La alcoba vacía: la pintura después de la pintura David Pérez En el primero de los libros de la Ética a Nicómaco Aristóteles, basándose en un verso de Hesiodo extraído de los Trabajos y días, señala que "el principio es más de la mitad del todo". La afirmación viene respaldada por el hecho de que partiendo de los inicios puede resultar más sencillo y eficaz aclarar "muchas de las cosas que se buscan". La evidencia de esta extendida idea de origen heleno que se halla dotada de un indiscutible arraigo y tradición en nuestra cultura, debe ser tomada, sin embargo, con una cierta cautela ya que en ámbitos como el artístico la búsqueda de unos anhelados orígenes puede llevarnos, tal y como fue puesto de relieve hace algún tiempo por Ernst Kris y Otto Kurz, a la retórica mitologizadora de la fabulación y de la leyenda. Una retórica a partir de la cual en la búsqueda de los orígenes se intentan hallar los restos de cualquier signo de carácter premonitorio que permitan establecer, a modo de anunciación y epifanía, o bien la ficción de una biografía unitaria y sin fisuras -versión laica de un destino escrito por divinas manos- o bien el darwiniano transcurrir estético de un decir -y de un hacer- dirigido de forma idealista hacia la consecución de una precisa e imperturbable meta. Conscientes de este hecho, si ahora deseamos aludir a los inicios de la actividad artística de Guillermo Peyró Roggen no es ni para hallar los rasgos intransferibles de su pretendido ADN pictórico ni para tener desde un primer momento recorrido -asumiendo así la aseveración aristotélica- más de la mitad de su todo plástico. A través de la referencia a las actividades iniciales de nuestro artista lo que nos interesa es cuestionar, junto a la ya devaluada validez de una genética artística que sólo interesa al mito o al mercado, el propio sentido unidireccional de una historia a la que resulta difícil convivir con la irregularidad aparente de una evolución que puede responder -de forma aleatoria aunque no necesaria- a discursos que sólo en la contradicción parecen sustentarse. Unos discursos, no lo olvidemos, que si devienen contradictorios se debe únicamente a que toman como referencia el propio decir institucionalizado de una historia en la que la pintura queda concebida como anomalía cronológica y/o como reducto de una producción visual en extinción. De este modo -y ahí está para corroborarlo la propia evolución seguida por Peyró Roggen a lo largo de las últimas tres décadas- se puede partir de un interés artístico vinculado a actividades interdisciplinares de corte conceptual, para derivar con posterioridad tanto hacia una práctica colorista de carácter expresivo-gestual, como hacia una contenida pintura de resonancias figurativas que hallará su impulso referencial en la siempre paradójica representación del silencio y de la ausencia. Lo que con ello se está poniendo de relieve no es el cuestionamiento de la evolución seguida -dado que cualquier evolución es en sí misma posible-, sino el problema generado a partir de la propia imposición institucional de una dirección evolutiva determinada. Una dirección que queda, por ello, regida por una serie de pautas interpretativas a través de las cuales se intenta dotar de un único y legítimo sentido a una historia que en lo concerniente al ámbito artístico se halla escrita en función de una serie de intereses y valores que responden -en más ocasiones de lo debido- a requerimientos que van más allá de apreciaciones de índole estrictamente estética. Se plantea así no tanto el problema de una evolución -en el presente caso la de Peyró Roggen-, como la propia evolución de un problema que es el suscitado por el decir institucionalizado de un arte que, todavía hoy, se encuentra lastrado por el peso de un discurso de carácter teleológico. Un discurso en el que la progresividad de la evolución de la propia actividad artística viene determinada -desde la perspectiva instaurada con posterioridad a las vanguardias del primer tercio del siglo XX- por tres factores que podemos considerar fundamentales. En primer lugar, por el culto a una originalidad obediente, una originalidad que es tal siempre y cuando la misma respete de forma implícita las normas estético-institucionales dominantes. En segundo lugar, por la superación controlada del marco tradicional en el que arte se ha venido desenvolviendo, un marco cuyos soportes, procesos y técnicas han quedado anulados por el despliegue de una estética de la videocorrección que ha hallado su apoyo en las civilizadas formulaciones de lo que puede ser calificado como ciberizada tecnoacademia. Y, en tercer y último lugar, por la instauración de un decir multidisciplinar que ha convertido la promiscuidad del mestizaje y de la intertextualidad en receta lexicalizada de un mercado puramente impuro y en permanente estado de hiperexcitación renovadora. En función de ello, la propia trayectoria seguida por Guillermo Peyró Roggen desde sus primeras exposiciones colectivas efectuadas en el periodo comprendido entre los años 1974 y 1976 -una trayectoria que no debe ser considerada ni "anómala" ni "excepcional" en relación a la evolución seguida por otros artistas de su misma generación- puede sernos de gran utilidad a la hora de delimitar con una cierta precisión la falacia que subyace a ese milenarismo estético al que inexorablemente se vinculaba el discurso institucionalizado del arte conceptual. Un milenarismo en el que el catastrofismo apocalíptico derivado de la tantas veces anunciada muerte de la pintura -más que del arte- estaba desempeñando un excesivo -y, en ocasiones, sobrevalorado- protagonismo. Debido a estas circunstancias -y al consiguiente auge asumido por el prejuicio contrapictórico- se puede afirmar que lo que en estos momentos debiera resultarnos sorprendente no sólo es la existencia de la propia práctica pictórica o la dedicación artística a la misma, sino también el que ésta todavía sea capaz per se de suscitar sorpresa o incredulidad, cuando no indiferencia o soterrado desdén. Un conjunto displicente de apreciaciones que, tal y como sucede con el itinerario plástico desarrollado por nuestro artista, han podido verse acrecentadas por el hecho de que su práctica pictórica se ha relacionado a lo largo de la última década con una recuperación figurativa en la que la imagen utilizada -ajena a cualquier connotación naturalista- ha actuado no sólo como colapso narrativo dirigido a propiciar la ralentización y demora visuales, sino también como crítica hacia esa omnipotente mirada que está siendo configurada desde el exceso y la bulimia del consumo icónico. El desolado panorama que se dibuja no debe hacernos olvidar que el alcance que adquieren estas constataciones posibilita el hecho de que dispongamos de unas condiciones más que adecuadas para efectuar una aproximación que trate de situarse más allá de la secuencialidad cronológico-estilística con la que se está escribiendo -e inventando- la historia del arte contemporáneo. Al respecto, hemos de tener en cuenta que toda historia -al igual que sucede con toda lectura- oculta un espejo y una sombra. El espejo en el que al reflejarnos nos construimos y la sombra en la que, tras ser proyectados, descubrimos la propia incertidumbre que nos habita y en la que habitamos, una incertidumbre que escribe en nuestro rostro la grafía indeleble de la insuficiencia y de la parcialidad. Historiar, siquiera sea en la evanescencia del presente, supone leer e interpretar, trazar en el aire los signos de una niebla que el viento disipa y que el eco repite. Ya Montaigne había advertido sobre el exceso hermenéutico que nos define y sobre el peso de ese celo glosador a través del cual destinamos nuestros esfuerzos a una inabordable tarea intertextual. "Hay más trabajo -escribía en el ensayo De la experiencia- en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas, y más libros sobre los libros que sobre otro tema: no hacemos más que entreglosarnos". Con todo, es en esta cadena interpretativa a la que vivimos encadenados donde, al hacernos, nos reconocemos. Y donde reconociéndonos, nos descubrimos: inventando nuestro presente y reescribiendo el pasado, imaginando el futuro y dando cuerpo a una historia que deja de ser registro para convertirse en espejo. Espejo de todo aquello que nuestra lectura proyecta. Sombra de un anhelo que se construye desde el deseo. Y también desde el interés. Desde ese interés con el que se escribe el arte y con el que se pervierten los rasgos de su plural y contradictoria escritura. Una escritura que en Guillermo Peyró Roggen no lleva de la pintura a su muerte, sino de la muerte a la vida. A esa vida de la pintura que hace que ésta todavía sea posible. Y, sobre todo, necesaria. Volvamos, por ello, a un pasado que es inicio y a un inicio que también es fin. A mediados de los años setenta del pasado siglo, poco después del avatar biopolítico que puso en fase terminal a la Dictadura, la revista Ajoblanco publicaba coincidiendo con la libresca celebración del 23 de abril de 1976 su número 12. Se trataba de un monográfico especial destinado, según se señalaba textualmente, a publicitar -por el módico precio de 35 pesetas- las excelencias de un impostergable "estallido poético-literario" derivado del forzoso silencio impuesto desde las instituciones franquistas. La mediocre calidad de lo publicado, así como los deficientes resultados obtenidos no amilanaron a los editores de la revista, ya que durante tres años consecutivos buscaron paliar su desencanto con intentonas tan desalentadoras como progresivamente apocadas. Reflejo de la evolución sufrida fueron los títulos que recibieron la tríada de números extras que vieron la luz: Bomba literaria (1976), Bombilla literaria (1977) y Linterna literaria (1978), una secuencia harto elocuente que recogía en su gradual y disminuida semanticidad bélico-lumínica el reconocimiento de un mal disimulado fracaso. "¿Cómo queréis que pase algo -se preguntaba con libertaria desazón el editorial de 1976- si no os dignáis a ser protagonistas?". La constatación de un desaliento que venía propiciado por la ausencia de una acción directa de carácter creativo, no parecía afectar con la misma intensidad a otros ámbitos. Así, en esas mismas fechas, todavía se podía detectar en la atmósfera artístico-plástica el influjo de un viento que con posterioridad iba a ser calificado por algunos como huracanado. Un viento que, reducido en pocos años a brisa -cuando no a estornudo-, había dejado sentir su mayor impronta en algunos de los núcleos artísticos más contestarios de ciudades como Granollers, Banyoles, Mataró, Barcelona o Madrid. Nos referimos a ese "huracán conceptualista", tal y como será definido por Simón Marchán, cuyas consecuencias llegarán a ser percibidas incluso en poblaciones como Pedralba, localidad situada en la comarca valenciana de los Serranos. Allí, en el mes de julio de 1976, pocos meses después de esa fallida bomba a la que aludíamos, se reunía un "grupo de artistas (no constituyentes de equipo)" -por utilizar la misma terminología estético-productiva empleada en el documento editado para la ocasión- integrado por Julio Bosque, Vicente Fuenmayor, María Montes, Guillermo Peyró Roggen, Maribel Roso, Rosa Sanz y Josep-Lluís Seguí. Tomando como punto de partida una dispar procedencia creativa y buscando una enriquecedora labor interdisciplinar de marcado acento analítico-conceptual, el citado "equipo de realización" pretendía llevar a cabo, desde la propia práctica individual de sus integrantes -ya fuera fílmica, fotográfica, plástica, sonora, textual…-, "una investigación estética sobre Pedralba que tendría que devolverse a la misma población/objeto de trabajo". Dicha investigación, en el caso concreto de Peyró Roggen y Julio Bosque, iba a quedar centrada en "una serie fotográfica y textual sobre el proceso de producción del vino", industria a la que Pedralba (Cuna del mejor vino)se hallaba especialmente vinculada. En este contexto en el que tampoco falta -en la temprana fecha de 1975- la participación de nuestro artista en el inopinado homenaje tributado a John Cage por Actum en la Societat Coral El Micalet, es en el que tiene lugar el inicio de una actividad artística que parecía destinada a deambular por los intersticios de un espacio -cuya historia en el ámbito valenciano todavía se encuentra por hacer- en el que la búsqueda de una especificidad lingüística resultaba tan inoperante como estéticamente incorrecta. La pureza de un decir incontaminado, que políticamente se vinculaba a la tradicional ortodoxia del inmovilismo ideológico que intentaba ser superado, resultaba una impertinente compañera de viaje para quien quisiera asumir el protagonismo de un recorrido que si algo deseaba era el afianzamiento de su propia audacia iconoclasta. Con todo, conviene actuar con cautela a la hora de analizar este periodo, dado que, aun sin pretenderlo, podemos caer en el estereotipo de determinados clichés. En este sentido, resulta imprescindible evitar el esquematismo derivado de un dualismo como el expuesto, ya que en un periodo relativamente breve de tiempo vamos a asistir del resfriamiento provocado por el citado huracán conceptualista, a la no menos airada y también tormentosa recuperación pictórica operada a partir de 1980. De hecho, el propio Peyró Roggen, cuatro años después de su participación en el proyecto de Pedralba, obtendrá el primer premio Senyera en la modalidad de pintura en su edición XIV (1980), una edición que contará entre sus finalistas con los nombres de una nueva y emergente generación integrada por autores como Sanleón, Morea, Garrañaga o Julio Bosque y Vicente Fuenmayor, dos de los artistas que también habían participado en el citado proyecto conceptual de 1976, así como en una de las aventuras interdisciplinares propiciadas en 1974 por el activo Instituto Alemán. Como puede deducirse de lo apuntado, la existencia de un rechazo hacia determinados lenguajes estancos -o, incluso, pretendidamente periclitados-no supondrá la necesaria superación de una disciplina que, tal y como sucederá con la pictórica, será vivida en esos momentos como una auténtica práctica de riesgo, término que, curiosamente, aparecerá utilizado en diversas ocasiones -y sin ninguna connotación negativa de naturaleza epidemiológica- en la conversación que Peyró Roggen y Vicente Fuenmayor publicarán en 1981 con motivo de la edición conjunta de una carpeta en la que recogerán una representativa selección de diversos textos, dibujos y serigrafías. Ahora bien, con independencia de ese riesgo que para nuestro artista supondrá "siempre la posibilidad de equivocarse", la pintura también será vivida en esa década como renovado y placentero camino. Parafraseando a Matisse podríamos hablar de una joie de vivre plástica con la que gozosamente quedará revestida la propia práctica pictórica. De este modo, el denominado placer de la pintura, tan cercano a su vez a ese otro plaisir que Barthes había vinculado al texto, asumirá un protagonismo -intenso aunque breve- que en términos generales se verá traducido en la utilización de grandes formatos, gruesos empastes y salvajes figuraciones, así como en el predominio de desbordados gestos, contrastados colores y dramáticas composiciones. Sin embargo, este renacer de la práctica pictórica al que contribuirán las posiciones de la transvanguardia, será cuestionado con cierta virulencia en los años finales de esa misma década cuando el neoconceptual vuelva a hacer su aparición en el mercado. La necesidad de un recambio que se consideraba ineludible desde el mismo momento en el que el retorno a la pintura había sido a su vez calificado como una estrategia de mercado, supondrá el cuestionamiento de una práctica que desde entonces se ha visto fatalmente condicionada por el dictado de unas corrientes que, legitimadas por el discurso institucionalizador del arte, han apoyado esa estética de la videocorrección ya anteriormente aludida. Una estética más preocupada por el impacto de lo visual y por su espectacularizada difusión que por el cuestionamiento del propio fenómeno visual y la transformación de éste en reflejo de una economía icónica que se halla al servicio del nuevo orden videocrático. La pintura que Guillermo Peyró Roggen realiza al inicio de la década de los ochenta participa de un contenido lirismo de raíces abstractas en el que el protagonismo de la obra es asumido por la gestualidad, el color y la luminosidad. El problema planteado en estos lienzos nos traslada desde un ámbito dominado por la repetición expresiva de estructuras geométricas elementales, hasta un espacio cuyo único límite -con independencia del derivado de su propia materialidad como objeto bidimensional- va a verse determinado por la búsqueda de su propia evanescencia discursiva. Una vez más, es la consecución de una atmósfera que se sabe frágil -en tanto la pintura deviene sugerencia antes que afirmación- el objeto de una práctica que intenta a través de un cromatismo y de una pincelada que recogen los ecos del Monet más alucinado y anciano, así como los del expresionismo norteamericano de raigambre rothkiana, generar un espacio que en sí mismo sea presencia. Es decir, escritura que se sabe viva y que vive en su propio trazo el sentir de su producción. Frente al discurso de la representación y de su poética reproductiva -cuya crítica es una las herencias más evidentes del movimiento moderno en general y del conceptual en particular-, la pintura se concibe como experiencia. Y, debido a ello, como suceso y fenómeno a través del cual genera su propia materialidad. Al respecto, en un temprano texto datado en 1977 -posteriormente recogido en el catálogo de la exposición celebrada en la Galería Luis Adelantado durante 1988- Peyró Roggen planteaba el sentido de esa materialidad al apuntar que la pintura es tan sólo pintura, "palabra escrita de izquierda a derecha sobre el cuerpo, con el cuerpo". La relación gesto-cuerpo-pintura se superpondrá, a su vez, a la naturaleza no mimética de esa relación, ya que el cuadro se definirá desde una perspectiva estrictamente objetual y productiva. La superficie pictórica en tanto que suceso quedará transformada en acto. Y, por ello, en realidad. En ensayo no referencial ni representativo que se produce y desarrolla sobre una superficie concreta. Pintar es pintar y la pintura, haciéndose eco del influjo de la denominada pintura-pintura y de las posiciones defendidas desde Suport-surface, no podrá ser más que una imagen de sí misma: el reflejo autorreferencial de una entidad no ficticia que, parafraseando el citado texto de 1977, se resolverá tanto en su ejecución ("El cuadro no ficción, sino ejecución"), como en la constatación de su realidad. Una realidad que convertida en acto se apoderará del lienzo y de su materialidad, transformando a éste en "página vacía" y en texto. En escritura que ocupará la planicie de su bidimensionalidad dejando que el color anule el blanco de su soporte para así trazar los signos de una fluida caligrafía. De este modo, la pintura tan sólo podrá constituirse como relato de su transcurso significante. Como color que se dice color. Como luz que a sí misma alumbra. La pintura -en tanto que ejercicio doblemente productivo inserto en el proceso económico del capitalismo tardío- vivirá en estos años finales de la década de los setenta y comienzos de los ochenta un curioso proceso de autoafirmación que, a pesar de los esfuerzos realizados y de los intereses en juego subyacentes, irá sumiéndose en un paulatino descrédito. En este contexto no hay que olvidar que en 1978, dos años después de la iniciativa de Pedralba y dos años antes del citado premio Senyera, la editorial Gustavo Gili publicaba, con un retraso de siete años respecto a su primera edición francesa, La enseñanza de la pintura, uno de los ensayos de Marcelin Pleynet más leídos y citados del momento. Como apéndice a dicho volumen se editaban cuatro textos escritos originalmente en plena vorágine sesentayochista. Entre estos se encontraban "Pintura y "estructuralismo"" y "Desaparición del cuadro", dos artículos en los que se abordaba el análisis pictórico desde una perspectiva ideológica a través de la cual el cuadro, concebido como "significante de un significado que es el mundo" se oponía a la propia pintura, esa actividad que "no "representa" nada, [ya que] responde a la articulación productiva de su actividad". Los años ochenta, sin embargo, barrerán con todo este panorama. En el transcurso de la década, la pintura -tanto en su vertiente transvanguardista, como en su más ideologizada y telqueliana versión abstracta- irá cediendo su protagonismo discursivo a la cada vez más institucionalizada recuperación postconceptual operada en los ámbitos expandidos de una escultura que, liberada de cualquier pedestal, estará en condiciones idóneas de absorber el vídeo y la performance, la instalación y la imagen fotográfica. Frente a los posicionamientos pictóricos -o contrapictóricos- que todavía a finales de los años setenta podían suscitar un cierto apasionamiento reflexivo, tres nuevos fenómenos de naturaleza más empresarial que artística y de resonancias más económicas que estéticas adquirirán a partir entonces un desconocido y sorprendente valor. En primer lugar, a raíz de la progresiva museificación -y consiguiente parquetematización- operada dentro del arte contemporáneo, el museo y los contenedores expositivos vinculados al organigrama cultural postmoderno reorientarán sus usos y significados en función de las responsabilidades asumidas como renovados mecenas. En segundo lugar, la asunción de este patrocinio traerá consigo la consolidación legitimadora del curator como garante y comisario de un saber -y de un poder- cada vez más institucionalizado. Finalmente, la conjunción de ambos hechos y su conexión con el auge vivido por una escultura expandida hacia ámbitos como las instalaciones y el espacio público, propiciará la paradójica anulación de la obra -entendida como proceso de investigación propia- en favor de un discurso que por sí mismo no surgirá, en numerosas ocasiones, ni como respuesta ante un problema directo ni como análisis suscitado por una situación, sino como coartada de un trabajo que se verá sujeto a un requerimiento conceptual determinado por el comisario o comisaria de turno. De este modo, el escenario artístico que se configura desde finales de los años ochenta muestra la realidad de una pintura que va a quedar convertida en vestigio residual de una anacrónica pervivencia. Un vestigio que es sombra de un decir considerado improductivo y que muestra escasas posibilidades competitivas dentro de un mercado icónico que, al igual que sucede con cualquier otro sector comercial, se halla dominado por el consumo y por la reiteración: por el consumo de unas novedades que asientan su lenguaje en una sintaxis mediática derivada del universo visual publicitario; y por la reiteración de unas remozadas escenas costumbristas a las que, a diferencia de las decimonónicas, se ha añadido un tamaño digno de los cuadros de historia y un calculado repertorio iconográfico de registros pretendidamente provocativos. En este contexto de colonización visual y de desertización simbólica, la década de los noventa no ha hecho más que acrecentar la desazón que acompaña a la pintura. Una desazón que parece venir motivada -sin duda alguna de forma errónea- por la evidente pérdida sufrida en la batalla por la hegemonía icónica. El reconocimiento de este hecho, sin embargo, no debe empujarnos a error alguno, ya que es en esta debilidad competitiva -en su asumida imposibilidad de dominación ocular- donde la pintura contemporánea todavía puede sustentar la paradójica fortaleza y el contradictorio interés de un discurso destinado a la crítica del propio consumo icónico, esa evidencia de invidencia que deja ciega y torna oscura la luz de toda mirada. Al respecto, resulta curioso constatar cómo la obra de Peyró Roggen ha vivido en esta última década -la de la pintura menguante- algunos de sus más destacados y mejores momentos. Unos momentos que han sido certeramente glosados por Juan José Romero Cortés, José L. Falcó y Carlos Marzal en los textos -brillantes y difícilmente superables- de los catálogos editados por Víctor Segrelles con motivo de las exposiciones celebradas en 1997, 2000 y 2003 en la Galería I Leonarte, y que han puesto de relieve cómo la pintura puede todavía continuar desempeñando un importante -aunque comedido- papel. Series como las dedicadas a las estancias, a los alfares o a los libros, paisajes como los destinados a sierras y montañas o lienzos con interiores que hacen del espacio un espacio de interioridad, constituyen ejemplos de cómo la pintura constituye un ejercicio dirigido a la realización -baldía, pero necesaria- de imágenes que en su concentrado transcurrir combaten el propio discurso de la imagen. Un discurso que la contemporaneidad, rehabilitando los atributos medievales aplicados a la divinidad, ha reordenado al sentar las bases de una escolástica mediática que encuentra su apoyo en la omnipotencia audiovisual, la omnipresencia icónica y la omnisciencia tecnoeconómica. Ante el ver disminuido que genera la inflación visual en las sociedades postindustriales, la actividad pictórica de Peyró Roggen se configura como ejercicio de detención. Un ejercicio destinado a efectuar una práctica visual de lentitud que sólo puede quedar resuelta en su propia dilatación. Ver requiere tiempo y la pintura lo construye al solidificarse en cada pincelada y disolverse en cada lectura. Debido a ello, si pintar espesa los tiempos, leerlos nos invita a dejar descubierta la mirada. A descubrirla e inventarla a través de esa espesa conjunción generada por el gesto y el color, el espacio y la luz, el silencio y la memoria. Los lienzos de Peyró Roggen -al igual que sucede con todas aquellas obras que intuimos dotadas de profundidad- nos inventan en cada mirada, de ahí que reconozcamos en ellos la herida de esa temporalidad que nos cose y aguijonea. El protagonismo de esta pintura se halla en la propia pintura, en el decir de un discurso que es -como no podría ser de otra manera- signo y tiempo, materia metafórica de una constatación que se sustenta en la paradoja: aquella que plantea la realidad pictórica como reflexión en torno a un espacio que es espacio de reflexión. Una realidad, a su vez, que se sabe espejo de fragilidad y reflejo de inconsistencia. Como puede deducirse de lo apuntado, todo lo que rodea a la pintura resulta paradójico. Extremadamente paradójico. En este sentido, paradójico es intentar subvertir la ruidosa imposición mediática de tiempos y temporalidades. Paradójico es articular un discurso que no cuenta con el beneplácito legitimador de una heterodoxia artística convertida en norma y en institución. Paradójico es dejar que el tiempo se pierda sobre el abismo de una superficie vacía de monitores, para así entrever el paso de una vida sin tiempo. Paradójico es constatar que en un universo dominado por la hipervisualidad la invidencia se halla tan generalizada. Finalmente, paradójico es pintar lo que no puede ser pintado y saber que de ello no va a quedar nada pintado. Con todo, constatar la presencia de esta consustancial paradoja -y recrearse en ella- no constituye novedad alguna. Así, en "La luz y la raíz", el texto que Juan José Romero Cortés dedica a Peyró Roggen en 1997, podemos detectar un reconocimiento de la misma, así como de su contagiosa capacidad expansiva: "Esa supuesta contradicción en las palabras, en la pintura, no tiene por qué confundirnos. Siempre nos encontramos perdidos cuando hablamos de qué es, qué significa algo que nos gusta mucho". Establecida esta contradictoria tensión, José L. Falcó en el texto publicado en el catálogo del año 2000, "Ámbitos y estancias", volverá a incidir sobre el tema al delimitar la insalvable disociación que este hecho genera, ya que "sentimos en un mundo, pero pensamos y nombramos en otro". Por último, en "Siete vislumbres y un poema para Peyró Roggen", el texto que Carlos Marzal escribirá para la exposición de 2003, se nos va a invitar no tanto a resolver el sentido de todo este confuso transcurrir, como a convivir con un sentir que se sabe confluencia simultánea de oposiciones: "La pintura termina por ser lo que sobrevive a las palabras que hablan de ella, lo que se escabulle de las palabras que tratan de nombrarla". El cometido que así se perfila rebosa complejidades. Y no sólo para quien pinta, sino también para quien a lo pintado dedica sus horas. Al respecto, hace más de milenio y medio Agustín de Hipona señalaba en el Libro X de sus Confesiones que disponemos en nuestro interior de infinitas imágenes. Éstas lo son de cosas y tienen su origen en los sentidos, esas privilegiadas "puertas de acceso" por medio de las cuales el caos deviene cosmos. A pesar de que sin sentidos no existirían imágenes, también es cierto que sin imágenes -y aquí la paradoja está, una vez más, servida- no existiría el mundo. Y no lo haría porque sin ellas, sin esas imágenes de las que "nadie sabe decir cómo se han formado", nada sería nada. Nada salvo un todo mudo. Un despojado todo rebosante de un imposible silencio del que nadie "no podría decir nada en absoluto". Los sentidos, desde esta perspectiva, posibilitan y crean las imágenes. Y al crearlas nos hacen creer en el mundo. Tornándolo legible en su propia visibilidad. Sin embargo, el mundo también nos crea. Y al crearnos nos puebla. Habitándonos ahora de imágenes que son espectros y de representaciones que son fantasmas. Debido a ello, la memoria se torna "tesoro" para Agustín ya que tesoro son las imágenes que percibimos. Que percibimos y tomamos. Unas imágenes que también nos toman y nos dicen. Porque las imágenes son tesauro, copioso léxico sin fin de lo que somos y de lo que nos hace. De aquello que percibimos y apresamos, ya que percibir es apresar el mundo: expresión de la inabarcabilidad de ese "palacio espacioso" que la memoria construye. Un palacio en el que, según apuntaba el autor de las Confesiones, "me acuerdo de mí mismo" al edificar lo que me ha sido. Aquello que nos ha hecho ser. Ser y saber. Saber que tan sólo se puede ser "lleno de estupor". No otro es el mundo al que empuja la pintura de Peyró Roggen. Un mundo en el que la memoria y el estupor nos hacen, dado que la perplejidad de sabernos sin saber es aquello que nos dibuja. Desdibujándonos y trazando los precisos límites de nuestras sombras. Esas sombras que, con fugaces destellos, la pintura ilumina y la poesía también alumbra, puesto que ambas no son más que la escritura de una percepción, apasionada y desencantada, que simultáneamente suscita el entusiasmo y la decepción, el arrebato y el desengaño. Al respecto, no hemos de olvidar la estrecha vinculación de Guillermo Peyró Roggen con el ámbito literario y con los propios poetas -ahí están para constatarlo los textos de esos últimos catálogos convertidos en devocionarios poético-profanos-, una vinculación que también muestra cómo algunas de sus últimas series recogen, dentro del imposible silencio que circundan, ese otro silencio que las palabras añoran. Quizá es por ello por lo que la pintura más reciente de Peyró Roggen invita a una visión silente y nocturna. Una visión que, al restar interiorizada y vigilante, perfila los rasgos de un mundo que se sospecha saciado de imágenes, pero ayuno de miradas. El reconocimiento de esta progresiva depauperación visual en la que vivimos configura el núcleo de los problemas a los que la pintura actual -y con ella la de Peyró Roggen- se enfrenta. Unos problemas que, pese a su diversidad, plantean tres comunes inquietudes: el entorpecimiento de la expansión de la invidencia; la necesidad de la descolonización icónica y, por último, la recuperación de una temporalidad no reglada. Combatir en estos frentes resulta una tarea destinada -con toda probabilidad- al fracaso. Con todo, es en este fracaso y en su paradójica asunción donde la pintura puede asentar la razón de su perdurabilidad. Una perdurabilidad que, sin embargo, está condicionada por la propia paradoja que nos conforma y que ya fue recogida hace cinco milenios en la primera de las epopeyas clásicas, el Poema de Gilgamesh. Allí, en la columna V del texto neobabilónico de la tablilla III se señala al reflexionar sobre el alcance de las obras emprendidas por el ser humano que "todo lo que [éste] hace y rehace no es más que viento". Viento y poco más. Acaso la pintura sea eso también. El trazo de una sombra que es viento y que detenida queda al ser herida por la luz que palidece en esas alcobas a las que el silencio de la tarde llega. |