LA LUZ Y LA RAIZ
Juan José Romero Cortés
¿Se puede llegar al vértigo en un mundo plano? Depende, fundamentalmente, de las fuerzas que se tengan. De mirar, de pintar. De caer. Entre el que mira y el que pinta la distancia es considerable. Infinita. Normalmente, los cuadros se colocan frente a los ojos, frente a las manos. Verticales. Da lo mismo, pues, ocupando todo el espacio, está la oscuridad. Del que pinta. Del que mira. En medio -cortándola- una superficie plana. De canto. Sin espesor. La pintura que había en unos botes y tubos está toda en ese plano. En absoluto puede detener el vértigo de ambos.
¿Se puede ver la oscuridad de lado?
Sí.
En el Instituto Valenciano de Arte Moderno, contemplando los cuadros de Pierre Soulages, casi me tocó fundirme en las paredes. Eran cuadros negros, enormes, planetarios. Densos. Muy negros. Pero sólo cuando te convertías en la misma pared que sostenía cada uno de los cuadros , y los mirabas de soslayo, descubrías el mar de la oscuridad, sus largos ríos subterráneos, la luz de la oscuridad, la luz de los focos brillando en las espesas aguas plateadas. Producía vértigo.
Mirar es caer.
Las líneas rectas que unas veces dividen, otras atraviesan los cuadros de Peyró Roggen, también están donde no deben. No las esperamos, como todo trazo que hace avanzar el arte. Una manera de dejar colgada la realidad. Sólo si aparece el vértigo caemos en la cuenta. En los cuadros colgados. En una pantalla. En una música. En la idiotez.
Antes caían por los cielos abiertos de las cúpulas barrocas. En la salvación. En profundas mazmorras. En unos brazos. Hoy también. Da lo mismo dónde.
Pero las líneas rectas de Peyró Roggen guían a los ciegos. La ceguera es la mirada del vidente, del que realmente ve. Un conocimiento para el cual, a pesar de todo, hay que tener los ojos muy abiertos. Y él nos adentra por oscuros senderos de luz estrecha que vienen de muy lejos, dividiendo laderas de montañas, habitaciones desnudas, valles olvidados y espacios del espacio que desconocemos. Esos atajos formales son el vacío por el que caemos en la cuenta. El que mira está solo y ciego. Frente a la pintura. Frente al cuadro necesario, porque Narciso ve en la fuente aquello que de sí mismo sus ojos no pueden ver... [aunque] la separación en la imagen sigue siendo unidad en la visión. Nada es intrínseco al arte. Es nuestro, aunque esté separado de nosotros por sus leyes. No hay roturas sino vértigo. Para sentirnos caer, alguien, algo, deben simularnos la distancia, el vacío.
Peyró Roggen lo hizo en sus inicios con líneas rectas detenidas, dilatadas sobre fondos arenosos. En otro momento, doblaron palideces sin llegar a partirlas, como flexionando una ilusión en el espacio. O construían limbos geométricos donde la luz las columpiaba. Los cuadros se acercaban, se alejaban según un sentimiento como ni suyo ni nuestro. Más tarde - aunque es absurdo hablar aquí de tiempo- no parecían líneas sino anchos campos del espectro de la luz que se ajustaban o abrazaban por influjo de una palpitante norma que los hacía extrañamente naturales. Luego, se desprendieron de ángulos, se quebraron, expulsaron sombras y babearon. Al final, se volvieron rendijas de ventanas clausuradas, goznes de puertas entreabiertas. No hablaré para nada de lo que hubo detrás, de lo que hay detrás. Ni del espacio existente entre todas esas líneas. Son muchos años. Años que aquí no caben. Pero, ya desde el principio, Peyró Roggen, como hijo de la historia y del lenguaje de los ojos, no descomponía las formas, como se hizo en la primera mitad de siglo, sino que abría los colores con infinito cuidado , como se estaba haciendo desde finales de los cuarenta.
Con líneas rectas temblorosas o temblores rectos como líneas no para dividir el espacio de este mundo sino para unir la luz de todos los mundos posibles.
Son muchos años que no están aquí. Son como lluvia en el umbral de la exposición.
Llueve.
Hoy, en estos cuadros, además, las líneas abren sueños.
Mejor dicho, conducen a los sueños.
Sin embargo, las capas y las superficies que nacen de esos senderos no pertenecen -aún no- a los sueños sino a la atmósfera. A la del oeste, por donde cae el sol. Por donde, tengamos o no vértigo, caeremos todos. Son brumosas, con un tornasol embarrado, movedizas. Recuerdan esos fondos de interior sobrecogedoramente neutros y turbios sobre los que están retratados los reyes y vasallos velazqueños. La atmósfera de fondo emerge a la superficie: aquí estoy. Soy más que el rey y el vasallo. Confundo a ricos y pobres. Sobre mí está la vida, pero soy de otra materia que también cambia. Tengo espesor de tela y densidad de frontera.
Nuestras ideas, obsesiones, deseos son tijeras, piquetas. No hay más remedio que utilizarlas.
Mirar.
Ver.
Caer.
Los cuadros.
Una tarde-noche de otoño.
Superar el presente obligatorio, como decía Marguerite Duras.
Esta es la obra más estática y menos inmóvil -algo parecido al equilibrio- de Peyró Roggen. Los colores no se van: transcurren dentro de sí mismos. En capas solitarias del oeste (por donde cae el sol) altas, bajas. Las más livianas, parece que lo son por pertenecer a la tierra, al cielo, a un orden aparentemente físico de lo natural; se esconden por las esquinas como los paisajes en los retablos góticos. Las más pesadas lo son porque van cargadas con siglos y siglos de pintura en manos, cuencos, maletines; ocupan el mayor espacio y son razón de ser. Las que conectan aquéllas y éstas, lo son porque son las mismas en tránsito a su disolución. Las que no conectan sino que interfieren o irrumpen hacen la fuerza del bastidor en la tela: sujetan lo invisible; como el silencio en la música. Así he visto en los cuadros de Peyró Roggen formarse los planos. Quizá he visto más de los que tienen: los invisibles. Todos van hacia el fondo, hacia la superficie casi sin moverse. Da lo mismo.
Porque el que mira ya está en la frontera.
Ni rico ni pobre (en todo caso proletario con riqueza interna. No en vano la quiebra de los modos de ver -primera vanguardia, formalismo, abstracción- fue el otro raíl por el que corrió el tren revolucionario). Abre los ojos como el que cierra los párpados para soñar. Lo que le rodea es estéril. La vida diaria, la misma civilización son inútiles. Aquí pasa igual. Como la oscuridad para el sueño, aquí basta la luz.
La luz, en este fin de siglo, está sola.
Habiendo fagocitado los cuerpos gloriosos de todas las vanguardias, su estupor, su soberbia, su belleza, a todos sus amantes, esa luz -paradójicamente- irradia inocencia. Una cualidad que le atribuye el ojo humano para que ilumine el presente. Los cuadros de Peyró Roggen despiden inocencia. Frente a la falsa ingenuidad. Frente al ávido eclecticismo. Frente a la innovación avejentada. Frente a la libertad analfabeta. No reniega de los constructivistas rusos, ni de los formalistas holandeses, ni de la Escuela de Nueva York y, si se tercia, retoma a los genios españoles. Da lo mismo: sus manos no dejan de ser inocentes.
Un gran plano y dos anchos trazos equilibrándose, estrechándose hasta el límite, hasta inaugurar una masa y colmarla de sentido es el Cristo de Velázquez. Dice de él Unamuno: "Es tu cuerpo el remanso en que se estancan / las luces de los siglos.... El tiempo vuelve sobre Ti en tu seno, / el ayer y el mañana en uno cuájanse". Sin salvar las distancias, también estoy sintiendo en esas palabras la aparente calma inicial de estas obras de Peyró Roggen. Porque, sin despojarle de la historia, le encuentran la eternidad al tiempo con su espesa quietud formal. Y esa calma a la vez vertiginosa, antigua pero siempre desconocida, sólo se consigue sin mentir, reconociendo al maestro preferido, el color heredado, la luz imitada. Hay cientos de cristos. Pero miles de eternidades. Sólo el inocente, sin repetirlas, puede volver a pintarlas.
El que pinta está en la frontera.
Entonces, si ha ido más allá o, por el contrario, si todo está dicho, si todo está pintado, ¿cómo?, ¿hasta cuándo? Quizá para responder a estas preguntas - y ajenas precisamente a ese comedimiento respetuoso con la memoria visual que utiliza Peyró Roggen por no sorprendernos gratuitamente-, aquellas capas o superficies se exceden por los bordes. Por los bordes internos de la atmósfera profunda. Como si el adagio fuese el último movimiento de una pieza musical, se exceden por sus límites incógnitos y expelen su misma sustancia sobre sí mismas o sobre las otras capas hasta transtornar el cuadro. Continúa la música y el cuadro es otro. Y luego, otro. No hay finale porque no hay final. El vértigo es para siempre.
En el arte contemporáneo y en el último medio siglo más que nunca, las preguntas (sí, las preguntas: el arte incluye un problema de placer, tedio o dolor) requieren respuestas -si las hay- en su mismo lenguaje. Además de convincentes como siempre, han de ser verdaderas y nuevas. Porque, prácticamente sin referencia exterior, arrastrando con ella la historia de la humanidad, sin reverencia a dios, mito, fábula o utopía, la luz llega a la raíz por el tronco de la misma historia del arte. Pero, antes de llegar, reverbera en revistas, libros, pantallas y en cientos de cuadros de museos que nunca veremos sin pátinas extrañas, sin distancias engañosas. Por eso, antes de responder, de absorber la luz para expandirla por sus nuevas hojas, la mejor pintura actual adquiere un tono reflexivo a la vez que pasmado, como si una bisagra dudara del espacio que cierra y abre.
¿Qué hizo Goya sino cruzar el pasado y el futuro a la vez? ¿En qué sustancia nada o se ahoga su estremecido Perro del Museo del Prado? ¿En qué cielo respira? ¿Qué está viendo? Peyró Roggen ha adoptado -con humildad frente al pasado, con fijeza ante el futuro- la mirada de ese perro más que la temperamental de Goya: cualquier cosa que vemos podría ser distinta de lo que es. Cualquier cosa que podamos describir podría ser otra cosa de la que es.
La luz, en este fin de siglo, está sola.
Cae sobre los barrios. Sobre los niños. Sobre los solos.
Las líneas de Peyró Roggen abren colores. Sus colores abren sueños. Sus sueños abren las alas sin salir de la pintura. Nacen y mueren en ella porque el arte es una invisible jaula de oro. Sin embargo, Peyró Roggen concibe esas leyes trabadas, esa enigmática cuadrícula como una verja traspasable. Del arte a la vida. De la vida al arte. Depende de las fuerzas que se tengan.
De esa materia que expelen las superficies que se exceden por sus bordes internos están hechos los sueños de Peyró Roggen. Está compuesta de: unas sinuosidades que vi nada más entrar a su estudio. Como grandes manchas inclinadas y secas de un roce genital o de cerveza. Por aplastamiento o consumación. En una tela pequeña, ese sueño se hace flor. Cuadros absortos en su cuadratura arrastrando su destino. En otra tela pequeña, de ese arrastre sale humo. O resplandor. Unas manchas fósiles que aparecen sobre los vértices coincidentes de varios planos mortecinos. Como despliegue -después de muchos años- de cartas no contestadas. Son cuadros medianos. La mancha se va agigantando. Horizontes que conectan el espacio del color con el color del espacio. Horizontales que los desconectan. Huecos geométricos por donde se ve el alma. Cumbres de montaña sin montañas pero con cielo. Y, finalmente, planos que se amarían si pudiesen.
A toda esta materia la he llamado sueños. Es una imprecisión. Nada hay más incomunicable que los sueños. Es un estadio de realidad inmediatamente anterior que coloca en el cuello de la razón la mano tensa del vértigo con la justa presión para deformar la jaula. Desde el racionalismo de su obra, Peyró Roggen ensancha las distancias calculadas para que veamos más. Incluso, sin casi notarse, algo se rompe. En este momento definitorio de los cuadros, la experiencia personal ingresa en el movimiento natural del universo. La obra es así anónima, como la pintura está, en verdad, hecha por todos.
Proust hizo que Bergotte sufriera su fatídico ataque de corazón mientras contemplaba la mancha amarilla de la pared en Vista de Delft.
¿Qué tendrán las manchas amarillas?
Vista de Delft. Cuadro de Jan Vermeer en el Mauritshuis Museum de La Haya. Pintado hacia el 1660. Ocupa su mitad inferior una panorámica de la ciudad y su tranquilo canal. Este, refleja parte de la luz de la mitad superior, toda cubierta de nubes tormentosas. Dicen que es el cuadro más realista de la historia. Es mentira. Una ciudad tan anodina recostada sobre las aguas un día cualquiera no puede contener esa realidad mayor de completa plenitud de un mundo que el cuadro nos escupe a la cara. Precisamente, cuanto más se ve esa plenitud, tanto más se difuminan la ciudad, el agua, el cielo. Y, si ya se está palpando, desaparecen.
Sin hora exacta, sin días fijos, este proceso se repetirá hasta que el arte muera. E importa tanto con qué materiales como el que no nos importen. Depende en qué siglo estemos. Conceptualmente, Peyró Roggen ha prolongado los planos de esa tela de Vermeer en su serie de cuadros "dorados" por llamarlos de algún modo. Y, a diferencia de éste, nos invita a que no nos importe tanto qué es ese esplendor terrenal como el dónde está ubicado. Ese esplendor con volumen de reino y amplitud de desierto. Que a veces violetea, a veces se desgaja, a veces se lamina, a veces se compacta. ¿Dónde está ubicado? Y con la respuesta, Peyró Roggen envuelve la exposición entera: el reino, el poder (de la mirada) no tiene espacio. Y la Delft de Vermeer, la Venecia de Guardi, los atardeceres de Turner, en todo caso, son paraísos perdidos. Aquí, ese amarillo viscoso tiene tiempo pero no lugar. Unas bandas oscuras, brutales como un "no" rotundo son los carteles de bienvenida a ese país sin nombre. Peyró Roggen usa la perspectiva con todos sus encantos como Vermeer su querido pueblo con todos sus detalles: para que desaparezca. Y si, gracias a esa ausencia, surge algo distinto, la minucia o grandeza que hace avanzar el arte a la par que la vida o por delante de ella, que se vea: es el sentido de la obra. El no-lugar o todos y cada uno de los lugares de quienes miramos: plenos, desbordantes de pintura y nada más. No otra cosa entendió acaso Nietzsche al decir que para ser artista ha de sentirse como contenido lo que el habla ordinaria llama forma.
El cuadro más grande y central de esta serie tiene, a su vez, el dorado casi en el centro. Ocupa éste la cara de un cuerpo flotante donde el no-lugar ya es firmamento. Fulgura esa enorme estrella cúbica tan lánguidamente como un mito que se desmorona. Al igual que éste, cuartea en el espacio su imagen sagrada. Pero aquí , en el lugar sin nombre del país de todos, se acerca y aleja como un sol errante. Peyró Roggen le atribuye el pesado movimiento de una emoción fundamental a punto de nacer o de morir. No lo sé, pero es una emoción detenida en su centro en el momento antes de estallar. Incluso, casi sin notarse, algo se rompe. Estrella cúbica de la emoción razonada, ¿adónde irás?
"Caer fue sólo / la ascensión a lo hondo", dice el poeta.
Esa supuesta contradicción en las palabras, en la pintura, no tiene por qué confundirnos. Siempre nos encontramos perdidos cuando hablamos de qué es, qué significa algo que nos gusta mucho. Lo dicho queda muy lejano de ese algo inexpresable. Quizá nos gusta tanto porque no es expresable de otra manera. Con los sueños de Peyró Roggen me pasa eso. Que no son sueños. Ni utiliza elementos oníricos. Pero al llamarlos así no voy extraviado, porque sólo emergen cuando la vida es sueño. El está despierto mientras nosotros dormimos. Y al revés. Todo el arte auténtico se ha hecho así: sustituyéndonos unos a otros en el sueño sin fin.
Esa posibilidad tan escasa de seguir soñando mientras la vida continúa es norma pictórica -yo la llamaría esperanza- en Peyró Roggen. Pero el problema (otra vez el problema, como si no se pudiera pintar, mirar sin problemas) es esperanza en qué. Peyró Roggen no lo resuelve sino que lo manifiesta. No es un visionario sino un mago. Suspende los planos, constriñe los lados, extiende los centros -según qué cuadros- para mostrar la luz, aunque sabe que aparecerá por el lugar insospechado. Impura, con otras formas. Inútil, quizá iluminando su propio generarse. O no aparecerá. O lo está haciendo sin darnos cuenta. Todos los movimientos de esa duda son de esperanza. Como los de quien aguarda el tren una tarde-noche de otoño en cualquier lugar del mundo. Una montaña como mancha en el doblez del silencio. Un horizonte irrepetible en un cuadro repetido.. Una sombra condensada que amaría si pudiese.Un resplandor en la noche. Dos ventanas.
Hay dos cuadros con ventana que dejan ver nítidamente unas masas. Estas, son ajenas por completo al resto del espacio y tienen volumen unas veces de víscera, otras de máquina. Ocupan un hueco en cada tela. A mí me parece el hueco de un ojo. Perdido en la guerra entre el cuadro y sus razones. En su lugar, esas masas son como el mecanismo o tripas de una visión anulada; pero, además, son unas formas tan íntimas que, por contraste con el ámbito difuso que las rodea, incitan al pudor. Peyró Roggen abre la tela, el alma, si es necesario. El ojo perdido dice: si querías ver algo más, aquí está. Y yo lo he visto, porque esas curvas de redondez oscura no son las de los tubos de Léger ni las de los bronces de Moore ni una sorpresa de la pintura de Peyró Roggen. Son las de los senderos desiertos y montes pelados del dibujo Subida al Monte Carmelo de Juan de la Cruz, por donde transcurren en diminuta letra las "nada nada nada nada nada nada y en el monte nada" de su búsqueda de perfección. Detrás de esas ventanas, simplemente, hay nada. De la que surge el sueño de la vida, del arte, de la eternidad: da lo mismo. Todas las huellas y capas con las que el tiempo y la luz han ido construyendo la mirada de Peyró Roggen, parecen haber venido por el hueco ciego del ojo. Juan de la Cruz escribió al pie de sus montes: "Para venir a lo que no sabes / has de ir por donde no sabes". Esas ventanas son la frontera.
No era mi intención describir los cuadros de Peyró Roggen pero lo he hecho. La impresión unilateral pero más objetiva de mi relación con las pinturas quizá hubiera bastado para suscitar interés sin necesidad de empobrecer esa expectativa con una burda traslación. En cierto modo, he desfigurado unas formas, en principio, inalterables. Publicándose este escrito junto a las fotografías de las telas, al menos se podrán comparar la deformación del texto y la deformación del retrato. La obra, queda claro, está por descubrir. Hoy, que sobre todo se informa, la realidad se refleja y resplancede pero su materia se ve menos que nunca. Para encontrarla, hay que llegar a la frontera, y, luego, a ese confín casi del tacto que el pintor nos insinúa, que al ojo desorienta y que no es como pensábamos. Si no hubiera frontera -ese silencio, vacío necesario o garganta rocosa antes del encuentro- no habría distancia, no habría mirada. Esta notícia sobre la última obra de Peyró Roggen no ha tenido más remedio que hacer dos gestos antagónicos: deformar la pintura pero acceder a ella, eliminar la distancia pero perder objetividad. Me da lo mismo. Por conocer la realidad oculta todos perderíamos la palabra, la mirada. Hoy, que se escuchan tantan voces, que se ven tantas imágenes, el oído, el ojo seleccionan más que comprenden. De ahí que la realidad se oiga y mire pero no se escuche y vea. En esto, Peyró Roggen siempre ha sido radical. Apenas deja resquicio para el instante efímero de la intuición dudosa: la realidad, cuanto más se comprende, más se siente, podría decir él. Su pintura sería un decorativo misterio si esas actitudes -del que pinta, del que mira- no convergiesen en esa extraña emoción de dos caras. Por eso a estos cuadros, si se les ve sólo un trozo, o sólo un poco, incomunican.
Soledad del que pinta y calla. Soledad del que ve y dice. En medio -cortándolas- la oscuridad. Peyró Roggen la va desvelando en su momento, el claroscuro en su momento, la luz poco a poco, la realidad muy lentamente. En el tiempo, por etapas; en el espacio, por partes. Como un rito progresivo hacia el asombro en el que ni sobra ni falta nada. Y, sólo cuando acaba el rito, surge el vértigo. Y, quizás, sólo también cuando las líneas ya se tuercen, las capas ya se funden, los planos se aman, las manchas resbalan y los cristales se empañan, es decir, cuando ya nos hemos ido, caemos en la cuenta.
De todas maneras, como dice el poeta, "toda verdad es un diálogo". Peyró Roggen cuelga la suya. Yo dejo volar la mía.
NOTAS
Los textos en bastardilla -excepto uno- pertenecen a La piedra y el centro (Barcelona : Tusquets, 1991) de José Angel Valente. La única vez que sale la palabra "pintura", en el original pone "poesía". Espero que su autor -tan admirado por mí- perdone esta alteración que, a mi parecer, no modifica el sentido del párrafo. A él pertenece también la primera cita poética de las dos que incluyo; es un verso de Mandorla (Madrid : Cátedra, 1982). El otro texto en bastardilla - inmediatamente a continuación de mis comentarios a Goya- es un axioma del Tractatus de Ludwig Wittgenstein y lo he sacado de su obra Sobre la certidumbre (Caracas : Tiempo Nuevo, 1970). La anécdota referida a Bergotte no es de primera mano sino que está contada por Robert Hughes en A toda crítica (Barcelona : Anagrama, 1992). Tampoco es de "primera vista" el cuadro Vista de Delft pues nunca he estado en La Haya. Pero sí lo he visto en seis reproducciones, aunque no sé exactamente cuáles son los colores del cuadro, pues varían de una a otra. Juntándolas todas, intuí un pálido y sonoro amarillo en un gigantesco espacio divino que asocié al conseguido por Peyró Roggen. Es el que provoca mi reflexión. El dibujo autógrafo de Juan de la Cruz Subida al Monte Carmelo corresponde al f.7 del Ms.6296 de la Biblioteca Nacional de Madrid. Sin embargo, el que motiva mi comentario es una versión barroca de éste -un grabado seguramente del XVII- reproducido en una edición popular de su obra, Poesías completas y otras páginas (Zaragoza : Ebro, 1971) Tanto uno como otro son igual de impresionantes. La segunda cita poética corresponde a un verso de Alvaro Valverde de su libro Ensayando círculos (Barcelona : Tusquets, 1995). Respecto a la expresión "finales de los cuarenta" que sitúo como los inicios de un modo de pintar al que se adhiere Peyró Roggen, está referido, evidentemente, a los años en que Mark Rothko se hace famoso. Posteriormente, cuando me refiero a la Escuela de Nueva York, quiero hacer hincapié en que -aparte de la influencia de Rothko- hablo del espíritu nuevo, jubiloso y "americano" que penetra en Europa a través de las revistas especializadas más que de la obra concreta de estos pintores, pues -excepto Pollock- todos tienden al gestualismo. Puestos a comentar algo más, en la obra de Peyró Roggen se consolidó desde el principio una muy delicada simbiosis - a mi parecer única a finales de los setenta y primeros ochenta- entre los riesgos del expresionismo abstracto y la estabilidad de laboratorio en que se habían convertido las antiguas propuestas de Popova y Rodchenko, de Mondrian y Doesburg. Y, que esa fructífera simbiosis se diera en un pintor valenciano, pienso que no es una ocurrencia. pues el caldo de cultivo lo había hecho fermentar toda la excelente -en su conjunto- generación valenciana anterior del "arte normativo" y de la abstracción analítica. Sin embargo, el tratamiento y acabado del color en Peyró Roggen ya son de otro mundo. Puede ser que ligado a una corriente quebrada pero constante de pintores españoles algo inclasificables y extraterritoriales que han tendido al ascetismo (hoy llamado minimalismo): desde el olvidado primer Luis Fernández a Esteban Vicente, Guerrero o Ràfols Casamada. Ante la presunta originalidad de dicha simbiosis en la obra de Peyró Roggen se puede alegar que algunos jóvenes de finales de los setenta estaban haciendo algo parecido . Es cierto, pero la fortísima interiorización del color sin que con el correr de los años se haya venido abajo el sólido mundo que lo sustenta, creo que sí es único. Incluso en el período que Peyró Roggen se acercó al nuevo expresionismo, el armazón-laberinto de espacios y sentimiento estaba bien presente, y éstos dependían de aquél y la luz también. Aunque cada exposición de Peyró Roggen parece un revulsivo contra la autoimitación, el "no perder las formas" creo que sigue siendo para él un valor indiscutible.
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