con parecido fin, el proceso de reparación ha durado más tiempo".

Juan Bartual Moret, Una otitis media purulenta con propagación a la mastoides, La Crónica Médica, 17, 161-163, 1894.