Son muchos los rasgos "modernos" del Discurso del método. Uno de
los más obvios es que se trata de una de las mayores piezas de
artillería de la época contra el aristotelismo.
Anteriormente habían sido publicados numerosos tratados
científicos que atacaban partes concretas de la doctrina
aristotélica, el más famoso de los cuales fue sin duda el
Diálogo sobre los dos
máximos sistemas del mundo, de Galileo, e incluso
habían visto la imprenta ensayos que ponían de manifiesto
la necesidad de superar el aristotelismo, como el Nouum organum de Francis Bacon, que
aportaba ideas sobre cómo hacerlo. El Discurso del método es un
drástico paso adelante en esta dirección.
Más que el método que sugiere Descartes, lo realmente
interesante en este ensayo es su
insistencia en la necesidad de lo que se ha venido en llamar duda metódica, es decir, la
necesidad de cuestionar todo conocimiento previo, no de forma
sistemática, lo
que sólo llevaría al escepticismo, sino como
método para no aceptar ningún hecho sin que antes haya
sido supervisado y sopesado explícitamente por la razón.
En otras palabras, Descartes descalifica por completo cualquier
autoridad que no sea el juicio de la razón bien encauzada.
Descartes
juzga desfasada la sabiduría antigua:
[...] y al que estudia con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de ordinario que permanece ignorante de lo que se practica en el presente.Y a los aristotélicos les reserva unas últimas puñaladas:
Asimismo vemos que casi nunca ha ocurrido que uno de los que siguieron las doctrinas de esos grandes ingenios haya superado al maestro; y tengo por seguro que los que con mayor ahínco siguen hoy a Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer tanto conocimiento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio saber. Son como la yedra, que no puede subir más alto que los árboles en que se enreda y muchas veces desciende, después de haber llegado hasta la copa; pues me parece que también los que siguen una doctrina ajena descienden, es decir, se tornan en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar; los tales, no contentos con saber todo lo que su autor explica inteligiblemente, quieren además encontrar en él la solución de varias dificultades, de las cuales no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo, es comodísima esa manera de filosofar, para quienes poseen ingenios muy medianos, pues la oscuridad de las distinciones y principios de que usan, les permite hablar de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles, sin que haya medio de convencerles; en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para pelear sin desventaja contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna profunda y oscurísima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en que yo no publique los principios de mi filosofía, pues siendo, como son, muy sencillos y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a esa cueva adonde han ido a pelear. [...]
Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado por mis preceptores, es porque espero que los que hagan uso de su pura razón natural, juzgarán mejor mis opiniones que los que sólo creen en los libros antiguos; y en cuanto a los que unen el buen sentido con el estudio, únicos que deseo sean mis jueces, no serán seguramente tan parciales en favor del latín que se nieguen a oír mis razones por ir explicadas en lengua vulgar.
La dioptrique, Les
météores y La
géometrie
pretendían demostrar las bondades del método cartesiano
frente al común, pero en el propio Discurso del método se
esbozan ya algunas aplicaciones. Así, entre las conclusiones a
las que llegó mediante su aplicación, Descartes resume
algunos de los contenidos de su Tratado
de la luz, que nunca llegó a publicar. Eso sí, los
presenta debidamente maquillados y depurados para evitar toda posible
confrontación con la Iglesia. Una de sus técnicas
más curiosas para lograr este fin era hablar
hipotéticamente, como si hablara de otro mundo imaginario, tal y
como destacamos en los párrafos siguientes:
[...] Mas habiendo procurado explicar las principales [verdades] de entre ellas en un tratado que, por algunas consideraciones, no puedo publicar, lo mejor será, para darlas a conocer, que diga aquí sumariamente lo que ese tratado contiene. Propúseme poner en él todo cuando yo creía saber, antes de escribirlo, acerca de la naturaleza de las cosas materiales. Pero así como los pintores, no pudiendo representar igualmente bien, en un cuadro liso, todas las diferentes caras de un objeto sólido, eligen una de las principales, que vuelven hacia la luz, y representan las demás en la sombra, es decir, tales como pueden verse cuando se mira a la principal, así también, temiendo yo no poder poner en mi discurso todo lo que había en mi pensamiento, hube de limitarme a explicar muy ampliamente mi concepción de la luz; luego, con esta ocasión, añadí algo acerca del Sol y de las estrellas fijas, porque casi toda la luz viene de esos cuerpos; de los cielos, que la transmiten; de los planetas, de los cometas y de la Tierra, que la reflejan; y en particular, de todos los cuerpos que hay sobre la Tierra, que son o coloreados, o transparentes o luminosos; y, por último, del hombre, que es el espectador.
Y para dar un poco de sombra a todas esas cosas y poder declarar con más libertad mis juicios, sin la obligación de seguir o de refutar las opiniones recibidas entre los doctos, resolví abandonar este mundo nuestro a sus disputas y hablar sólo de lo que ocurriría en otro mundo nuevo, si Dios crease ahora en los espacios imaginarios bastante materia para componerlo y, agitando diversamente y sin orden las varias partes de esa materia, formase un caos tan confuso como puedan fingirlo los poetas, sin hacer luego otra cosa que prestar su ordinario concurso a la naturaleza, dejándola obrar, según las leyes por él establecidas.
Así, primeramente describí esa materia y traté de representarla, de tal suerte que no hay, a mi parecer, nada más claro e inteligible, [...] Después de esto, mostré cómo la mayor parte de la materia de ese caos debía, a consecuencia de esas leyes, disponerse y arreglarse de cierta manera que la hacía semejante a nuestros cielos; cómo, entretanto, algunas de sus partes habían de componer una Tierra, y algunas otras, planetas y cometas, y algunas otras, un Sol y estrellas fijas. Y aquí, extendiéndome sobre el tema de la luz, expliqué por lo menudo cuál era la que debía haber en el Sol y en las estrellas y cómo desde allí atravesaba en un instante los espacios inmensos de los cielos y cómo se reflejaba desde los planetas y los cometas hacia la Tierra. Añadí también algunas cosas acerca de la sustancia, la situación, los movimientos y todas las varias cualidades de esos cielos y esos astros, de suerte que pensaba haber dicho lo bastante para que se conociera que nada se observa, en los de este mundo, que no deba o, al menos, no pueda parecer en un todo semejante a los de ese otro mundo que yo describía. De ahí pasé a hablar particularmente de la Tierra; expliqué cómo, aun habiendo supuesto expresamente que el Creador no dio ningún peso a la materia, de que está compuesta, no por eso dejaban todas sus partes de dirigirse exactamente hacia su centro; cómo, habiendo agua y aire en su superficie, la disposición de los cielos y de los astros, principalmente de la luna, debía causar un flujo y reflujo semejante en todas sus circunstancias al que se observa en nuestros mares, y además una cierta corriente, tanto del agua como del aire, que va de Levante a Poniente, como la que se observa también entre los trópicos; cómo las montañas, los mares, las fuentes y los ríos podían formarse naturalmente, y los metales producirse en las minas, y las plantas crecer en los campos, y, en general, engendrarse todos esos cuerpos llamados mezclas o compuestos. [...] Sin embargo, de todas esas cosas no quería yo inferir que este mundo nuestro haya sido creado de la manera que yo explicaba, porque es mucho más verosímil que, desde el comienzo, Dios lo puso tal y como debía ser.
Aunque puede leerse entre líneas, Descartes no menciona
siquiera el heliocentrismo (que sí que defendía
explícitamente en su Tratado
de la luz). Evidentemente, para formarnos una idea del
auténtico pensamiento cartesiano, hemos de hacer
abstracción del modo hipotético de estas afirmaciones, y
así, podemos afirmar que Descartes estaba convencido de que el
mundo había evolucionado de forma natural hasta su estado
actual. En particular, Descartes pensaba que la Tierra era un Sol
enfriado (y, obviamente, tal proceso de enfriamiento había
tenido que durar más de los seis días que exige la
Biblia).
A la hora de valorar estos párrafos hemos de tener presente
que —pese a lo bien encaminados que puedan ir— no son más que
meras fantasías sin fundamento. Kepler y Galileo eran
científicos en el pleno sentido (moderno) de la palabra,
mientras que Descartes no era más que un visionario. Lo que hay
de calidad en sus escritos sobre ciencia (siempre dejando a un lado las
matemáticas) es precisamente lo que toma de otros autores. De
todos modos, sostener —aunque fuera sin pruebas— que el mundo
podría haberse creado de un modo radicalmente distinto a como se
explica en el burdo cuento del Génesis (así como muchas
teorías en diversas ramas del conocimiento, unas más
afortunadas que otras), despejaba enormemente el camino a futuras
teorías mejor asentadas. En particular, Descartes es uno de los
precursores del llamado determinismo
físico, es decir, de la teoría de que el mundo se
mueve siguiendo unas leyes físicas que determinan completamente
su evolución. A este respecto es interesante la
continuación de la cita precedente:
Pero es cierto —y esta opinión es comúnmente admitida entre los teólogos— que la acción por la cual Dios lo conserva [al Mundo] es la misma que la acción por la cual lo ha creado; de suerte que, aun cuando no le hubiese dado en un principio otra forma que la del caos, con haber establecido las leyes de la naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar como ella acostumbra, puede creerse, sin menoscabo del milagro de la creación, que todas las cosas, que son puramente materiales, habrían podido, con el tiempo, llegar a ser como ahora las vemos; y su naturaleza es mucho más fácil de concebir cuando se ven nacer poco a poco de esa manera, que cuando se consideran ya hechas del todo.
Aquí Descartes está dando un giro sutil, y
malévolo a la "opinión" a la que hace referencia. Entre
los vestigios medievales que seguían vigentes en el siglo XVII,
estaba la creencia de que Dios "mantenía" el mundo, es decir,
que se encargaba, a través de su acción directa, de hacer
que pasara esto y aquello, lo que podía entenderse como una "creación continua". Pero
aquí Descartes le está dando la vuelta, al sostener que
especular sobre cómo habría evolucionado el mundo si Dios
lo hubiera abandonado nos permite entender cómo evoluciona
actualmente, de hecho, el mundo. Con ello dice implícitamente
que, actualmente, el mundo evoluciona "dejado
de la mano de Dios", con lo que sigue siendo cierta la
"opinión comúnmente admitida entre los teólogos",
pues la acción con la que Dios conserva y mantiene el mundo es
una misma, a saber, la de no hacer nada y dejar que las cosas sigan su
curso según las leyes naturales. Nunca sabremos si Descartes
quiso decir esto o, simplemente, se le escapó.
No hemos mencionado hasta ahora la parte más famosa del Discurso del método, y la
que podríamos considerar más importante, salvo por el
hecho de que no es más que un esbozo que Descartes
desarrollaría plenamente unos pocos años más
tarde. Es, con diferencia, la más original y novedosa, y
Descartes habla de
ella no sin ciertas reservas:
No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues son tan metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá no gusten a todo el mundo. Sin embargo, para que se pueda apreciar si los fundamentos que he tomado son bastante firmes, me veo en cierta manera obligado a decir algo de esas reflexiones.
Se trata, pues, del punto de partida de la revisión
cartesiana del conocimiento. En busca de una primera verdad en la que
pudiera apoyarse para buscar otras, Descartes encuentra la verdad
incuestionable de su propia existencia, que expresa en su
celebérrimo "Pienso, luego
existo". No vamos a ahondar aquí en esta parte del Discurso porque ya tendremos
ocasión de hacerlo en relación con sus posteriores Meditaciones metafísicas,
donde la desarrolla notablemente. Para terminar vamos a señalar
un aspecto del Discurso del
método que fácilmente puede pasar desapercibido al
lector de hoy en día, mientras que, para intranquilidad de
Descartes, la situación en el siglo XVII era muy distinta:
Descartes propugnaba la duda
metódica, por la que, en principio, todo hombre
debería desconfiar de cuanto se le ha enseñado mientras
no pudiera confirmarlo mediante su razón. Esto era, en
principio, un mero medio para desterrar errores (poco menos que
imprescindible, cuando la ciencia estaba enfangada en el
aristotelismo), y no hay motivo para creer que Descartes pensara en
aplicar tal principio en otro campo que no fuera el de la ciencia;
pero, en sentido estricto, podría entenderse que Descartes
recomendaba al vulgo que se cuestionara si, como le habían
enseñado, Dios existe realmente o, peor aún, si el
nacimiento confería una autoridad legítima a los reyes, o
si el siervo debía obedecer a su señor, etc. En suma, no
sin cierta malicia, el Discurso del
método podía presentarse como la más
subversiva de todas las obras subversivas, a todos los niveles: social,
político, religioso, etc. Descartes era consciente de ello, y
procura anticiparse a la crítica:
Mis designios no han sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece a mí solo. Si, habiéndome gustado bastante mi obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que me imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y más abundantes mercedes, tendrán, sin duda, más levantados propósitos; pero mucho me temo que éste mío sea demasiado audaz para algunas personas. La mera resolución de deshacerse de todas las opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir. Y el mundo se compone casi sólo de dos especies de ingenios, a quienes este ejemplo no conviene en modo alguno, y son, a saber: de los que, creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la precipitación de sus juicios ni conservar la bastante paciencia para conducir ordenadamente todos sus pensamientos; por donde sucede que, si una vez se hubiesen tomado la libertad de dudar de los principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca podrán mantenerse en la senda que hay que seguir para ir más en derechura, y permanecerán extraviados toda su vida; y de otros que, poseyendo bastante razón o modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otras personas de quienes pueden recibir instrucción, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de esas personas que buscar por sí mismos otras mejores.