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Cuando A molesta o daña a B con el pretexto
de salvar o mejorar X, entonces A es un sinvergüenza.
Henry-Louis Mencken
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No hay nada más cotidiano, imprescindible e ineludible y, a la
vez, más desagradable para no pocos seres humanos, que tomar
decisiones. Tanto es así, que los mayores esfuerzos y artificios
con la que la gente trata —a menudo con éxito— de engañarse a sí
misma, van encaminados precisamente a disimular las decisiones
que toma cotidianamente y, por consiguiente, a desentenderse de
la responsabilidad que toda decisión conlleva.
Por ejemplo, si alguien se siente enfermo, es frecuente que no
quiera decidir qué hacer para curarse y, para eludir la
decisión, consultará a un médico y seguirá su consejo sin
cuestionarlo. Esta actitud es totalmente razonable, sobre todo
si el enfermo no es médico, pero no es cierto que de este modo
el enfermo haya evitado decidir. Ha decidido ir al médico,
cuando otro en su lugar podría haber decidido ir a un curandero,
y otro podría haberse limitado a rezar a Dios para que lo cure.
Si alguien opta por rezar a Dios para curarse, puede estar
convencido de que no está tomando ninguna decisión:
sencillamente, ahí está Dios todopoderoso y él le reza para que
emplee su omnipotencia en su sanación. Obviamente, ha decidido
rezar, igual que decide comer cuando tiene hambre, pero no ha
tomado ninguna decisión "polémica" o "trascendente". Este
argumento es claramente falaz, pues en este caso el enfermo ha
decidido creer que existe un Dios que puede curarlo, pero, para
no perdernos en una discusión metafísica sobre la existencia de
Dios, pasaremos esto por alto y nos centraremos en algo más
evidente e incuestionable: el enfermo ha decidido a qué dios
rezar. Quizá él lo niegue, puesto que reza al único Dios que
existe, pero esto es evidentemente falso (sin tocar para nada la
metafísica): en el mundo hay muchas religiones distintas, y
aceptar una en lugar de todas las demás (o de ninguna) es una
decisión que nadie —ni siquiera Dios— puede tomar por uno mismo.
Quizá alguien objete que este análisis es capcioso: un creyente
puede no haberse planteado nunca la decisión de creer o no
creer, o de creer en este dios y no en aquél otro. Puede que se
haya limitado a aceptar irreflexivamente las creencias que sus
padres le inculcaron de niño, pero esto tiene fácil arreglo: si,
por ejemplo, nuestro creyente es cristiano, le podemos preguntar
¿por qué no te haces musulmán
ahora mismo? y si nos responde "no, gracias", en ese mismo
momento acaba de decidir ser cristiano. Aunque lo decida de
forma inmediata e irreflexiva, eso es, a todos los efectos, una
decisión en toda regla.
Las decisiones que constantemente estamos tomando forman un
complejo entramado lógico, pero, a la hora de analizarlas,
conviene empezar dividiéndolas en dos clases: decisiones teóricas (en las
que decidimos qué pensar) y decisiones
prácticas (en las que decidimos qué hacer). Si
consideramos que pensar algo ya es hacer algo, entonces
deberemos considerar las decisiones teóricas como una clase
particular de decisiones prácticas, pero resultará más cómodo
oponer "hacer" a "pensar" (lo que no supone sino precisar a
conveniencia el sentido de ambos verbos), en cuyo caso, las
decisiones teóricas y las prácticas forman dos clases disjuntas.
Por ejemplo, si tengo fiebre, puedo decidir —entre un sinfín de
posibilidades— que me está atacando un virus o un espíritu
maligno. Optar por lo uno o lo otro supone tomar una decisión
teórica. No estoy tomando ninguna decisión sobre qué hacer para
deshacerme de los desagradables síntomas que estoy sintiendo,
sólo estoy decidiendo cómo entender lo que me está sucediendo.
Naturalmente, las decisiones teóricas tienen consecuencias
prácticas: quien interpreta la fiebre como el efecto de un virus
decidirá ir al médico (y esto es una decisión práctica),
mientras que el que se crea poseído por un espíritu maligno
acudirá, tal vez, a un brujo; quien decida creer que existe un
Dios que castigará con tormentos sempiternos a quien cometa
ciertos pecados (decisión teórica) es probable que decida
también no pecar (decisión práctica); quien crea que existen
seres extraterrestres que nos visitan de tanto en tanto
(decisión teórica) es probable que decida dedicar parte de su
tiempo libre a explorar el cielo nocturno en busca de objetos
volantes no identificados (decisión práctica), etc.
Si nos paramos a observar cómo hace la gente para tomar las
decisiones que inevitablemente ha de tomar, nos encontraremos
con un espectro de lo más variopinto: hay quien toma decisiones
de forma casi instantánea (lo que, en la práctica, supone
confiar la decisión a la parte inconsciente de su cerebro), hay
quien decide hacer lo mismo que ve hacer a los demás, hay quien
decide pensar en cada momento lo que más le tranquiliza y hacer
lo que más le place, etc. Por supuesto, un mismo individuo puede
adoptar criterios distintos según el momento o según la
naturaleza de la cuestión a resolver.
De entre la infinidad de criterios que uno puede emplear para
tomar una decisión, hay uno que se distingue de todos los demás:
la razón. No es
posible definir la razón, ni —lo que sería equivalente— dar
criterios explícitos que determinen qué decisiones son
racionales y cuáles no. Simplemente, cuando alguien tiene en
cuenta toda la información de que dispone y trata honestamente
de tomar la decisión que mejor "encaje" con esos datos, está
siendo racional. Del mismo modo que hemos distinguido entre
decisiones teóricas y decisiones prácticas, podemos distinguir
entre un uso teórico y
un uso práctico de la
razón o, equivalentemente, aunque con un cierto abuso de
lenguaje, podemos distinguir entre la razón teórica y la razón práctica, si bien es importante tener
presente que "razón teórica" es sinónimo de "razón en su uso
teórico", sin que sea lícito deducir del uso de estas
expresiones que existan "dos razones" de naturaleza diferente.
El producto de la razón teórica es lo que llamamos Ciencia. En otras palabras,
la Ciencia, en su sentido más amplio, es la descripción del
mundo a la que se llega a través del análisis racional de los
datos que nos proporciona la experiencia. Otra forma de expresar
esto es decir que la Ciencia determina lo que debe pensar sobre
el mundo cualquiera que quiera ser considerado un ser racional
(en cuestiones teóricas), y aquí es crucial comprender que el "debe" no tiene aquí un
valor ético, sino puramente definitorio, como cuando decimos que
un triángulo isósceles debe
tener dos lados iguales. Decir que quien acepta la Ciencia es
racional y que quien no la acepta es irracional es tautológico,
como lo es decir que quien cree en Dios es creyente y quien no
cree es ateo. En particular, es un sinsentido hablar de fe en la ciencia. Se tiene
fe en algo cuando se cree en ello a pesar de que hay evidencias
racionales de que es falso o, al menos, a pesar de que no las
hay de que sea verdadero. Por consiguiente, se puede tener fe en
cualquier cosa menos en la Ciencia, porque, por la propia
definición de Ciencia, es imposible que la razón exija
considerar falsa una afirmación científica.
Lo dicho en el párrafo precedente requiere muchas matizaciones.
Por ejemplo, sí que es perfectamente posible que el
descubrimiento de nuevos datos lleve a descartar racionalmente
lo que, a falta de esta nueva información, parecía lo más
razonable. En otras palabras, lo que se tenía por una verdad
científica puede dejar de serlo en cualquier momento si nuevos
datos exigen reconsiderarla. De hecho, lo que distingue más
claramente el pensamiento científico (es decir, racional) del
pensamiento dogmático
(la aceptación arbitraria de explicaciones no justificadas por
los hechos) no es tanto el nivel de exigencia a la hora de
aceptar algo como verdadero como el nivel de exigencia para
mantenerlo en tal status.
Un ser racional (científico) puede aceptar como válida una
afirmación falsa con tanta facilidad o más que un ser irracional
(dogmático), y está bien que así sea, porque para "sopesar" una
teoría hay que probarla (contrastarla con los hechos), y no hay
gran diferencia entre probar una teoría albergando reservas
sobre su validez que hacerlo creyéndola cierta por error. No hay
gran diferencia —decimos— para un científico, ya que éste no
dudará en abandonar su teoría sin reparos (tanto si la creía
cierta como si la tenía como una mera hipótesis pendiente de
confirmación) en cuanto se encuentre con hechos que la
desmientan, mientras que el pensamiento dogmático tiende a
defender sus postulados contra viento y marea (o, más
precisamente, contra los hechos).
Naturalmente, los dos párrafos anteriores siguen siendo un
espacio demasiado breve para hacer justicia al concepto de
Ciencia, pero no vamos a extendernos más en ello porque no es el
objeto de estas páginas. El análisis del uso teórico de la razón
como fundamento a la Ciencia, así como de los límites de lo que
podemos afirmar racionalmente sobre el mundo, constituye la rama
de la filosofía conocida como Teoría
del conocimiento. Remitimos al lector interesado a nuestras páginas sobre esta materia.
Lo que aquí nos ocupa es el uso práctico de la razón, o más
concretamente una parte de él. En efecto, el uso de la razón
para decidir qué hacer en un contexto dado puede dividirse a su
vez en dos partes:
Cuando el problema consiste en determinar cuál es el mejor
medio para conseguir un fin predeterminado, nos encontramos ante
un problema técnico.
La Técnica es
simplemente la aplicación de la Ciencia, y no necesita ninguna
fundamentación diferenciada de la de ésta. Si mi problema es qué
debo hacer para viajar por el mar, la solución consiste en
aplicar los conocimientos científicos oportunos para construir
un barco; si mi problema es qué debo hacer para evitar que me
piquen los mosquitos, la solución consiste en aplicar los
conocimientos científicos oportunos para sintetizar un
insecticida eficaz; si mi problema es qué debo hacer para perder
unos kilos que me sobran, la solución consiste en aplicar los
conocimientos médicos oportunos para determinar el procedimiento
a seguir, etc. Aunque con ello extendemos el sentido de la
palabra "Técnica" más allá del que se le asigna en el lenguaje
común, consideraremos igualmente como un problema técnico
responder a preguntas del estilo de qué debo hacer para ser
feliz. En este caso, la rama de la Ciencia que puede ayudar a
quien no sea capaz de responder eficientemente a dicha pregunta
por mera introspección es la psicología.
Pero también es posible usar la razón, no ya para escoger un
medio para lograr un fin, sino para escoger un fin en sí mismo.
Supongamos que salgo a la calle y me encuentro a mi vecino
abofeteando a su esposa porque no estaba en casa cuando él ha
regresado esperando encontrarse con la comida hecha. ¿Qué debo
hacer? Hay quien piensa —y, tristemente, de forma mayoritaria en
muchos países— que no debo hacer nada, como no sea pasar de
largo, porque un marido tiene perfecto derecho a pegar a su
esposa para lograr que ésta se comporte a su gusto. Es una
decisión posible. Otros pensarán que el marido en cuestión es un
mal bicho que no tiene ningún derecho a hacer lo que hace, y que
mi deber es hacer lo que esté en mi mano para defender a su
víctima. Si opto por lo segundo, se me plantea el problema
técnico de cómo lograr este fin. Tendré que calibrar si tendría
posibilidades de dominarlo en una lucha cuerpo a cuerpo, o si,
por el contrario, me convendría proveerme de alguna clase de
arma, o buscar ayuda, o si podría convencerlo o, al menos,
distraerlo, hablando con él, etc. Esto es un problema técnico,
pero el problema de decidir si defiendo a la mujer o no la
defiendo no es un problema técnico, sino ético.
Ciertamente, yo podría salir en defensa de la mujer como medio
para conseguir un fin (por ejemplo, para ganarme la admiración
de alquien que sé que me está viendo, de modo que si, dicha
persona no estuviera ahí, decidiría pasar de largo sin hacer
nada), en cuyo caso habría reducido el problema (o, mejor dicho,
mi necesidad subjetiva de tomar una decisión) a una
cuestión técnica, pero no por ello dejaría de estar planteado el
problema ético objetivo: ¿debe alguien en la situación descrita
salir en defensa de la mujer maltratada aunque no gane nada con
ello, es decir, aunque tal acción no pueda considerarse un medio
para lograr ningún fin ulterior?, ¿la defensa de esa mujer debe
ser considerada un fin en sí mismo?
Si la Ciencia es el producto o el sistema de conclusiones de la
razón (teórica) cuando se plantea cómo debo entender el mundo,
la Ética es el
producto o el sistema de conclusiones de la razón (práctica)
cuando se plantea qué fines debo perseguir en el mundo. Si
"hacer ciencia" consiste en determinar racionalmente qué debo
considerar verdadero y qué debo considerar falso, "hacer ética"
es determinar racionalmente qué debo considerar bueno o malo, moral o inmoral, ético o no ético, qué está bien y qué está mal o qué debo hacer y qué no debo hacer. Todos estos
términos son variantes alternativas que nos ofrece el lenguaje
para formular las conclusiones de la Ética. Son términos que
todos usamos cotidianamente, y el objeto de estas páginas es
analizar los fundamentos racionales de dicho uso. Como parte de
dicho análisis figura el problema de precisar el alcance de la
razón en su uso práctico. Es evidente que hay decisiones
prácticas que la razón no me puede ayudar a tomar. Por ejemplo,
abro mi armario y veo varias camisas. ¿Cuál me pongo? Podré
tener en cuenta algunas consideraciones racionales —de carácter
técnico— que limiten mi elección (manga corta si hace calor,
manga larga si hace frío, más elegante si he de ir a un acto
público, más informal en caso contrario, etc.), pero si hay
varias camisas que entran dentro de lo razonable, es absurdo
pedirle a la razón que encuentre un criterio que me permita
elegir una frente a las otras. Dicho de otro modo: un problema
de decisión no tiene por qué tener solución (racional) única.
Hay quien sostiene que todo problema ético es análogo al
problema de la elección de la camisa, de modo que, si los
condicionamientos técnicos dejan varias posibilidades viables,
no hay nada más que la razón pueda añadir para seleccionar una
opción frente a las otras. Esto es el escepticismo (práctico). Un escéptico radical afirmará
que el bien y el mal son conceptos vacíos de significado
objetivo, que ser un filántropo y ser un violador son dos
actitudes que uno puede adoptar en la vida de entre otras
muchas, sin que tenga sentido alguno decir que una es mejor que
otra. En todo caso, una nos resultará más simpática que otra,
pero nada más. Una variante más moderada de escepticismo es el relativismo ético, según el
cual, ciertamente, los conceptos de bien y mal tienen un
sentido, pero no un sentido objetivo racional, sino que son un
rasgo más de los muchos que caracterizan a cada cultura,
ideología, etc. Así, por ejemplo, en la cultura occidental
actual la esclavitud se considera inmoral, mientras que los
antiguos romanos eran de otro parecer. Tenemos así dos éticas
distintas, de modo que la esclavitud es mala respecto a una de
ellas pero no respecto a la otra. Similarmente, podemos decir
que el aborto es malo con respecto a la ética cristiana y no lo
es respecto a la ética laica que defiende un sector relevante de
la sociedad actual, etc. Dentro de las muchas variantes de
relativismo que puede uno concebir, un relativista ético puede
defender una versión "democrática" de la ética: si una sociedad
vota mayoritariamente a favor de una ley que permita el aborto,
entonces podemos decir que abortar no es malo en esa sociedad,
mientras que si vota mayoritariamente una ley que prohíba el
aborto, entonces es legítimo afirmar que abortar es malo en esa
sociedad y en ninguno de los dos casos tienen sentido decir que
la sociedad se equivoca al decidir, puesto que la ética es como
el lenguaje, una serie de convenios arbitrarios de
comportamiento que la gente establece para regular la
convivencia.
En el extremo opuesto de las concepciones sobre la Ética está
el dogmatismo, del que ya hemos hablado. Éste puede ser declarado o no declarado: Si alguien
afirma que tiene fe en la existencia de Dios —una fe que él
mismo reconoce que no puede justificar racionalmente— y que,
como consecuencia de dicha fe, afirma que el aborto es inmoral,
está siendo declaradamente dogmático. No tiene sentido iniciar
una discusión con él sobre el asunto. La discusión terminaría en
cuanto él dijera lo ya dicho. Sin embargo, es frecuente que la
gente discuta sobre cuestiones éticas como el aborto y muchas
otras. Discutir supone tratar de convencer al adversario o, por
lo menos, tratar de justificar que está equivocado, aunque éste
se niegue a admitirlo. Cualquiera que entable una discusión
sobre ética está admitiendo implícitamente la posibilidad de una
fundamentación racional de la ética (salvo que sus argumentos
sean relativistas, del estilo de "abortar no es malo porque así
lo piensa una gran mayoría"), lo cual no excluye la posibilidad
de que los pretendidos argumentos racionales estén saturados de
postulados dogmáticos no declarados.
Así pues, lo primero que cabe preguntarse es si es posible
realmente una ética racional, si al tratar de eliminar cualquier
principio dogmático de nuestros razonamientos prácticos no nos
vemos inevitablemente abocados a un escepticismo más o menos
radical. Conviene comparar este problema práctico con su análogo
teórico: el problema de si es posible la Ciencia, es decir, una
descripción racional del mundo libre de dogmatismos y que no se
reduzca al mero escepticismo.
En el caso teórico, no hay duda de que el problema "soluitur ambulando" (la
existencia de la Ciencia se demuestra análogamente a como se
demuestra la existencia del movimiento: andando). En efecto, la
Ciencia está ahí, queramos o no; ahí están los libros de física,
de química, de medicina, etc., que nos presentan una teoría
precisa (obviamente incompleta) que puede ser aplicada con éxito
en la práctica sin más requisito que la voluntad de hacerlo.
Cuestionar que la razón teórica puede llegar a describir
eficientemente el mundo es negar la evidencia. Sin embargo, si
buscamos un equivalente práctico, el panorama es muy distinto.
Mientras que existe una "comunidad científica" que presenta un
juicio coherente sobre las cuestiones científicas básicas (sin
perjuicio de que distintos científicos puedan defender
conjeturas contradictorias entre sí en aquellos contextos en los
que no hay información suficiente para realizar un análisis
concluyente), en cuestiones de ética hay casi tantas opiniones
como individuos, y no hay nada que pueda parecerse a una
doctrina objetiva y comúnmente aceptada, como la existente en el
campo científico. Ahora bien, esta discrepancia puede explicarse
por causas puramente psicológicas y sociológicas, sin que haya
realmente motivos para ver en ella un indicio de que las
posibilidades de la razón práctica sean mucho menores que las de
la razón teórica.
A lo largo de la historia han aparecido y desaparecido muchas
sociedades humanas, y solamente en una de ellas, la sociedad
europea occidental (sin contar a España, para ser exactos) se
han dado las circunstancias (políticas, sociales, culturales,
etc.) necesarias para que surgiera la Ciencia moderna y se
desarrollara hasta el grado en que lo ha hecho (y que después se
ha transmitido a todas las culturas que han querido aceptarla).
Que en la sociedad europea occidental no se hayan dado las
circunstancias necesarias para el surgimiento de una ética
racional no es una prueba de que sea imposible la existencia de
una Ética equiparable a la Ciencia, del mismo modo que el hecho
de que, por ejemplo, en las sociedades musulmanas —asfixiadas
por el fanatismo religioso y el despotismo— no se hayan dado las
circunstancias necesarias para el surgimiento de la Ciencia, no
es una prueba de que no pueda existir la Ciencia.
Muchos comparan a la filosofía con la astrología o cualquier
otra pseudociencia en la que cada cual dice lo que le parece
oportuno sin ninguna clase de control, y no les falta razón, al
menos en la descripción del estado
actual de la filosofía, y en particular de la ética como
disciplina filosófica, pero una cosa es su estado y otra su potencial. El estado de la
ciencia en la época de los griegos era similar al estado actual
de la filosofía, y nada impide a priori que la filosofía pueda
salir hoy de ese estado como la ciencia lo hizo en su día, y la
única forma en que puede verse si esto es posible o no, es
intentándolo.
En las páginas siguientes trataremos de mostrar al lector que
es posible llegar honestamente a conclusiones prácticas sin
apoyarse en dogmas. Obviamente, el lector se verá en la
obligación ineludible de juzgar si los argumentos que
mostraremos le parecen realmente convincentes (ineludible si
entendemos que la mera decisión de dejar de leer es ya un
juicio). Puedo dar fe de que la argumentación es honesta, es
decir, de que mi única intención es exponer las conclusiones a
las que he llegado al reflexionar sobre este asunto sin
intención de engañarme a mí mismo ni de manipular los argumentos
para llegar a conclusiones fijadas de antemano de forma
arbitraria. Otra cosa es que la argumentación sea válida, en el
sentido de que realmente no se apoye en dogmas inadvertidos. Eso
es precisamente lo que el lector deberá juzgar por sí mismo.
Para encauzar este proyecto conviene introducir algunas
precisiones lingüísticas que nos aproximen al modelo que tenemos
a nuestra disposición (el que nos ofrece el uso teórico de la
razón). En primer lugar, del mismo modo que se considera
redundante hablar de una Ciencia
racional, pues cualquier creencia irracional no es
Ciencia, por definición, vamos a reservar la palabra Ética para referirnos al
producto de la razón en su uso práctico (adogmático), de modo
que cualquier otra ética construida sobre dogmas la
consideraremos una pseudoética,
al igual que consideramos pseudociencias a la astrología, la
quiromancia, etc. Esto no supone una petición de principio: en
estos términos, el relativismo ético afirma que la Ética, en el sentido
preciso que acabamos de dar a la palabra, es una rama del saber
vacía, como lo sería la Teología
racional. Nuestro objetivo es mostrar que no se da el
caso, sino que, por el contrario, la razón práctica puede
construir una Ética sólida, del mismo modo que la razón teórica
ha podido construir —y sigue construyendo— una Ciencia sólida.
En segundo lugar, del mismo modo que distinguimos entre Ciencia
y Teoría del conocimiento, necesitamos distinguir entre Ética
como el producto de la razón práctica (el equivalente práctico
de la Ciencia) y el análisis de los fundamentos de la Ética (el
equivalente práctico de la Teoría del conocimiento). Algunos
autores han tratado de expresar esta distinción reservando la
palabra moral para lo
que hemos llamado Ética y la palabra Ética para la filosofía de la moral, pero
esta distinción nos parece demasiado forzada, ya que, tanto
etimológicamente como en su uso habitual, ética y moral son
palabras sinónimas (son la versión griega y latina de la misma
palabra). Por ello, nosotros usaremos como sinónimas las
palabras ética y moral, y, dado que la Teoría del conocimiento
se reduce a lo que Kant llamó una crítica de la razón pura (teórica), es decir,
al análisis de las posibilidades y limitaciones del uso teórico
de la razón, nos referiremos a la filosofía de la Ética (o de la
moral) como la crítica de la
razón práctica (es decir, el análisis de las
posibilidades y las limitaciones del uso práctico de la razón).
Aunque esto es un tecnicismo sin mucha importancia —y por ello
el lector puede saltarse, si lo desea, este párrafo y el
siguiente— debemos dar la razón a Kant en la conveniencia de
hablar meramente de la "razón
práctica" en lugar de "razón pura práctica". Plantearse si está
racionalmente justificado afirmar la existencia de un alma como
sustancia que soporta la conciencia (diferente del cuerpo) es un
problema que concierne a la razón (teórica) pura, en el sentido
de que ninguna experiencia puede aportar información en favor o
en contra de la existencia del alma. Por el contrario,
plantearse si debemos afirmar que el agua ocupa más o menos
volumen en estado líquido o en estado sólido es un problema que
concierne a la razón (teórica) empírica, pues la respuesta
dependerá del análisis de las experiencias oportunas. Una crítica de la razón empírica
teórica sería una discusión del llamado método científico, mientras
que la crítica de la razón
pura concierne al uso trascendental de la razón, es decir, al uso
previo —desde un punto de vista lógico— al desarrollo de la
Ciencia, y también a un posible uso metafísico, es decir, a la posibilidad de
extraer consecuencias más allá del alcance de la Ciencia (aunque
la conclusión de la crítica de la razón pura sea que cualquier
intento en esta dirección carece de fundamento).
Por el contrario, no existe un uso puro (sin componentes
empíricas) de la razón práctica, ya que todos los problemas
prácticos vienen planteados por la experiencia (o son problemas
hipotéticos sobre posibles experiencias concretas). No obstante,
esto no contradice el hecho de que si la razón práctica puede
llegar a consecuencias concretas, éstas consecuencias tendrán
que justificarse a priori,
y no a posteriori.
Esto significa que, mientras un experimento adecuado puede
determinar si es verdadero o falso que el agua aumenta de
volumen al congelarse, no hay experimento alguno que pueda
determinar si es bueno o malo que un marido maltrate a su mujer.
Aunque el problema es empírico en su naturaleza (trata sobre
seres humanos, que son objetos empíricos), si la razón puede dar
una respuesta tendrá que hacerlo necesariamente a priori. Aunque
no es exactamente lo mismo, algo parecido sucede cuando la razón
trata de justificar que no es posible recorrer todas las calles
de un cierto pueblo sin pasar dos veces por una misma calle: el
problema es empírico, pues su planteamiento requiere observar la
disposición concreta de las calles del pueblo, pero la respuesta
consiste en un análisis puramente matemático que no requiere
hacer experimento alguno.
Ahora estamos en condiciones de advertir al lector que no es el
propósito de estas páginas desarrollar sistemáticamente la
Ética, sino realizar una crítica
de la razón práctica. No cabe duda de que sería
deseable disponer de un libro dedicado a desarrollar la Ética
propiamente dicha o, por qué no, de todo un cuerpo de libros que
desarrollaran la ética de las relaciones cotidianas, la ética de
la política, la ética de la medicina, etc., igual que disponemos
de libros de física, de química y de las distintas ramas de la
Ciencia en general, pero ello sería una obra de mucha más
envergadura que ésta y, en cualquier caso, resulta difícil
imaginar que fuera posible escribir tales libros cumpliendo los
debidos requisitos y garantías de racionalidad sin contar
previamente con las directrices de una crítica de la razón
práctica (sea la que aquí presentaremos u otra que cumpla el
mismo fin, si es que el lector considera que ésta no lo
consigue).
Puestos a fantasear, sería deseable ir mucho más allá, y llegar a disponer de una Ética que gozara de las condiciones de objetividad de las que goza la Ciencia moderna: una Ética que pudiera enseñarse en los colegios de los países civilizados sin que nadie —excepto cuatro fanáticos sin importancia— considerara que con ello se está inculcando una ideología a los niños, una ética no impuesta por ninguna clase de fuerza o interés, sino por el mero hecho de basarse en la razón y por el éxito de su aplicación a la hora de regular la convivencia entre las personas, una ética a cuyo desarrollo y perfeccionamiento pudiera contribuir cualquiera sin más fuerza que la argumentación inteligente, y a la que nadie se atreviera a contradecir desde la ignorancia o la ingenuidad sin que fuera tomado por un infeliz. No cabe duda de que estamos tan lejos de esta utopía como los griegos lo estaban —pese a su vocación— de alcanzar un desarrollo científico semejante al actual, pero tampoco puede dudarse que, si el desarrollo científico moderno ha sido un paso de gigante en el progreso de la civilización y en el bienestar de la población en general, una sociedad en la que la Ética alcanzara tal nivel de desarrollo y aceptación habría dado un paso adelante mucho mayor que el asociado a la revolución científica.
Índice |
Cómo no se fundamenta la Ética I |