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Pongámonos en el lugar de un ciudadano educado en la Europa del
siglo XVII, al que le han enseñado en la escuela que la Tierra
es el centro del Universo, y que todos los astros giran a su
alrededor, pero que está al tanto de que algunos científicos
"modernos" afirman, por el contrario, que es el Sol el centro
del Universo, y que la Tierra gira a su alrededor. Nuestro
ciudadano quiere formarse una opinión racional sobre el asunto.
Para ello, decide examinar todos los argumentos en pro y en
contra de cada posibilidad. El principal argumento en favor del
geocentrismo es que la Biblia asegura que el Sol gira alrededor
de la Tierra, y no al revés. Atribuyamos a nuestro hombre la
lucidez necesaria para comprender que ese argumento no tiene
valor alguno, pues si la Ciencia demuestra que la Tierra gira
alrededor del Sol, a los teólogos no les supondrá un gran
esfuerzo argumentar que tal afirmación bíblica —como cualquier
otra afirmación bíblica— se puede interpretar justo al revés si
es lo que conviene.
Aun así, nuestro protagonista tendrá que enfrentarse a
argumentos serios en favor de ambas tesis. A favor del
heliocentrismo tendrá, por ejemplo, los trabajos de Kepler,
sobre las predicciones de las posiciones de los planetas según
una y otra teoría, que resultan ser claramente favorables al
modelo heliocéntrico, a lo que hay que añadir la simplicidad de
las leyes del movimiento planetario en el seno de este modelo,
en oposición a lo complejas e incluso arbitrarias que resultan
ser en el modelo geocéntrico. Por otra parte, un ejemplo de
argumento de peso en contra del modelo heliocéntrico es que éste
exige que la Tierra dé una vuelta diaria alrededor de sí misma
y, teniendo en cuenta las dimensiones del (presunto) planeta,
esto supondría que la superficie terrestre se está moviendo a
una velocidad vertiginosa. Así, por ejemplo, si dejamos caer una
piedra, tendría que salir disparada hacia el oeste, en lugar de
caer verticalmente.
Alguien interesado en dar una imagen seria y respetable,
preferiría decantarse por el tradicional modelo geocéntrico, y
para ello, sólo tiene que desatender los trabajos de Kepler y
otros hechos similares y afirmar que el hecho de que las piedras
caigan verticalmente y no salgan disparadas hacia el oeste es
concluyente. Por el contrario, alguien interesado en presumir de
"moderno", preferirá escandalizar a sus amistades declarándose
heliocéntrico, y para ello le bastará apelar a los profundos
cálculos matemáticos del eminente Kepler y descartar el
argumento de las piedras como una chiquillada absurda; pero ni
uno ni otro estaría afrontando racionalmente el problema. Si
alguien quiere establecer racionalmente qué debe pensar sobre
este asunto, no puede permitirse el lujo de fijarse únicamente
en sus argumentos favoritos y descartar los contrarios. El
problema no estará resuelto mientras no encuentre una
explicación que dé cuenta de todos los argumentos, sea
aceptándolos, sea refutándolos racionalmente.
Esto es precisamente lo que hizo Galileo. Él era consciente de
que el argumento de las piedras no era una chiquillada, de modo
que no se podía sostener racionalmente el modelo heliocéntrico
sin explicar por qué las piedras caen en vertical. Meditando
sobre ello llegó a descubrir el principio de inercia, y el que
hoy se conoce como principio
de relatividad de Galileo, según el cual si alguien se
desplaza en un vehículo que se mueve con velocidad uniforme (sin
acelerar ni frenar), es imposible detectar el movimiento
examinando el comportamiento de los objetos que se mueven con el
vehículo. Galileo reunió evidencias empíricas que justificaban
que tales principios eran leyes fundamentales de la dinámica y
que, por consiguiente, cabe esperar que las piedras caigan
verticalmente tanto si la Tierra se mueve como si está parada.
Una vez desarticulados los argumentos opuestos al
heliocentrismo, los argumentos favorables se volvían
racionalmente concluyentes. El método científico exige
considerar todos los argumentos en pro y en contra de una
teoría, pero teniendo en cuenta que considerarlos no es lo mismo que aceptarlos, pues un
argumento —analizado a la luz de la razón— puede ser finalmente
aceptado o refutado.
Aquí es donde el filósofo (o el escéptico) puede preguntar: ¿y cómo se decide si un argumento
ha de ser aceptado o rechazado? Y ésta es una pregunta
a la que no podemos responder. Ya le hubiera gustado a Galileo
tener a mano el famoso libro titulado "Método infalible para distinguir lo verdadero de lo
falso" y haber leído en la página 263: "Para refutar un argumento sobre
piedras que caen, descúbrase el principio de relatividad de
Galileo". No existe tal método. Galileo se enfrentó al
problema y lo resolvió honestamente como buenamente supo
resolverlo, sin tener ninguna clase de guía a priori sobre cómo debía
abordar la cuestión. Razonar es como ver: quien puede hacerlo lo
hace sin más, y quien no puede... mala suerte.
Y, del mismo modo en que
quien argumentaba en términos de la caída en vertical de las
piedras creía tener razón, pero estaba equivocado,
—sigue preguntando el escéptico infatigable— ¿cómo podía saber Galileo que no
le pasaba lo mismo a él, de modo que, aunque creyera que sus
argumentos eran correctos, en realidad no lo fueran?
Obviamente, no podía saberlo, pero la posibilidad de error no es
razón para abstenerse de juzgar. Una cosa es no tener
suficientes elementos de juicio como para poder juzgar (porque
quepan explicaciones distintas) y otra tener suficientes datos
como para descartar todas las posibilidades imaginadas excepto
una. En tal caso, esa opción es la opción racional, sin
perjuicio de que nuevos datos obliguen a abandonarla en favor de
otra mejor.
Tras este largo preámbulo, pasemos a analizar qué podemos hacer
a la hora de decidir, no ya qué debemos pensar sobre algo, sino
qué debemos hacer ante algo.
Imaginemos que viajaba en un avión que termina estrellándose en
una isla desierta y sólo yo sobrevivo. Pongamos que se trataba
de un avión militar, y que he conseguido rescatar una
ametralladora y suficiente munición como para proponerme vivir
de la caza hasta que alguien me encuentre. Voy de caza y me topo
con una fiera dispuesta a cazarme a mí. Yo preferiría cazar
conejos, preferiría llegar a un acuerdo con la fiera, y decirle
algo así como "mira, fiera,
no me interesas, vamos a hacer una cosa: tú cazas por allá y
yo cazo por aquí, de manera que cada cual va a la suya y no
nos molestamos, ¿vale?" A la fiera le convendría
aceptar mi trato y renunciar a comerme, pero no hay posibilidad
de tal trato, ya que no hay posibilidad de que la fiera me
entienda, no ya por un problema idiomático, sino porque la fiera
no tiene uso de razón suficiente como para sopesar las ventajas
de llevarse bien conmigo. El resultado es que, en defensa
propia, acribillo a la fiera a balazos con mi metralleta y veo
si puedo aprovechar su piel, o su carne, o lo que pueda.
Supongamos ahora que me encuentro con un tal Viernes, que vive
solo en la isla porque ha conseguido burlar a sus compañeros de
tribu, que un día quisieron servirlo de cena. Imaginemos que
Viernes tuvo algunas relaciones desagradables con hombres
blancos, y al verme, se me echa encima por sorpresa con
intención de matarme. Él es mejor luchador que yo, así que mi
única posibilidad para salvar mi vida es echar mano nuevamente
de mi ametralladora y acribillarlo a balazos como a la fiera.
Nuevamente, he hecho lo único que podía hacer para salvar mi
vida. No tenía más opciones.
Supongamos, en cambio, que Viernes no tiene ninguna
predisposición contra mí y, al verme, se limita a dar muestras
de curiosidad. En este contexto, se me presentan muchas
alternativas. La primera —cómo no— es echar mano de mi
ametralladora y acribillarlo a balazos igualmente. También puedo
hacerle ver el poder letal de mi ametralladora y usarlo para
convertirlo en mi esclavo. Otra opción es prescindir de mi
ametralladora y tratar de comunicarme con él. Si no me acaba de
gustar, siempre puedo proponerle lo que no tuve opción de
proponerle a la fiera: repartirnos la isla, de modo que cada
cual viva en su mitad y no moleste al otro, aunque hay opciones
más interesantes aún, como tratar de ayudarnos mutuamente:
podemos cazar juntos, o tal vez le interese darme pescado a
cambio de carne, etc.
Las distintas opciones pueden clasificarse en dos grupos:
aquellas que jamás podré realizar sin la ayuda de mi
ametralladora (como matar a Viernes o esclavizarlo) y aquellas
para las que la ametralladora no me es necesaria en absoluto,
pues consisten en llegar a un acuerdo de convivencia con él que
resulte satisfactorio para ambos. Dentro de este segundo tipo se
incluye la posibilidad de que lleguemos a un acuerdo de
convivencia en el que yo no gane nada en particular. Supongamos
que Viernes sólo puede ofrecerme pescado y a mí no me gusta el
pescado. Aun así, aunque yo no tenga ningún partido que sacar de
llevarme bien con Viernes, aunque pudiera matarlo sin que ello
me perjudicara en nada, eso no elimina la opción de dejarlo a su
aire y no meterme en sus asuntos (y que él tampoco se meta en
los míos).
Vamos a introducir algo de vocabulario para describir
adecuadamente situaciones como ésta (y otras más complejas). Lo
primero que podemos preguntarnos es qué tiene exactamente
Viernes que no tuviera la fiera salvaje para que quepa la
posibilidad de tratar con él sin necesidad de recurrir a la
ametralladora. Llamaremos persona
a todo ser que reúna los tres requisitos siguientes:
Es evidente que, para que yo pueda entenderme con otros seres
sin necesidad de usar la fuerza o la manipulación es necesario
que tanto ellos como yo mismo nos comportemos como personas. De
todos modos, vamos a discutir separadamente estos requisitos:
Un coche, un virus, un terremoto o un árbol no son personas,
pues son por completo irracionales. En una situación en la que
sólo estemos involucrados mi coche y yo (si no es mi coche
estaría implícitamente involucrado el dueño del coche), no tiene
sentido que me ponga a discutir con él a dónde podemos ir.
Tampoco puedo negociar con un virus o con un terremoto, ni
pedirle permiso a un árbol para tomarle uno de sus frutos. Lo
único que puedo hacer con mi coche es usarlo como me plazca, lo
único que puedo hacer con un virus que me ataque es combatirlo
como buenamente pueda, lo único que puedo hacer ante un
terremoto es procurar que me afecte lo menos posible, e
igualmente, lo único que puedo hacer con un árbol es tratarlo
como yo estime conveniente. (Siempre suponiendo un contexto en
el que ninguna otra persona es relevante). En suma, mi conducta
ante objetos inanimados no puede ser otra más que manipularlos
como quiera o pueda.
Tampoco es persona un niño de siete años que no quiere aprender
a leer y que, por más que yo trate de explicárselo, no se aviene
a entender que es preciso que aprenda. Podrá darme sus motivos
en virtud de los cuales considera preferible no aprender a leer,
pero serán sin duda motivos absurdos, pues el niño no es
consciente de las repercusiones que tiene su decisión. Ante tal
situación, no me queda más opción que decidir yo mismo qué hago
con él. Por supuesto, una opción es que yo decida decirle: "pues si no quieres aprender a
leer, no lo hagas", aunque también puedo manipularlo
para que cambie de opinión o, más directamente, forzarlo a
estudiar. En cualquier caso, sería una ficción decir que he
llegado a un acuerdo con el niño: o bien le he dejado hacer lo
que ha querido porque yo he querido, o bien me las he arreglado
para imponerme a su voluntad (por manipulación o por la fuerza),
también porque yo he querido.
El Viernes que intenta matarme a causa de sus prejuicios contra
los hombres blancos y que no se aviene a razones tampoco es una
persona, pues no me deja opción a tratarlo de forma diferente a
como trataría a una fiera salvaje. Tal vez, si consiguiera
eludir su ataque sin matarlo, podría hacerlo entrar en razón y
lograr que se comportara como persona, pero en principio no
actúa como una persona.
En todos estos ejemplos falla el primer requisito para ser una
persona. Conviene aclarar algo que ya hemos podido observar en
el último ejemplo: la distinción entre personas y no personas no
es fija, sino que un mismo ser puede comportarse como persona en
unas circunstancias y no hacerlo en otras. El niño que no
comprende la importancia de aprender a leer puede estar en
condiciones de comportarse de un modo totalmente racional en
otras circunstancias que no superen su capacidad de análisis, el
Viernes furibundo puede pasar a comportarse como persona si se
le fuerza a dialogar, etc.
Es raro encontrarse con un ser racional carente de una voluntad
definida, pero puede darse el caso. Imaginemos que una familia
está discutiendo dónde pasar sus vacaciones, y uno de sus
miembros dice: A mí me da
igual. Lo que decidáis me parece bien. Entonces no es
una persona por falta del requisito segundo: esto significa
simplemente que no se le puede tener en cuenta a la hora de
decidir por el mero hecho de que no hay nada que tener en cuenta
en lo que a él respecta.
Otra aclaración necesaria es que los ejemplos que estamos
poniendo han de interpretarse como análogos a los problemas
elementales de física, de esos que empiezan más o menos así: "una esfera cae por un plano
inclinado sin rozamiento..." En tales problemas hay que
entender que los datos son exactamente los que formula el
enunciado: no hay rozamiento (lo cual es imposible en la
práctica) y no vale plantearse qué pasaría si la esfera tiene un
bulto, o si el plano inclinado está montado sobre un coche que
traquetea. Igualmente, cuando decimos que alguien afirma que le
da igual dónde ir de vacaciones, no vale plantearse si no será
que sí que tiene una preferencia, pero le sabe mal proponerla,
aunque podemos sospechar cuál es y plantearnos el tenerla en
cuenta, etc. En un caso real siempre habremos de estar al tanto
de si no hay datos ocultos que se nos escapan y que puedan ser
relevantes, pero en los ejemplos que ponemos aquí deberemos
sobrentender siempre que no hay más información pertinente que
la que se indica.
El requisito más delicado para que un ser pueda ser considerado
una persona es el tercero. Imaginemos un asesino en serie que
mata simplemente porque le causa placer matar. No afirma tener
ninguna justificación para matar (no se cree un elegido de Dios
para castigar pecadores, ni nada parecido), es consciente de que
a sus víctimas no les apetece morir, sabe perfectamente lo que
tendría que hacer para llevarse bien con el prójimo. Imaginemos
incluso que, cuando no le da por matar, lleva una vida
completamente normal, de modo que sus vecinos —que desconocen su
faceta de asesino— lo tienen por una persona modélica, pero mata
porque le gusta matar. Estamos entonces ante un ser que cumple
los dos primeros requisitos para ser una persona, un ser que
sabe cómo ser una persona (y lo es, cuando quiere), pero que
renuncia a ser una persona porque le gusta. Notemos que no
estamos diciendo que al matar renuncia a ser una persona porque
matar esté mal. De momento, no estamos hablando de Ética, sólo
estamos describiendo conductas, sin juzgarlas. Decimos que al
matar deja de ser una persona porque sus víctimas no tienen la
posibilidad de entenderse con él racionalmente. Sólo pueden
morir o salvarse de la muerte mediante la fuerza o la astucia.
Hemos puesto ejemplos un tanto truculentos para que las ideas
básicas no queden disimuladas entre sutilezas, pero vamos a
considerar ahora un par de ejemplos más cotidianos:
Un abogado tiene un hijo que está a punto de ingresar en la universidad. Ha decidido que su hijo estudie derecho, pues es lo mejor para él: así su padre podrá ayudarlo en sus estudios y, cuando termine la carrera, lo tendrá muy fácil para encontrar un buen empleo, ya que su padre es muy influyente. El único problema es que el hijo no quiere estudiar derecho, sino que desde pequeño le ha gustado la interpretación y quiere hacerse actor. Cuando le comunica su decisión a su padre, éste intenta disuadirlo, pero, ante la firmeza de su postura, termina planteándole el ultimátum de que o estudia derecho o se va de su casa. El hijo está dispuesto a irse de casa si es necesario para iniciar su carrera de actor, pero su madre le pide que no se vaya, y él comprende que le dará un disgusto muy grande a su madre si rompe definitivamente con su padre. (Por otra parte, el hijo no tiene ningún interés en romper con su padre, lo único que quiere es no estudiar derecho.) Por ello, madre e hijo se ponen de acuerdo en engañar al padre y hacerle creer que va a estudiar derecho, cuando en realidad no es así: se matricula en la universidad, pero no asiste a las clases. Gracias a este ardid, la vida familiar prosigue pacíficamente y, unos años después, el hijo consigue un éxito como actor que muestra que su carrera tiene un porvenir prometedor, y es entonces cuando le cuenta la verdad a su padre, el cual se siente muy ofendido por haber sido engañado, pero tiene que reconocer que su hijo no ha hecho mal al seguir su vocación, pues lo cierto es que está en condiciones de llevar una vida independiente tan segura como la que habría tenido si se hubieran cumplido las expectativas de su padre.
Analicemos el conflicto entre el padre y el hijo: Supongamos
que el único argumento del padre para exigir a su hijo que
estudie derecho es que debe confiar en su criterio, que él sabe
mejor que nadie lo que le conviene. Esto significa que el padre
no reconoce a su hijo como persona (en este asunto),
concretamente porque considera que no cumple el primer
requisito: el hijo no está razonando adecuadamente sobre sus
posibilidades en la vida. Por su parte, el hijo no reconoce a su
padre como persona (siempre en este asunto y sólo en este
asunto) y no ya porque discrepe de él en cuanto a la estimación
de sus posibilidades como actor. Supongamos que el hijo no está
seguro de que vaya a triunfar como actor, pero, aun así, tiene
claro que no le apetece estudiar derecho, y que, aunque su padre
pudiera tener razón en cuanto a que tal vez fracase como actor,
él quiere arriesgarse y asumir las consecuencias de su apuesta.
No discute a su padre si es cierto o no que tiene mejores
expectativas como abogado que como actor, sino que discute el
derecho de su padre a tomar esa decisión por él. Por
consiguiente, considera que su padre no se está comportando como
persona por no cumplir el tercer requisito. Su padre pretende
resolver el conflicto usando el equivalente de la ametralladora
en los ejemplos anteriores, que en este caso es su autoridad
como padre y su capacidad de coacción con la amenaza de echarlo
de casa.
Ahora bien, a la hora de decidir si acepta el desafío de su
padre y se marcha de casa, analiza las consecuencias y observa
que ello no sólo le perjudicaría a él mismo, sino también a su
madre y, en el fondo, también a su padre, que acabaría
discutiendo con su madre y, posiblemente, arrepintiéndose
—tarde— de su decisión (aunque, por su conocimiento del carácter
de su padre, sabe que, aunque terminara lamentando haber echado
a su hijo de casa, su orgullo le impediría dar su brazo a
torcer). En vista de todo ello, decide engañar a su padre. Es el
equivalente a usar su propia "ametralladora". Después de tener
en consideración sus propios argumentos al respecto, los de su
padre y los de su madre, decide que los de su padre no son
dignos de ser tenidos en cuenta, y por ello sólo tiene en cuenta
los de su madre y los suyos propios: una vez descartada la
posibilidad de entenderse con su padre, toma una decisión sin
tenerlo en consideración como persona (es decir, no
reconociéndolo como tal), pero teniéndolo en consideración como
padre, en el sentido de que la decisión que toma pretende
conseguir —dentro de lo que para él resulta aceptable, lo cual
excluye ponerse a estudiar derecho— que su padre sea feliz y no
se lleve un disgusto.
Conviene comparar el ejemplo anterior con éste otro:
Un hijo le pide permiso a su padre para conducir un lujoso coche, pero su padre se lo niega por varias razones: 1) Está estudiando para sacarse el carnet de conducir, pero todavía no lo tiene, por lo que sería ilegal que lo condujera. 2) Es un coche demasiado complejo para un conductor sin experiencia, y sería fácil que tuviera un accidente en el que él u otra persona resultara malherida. 3) Ante un accidente, aunque fuera de escasa importancia, el seguro no se haría cargo, y sería él —el padre— quien tendría que correr con los gastos. 4) El mero hecho de que el coche sufriera un pequeño desperfecto (al margen de los riesgos y los costes considerados antes) sería para él —el padre— motivo de un gran disgusto, porque tiene a su coche en gran estima. 5) En cualquier caso, el coche es suyo y tiene el derecho a decidir a quién se lo deja y a quién no. El hijo se convence de que jamás convencerá a su padre, pero, como le apetece conducir el coche, decide cogerlo sin que su padre se entere. Así lo hace, y lo cierto es que lo devuelve sin haber tenido percance alguno.
La diferencia fundamental es que aquí el hijo no tiene
argumento alguno para no reconocer a su padre como persona: el
padre ha argumentado impecablemente su decisión, y no trata de
imponer nada a su hijo, sino que tan sólo rebate la pretensión
de su hijo de tomar su coche sin su consentimiento. En el primer
ejemplo, el hijo decidía engañar a su padre porque tenía
argumentos que —al menos él— consideraba concluyentes para
afirmar que su padre no estaba siendo razonable. Sin embargo
aquí, ¿qué podría argumentar el hijo en su favor? Supongamos que
el único argumento del hijo es su convicción de que puede
conducir el coche sin tener el menor accidente (cosa que los
hechos —tras el engaño— confirman). El hijo le reprocha al padre
que no confíe en él, pero el padre le responde que no es una
cuestión de confianza: aun suponiendo que no dudara de la
pericia de su hijo —que no es el caso— ¿por qué tendría que
dejarle su coche si es el responsable y no está dispuesto a
ello? Y el hijo no puede responder nada a eso. Podría decir que
se lo pide por favor, pero si admite que lo pide como favor,
está admitiendo que el favor no tiene por qué serle concedido.
De lo contrario tendría que plantearlo como una exigencia y
justificar en qué se basa esa exigencia. De este modo, el padre
se está comportando como una persona y, por consiguiente, el
hijo, al "tomar la ametralladora", consistente en salirse con la
suya mediante el engaño, no está comportándose como una persona,
bien porque no cumple el requisito 1 (si es que actúa convencido
de que tiene derecho a tomar el coche y su padre no actúa como
persona por tratar de impedirlo), bien porque no cumple el
requisito 3 (si es que carece de argumentos pero, pese a ello,
toma el coche porque no está dispuesto a renunciar a ello).
Éste es el punto que aprovechará el escéptico para preguntar: ¿Y en qué consiste concretamente
la diferencia entre los dos ejemplos?, porque en ambos, el
hijo miente al padre porque considera que su postura no es
razonable. ¿Qué sentido tiene decir que en el primer caso
tiene razón y, ciertamente, el padre no se comporta como
persona, mientras que en el segundo no la tiene, y el padre sí
que se comporta como persona?
Si estas preguntas han de entenderse en un sentido general, es
decir, si la pregunta es cómo se sabe quién tiene razón y quién
no en una discusión, la respuesta es que no hay respuesta. Es
exactamente lo mismo que sucede en el caso teórico: si
presenciamos una discusión entre un geocentrista y un
heliocentrista, no tenemos ningún criterio objetivo para decidir
quién tiene razón. Lo máximo que podemos hacer es escuchar los
argumentos de uno y de otro y decidir quién tiene razón, y si le
damos la razón a uno, eso no significa necesariamente que tenga
razón, porque nosotros mismos podríamos estar equivocados. Lo
máximo que podemos hacer es poner todo nuestro empeño en no
introducir dogmas en nuestros argumentos y en no cometer errores
lógicos, y, si dudamos de que seamos capaces de hacerlo, puede
ser aconsejable incluso que renunciemos a juzgar por nosotros
mismos y aceptemos la opinión de alguien cuyo criterio nos
inspire confianza. Lo que no podemos olvidar es que, en muchos
casos, abstenernos de juzgar es un lujo que no nos podemos
permitir y, en los demás casos, abstenerse de juzgar alardeando
de escéptico no es más que una frivolidad.
Lo que sí podemos hacer es esbozar un marco crítico con
respecto al cual juzgar si un argumento es aceptable o no. Vamos
a analizar más a fondo los ejemplos anteriores, pero antes
introduciremos un poco de vocabulario para agilizar la
discusión:
Los conflictos éticos surgen de la interacción entre dos o más
personas. Del mismo modo que si en todo el universo hubiera sólo
un objeto rígido, no tendría sentido hablar de movimiento, si en
el universo hubiera sólo una persona, no tendría sentido hablar
de Ética. Por definición, la Ética concierne exclusivamente a
las relaciones entre personas: si algo o alguien no puede o no
quiere consensuar su conducta con quienes están dispuestos a
hacerlo (las personas) entonces la Ética no tiene nada que ver
con él: las personas tendrán que consensuar cómo reaccionan ante
tal objeto y la Ética es precisamente el análisis de qué
características ha de cumplir un consenso para considerarse
racional. Ahora bien, un punto que puede llegar a ser muy
delicado en este asunto es determinar qué es una persona y qué
no lo es.
Un inciso del escéptico: ¿Y
quién nos asegura que existe realmente esa posibilidad de
consenso? ¿Y si, pese a toda la buena voluntad de las personas
implicadas en un conflicto, no hay ninguna solución posible
que pueda ser satisfactoria para todas?
Más adelante estaremos en mejores condiciones para sopesar esta
posibilidad, pero, de momento, haremos la observación siguiente:
cuando Galileo se puso a meditar sobre si el heliocentrismo era
preferible o no al geocentrismo a la hora de entender la
astronomía, no se detuvo ante la falta de garantías de que todo problema científico
tenga o no una solución racional. A la hora de resolver un
problema particular, es improcedente preguntarse si todo
problema tiene solución.
Para prescindir de momento del problema de quién es persona y
quién no lo es, consideremos una situación en la que se ven
implicados varios seres con más o menos uso de razón, pero que,
en cualquier caso, tienen una voluntad definida, es decir,
tienen claro lo que quieren y lo que no quieren hacer. Una
voluntad puede estar sometida en mayor o menor grado a la razón,
pero siempre cabe la posibilidad de que sus decisiones se funden
en una componente esencialmente irracional, que es lo que
denominamos deseo. Si
alguien decide tomarse un helado, es absurdo preguntarle qué
razón le mueve a tomarse un helado. Si el aludido cae en el
juego del que pregunta y trata de responderle, tal vez le diga
que quiere tomarse un helado porque hace calor, o algo así, pero
eso no resuelve nada. Lo único que se sigue de ahí es que la
persona en cuestión no quiere tener calor, y toma un helado como
medio para conseguir ese fin, pero entonces podríamos
preguntarle igualmente por qué quiere deshacerse de la sensación
de calor y, al cabo de un número finito de preguntas, llegaremos
a la única respuesta posible en el fondo: porque me apetece, es
decir, porque así lo deseo.
El caso es que eso no sólo es así para cuestiones banales como
tomarse un helado. Querer vivir es un deseo, exactamente igual
que querer tomarse un helado. Nadie puede responder
racionalmente a la pregunta de por qué quiere vivir. Si alguien
respondiera, por ejemplo: porque
si me muero mis hijos se quedarían huérfanos, podríamos
preguntarle por qué quiere evitar que sus hijos se queden
huérfanos, y al final llegaremos a lo mismo: porque eso es lo que deseo y no
otra cosa.
No hay que entender con esto que haya nada de misterioso o
inexplicable en los deseos. Teóricamente, sería posible
encontrar una explicación psicológica (racional) de por qué un
cerebro dado ha llegado a generar un deseo dado, pero eso,
siendo una descripción racional de un suceso en el mundo, no es
una justificación racional del deseo. En otras palabras, igual
de racionalmente se puede explicar que yo quiera un coche o que
Hitler quiera matar un millón de judíos. Todo es el resultado de
un proceso físico que, en principio, puede ser descrito
racionalmente, y todo ello a pesar de que, ni hay razón para
desear un coche, ni hay razón para querer matar a un millón de
judíos.
Tener presente la irracionalidad de los deseos es fundamental
para no caer en falacias como ésta: Si A se dispone a matar a B,
podría argumentar que no hay nada de irracional en su conducta,
ya que, cuando le pregunta a B qué razones tiene para vivir, no
es capaz de contestarle nada concluyente, por lo que podemos
concluir que B no tiene razones para vivir y, en consecuencia,
no hay razón alguna para no matar a B. La falacia del argumento
de A consiste en tomar como argumento la falta de razones de B
para querer vivir. Eso no es un argumento en absoluto porque el
deseo de vivir es necesariamente irracional, como cualquier otro
deseo.
Cómo no se fundamenta la Ética II |
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