LA
RAZÓN PRÁCTICA Y EL LIBRE ALBEDRÍO |
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En este punto el lector ya debería tener claro en qué consiste
(o en qué ha consistido) la crítica de la razón pura de la que
hablábamos en la página 2. Hemos
visto cómo hay muchos prejuicios sobre la naturaleza del mundo o
de la conciencia que pierden su aparente "evidencia" en
cuanto se analizan fría y minuciosamente o, en definitiva,
racionalmente, y se revelan entonces como meros dogmas,
ilusiones o errores. Sin embargo, hasta aquí sólo hemos hecho la
mitad del trabajo, ya que, con más precisión, sólo hemos
realizado una crítica de la
razón pura teórica. Recordemos que, cuando añadimos
adjetivos al sustantivo "razón" no pretendemos insinuar que
existan diferentes "razones", sino tan sólo diferentes usos de
la razón. Así, podemos hablar de razón teórica para referirnos al uso de la
razón para determinar qué debemos pensar (sobre el mundo),
mientras que la razón
práctica es el uso de la razón para determinar qué
debemos hacer (en el mundo).
Hasta ahora, siempre que hemos hablado de la razón nos hemos
referido a la razón teórica, y hemos visto que podemos
distinguir a su vez entre la razón teórica empírica y la razón
teórica pura. La primera es el uso de la razón para interpretar
los datos que nos proporciona la experiencia y formarnos con
ellos una imagen del mundo. Es lo que más comúnmente llamamos
ciencia. Por el contrario, la razón pura teórica es el uso de la
razón para determinar qué debemos pensar sobre el conocimiento
en general, con independencia de los datos concretos que nos
proporciona la experiencia, lo cual nos ha llevado al idealismo
trascendental. Si un día nos despertáramos en un mundo
completamente distinto del que conocemos y alguien nos explicara
que hasta ese momento habíamos estado conectados a Matrix, tendríamos que
revisar totalmente nuestro conocimiento científico sobre el
mundo, pero todo cuanto hemos dicho a priori en las páginas
precedentes seguiría siendo válido.
Del mismo modo, podemos distinguir entre la razón práctica empírica y
la razón
práctica pura. Si la razón teórica empírica se conoce
habitualmente como ciencia, la razón práctica empírica se conoce
como técnica. Como en
el caso de la ciencia, aquí hemos de entender la palabra técnica
en el sentido más amplio posible: determinar lo que hay que
hacer para viajar a la Luna es técnica, determinar lo que hay
que hacer para curar una enfermedad es técnica, y determinar lo
que hay que hacer para freír un huevo es también técnica. Es
evidente que no hay una frontera nítida entre la razón empírica
teórica y la práctica, sino que el conocimiento teórico
(empírico) sobre el mundo proporciona simultáneamente un
conocimiento práctico: El descubrimiento teórico de que la
quimioterapia cura el cáncer es a la vez un descubrimiento
práctico, porque nos dice lo que debemos hacer si queremos curar
un cáncer.
Por supuesto hemos de entender la técnica como el conocimiento
que tenemos sobre lo que debemos hacer para conseguir un
determinado fin dentro del marco de la razón: si alguien tiene
un cáncer y, a pesar de que su médico le recomienda la
quimioterapia, él prefiere buscar su curación rezando
fervorosamente a Dios a todas horas, esto no es una técnica
médica, sino un dogma irracional, del mismo modo que creer que
Dios creó a Adán y Eva no es una teoría científica, sino un
dogma irracional.
No hay nada que decir sobre la naturaleza trascendental del uso
empírico práctico de la razón que no esté contenido ya en cuanto
hemos dicho acerca de su uso teórico. En cambio, el análisis de
la razón pura práctica nos enfrenta a unos problemas de
naturaleza completamente distinta a los que hemos analizado
hasta aquí. Si el uso teórico puro de la razón consiste en
determinar qué debemos pensar sobre el mundo en general, no
sobre este o aquel aspecto concreto de su naturaleza, el uso
práctico puro de la razón consiste en determinar cómo debemos
comportarnos en el mundo en general, con independencia de las
circunstancias concretas en las que podamos encontrarnos. Si el
producto de la razón pura teórica es la teoría del conocimiento,
el producto de la razón pura práctica es la ética.
Aquí es conveniente una disquisición lingüística: en cierto
sentido, puede decirse que hay muchas teorías del conocimiento,
por lo menos, tantas como filósofos: la teoría del conocimiento
de Platón es muy distinta de la de Aristóteles, y ambas son muy
distintas de la de Wittgenstein, etc. Sin embargo, un ser
racional no puede aceptar todas estas teorías en pie de
igualdad, sino que necesariamente debe decantarse por una de
ellas, como hemos hecho nosotros al presentar el idealismo
trascendental como el producto al que necesariamente ha de
llegar la razón pura cuando aborda el problema de entender el
conocimiento en sí, libre de dogmas preconcebidos. En este
sentido, podríamos decir que el idealismo trascendental es la teoría del conocimiento,
y que todo lo demás son falsas teorías dogmáticas, del mismo
modo en que podemos decir que la ciencia desarrollada por la
cultura europea occidental (y luego extendida por el mundo) es la ciencia, y que todo lo
demás son falsas teorías dogmáticas. En esta línea, aunque es
frecuente hablar de diversas éticas al igual que se habla de
diversas teorías del conocimiento o de diversas "ciencias"
alternativas, resulta conveniente reservar la palabra ética para
referirnos exclusivamente al producto de la razón pura práctica,
esto es, a la determinación de cómo debe comportarse un ser
racional que no esté dispuesto a caer ni en el escepticismo ni
en el dogmatismo.
Del mismo modo que la deducción del idealismo trascendental
está íntimamente ligada a la realización de una crítica de la
razón pura teórica, la deducción de la ética racional (o, según
acabamos de convenir, de la ética, sin más adjetivos) requiere
una crítica de la razón pura
práctica, que, por una parte, revele el carácter
dogmático de la mayoría (si no todas) las doctrinas morales al
uso y, por otra, que muestre que, en efecto, la razón pura,
libre de dogmas, puede llegar a conclusiones prácticas igual que
puede llegar a conclusiones teóricas; en suma, que muestre que
realmente existe una ética racional objetiva.
No vamos a exponer aquí esa crítica de la razón práctica, pues
requeriría una extensión igual o mayor que la del ensayo sobre
la teoría del conocimiento que queremos dar por terminado en
esta página, sino que vamos a dar por hecho que, en efecto,
existe la ética como producto de la razón pura, con el fin de
completar lo dicho en la página 11
sobre el libre albedrío, que, en principio, es un problema
teórico, pero que a la vez, según veremos aquí, tiene una
vertiente práctica que no podemos dejar de lado sin sesgar con
ello las conclusiones teóricas.
De todos modos, antes de volver a la cuestión del libre
albedrío, vamos a añadir aquí algunas observaciones más sobre la
ética, no con la intención de justificar su existencia (lo cual
es imposible sin entrar en la crítica de la razón práctica),
sino únicamente para dejar clara la naturaleza de la ética
(racional), ya que de lo contrario no podría entenderse la
discusión posterior sobre el libre albedrío.
Es útil explotar las analogías que existen entre la ética, la
teoría del conocimiento y la ciencia. Por una parte, tal y como
hemos explicado, la ética es el análogo práctico de la teoría
del conocimiento, en el sentido de que ésta es el producto de la
razón pura teórica y aquélla es el producto de la razón pura
práctica. Por esto mismo, la ética se distingue de la ciencia en
que aquélla es un producto de la razón pura y ésta un producto
de la razón empírica. Más concretamente: mientras un físico
puede realizar experimentos que determinen si una teoría es
correcta o incorrecta, no hay ninguna clase de experiencia que
pueda determinar si una determinada acción es correcta (buena) o
incorrecta (mala). Por otra parte, esto no significa que la
ética esté completamente desvinculada de la experiencia, ya que
cualquier análisis ético de una situación necesita considerar
las carácterísticas concretas (empíricas) de las personas que
intervienen en ella (sus sentimientos, sus deseos, sus
necesidades, sus capacidades, etc.). Éste es el motivo por el
que Kant consideró más adecuado hablar de una crítica
de la razón práctica, sin distinguir entre razón pura o
razón empírica.
Si prescindimos de esta diferencia trascendental entre la ética
y la ciencia (es decir, del carácter puro de la primera y
empírico de la segunda), en el plano psicológico podemos
establecer también una analogía provechosa entre ambas: Si un
ser racional ve el mundo y se pregunta ¿cómo
debo entender esto?, la respuesta es la ciencia,
mientras que si se pregunta ¿qué
debo hacer ante esto, cómo debo conducir mi vida?, la
respuesta es la ética. El método de responder a ambas preguntas
(a causa de la diferencia trascendental que hemos señalado) será
muy distinto, pero los problemas que surgen son análogos: hay
que evitar inventarse dogmáticamente la solución y también
negarse escépticamente a encontrarla. Cuando dos personas
discuten sobre si es inmoral que una mujer aborte, o que vaya
por la calle sin cubrirse la cara con un velo, estamos ante un
análogo práctico de una discusión teórica, como si existen los
fantasmas, o si rezar ayuda a que un enfermo se cure. (Si en
lugar de comparar la ética con la ciencia la comparamos con la
teoría del conocimiento, el caso análogo sería el de dos
personas discutiendo sobre si podemos asegurar que existe el
alma o si conocemos una realidad trascendente.)
El escepticismo práctico afirma que no puede haber ningún
criterio objetivo para establecer una distinción entre lo que
está bien y lo que está mal, y que la ética no es más que lo que
indica su etimología: costumbre. Por ejemplo, un escéptico
podría preguntar: ¿alguien se
creería capaz de encontrar argumentos que hubieran convencido
a Hitler de que el racismo es inmoral? Probablemente no
existan tales argumentos, pero ello no implica, como un
escéptico podría pretender, que la razón es incapaz de
justificar que el racismo es inmoral. Por ejemplo, no sería
difícil encontrar en el mundo personas que rezan para lograr la
curación de un pariente enfermo a las que sería del todo
imposible convencer de que rezar para que alguien se cure es una
necedad, y ello no pone en entredicho que la razón nos legitime
a afirmar que una oración no tiene ninguna influencia sobre el
estado de salud de un enfermo (exceptuando casos de
autosugestión). Lo que falla, tanto en el caso de Hitler como en
el del devoto, no es la razón en sí misma, sino el uso de razón
de los implicados: tanto Hitler como el devoto son irracionales.
El uno es irracional en una cuestión pura práctica, lo que lo
convierte en un animal de bellota, mientras que el otro es
irracional en una cuestión empírica práctica, lo que lo
convierte simplemente en un infeliz digno de todo el respeto que
puede merecer una persona. La inmoralidad no es sino una de las
muchas facetas que puede presentar la irracionalidad.
Una versión más sofisticada del escepticismo práctico consiste
en afirmar que los enunciados éticos carecen de significado. Si
alguien comete un robo y decimos que eso está mal, que no
debería haber robado, estamos hablando de una realidad
hipotética inexistente: la ciencia estudia lo que sucede, que en
este caso es que alguien ha cometido un robo; en cambio, la
ética pretende hablar de lo que debería haber sucedido, que en este caso es
que el ladrón debería haberse abstenido de robar; pero "debería"
no significa nada. Hablar de lo que debería pasar es hacer ficción, es pintar un
hermoso mundo imaginario que no es sino pura fantasía. Decir que
el ladrón no debería haber robado es como decir que un enfermo
no debería haberse puesto enfermo o que debería haberme tocado
la lotería, o que la muerte no debería existir. Es simplemente
olvidarse de la realidad y ponerse a hablar de otra cosa.
Ciertamente, así presentada, la ética no parece nada sólida,
pero de ahí sólo se deduce que no es ésa la concepción correcta
de la ética. Notemos, de hecho, que el concepto de deber no es
exclusivo de la razón práctica, sino que tiene sentido también
(el mismo sentido, de hecho) en el campo de la razón teórica.
Por ejemplo, si un estudiante de matemáticas tiene que resolver
la ecuación x + 2 = 7
y, para ello, la transforma en x = 7 + 2, con lo que concluye que la solución
es x = 9, su maestro
puede decirle que lo ha hecho mal,
que debería haber
pasado el 2 restando
al miembro derecho, de modo que la solución buena es x = 7 - 2 = 5. Con ello, el
maestro no está hablando de una realidad imaginaria, sino que
está juzgando (teóricamente) la acción de su alumno, y
concluyendo que no se ajusta a la razón. La razón exigía pasar
el 2 restando y, al no
haberlo hecho así, la conducta del alumno ha sido irracional. Mal es sinónimo de
irracional, tanto en este contexto teórico como en el contexto
de la razón práctica. Cuando decimos que el ladrón no debería
haber robado estamos diciendo que ha obrado mal en el mismo
sentido en que el alumno ha despejado mal, en el sentido de que
ha contradicho a la razón, a la razón práctica en el caso del
ladrón, a la razón pura matemática en el caso del alumno. Por
poner un ejemplo teórico empírico, podemos decir que un ser
racional debe aceptar
que el hombre ha surgido como consecuencia de un proceso
evolutivo que ha durado millones de años, y "debe" significa aquí que
no aceptarlo es irracional, que quien se niega a aceptarlo se
autoincluye en el conjunto de los seres irracionales (al menos
en este punto en concreto, pues ya hemos señalado alguna vez que
una persona puede ser racional para unas cosas e irracional para
otras).
Desde la antigua Grecia, los filósofos se han obsesionado con
dar una definición de lo que es el bien. Tales de Mileto dijo
que el bien es no hacer a los demás lo que uno no desea para sí
mismo, y desde ahí han surgido mil alternativas distintas, como
definir el bien como lo que es útil para la colectividad, etc.
Buscar una definición de "bien", buscar una receta sencilla que
pretenda discernir lo que está bien de lo que está mal, es tan
absurdo, tan ingenuo, como si un estudiante de matemáticas le
preguntara a su maestro en qué consiste resolver bien un
problema (un problema arbitrario, no uno en particular). La
respuesta es obvia: resolver bien un problema es resolverlo
racionalmente, pero, desde luego, esto no ayudará a ningún
alumno a aprobar un examen. Para cada tipo concreto de problema
matemático, es posible distinguir el método o los métodos
válidos para resolverlo (los que están bien) de aquellos que no
lo son (los que están mal), pero la distinción la obtendrá la
razón al considerar la naturaleza concreta del problema, sin que
sea posible indicar a priori cómo se tiene que razonar para
establecer tal distinción. Y de aquí no podemos deducir que la
lógica matemática sea algo oscuro y variable que se aplica de
forma distinta según la situación.
La razón no obtiene la ciencia aplicando a la experiencia una
receta predeterminada, y ni siquiera un método predeterminado
(el llamado "método científico" no es realmente un método
específico, sino más bien unas directrices generales). Cuando
apareció el SIDA, los científicos empezaron a abordarlo
basándose en su experiencia previa con enfermedades víricas,
pero nadie podía decir a priori qué camino iba a llevar hasta
técnicas eficaces que permitieran combatirlo. Desde que los
matemáticos se interesaron por el Último Teorema de Fermat, fueron probando
distintos métodos para abordarlo hasta que al final uno de ellos
permitió demostrarlo, y nadie podría haber predicho a priori que
la solución vendría de aplicar unas técnicas que, de hecho, eran
completamente desconocidas cuando se empezó a abordar el
problema. Al tratar de fundamentar la teoría del conocimiento,
no hemos aplicado una regla mágica para saber qué afirmaciones
son aceptables y cuáles no, sino que nos hemos enfrentado al
problema y hemos ido descartando algunas afirmaciones por
dogmáticas y otras por escépticas, y nos hemos quedado con las
que nos han conducido al idealismo trascendental.
Lo que la razón requiere para tener éxito ante un problema,
cualquiera que sea su naturaleza, es un potente método lógico y
analítico, no en el sentido de unas reglas específicas de
conducta, sino unas directrices generales que le permitan evitar
el dogmatismo y el escepticismo. Esto es el método científico
para la ciencia, la crítica de la razón pura para la teoría del
conocimiento y la crítica de la razón práctica para la ética. En
particular, determinar si una conducta está bien o está mal, en
algunos casos especialmente complicados, puede ser una tarea más
difícil que determinar si la ley de gravitación de Newton está
bien o está mal, o si el Último Teorema de Fermat es verdadero o
falso, o si hay razones para aceptar la existencia del alma. La
única forma de resumir la ética en una fórmula elemental, o en
diez mandamientos, es dejar de lado la razón e inventarse un
dogma que nos exima de plantearnos si somos o no somos unos
animales de bellota como Hitler.
Estas consideraciones (que, como ya hemos dicho, no pueden ni
pretenden sustituir a una crítica de la razón práctica) deberían
bastar para comprender lo que nos falta decir sobre el problema
del libre albedrío. Recordemos que la conexión entre el libre
albedrío y la ética es un argumento escéptico: la ética, es
decir, el establecer una distinción entre qué está bien y qué
está mal, es un sinsentido, ya que es absurdo pedir
responsabilidades a alguien que obre mal porque cada cual es un
objeto físico que obra de la única forma en que puede obrar
según las leyes de la física. Afirmar que un asesino ha hecho
mal al matar a su víctima, afirmar que no debería haberlo hecho, es
tan ridículo como decir que una cornisa que, al desprenderse, ha
matado a un transeúnte, no debería
haberse desprendido o que, en su caso, no debería haber caído o, al
menos, debería haberse
esperado en su caída hasta que pasara el transeúnte. El asesino
que mata es un objeto físico que sigue las leyes de la física
igual que las sigue la cornisa que se desprende. Del mismo modo
que nadie pretende juzgar a una cornisa asesina, o a una fiera
asesina, o a un virus asesino, tampoco hay justificación para
juzgar a un hombre asesino.
El libre albedrío aparece como un intento de refutar este
argumento: las cornisas, las fieras y los virus, no pueden
elegir cómo comportarse, mientras que un hombre sí que puede
elegir entre obrar bien u obrar mal, y esta libertad, esta
posibilidad de elección, es lo que se llama libre albedrío.
Ciertamente, este argumento es racionalmente inadmisible. El
escéptico tiene razón cuando afirma que un ser humano es un
objeto físico cuyo comportamiento está tan determinado por las
leyes de la física como lo está el de una cornisa, una fiera o
un virus. El motivo por el que puede parecer que no es así es
una de las facetas de la ilusión psicológica, ya analizada en la
página 11. Ahora bien, esta
observación no zanja la cuestión.
Pensemos primero en un análogo teórico de este problema
práctico: Imaginemos que proponemos a un estudiante el problema
de resolver la ecuación x + 2
= 7. Si el estudiante sabe las suficientes matemáticas,
es decir, si tiene la capacidad de abordar racionalmente el
problema, podemos estar seguros de que su respuesta será x = 5. Y para llegar a esta
conclusión no necesitamos saber nada del funcionamiento interno
del cerebro del estudiante. Es verdad que el estudiante es un
objeto físico que se comporta según las leyes de la física y que
no puede proporcionar al problema más respuesta que la que la
física que regula el comportamiento de su cerebro podría, en
teoría, predecir que va a obtener; pero esto no impide que además de estar sometido a
las leyes de la física, el estudiante pueda estar también
capacitado para seguir las leyes de la aritmética y, si esto es
así, ya no importa qué procesos fisiológicos particulares tengan
lugar en su cerebro, es posible que éstos difieran mucho de un
estudiante a otro, pero, sin más que resolver nosotros mismos el
problema, podemos estar seguros de que la respuesta que nos dará
será precisamente x = 5.
Podemos decir que el estudiante es libre, no en el sentido de que sus respuestas
no estén condicionadas por las leyes de la física (que lo
están), sino en el sentido de que las leyes de la física no
condicionan sus respuestas de una forma arbitraria que sólo
puede ser entendida en términos de dichas leyes, sino que lo
hacen garantizando que su respuesta será la que la razón exige
que sea (en este caso, la razón pura en su uso matemático). En
estos términos, y salvando las distancias, podemos decir que una
calculadora de bolsillo es libre, ya que si pulsamos en ella las
teclas 2 + 3 =,
podemos asegurar que en su pantalla aparecerá el número 5 sin necesidad de saber
nada sobre la estructura interna de sus circuitos electrónicos y
su forma de funcionar. El número 5 aparece en la pantalla como consecuencia de
un proceso físico en el que, por supuesto, ninguna ley física es
violada, pero la calculadora está configurada de tal modo que en
ella la física se somete a la razón, y no al revés.
Más en general, y siempre en el plano de la razón teórica, un
ser es racional en la medida en que pueda responder de sus
afirmaciones. Si planteamos la ecuación x + 2 = 7 a un alumno que
nos da la respuesta x = 5
pero no es capaz de justificar por qué considera que esa es la
respuesta correcta y no otra (por ejemplo, porque ha dado una
respuesta al azar), entonces (en lo que a este punto en concreto
se refiere) el alumno sólo aparenta ser racional, pero no lo es,
como se pondría de manifiesto si se le hicieran más preguntas
similares.
Un ser absolutamente racional sería un ser capaz de dar cuenta
racionalmente de todas sus afirmaciones, lo que en particular
implicaría que no se equivocaría nunca. Sin embargo, para que
pueda haber algún ser humano al que podamos llamar racional,
conviene admitir como tal a cualquiera que, aunque pueda cometer
errores, tenga al menos la capacidad de reconocerlos cuando se
le muestran, sea al revisar por sí mismo sus argumentos, sea al
confrontarlos con los de otras personas, y que luego los
enmiende como sea necesario. En este sentido, no todos los seres
humanos son racionales. Más precisamente, algunos son racionales
al abordar ciertas cuestiones y no lo son al abordar otras. La
racionalidad es una cuestión de grado.
El quid de la
cuestión es que todo esto vale literalmente en el plano de la
razón práctica. Un análogo práctico a una ecuación sencilla como
x + 2 = 7, cuya
solución es obvia e indiscutible, sería, por ejemplo, el
problema de si está bien o mal salir a la calle con una escopeta
y matar de un tiro al primer transeúnte que nos encontremos. No
vamos a entrar aquí en por qué eso estaría mal, del mismo modo
que no hemos entrado en por qué la solución de la ecuación es
precisamente x = 5 (no
podríamos argumentar gran cosa sin una crítica de la razón
práctica), pero tiene completo sentido distinguir entre los
seres racionales que comprenden que eso estaría mal y los seres
irracionales que no lo comprenden. Del mismo modo que algunos
seres humanos tienen la capacidad de ajustar sus juicios a la
razón teórica, y así, por ejemplo, resuelven bien las ecuaciones
(o, si se equivocan, reconocen sus errores cuando se los hacen
notar y tratan de enmendarlos), también hay seres humanos que
tienen la capacidad de ajustar sus actos a la razón práctica, y
así, por ejemplo, no van por la calle matando a la gente, sino
que obran bien (y si, por error, cometen una mala acción, lo
reconocen cuando se les hace ver y hacen lo posible por
enmendarla).
Volviendo al argumento del escéptico, lo que hemos de
concederle es que no podemos considerar racional a un ser por el
mero hecho de que sea un ser humano. De hecho, no hay ninguna
relación: a priori, podría haber seres racionales que no fueran
humanos (extraterrestres, ordenadores) y hay, sin duda, seres
humanos que, en mayor o menor grado, no son racionales. Lo que
distingue a un ser racional de uno irracional no es su código
genético, sino sus afirmaciones (en el caso de la razón teórica)
y sus actos (en el caso de la razón práctica). Es racional quien
puede responder racionalmente de sus afirmaciones y de sus
actos, y es irracional quien no puede.
Si alguien afirma que es malo "porque el mundo lo ha hecho así", y se niega
a reconocerse responsable de sus actos, nos encontramos ante un
escéptico práctico, y a esta actitud hemos de responder tres
cosas:
El escéptico podrá añadir que una buena persona que se hubiera
criado en el ambiente en que lo ha hecho un delincuente habría
acabado posiblemente convertida en delincuente, y a eso no
podemos responder sino que probablemente es cierto, del mismo
modo que una calculadora que sufra un accidente durante el
proceso de su fabricación puede mostrar el número 7 cuando se le pulsan las
teclas 2 + 3 =. Del
mismo modo que una misma "materia prima" puede acabar convertida
en una calculadora o en una calculadora irracional, según el
proceso de fabricación al que sea sometida, una misma "materia
prima" puede acabar convertida en un ser humano racional o en un
ser humano irracional. ¿Y qué? Observemos que ahora es el
escéptico el que recurre a argumentos contrafácticos. Imaginemos
que juntamos en un recipiente ciertas cantidades de agua,
carbono, nitrógeno, etc. en las mismas proporciones en que
aparecen en un ser humano. Podemos afirmar que si esos átomos
hubieran seguido una trayectoria diferente en el universo, ahora
podrían estar formando un ser humano, pero eso no es motivo para
tratar a ese barullo de elementos químicos como si fuera un ser
humano. Del mismo modo, el hecho de que un violador hubiera
podido ser un ciudadano modélico si sus padres no lo hubieran
tratado como a un gusano, o el hecho de que un ciudadano
modélico hubiera podido acabar convertido en violador si hubiera
tenido a los padres del violador, no son más que afirmaciones
contrafácticas al borde del sinsentido que no pueden llevarnos a
tratar a un violador sino de la forma más apropiada en que puede
ser tratado un violador (lo que supone, como mínimo, mantenerlo
entre rejas mientras sea peligroso) y a tratar a un ciudadano
respetable de otro modo sino como cualquier ciudadano respetable
merece ser tratado.
Ahora debería estar claro en qué sentido podemos decir que un
ser racional tiene libre albedrío. Ciertamente, no en el sentido
de que no esté determinado por las leyes de la física, sino en
el sentido de que éstas no le impiden ser racional. La única
libertad posible es la libertad que proporciona la razón. Todo
ser dotado de voluntad, o bien actúa sin criterio alguno, en
cuyo caso es esclavo del azar, o bien actúa con un criterio
irracional, en cuyo caso es esclavo de la física, o bien actúa
con un criterio parcialmente racional, pero dogmático, en cuyo
caso es esclavo de sus dogmas, o bien actúa racionalmente, en
cuyo caso es libre. No tiene sentido decir que alguien es
esclavo de la razón.
Por ejemplo, imaginemos que ponemos a un alumno el problema
siguiente: Si un reloj tarda
6 segundos en dar 6 campanadas, ¿cuanto tardará en dar 12
campanadas? El alumno piensa un rato y finalmente
afirma que el reloj tardará 13
segundos y 2 décimas.
La pregunta obligada entonces es ¿por qué?, y aquí se entiende que no le
estamos preguntando qué proceso fisiológico ha tenido lugar en
su cerebro para que finalmente haya dado esa respuesta, cosa que
el alumno ni siquiera tiene por qué saber. La pregunta es ¿por qué razón es ésa la
respuesta? El alumno podría responder algo así como:
Las 6 campanadas determinan 5 intervalos de tiempo, que hemos de suponer iguales. Si el reloj tarda 6 segundos en darlas, cada intervalo durará 6/5 de segundo. Las 12 campanadas las da en un intervalo de tiempo dividido en 11 de estos intervalos de 6/5 de segundo cada uno, luego el tiempo que tardará en dar las 12 campanadas será de 11 x 6/5 = 66/5 = 13'2 segundos.
El hecho de que la respuesta esté expresada con estas palabras
concretas, siguiendo exactamente esta línea argumental y no otra
equivalente, sólo puede explicarse en términos de la psicología
concreta del alumno, pero, más allá de estos hechos
accidentales, podemos decir que la respuesta es racional y
objetiva, en el sentido de que cualquier otro ser racional que
oiga esta respuesta, independientemente de sus hábitos
específicos de razonamiento, de su educación, de sus intereses,
etc., reconocerá que la respuesta es correcta, así como que,
aunque tal vez se hubiera podido razonar de otras formas, el
resultado 13'2
segundos es el único racionalmente admisible para el problema.
En este sentido, el alumno ha trascendido su ligazón a las leyes
de la física, se ha liberado de ellas: sin dejar de obedecerlas,
ha conseguido que su respuesta sea la que debía ser, sin que
importen las características peculiares de su cerebro.
Pensemos ahora en otro alumno que responda que, obviamente, si
el reloj tarda 6
segundos en dar 6
campanadas, tardará 12
segundos en dar 12
campanadas. En el caso anterior, la pregunta ¿por qué el alumno ha respondido
13'2? admitía dos interpretaciones, una psicológica y
otra racional. En este último sentido, podíamos decir que el
alumno ha respondido 13'2
porque la respuesta es 13'2;
pero en el caso del segundo alumno, dado que su respuesta es
irracional, ya no tiene sentido plantearse por qué razón ha
respondido 12. No hay
razón alguna. Salvando las distancias, es como si le planteara
el problema a un perro y su respuesta fuera ¡guau! No tiene sentido
preguntar por qué razón el perro ha dicho ¡guau! cuando yo le he
planteado un problema sobre relojes. Lo que puedo preguntarme,
tanto en el caso del alumno como en el del perro, es qué
procesos psicológicos han hecho, respectivamente, que, al
plantearles el problema, uno haya respondido 12 y el otro haya
respondido ¡guau!
Obviamente, hay diferencias sustanciales entre el alumno y el
perro. La principal es que, si le damos la respuesta correcta al
alumno, probablemente reconocerá su error y rectificará, cosa
que el perro no puede hacer. Si, por el contrario, el alumno se
negara a reconocer su error y se mantuviera en que la respuesta
correcta es 12,
entonces seguiría habiendo diferencias sustanciales entre él y
el perro, pero menores.
Lo mismo es válido para la razón práctica. Pensemos en alguien
que agreda a una mujer porque va por la calle sin tapar su cara
con un velo, o que despida a un trabajador porque se ha enterado
de que es homosexual, o que agreda a un negro por entrar en un
bar al que van clientes blancos, etc. Todos éstos son casos
prácticos análogos al caso teórico del estudiante que cree que
el reloj tardará 12
segundos en dar doce campanadas. Podemos preguntarles por qué
actúan así por la curiosidad de ver qué dicen, pero, desde el
momento en que sus conductas no tienen justificación racional,
en realidad no tiene sentido preguntarse por qué razón actúan
como actúan. Lo máximo que podemos hacer es analizar el porqué
de sus actos considerándolos, no como personas, sino como
objetos físicos sometidos a la física. Así, tal vez la
explicación de que un hombre agreda a una mujer por no llevar
velo es que ha recibido una educación integrista islámica,
mientras que el que despide al homosexual ha recibido una
educación integrista católica, y el que agrede al negro
simplemente no ha recibido nada que merezca el nombre de
educación; pero todo esto no son razones en sentido ético, sino
únicamente razones en sentido físico, análogas a la explicación
de que si una cornisa ha caído y ha matado a un hombre ha sido
en virtud de la gravedad. (Como un ser humano es mucho más
complejo que una cornisa, las explicaciones físicas sobre su
comportamiento involucran conceptos más sofisticados que las
referentes a una cornisa, como "educación", etc., pero no por
ello dejan de ser meras explicaciones científicas, físicas.)
Un argumento muy oído que pretende refutar que un ordenador pueda ser realmente inteligente es que un ordenador sólo puede hacer lo que le dicta su programa. Esto es cierto, pero no distingue a un ordenador de un ser humano. Precisamente por el mismo motivo que un ordenador que se limita a seguir unas instrucciones o unos criterios prefijados no es libre, un ser humano que rija su conducta por principios dogmáticos, sean los principios del catolicismo, del islam, o cualesquiera otros (no necesariamente integristas) no es libre, ya que ello lo convierte en un objeto físico (como un ordenador) que se limita a actuar de acuerdo con un programa prefijado. En cambio, si un ordenador es programado para que lleve a cabo los procesos que comúnmente se conocen como razonar, lo que le capacita sacar conclusiones racionales sin apoyarse en dogmas arbitrarios, conclusiones que serán, por tanto, aceptadas como legítimas por cualquier otro ser racional, sea un ordenador o un humano, entonces ese ordenador es libre, en el sentido en que ya hemos explicado, y, probablemente, un ordenador así sería más libre que la mayoría de los seres humanos, ya que éstos siempre están en riesgo de sucumbir ante sus instintos o ante los estratos irracionales de su cerebro.
Del mismo modo, si alguien comprende que una mujer sólo ha de
cubrirse con un velo si quiere hacerlo, y que un homosexual
tiene derecho a hacer cualquier trabajo que esté cualificado
para hacer, y que un negro puede hacer cualquier cosa que pueda
hacer un blanco, etc., y obra en consecuencia, podríamos
preguntarnos qué proceso psicológico le ha llevado a pensar y
obrar así, qué educación ha permitido que llegue a estas
conclusiones, etc., pero todo esto tiene un interés secundario.
Lo importante es que la razón por la que esta persona piensa y
actúa así es porque así es como debe pensar y actuar, de acuerdo
con la razón práctica, igual que la razón por la que el alumno
responde 13'2 es que
ésa es la respuesta correcta.
Observemos que sería falaz pretender presentar la situación
como simétrica: quien piensa que los blancos son iguales que los
negros lo piensa como efecto de la educación que ha recibido, y
quien piensa lo contrario, también. Esto es cierto, y sería toda
la verdad en el caso de que alguien hubiera aceptado
irracionalmente la igualdad de las razas sin ser capaz de
justificar por qué piensa así (como si un alumno dijera que el
reloj tardará 13'2
segundos en dar las 12
campanadas porque un compañero le ha dicho la respuesta, aunque
no entiende por qué es así), pero si nuestro hombre no se limita
a reproducir unos principios asimilados dogmáticamente, sino que
realmente entiende que es irracional discriminar a un hombre por
su raza, entonces no estamos meramente ante la consecuencia de
una educación frente a la consecuencia de otra educación
alternativa. A nivel físico sí, pero a nivel racional no, ya que
este hombre ha sido educado para razonar, y su postura es, por
tanto, el fruto de su capacidad de razonar (que es objetiva) y
no de su educación particular (subjetiva).
Los ejemplos que hemos puesto dan pie a muchas cuestiones que
sólo pueden analizarse en el marco de una crítica de la razón
práctica, pero conviene advertir que no es legítimo deducir de
lo dicho aquí que una buena persona merezca menos respeto que
otra, digamos, por el hecho de ser católica o musulmana. Hemos
afirmado que, a causa de este hecho, tal persona no es libre (al
menos en algunas facetas de su conducta), pero la relación entre
esto y la dignidad (el derecho a ser respetado) es muy delicada
y no es éste el lugar para analizarla. Digamos únicamente como
ejemplo que existen solipsistas que piensan que todas las
personas con las que tratan no existen (y negarle a alguien la
existencia es "más grave" que negarle el libre albedrío) pero
esto no es incompatible con que un solipsista considere su deber
ético tratar con respeto a dichas personas que para él son
ficticias.
Por último, vamos a destacar algo que está implícito en todo
cuanto hemos dicho, pero que no está de más poner de relieve:
libertad y predictibilidad no son términos contradictorios. Por
ejemplo, si el Duendecillo
Verde quiere derrotar a Spiderman, lo primero que ha de lograr es que
se presente ante él, ya que desconoce que se trata de Peter Parker y, por lo
tanto, no sabe dónde encontrarlo. Ahora bien, esto tiene una
solución muy simple: sólo tiene que tomar a un puñado de
neoyorquinos y amenazar públicamente con matarlos si Spiderman no aparece. Si Spiderman no fuera libre
(es decir, si no fuera bueno, si no se rigiera por la razón
práctica), no estaría claro que fuera a acudir, ya que podría
optar tanto por esconderse cobardemente como por salvar a los
neoyorquinos inocentes, para los cuales es la única esperanza. Y
no podría saberse cuál sería su decisión final sin analizar a
fondo el funcionamiento de su cerebro, tan a fondo que, hoy por
hoy, con lo que sabemos del cerebro, sería imposible llevar a
cabo tal análisis. Pero el Duendecillo
Verde no duda de que Spiderman
acudirá, porque sabe que es bueno, que es libre, que no va a
dejarse condicionar por su miedo, sino que cumplirá con su
deber, con los dictados de la razón práctica. En general, cuanto
más buena es una persona, más predecible resulta. Esa bondad
ideal, absoluta, que no poseen ni los santos, sino únicamente
los superhéroes, esa libertad absoluta, los vuelve absolutamente
predecibles, como saben muy bien todos los supervillanos del
cine, que tratan de aprovecharse de ello, aunque en vano, ya que
el bien siempre acaba triunfando sobre el mal.
Este último ejemplo muestra una vez más cómo la presunta
superioridad intelectual del cine europeo frente al
norteamericano es insostenible racionalmente. Esperamos que,
como mínimo, estas páginas hayan convencido al lector de que el
cine verdaderamente profundo, el que invita a reflexiones
filosóficas de valía, se hace, salvo raras excepciones, en
Hollywood.
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