El afán
de operar
Amalio Gimeno
Cabañas
«Aunque
parezca raro, a poco reflexionar se viene en conocimiento de
que en la práctica de la cirugía existen preocupaciones
que llegan a categoría de ceguedad, y que son en menoscabo
de la reputación de los cirujanos y en prejuicio del razonable
tratamiento de los enfermos.
Y una de esas preocupaciones desdichadas, tal vez la más
dañina, es el afán ciego de operar.
No hay duda alguna. La cirugía operatoria contemporánea
ha llegado a alcanzar una altura brillante: todo se intenta y
todo se hace: lo mismo se practica una sencilla amputación
de un dedo que se extirpa la laringe y se sustituye por una verdadera
flauta: un día se liga una subclavia, otro día
se busca el tumor ovárico en el caliente seno del vientre
y se le arranca cual parásito incómodo y peligroso:
ayer se contentaban con resecar costillas, hoy ya se resecan
trozos de pulmón. Se llega casi al prodigio en atrevimiento
y en destreza.
La verdad es que tiene motivos la terapéutica quirúrgica
para mostrarse envanecida y hasta orgullosa. El conocimiento
del organismo que la anatomía de nuestros días
proporciona, le permite también construir mentalmente
la topografía de la región por la que ciegamente,
al parecer, va a pasear el filo de sus cuchillos o la punta de
sus sondas: sabe bien lo que busca con sus instrumentos y cae
matemáticamente sobre el punto que adivina y que necesita:
huye diligente de los sitios en que amenaza escondido el peligro,
sortea los obstáculos y se burla de las dificultades mecánicas.
Cuando quiere herir, hiere; cuando quiere respetar, respeta.
¡Maravilla causa a veces ver cómo recorre el acero
regiones temerosas en que la muerte yace escondida junto a la
hoja, a pocos milímetros del sitio donde ésta corta
y separa, desgarra y destruye! Hay mano que palpando, ve, y ojo
certero que hunde la punta del bisturí a profundidades
peligrosas, seguro de no tocar más que lo que desea y
lo que busca.
La mecánica operatoria, el arte manual, la parte artística,
difícilmente podrían llegar a más, porque
si la anatomía de nuestros tiempos ha sabido trazar los
planos topográficos de todas las regiones para comodidad
de los cirujanos, las ciencias auxiliares y las otras ciencias
médicas han levantado con vigoroso empuje a la cirugía
sobre el pavés de sus propias victorias.
Ya no sufre el enfermo que se opera, gracias a los letales vapores
del cloroformo o del éter, o a las oleadas de protóxido
de azoe, en que envuelven su cerebro; ya no brota sangre del
límpio corte hecho por el cuchillo, gracias a la venda
de Esmarch; ya no asustan y espantan los candentes hierros enrojecidos
al hornillo gracias al platino de Paquelin. El torrente invasor
de las novedades, de las mejoras y del progreso, arrolla con
irresistible ímpetu las dificultades mecánicas.
La terapéutica operatoria se enseñorea del cuerpo.
¿Qué extraño es, pues, que el entusiasmo
se exagere? El cirujano es arrastrado sin sentido y es empujado
también por la misma facilidad del procedimiento mecánico.
Y luego el renombre, la gloria que resultan de practicar una
operación que nadie ha hecho o a la que pocos han osado,
el celo por demostrar habilidad inimitable, y el estímulo
del trabajo ajeno acallan muchas veces la conciencia del médico
y despiertan y excitan sólo el amor propio del cirujano.
Entonces es cuando se olvidan los fundamentos racionales en que
ha de apoyarse toda indicación terapéutica; entonces
es cuando desaparece el enfermo con sus tribulaciones, sus angustias
y sus dolores, y sólo queda para el ciego operador un
brazo que amputar, un tumor que extirpar, un órgano cualquiera
que herir; entonces es cuando no se atiende a nada más
que al éxito operatorio en vez de atender al éxito
patológico y al terapéutico; entonces es cuando
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llega a importar
poco que disminuyan temerosamente las probabilidades de que el
enfermo sane, con tal de que no se pierda la ocasión de
demostrar habilidad y sangre fría, intrepidez y destreza;
entonces es cuando el médico, sacerdote de la salud, se
convierte en disector, en una especie de carpintero del cuerpo,
de tallista que corta y separa, que modifica y cambia la humana
escultura de carne, enferma y dolorida.No se podrá negar
que esto pasa, no con frecuencia, pero sí algunas veces:
tantas cuantas se olvida aquel sabio consejo de Gerdy de que
no se haga nunca con el enfermo lo que no se haría con
nuestros propios hijos. Es un pecado en que todos hemos caído;
una falta que lleva en sí nuestra defectuosa unión
de hombre y médico a la vez; efecto natural de las debilidades
del uno que no aciertan a evitar las nobles cualidades del otro.
Digan todos los que alguna vez y de algún modo han empuñado
el bisturí si no tengo razón: todos nos hemos hecho
reos de este delito, que lo es de lesa terapéutica al
serlo también de lesa humanidad; pero en él incurren
muy especialmente los operadores de oficio, los cirujanos que
pudiéramos llamar de cartel, aquéllos para quienes
no hay más Dios que el cuchillo, ni más tarea digna
de mérito que la de disecar en el vivo lo que sobre la
mesa del anfiteatro aprendieron en el cadáver.
En algunas ocasiones, para un cirujano de este temple, importa
poco que la operación no dé grandes probabilidades
de éxito respecto a la salud del operado; importa menos
que en buena lógica terapéutica deba operarse o
no; lo que importa es que el necio vulgo añada uno más
a la larga lista de hechos de armas que sostienen su renombre;
importa que se diga que ha operado mucho y que aún opera
más y que está dispuesto a operar siempre que haya
ocasión, tiempo y enfermos. Es una verdadera monotonía,
y si no se quiere tanto, una exaltada fiebre, una declarada "acometividad
quirúrgica".
No saben los que de este modo obran, o aparentan no saber, que
no es así como se demuestra el genio quirúrgico,
que no es así como el cirujano ha de probar su valer,
que no es sólo con el bisturí en la mano y oliendo
a cloroformo y a fenol, como es grande el que pretende curar.
Del mismo modo que el cañón es la "última
ratio regum", el cuchillo debe ser la "última
ratio medicorum".
El verdadero talento del cirujano no está únicamente
con operar: precisamente esta parte de la cirugía es la
más fácil y la menos enojosa; exige sólamente
un poco de arte de disector, que un mozo de anfiteatro puede
poseer. ¿Por ventura no hace uno de estos la ligadura
de la subclavia tan bien como un Nelaton? Exige asímismo
un poco de sangre fría y un tanto de audacia, pero nada
más: ni siquiera son necesarios extensos conocimientos
de anatomía topográfica si se exceptuan contadísimas
regiones; basta esa anatomía gorda que un regular alumno
de primer curso ha adquirido.
Lo difícil no es esto; lo difícil no es amputar
una pierna, hacer la traqueotomía o extirpar un cáncer.
Lo difícil es hacer bien el diagnóstico, fijar
con la exactitud posible el pronóstico, y antes de decidirse
a empuñar un instrumento, haber calculado con calma qué
es lo que debe esperarse de su manejo. Las operaciones inútiles
son verdaderas faltas: de remedios se convierten en torturas.
Ya que se hace daño, hágase al menos con fruto.
¿Qué vale cortar un trozo o extirpar un órgano
si el enfermo ha de morir a las pocas horas? ¿Cree el
cirujano que está por ello libre de responsabilidad, si
el operado no sucumbe durante el acto mismo de la operación?
Cálmese, apáguese esa fiebre; no convirtamos al
enfermo, digno de lástima y de atención, en un
"caso curioso", Háganse en buen hora las grandes
operaciones; la cirugía moderna cuenta con ellas como
con verdaderos triunfos, y tiene razón; pero háganse
con inflexible lógica terapéutica, háganse
después de haber medido y pesado juiciosamente el pro
y el contra, después que se hayan adquirido serio convencimiento,
razón madura y confianza en el éxito.
Porque la verdad es, que ligar la aorta abdominal o extirpar
un riñón, cualquiera puede hacerlo; evitar la muerte
es lo difícil.
Curar es lo que importa».
Amalio Gimeno
Cabañas, El afán de operar, La Crónica
Médica, 12, 129-132, 1883.
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