FRIEDRICH ENGELS

LA CONDICIÓN DE LA CLASE OBRERA EN INGLATERRA EN 1844

A LAS CLASES OBRERAS DE GRAN BRETAÑA

¡Trabajadores!

A vosotros dedico una obra en la que he intentado describir a mis compatriotas alemanes un cuadro fiel de vuestras condiciones de vida, de vuestras penas y de vuestras luchas, de vuestras esperanzas y de vuestras perspectivas. He vivido bastante tiempo entre vosotros, de modo que estoy bien informado de vuestras condiciones de vida; he prestado la mayor atención a fin de conocerlas bien; he estudiado los diferentes documentos, oficiales y no oficiales, que me ha sido posible obtener; este procedimiento no me ha satisfecho enteramente: no es solamente un conocimiento abstracto de mi asunto lo que me interesaba, yo quería veros en vuestros hogares, observaros en vuestra existencia cotidiana, hablaros de vuestras condiciones de vida y de vuestros sufrimientos, ser testigo de vuestras luchas contra el poder social y político de vuestros opresores.  He aquí cómo he procedido: he renunciado a la sociedad y a los banquetes, al vino y al champán de la clase media y he consagrado mis horas de ocio casi exclusivamente al trato con simples obreros. Me siento a la vez contento y orgulloso  de  haber  obrado  de  esa  manera; contento, porque de  ese modo he vivido muchas horas alegres, a la vez que conocía vuestra verdadera existencia —muchas horas que de otra manera hubieran sido derrochadas en charlas convencionales y en ceremonias reguladas por una fastidiosa etiqueta; orgulloso, porque así he tenido la ocasión de hacer justicia a una clase oprimida y calumniada, a la cual, pese a todas sus faltas y todas las desventajas de su situación, sólo alguien que tuviera el alma de un mercachifle inglés podría rehusar su estima; orgulloso asimismo porque de ese modo he podido ahorrar al pueblo inglés el desprecio creciente que en el continente ha sido la consecuencia ineluctable de la política brutalmente egoísta y del comportamiento general de la clase media que os gobierna.

Gracias a las amplias oportunidades que he tenido de observar al mismo tiempo a la clase media, vuestra adversaria, he llegado muy pronto a la conclusión de que tenéis razón, toda la razón, de no esperar de ella ninguna ayuda. Sus intereses y los vuestros son diametralmente opuestos, aunque trate sin cesar de afirmar lo contrario y quiera haceros creer que siente por vuestra suerte la mayor simpatía. Sus actos desmienten sus palabras. Yo espero haber aportado suficientes pruebas de que la clase media —pese a todo lo que se complace en afirmar— no persigue otro fin en realidad que el de enriquecerse por vuestro trabajo mientras pueda vender el producto del mismo, y de dejaros morir de hambre desde el momento en que ya no pueda sacar más provecho de este comercio indirecto de carne humana. ¿Qué han hecho ellos para demostrar que os desean el bien, como dicen? ¿Han prestado jamás la menor atención a vuestros sufrimientos? ¿Han hecho otra cosa que no sea consentir en los gastos que implican media docena de comisiones de investigación cuyos voluminosos informes son condenados a dormir eternamente debajo de montones de expedientes olvidados en los anaqueles del Ministerio del Interior? ¿Alguna vez han revelado sus modernos Libros Azules las verdaderas condiciones de vida de los "libres ciudadanos británicos"? En absoluto. Éstas son cosas de las que prefieren no hablar. Han dejado a un extranjero la tarea de informar al mundo civilizado sobre la situación deshonrosa en que sois obligados a vivir.

Extranjero para ellos, pero espero que no para vosotros. Puede ser que mi inglés no sea puro; pero abrigo la esperanza de que, a pesar de todo, resulte un inglés claro. Ningún obrero en Inglaterra —ni tampoco en Francia, dicho sea de paso— me ha considerado jamás extranjero. Siento la mayor satisfacción al ver que estáis exentos de esa funesta maldición que es la estrechez nacional y la suficiencia nacional y que no es otra cosa a fin de cuentas que un egoísmo en gran escala; he notado vuestra simpatía por cualquiera que consagre honradamente sus fuerzas al progreso humano, ya se trate de un inglés o no, vuestra admiración por todo lo que es noble y bueno, ya sea producto de vuestro suelo natal o no. He hallado que sois mucho más que meros ingleses, miembros de una nación aislada; he comprobado que sois hombres, miembros de la gran familia internacional de la humanidad, que habéis reconocido que vuestros intereses y los de todo el género humano son idénticos; y es a este título de miembros de la familia "una e indivisible" que constituye la humanidad, a este título "de seres humanos" en el sentido más pleno del término, que yo y muchos otros en el continente saludamos vuestro progreso en todos los campos y os deseamos un éxito rápido. Seguid, pues, como hasta ahora. Muchas pruebas os esperan aún. Manteneos firmes, no os desalentéis, vuestro éxito es seguro y cada paso adelante por la vía que tenéis que recorrer servirá nuestra causa común, ¡la causa de la humanidad!

Friedrich Engels

Barmen (Prusia renana), 15 de marzo de 1845.

PRÓLOGO

Las páginas que siguen tratan de un asunto que inicialmente yo quería presentar simplemente como un capítulo en un trabajo más amplio acerca de la historia social de Inglaterra; pero su importancia me obligó pronto a consagrarle un estudio particular. La situación de la clase obrera es la base real de donde han surgido los movimientos sociales actuales, ya que es al mismo tiempo el punto extremo y la manifestación más visible de la desdichada situación social presente. Su resultado directo es el comunismo obrero, tanto francés como alemán, y el resultado indirecto es el fourierismo, el socialismo inglés, así como el comunismo de la burguesía alemana culta. El conocimiento de las condiciones de vida del proletariado es de una necesidad absoluta si se quiere asegurar un fundamento sólido para las teorías socialistas, así como para los juicios sobre su legitimidad, y poner término a todas las divagaciones y moralejas fantásticas pro et contra. Pero las condiciones de vida del proletariado sólo existen en su forma clásica, en su perfección, en el Imperio Británico, y más particularmente en la propia Inglaterra; y, al mismo tiempo, sólo en Inglaterra se hallan reunidos los materiales necesarios de una manera tan completa y verificados por encuestas oficiales, como lo exige todo estudio serio del asunto.

Durante veintiún meses he tenido la ocasión de ir conociendo al proletariado inglés, he visto de cerca sus esfuerzos, sus penas y sus alegrías, lo he tratado personalmente, a la vez que he completado estas observaciones utilizando las fuentes autorizadas indispensables. Lo que he visto, oído y leído lo he utilizado en la presente obra. Espero que se me ataque de muchos lados, no solamente por mi punto de vista, sino también por los hechos citados, sobre todo si mi libro cae en manos de lectores ingleses. Sé igualmente que se podrá señalar aquí y allá alguna inexactitud insignificante (que un inglés mismo, dada la amplitud del tema y todo lo que implica, no hubiera podido evitar) tanto más fácilmente cuanto que no existe, ni siquiera en Inglaterra, ninguna obra que trate como la mía de todos los trabajadores; pero no vacilo un instante en retar a la burguesía inglesa a que me demuestre la inexactitud de un solo hecho de cierta importancia para el punto de vista general, que lo demuestre con la ayuda de documentos tan auténticos como los míos.

Singularmente, la exposición de las condiciones de vida clásicas del proletariado del imperio británico —y en particular en el momento presente— reviste una gran importancia para Alemania. El socialismo y el comunismo alemanes, más que cualesquiera otros, han surgido de hipótesis teóricas; nosotros, teóricos alemanes, todavía conocemos demasiado poco el mundo real para que sean las condiciones sociales reales las que nos lleven a transformar esta "mala realidad". Casi ninguno de los partidarios declarados de estas reformas hemos llegado al comunismo sino por la filosofía de Feuerbach, que ha hecho añicos la especulación hegeliana. Las verdaderas condiciones de vida del proletariado son tan poco conocidas entre nosotros que incluso las filantrópicas "Asociaciones para la elevación de la clase trabajadora", en el seno de las cuales nuestra burguesía actual trata inadecuadamente la cuestión social, parten continuamente de las opiniones más ridículas y más insípidas sobre la situación de los obreros. Sobre todo para nosotros los alemanes, el conocimiento de los hechos en este problema es de imperiosa necesidad. Y, si las condiciones de vida del proletariado en Alemania no han alcanzado el grado de clasicismo que ellas conocen en Inglaterra, tenemos que habérnoslas en realidad con el mismo orden social que desembocará necesariamente, tarde o temprano, en el punto crítico alcanzado del otro lado de la Mancha —a menos que la perspicacia de la nación permitiera tomar medidas a tiempo que den al conjunto del sistema social una base nueva. Las causas fundamentales que han provocado en Inglaterra la miseria y la opresión del proletariado existen igualmente en Alemania, y deben necesariamente a la larga provocar los mismos resultados. Pero, mientras tanto, la miseria inglesa debidamente comprobada nos dará la ocasión de comprobar igualmente nuestra miseria alemana y nos proporcionará un criterio para evaluar la importancia del peligro que se ha manifestado en los disturbios de Bohemia y de Silesia, y que, de este lado, amenaza la tranquilidad inmediata de Alemania.

Para terminar, haré todavía dos observaciones. En primer lugar, he utilizado constantemente la expresión clase media en el sentido del inglés middle class (o bien como se dice casi siempre, middle classes); esta expresión designa, como la palabra francesa bourgeoisie, la clase poseedora y, muy particularmente, la clase poseedora distinta de la llamada aristocracia, la clase que en Francia y en Inglaterra detenta el poder político directamente y en Alemania indirectamente bajo el manto de la "opinión pública". Asimismo, he utilizado constantemente como sinónimas las expresiones "obreros" y "proletarios", "clase obrera", "clase indigente" y "proletariado". En segundo lugar, en la mayoría de las citas he indicado el partido al cual pertenecen aquellos cuya afirmación utilizo porque, casi siempre, los liberales buscan subrayar la miseria de los distritos agrícolas, negando la de los distritos industriales, mientras que, a la inversa, los conservadores reconocen la penuria de los distritos industriales, pero no quieren ver la de las regiones agrícolas. Por este motivo, a falta de documentos oficiales, cuando he querido describir la situación de los obreros de fábricas siempre he preferido un documento liberal, a fin de golpear a la burguesía liberal con sus propias declaraciones, para no valerme de los tories o de los cartistas sino cuando conocía la exactitud de la cuestión por haberla verificado yo mismo, o bien cuando la personalidad o el valor literario de mis autoridades podía convencerme de la certeza de sus afirmaciones.

Friedrich Engels

Barmen, 15 de marzo de 1845.

INTRODUCClÓN

La historia del proletariado en Inglaterra comienza en la segunda mitad del siglo pasado, con la invención de la máquina de vapor y las máquinas destinadas a trabajar el algodón. Es sabido que estas invenciones desencadenaron una revolución industrial que, simultáneamente, transformó la sociedad burguesa en su conjunto y cuya importancia en la historia del mundo apenas ahora comienza a comprenderse. Inglaterra es el terreno clásico de esta revolución, que fue tanto más poderosa cuanto que se hizo más silenciosamente. Por eso Inglaterra es también el clásico país donde se desarrolla su resultado principal, el proletariado. Solamente en Inglaterra puede estudiarse el proletariado en todas sus relaciones y desde todos los ángulos.

Por el momento pasaremos por alto la historia de esta revolución, y de su inmensa importancia para el presente y el futuro. Este estudio hay que reservarlo para un trabajo posterior más amplio. Provisionalmente debemos limitarnos a los varios datos necesarios para comprender los hechos que expondremos, para comprender la situación actual de los proletarios ingleses.

Antes de la introducción del maquinismo, el hilado y el tejido de las materias primas se efectuaba en la propia casa del obrero. Mujeres y niñas hilaban el hilo, que el hombre tejía o que ellas vendían, cuando el padre de familia no lo trabajaba él mismo. Estas familias de tejedores vivían mayormente en el campo, cerca de las ciudades, y lo que ganaban aseguraba perfectamente su existencia, ya que el mercado interior constituía todavía el factor decisivo de la demanda de telas —incluso era el único mercado—, y que la fuerza aplastante de la competencia que habría de aparecer más tarde con la conquista de mercados extranjeros y con la expansión del comercio no pesaba aún sensiblemente sobre el salario. A esto se añadía un incremento constante de la demanda en el mercado interno, paralelamente al lento crecimiento de la población, que permitía ocupar la totalidad de los obreros. Hay que mencionar además la imposibilidad de una competencia feroz entre las obreros debido a la dispersión de la vivienda rural. En términos generales, el tejedor hasta podía tener ahorros y arrendar una parcela de tierra, que cultivaba en sus horas de ocio. Él las determinaba a su antojo, porque podía tejer cuando y por el tiempo que lo deseara. Desde luego, no se trataba de un verdadero campesino, porque se dedicaba a la agricultura con cierta negligencia y sin sacar de ella un beneficio real; pero al menos no era un proletario, y —como dicen los ingleses— había plantado una estaca en el suelo de su patria, tenía un techo y en la escala social se hallaba en un peldaño por encima del obrero inglés de hoy en día.

Así los obreros vivían una existencia enteramente soportable y llevaban una vida honesta y tranquila en toda piedad y honorabilidad; su situación material era mucho mejor que la de sus sucesores; no tenían necesidad alguna de matarse en el trabajo, no hacían más de lo que deseaban y, sin embargo, ganaban lo suficiente para cubrir sus necesidades, tenían tiempo para un trabajo sano en su jardín o su parcela, trabajo que era para ellos una distracción, y podían además participar en las diversiones y juegos de sus vecinos; y todos estos juegos: bolos, balón, etc., contribuían al mantenimiento de su salud y a su desarrollo físico. Se trataba en su mayor parte de gente vigorosa y bien dispuesta, cuya constitución física apenas se diferenciaba o no se diferenciaba en nada de la de los campesinos, sus vecinos. Los niños crecían respirando el aire puro del campo y, si llegaban a ayudar a sus padres en el trabajo, era sólo de vez en cuando, y no era cuestión de una jornada de trabajo de 8 o 12 horas.

El carácter moral e intelectual de esta clase se adivina fácilmente. Estos trabajadores nunca visitaban las ciudades, porque el hilo y el tejido eran recogidos en sus domicilios por viajantes contra pago del salario, y así vivían aislados en el campo hasta el momento en que el maquinismo los despojó de su sostén y fueron obligados a buscar trabajo en la ciudad.  Su nivel de vida intelectual y moral era el de la gente del campo, con la cual frecuentemente se hallaban ligados por los cultivos en pequeña escala. Ellos consideraban a su Squire —el terrateniente más importante de la región— como su superior natural; le pedían consejo, sometían a su arbitraje sus pequeñas querellas y le rendían todos los honores que comprendían estas relaciones patriarcales. Eran personas "respetables" y buenos padres de familia; vivían de acuerdo con la moral, porque no tenían ocasión alguna de vivir en la inmoralidad, ningún cabaret ni casa de mala fama se hallaban en su vecindad, y el mesonero en cuyo establecimiento apagaban de vez en cuando su sed era igualmente un hombre respetable, las más de las veces un gran arrendatario que tenía en mucho la buena cerveza, el buen orden y no le gustaba trasnochar. Ellos mantenían a sus hijos todo el día en la casa y les inculcaban la obediencia y el temor de Dios; estas relaciones patriarcales subsistían mientras los hijos permanecían solteros. Los jóvenes crecían con sus compañeros de juego en una intimidad y una simplicidad idílicas hasta su matrimonio, e incluso, si bien las relaciones sexuales antes del matrimonio eran cosa casi corriente, éstas sólo se establecían cuando la obligación moral del matrimonio era reconocida de ambas partes, y las nupcias que sobrevenían ponían pronto todo en orden. En suma, los obreros industriales ingleses de esta época vivían y pensaban como se hace todavía en ciertos lugares de Alemania, replegados sobre sí mismos, separadamente, sin actividad intelectual y llevando una existencia tranquila. Raramente sabían leer y todavía menos escribir, iban regularmente a la iglesia, no participaban en la política, no conspiraban, no pensaban, les gustaban los ejercicios físicos, escuchaban la lectura de la Biblia con un recogimiento tradicional, y convivían muy bien, humildes y sin necesidades, con las clases sociales en posición más elevada. Pero, en cambio, estaban intelectualmente muertos; sólo vivían para sus intereses privados, mezquinos, para su telar y su jardín, y desconocían el movimiento poderoso que, en el exterior, sacudía a la humanidad. Se sentían cómodos en su apacible existencia vegetativa y, sin la revolución industrial, jamás hubieran abandonado esta existencia de un romanticismo patriarcal, pero, a pesar de todo, indigna de un ser humano. A decir verdad no eran hombres, sino simples máquinas, trabajando para algunos aristócratas que hasta entonces habían dirigido la historia; la revolución industrial no ha hecho otra cosa que sacar la consecuencia de esta situación reduciendo enteramente a los obreros al papel de simples máquinas y arrebatándoles los últimos vestigios de actividad independiente, pero, precisamente por esta razón, incitándolos a pensar y a exigir el desempeño de su papel de hombres. Si, en Francia, ello se debió a la política, en Inglaterra fue la industria —y de una manera general la evolución de la sociedad burguesa— lo que arrastró en el torbellino de la historia las últimas clases sumidas en la apatía con respecto a los problemas humanos de interés general.

La primera invención que transformó profundamente la situación de los obreros ingleses de entonces, fue la Jenny del tejedor James Hargreaves, de Standhill, cerca de Blackburn en el Lancashire del Norte (1764). Esta máquina era la antecesora rudimentaria de la Mule que habría de sucederla más tarde; funcionaba a mano, pero en lugar de un huso —como en el torno ordinario para hilar a mano— poseía 16 o 18, movidos por un solo obrero. De este modo fue posible proveer mucho más hilo que antes; mientras que anteriormente un tejedor, que empleaba constantemente tres hiladores, nunca tenía suficiente hilo y con frecuencia tenía que esperar, ahora había allí más hilo del que podían tejer los obreros existentes. La demanda de productos textiles que, por otra parte, estaba en aumento, se incrementó de nuevo debido a los precios más bajos de estos productos como consecuencia de la reducción de gastos de producción por el empleo de la nueva máquina. Como resultado, hubo necesidad de emplear a más tejedores y su salario se elevó. Y, como desde entonces el tejedor podía ganar más consagrándose a su oficio, abandonó lentamente sus ocupaciones agrícolas y se dedicó enteramente a la industria textil. En esa época una familia compuesta de cuatro adultos y dos niños (que estaban limitados al trabajo de encanillado) llegaba a ganar, por 8 horas de trabajo diario, 4 libras esterlinas por semana y a menudo más cuando los negocios marchaban bien y el trabajo urgía. No era raro que un solo tejedor ganara en su oficio 2 libras esterlinas por semana. Así es cómo la clase de los tejedores agrícolas desapareció poco a poco completamente, fundiéndose en la nueva clase de los que eran exclusivamente tejedores, que vivían únicamente de su salario, no poseían propiedad, ni siquiera la ilusión de la propiedad que confiere el arriendo de tierras. Se convirtieron por tanto en proletarios. A esto se añade asimismo la supresión de las relaciones entre hilador y tejedor. Hasta entonces, en la medida de lo posible, el hilo era torcido y tejido bajo un mismo techo. Como ahora la Jenny, al igual que el telar, exigía una mano vigorosa, los hombres también se dedicaron al hilado y familias enteras vivían de ello; en tanto que otras, forzadas a abandonar el torno para hilar, arcaico y obsoleto, cuando carecían de los medios para comprar una Jenny, tenían que vivir únicamente del oficio de tejedor del padre de familia. Así, con la división entre tejido e hilado, comenzó la división del trabajo que habría de ser llevada tan lejos en la industria.

Mientras que el proletariado industrial se desarrollaba así con esta primera máquina, por cierto muy imperfecta, ésta dio igualmente nacimiento a un proletariado agrícola. Hasta entonces había existido un gran número de pequeños campesinos propietarios llamados yeomen, que habían vegetado en la misma tranquilidad y la misma nada intelectual que sus vecinos, los tejedores-agricultores. Ellos cultivaban su pequeña parcela de tierra con exactamente la misma negligencia que lo habían hecho sus padres, y se oponían a toda innovación con la obstinación particular de estos seres, esclavos de la costumbre, que no cambian en absoluto durante generaciones. Entre ellos había también muchos pequeños arrendatarios, no en el sentido actual del término, sino personas que habían recibido de sus padres y abuelos su pequeña parcela de tierra, ya sea a título de un arrendamiento hereditario, ya sea en virtud de una antigua costumbre, y que se habían establecido tan sólidamente como si la tierra les perteneciera en propiedad. Ahora bien, como los trabajadores industriales abandonaban la agricultura, un gran número de terrenos se hallaban vacantes, y allí se instaló la nueva clase de los hacendados, arrendando de un solo golpe 50, 100, 200 acres y hasta más. Eran tenants-at-will, es decir, arrendatarios cuyo contrato podía ser rescindido cada año, y supieron aumentar el producto de las tierras por mejores métodos agrícolas y una explotación a mayor escala. Ellos podían vender sus productos más baratos que el pequeño yeomen, y éste no tenía otra solución, dado que su parcela ya no lo sustentaba, que vender su tierra y hacerse de una Jenny o un telar, o emplearse como jornalero, proletario agrícola, con un gran arrendatario. Su indolencia hereditaria y la manera negligente de explotar la tierra, defectos que había heredado de sus antepasados y que no había podido superar, no le dejaban otra solución cuando fue obligado a entrar en competencia con personas que cultivaban su finca de acuerdo con principios más racionales y con todas las ventajas que confieren el cultivo a gran escala y la inversión de capitales con vistas a la mejora del suelo.

Sin embargo, la evolución de la industria no quedó ahí. Algunos capitalistas comenzaron a instalar Jennys en grandes edificaciones movidas por medio de la fuerza hidráulica, lo que les permitió reducir el número de los obreros y vender su hilo más barato que el de los hilanderos aislados que movían su máquina simplemente a mano. La Jenny fue mejorada constantemente, con el resultado de que a cada instante una máquina se hallaba superada y debía ser transformada, incluso desechada; y si bien,gracias a la utilización de la fuerza hidráulica, el capitalista podía subsistir incluso con máquinas bastante viejas, a la larga el hilandero aislado no podía hacerlo. Estos hechos marcaban ya el advenimiento del sistema de manufacturas. Éste conoció una nueva extensión gracias al Spinning Throstle (telar continuo), inventado por Richard Arkwhigt, un barbero de Preston, en el Lancashire septentrional, en 1767. Esta máquina, que se llama comúnmente en alemán Kettenstuhl (telar de cadena) es, con la máquina de vapor, la invención mecánica más importante del siglo XVIII. Está concebida a priori para ser accionada mecánicamente, y fundada en principios enteramente nuevos. Al asociar las particularidades de la Jenny y del telar continuo, Samuel Crompton, de Firwood (Lancashire) 1785, creó la mule, y como Arkwright inventó por la misma época las máquinas de cardar y de atar, la manufactura devino el único sistema existente para el hilado del algodón. Al poco se logró que estas máquinas fuesen utilizables para el hilado de la lana, y más tarde del lino (en la primera década de ese siglo), luego de varias modificaciones poco importantes, y por esta razón se pudo reducir el trabajo manual también en estos sectores. Pero ahí no paró la cosa. En los últimos años del siglo pasado, el Dr. Cartwright, pastor protestante, había inventado el telar mecánico, y hacia 1804 lo había perfeccionado hasta tal punto que podía competir exitosamente con los tejedores manuales; y la importancia de todas estas máquinas se duplicó gracias a la máquina de vapor de James Watt, inventada en 1764 y empleada para mover máquinas de hilar a partir de 1785.

Estos inventos, que después fueron mejorados todos los años, decidieron la victoria del trabajo mecánico sobre el trabajo manual en los principales sectores de la industria inglesa, y toda la historia reciente de ésta nos muestra cómo los trabajadores manuales han sido desplazados de sus posiciones por las máquinas. Las consecuencias de ello fueron, de una parte, una rápida caída de los precios de todos los productos manufacturados, el desarrollo del comercio y de la industria, la conquista de casi todos los mercados extranjeros no protegidos, el crecimiento acelerado de los capitales y de la riqueza nacional; y, de otra parte, el incremento aún más rápido del proletariado, la destrucción de toda propiedad, de toda seguridad de sostén para la clase obrera, la desmoralización, la agitación política, y todos esos hechos que repugnan tanto a los ingleses acomodados y que vamos a examinar en las páginas que siguen. Hemos visto anteriormente qué trastorno provocó en las relaciones sociales de las clases inferiores una sola máquina tan torpe como la Jenny: desde entonces ya no es para asombrarse lo que ha podido hacer un sistema de maquinaria automática complejo y perfeccionado que recibe de nosotros la materia prima y la transforma en tejidos perfectos.

Sin embargo, examinemos más detenidamente el desarrollo de la industria inglesa, y comencemos por una rama principal: la industria del algodón. De 1771 a 1775, se importaba por término medio menos de 5 millones de libras de algodón por año; en 1841, 528 millones, y la importación de 1844 llegó por lo menos a 600 millones. En 1834, Inglaterra exportó 556 millones de yardas de tejidos de algodón, 76.5 millones de libras de hilo de algodón, y artículos de géneros de punto de algodón por un valor de 1 200 000 libras esterlinas. Ese mismo año la industria textil contaba con más de 8 millones de husos, 110 000 telares mecánicos y 250 000 manuales, sin incluir los husos de los telares continuos, y, según los cálculos de MacCulloch; este sector industrial, directa o indirectamente, constituía el sustento de cerca de un millón y medio de seres humanos en los tres reinos, de los cuales solamente 220 000 trabajaban en las fábricas. La fuerza utilizada por estas fábricas se calculaba en 33 000 caballos de fuerza motriz, producida por el vapor, y 11 000 caballos de fuerza hidráulica. Actualmente estas cifras son muy superiores, pudiendo darse por seguro que en 1845 la potencia y el número de las máquinas, así como el número de obreros, es superior en un 50% a aquellas de 1834. El centro principal de esta industria es el Lancashire, región donde nació; ésta ha revolucionado completamente a dicho condado, transformando las tierras sombrías y mal cultivadas en una comarca animada y laboriosa, ha decuplicado su población en 80 años y ha hecho brotar del suelo como por encanto ciudades gigantescas como Liverpool y Manchester, que cuentan juntas 700 000 habitantes, y sus vecinas Bolton (60 000 h.), Rochdale (75 000 h.), Oldham (50 000 h.), Preston (60 000 h.), Ashton y Stalybridge (40 000 h.), así como toda una multitud de ciudades industriales. La historia del Lancashire meridional conoció los más grandes milagros de los tiempos modernos, pero nadie ha hablado de ello, y todos estos milagros los realizó la industria textil. Por otra parte, Glasgow constituye un segundo centro para el distrito textil de Escocia, el Lanarkshire y el Refrewshire, y allí también la población de la ciudad central ha pasado de 30 000 a 300 000 habitantes desde la instalación de esta industria. En Nottingham y Derby, la calcetería recibió igualmente un nuevo impulso debido a la baja del precio del hilo y un segundo impulso debido a la mejora de la máquina de hacer medias, que permitía fabricar al mismo tiempo dos de ellas con un solo telar. Desde 1777, fecha de la invención de la máquina de hacer el punto enlazado, la fabricación de encajes ha devenido una rama industrial importante; poco después; Lindley inventó la máquina de point-net y, en 1809, Heathcote la máquina bobbin-net, que simplificaron infinitamente la fabricación de encajes y aumentaron paralelamente el consumo en igual proporción como consecuencia de la disminución de los costes. Actualmente, por lo menos 200 000 personas viven de esta actividad, la cual se desarrolla principalmente en Nottingham, Leicester y en el oeste de Inglaterra (Wiltshire, Devonshire, etc.). Las ramas que dependen de la industria algodonera han conocido una expansión análoga: el blanqueo, el teñido y el estampado. El blanqueo por la utilización del cloro en lugar del oxígeno en el blanqueo químico, la tintorería debido al rápido desarrollo de la química, y el estampado gracias a una serie de invenciones mecánicas sumamente brillantes, conocieron un desarrollo que —además de la expansión de estas ramas debido al crecimiento de la industria del algodón— les aseguró una prosperidad desconocida hasta entonces.

La misma actividad se manifestó en el beneficio de la lana. Ésta era ya la rama principal de la industria inglesa, pero las cantidades producidas durante esos años no son nada en comparación con las que se producen actualmente. En 1782, toda la cosecha lanera de los tres años precedentes permanecía en estado bruto por falta de obreros, y así hubiera permanecido necesariamente de no haber sido por las nuevas invenciones mecánicas para el hilado de la lana. La adaptación de estas máquinas al hilado de la lana se logró con el mayor éxito. El desarrollo rápido que hemos visto en los distritos algodoneros afectó en lo sucesivo a los distritos laneros. En 1738, en el West-Riding, Yorkshire, se fabricaban 75 000 piezas de paño; en 1817: 490 000, y la expansión de la industria lanera fue tal que, en 1834, se exportaban 450 000 piezas de paño más que en 1825. En 1801, se procesaban 101 millones de libras de lana (de las cuales 7 millones eran importadas); en 1835, 180 millones de libras (de las cuales 42 millones eran importadas). El distrito principal de esta industria es el West-Riding, Yorkshire; la lana inglesa de fibra larga se transforma en estambre en Bradford, y en las ciudades de Leeds, Halifax, Huddersfield, etc., la lana de fibra corta se transforma en hilos torcidos y es utilizada para el tejido; en tanto que en la región de Rochdale, Lancashire, además de manufacturas de algodón, se fabrica mucha franela, y en el oeste de Inglaterra se fabrican las telas más finas. También en ese distrito el crecimiento de la población es notable, y, desde 1831, debe haber crecido aún más, en un 20-25%  por lo menos.


Número de habitantes

1801 1831
Bradford 29 000 77 000
Halifax 63 000 110 000
Huddersfield 15 000 34 000
Leeds 53 000 123 000
Todo West-Riding 564 000 980 000

En 1835, en los tres reinos, el hilado de la lana se hacía en 1 313 fábricas con 71 300 obreros, los cuales representaban una pequeña parte de la masa que vive directa o indirectamente de la industria lanera, con la exclusión de la casi totalidad de los tejedores.

Los progresos de la industria del lino fueron más tardíos, ya que la naturaleza de la materia prima hacía muy difícil la utilización de la máquina de hilar. Es cierto que hacia el final del siglo anterior ya se habían hecho ensayos en este sentido en Escocia, pero no fue sino en 1810 que el francés Girard ideó un método práctico de hilado del lino, si bien a estas máquinas no se les dio la importancia que tenían hasta que les fueron introducidas mejoras en Inglaterra y se emplearon allí en gran escala en Leeds, Dundee y Belfast. Entonces la industria linera inglesa experimentó un rápido desarrollo. En 1814, Dundee recibió 3 000 toneladas de lino, en 1835 unas 19 000 toneladas de lino y 3 400 toneladas de cáñamo. La exportación de tela irlandesa hacia la Gran Bretaña pasó de 32 millones de yardas en 1800 a 53 millones en 1825, gran parte de la cual fue reexportada; la exportación de tela inglesa y escocesa pasó de 24 millones de yardas en 1820 a 51 millones en 1833. En 1835, el número de hilanderías de lino era de 347, con 33 000 obreros, de las cuales la mitad se hallaba en Escocia meridional, más de 60 en el West-Riding, Yorkshire (Leeds y sus alrededores), 25 en Belfast, Irlanda, y el resto en Dorsetshire y Lancashire. La tejedura se hace en Escocia meridional, en diversos puntos de Inglaterra, y sobre todo en Irlanda. Los ingleses emprendieron con el mismo éxito el beneficio de la seda. Recibían la materia prima ya hilada de Europa meridional y de Asia, y el trabajo esencial consistía en torcer la seda cruda (tramaje). Hasta 1824, los derechos de aduana, que gravaban pesadamente la importación de seda en bruto (4 chelines por libra) afectaban seriamente a la industria inglesa de la seda, que disponía solamente, debido a los derechos protectores, del mercado inglés y el de sus colonias. En ese año los derechos de importación fueron reducidos a un penique, e inmediatamente el número de fábricas se incrementó notablemente; en un año el número de máquinas de reunir pasó de 780 000 a 1 180 000; y, si bien la crisis económica de 1825 paralizó momentáneamente esta rama industrial, en 1827 ya se fabricaba más que nunca, pues los talentos mecánicos y la experiencia de los ingleses aseguraban a sus máquinas de urdir la ventaja sobre las instalaciones inferiores de sus competidores. En 1835, el imperio británico poseía 263 fábricas de urdir con 30 000 obreros, ubicadas en su mayoría en Cheshire (Macclesfield, Coglenton y los alrededores), en Manchester y Somerstshire. Por otra parte, todavía existen muchas fábricas para el tratamiento de los desperdicios de los capullos de seda, que sirve para hacer un artículo particular: spunsilk (hilados de seda) que los ingleses suministran a hilanderías de París y de Lyon. El tejido de seda así urdida e hilada se efectúa sobre todo en Escocia (Paisley, etc.) y en Londres (Spitalfields), pero igualmente en Manchester y otras partes.

Sin embargo, el desarrollo gigantesco alcanzado por la industria inglesa desde 1760 no se limita a la fabricación de telas de vestido. El impulso, una vez iniciado, se comunicó a todas las ramas de la actividad industrial y una multitud de invenciones, que no tenían relación alguna con las que hemos citado, duplicaron su importancia debido a que surgieron en medio del movimiento general. Pero, al mismo tiempo, luego que se demostró la importancia incalculable del empleo de la fuerza mecánica en la industria, se hicieron todos los esfuerzos para extender la utilización de esta fuerza a todos los campos y para explotarla a beneficio de los diversos inventores e industriales; además, la demanda de máquinas, combustibles y material de transformación redobló la actividad de una multitud de obreros y de oficios. Sólo con el empleo de la máquina de vapor se empezó a dar importancia a los inmensos yacimientos carboníferos de Inglaterra. La fabricación de máquinas data solamente de ese momento, así como el nuevo interés que se dio a las minas de hierro, que suministraban la materia prima para las máquinas. El incremento del consumo de lana desarrolló la cría de ovejas, y el aumento de la importación de lana, de lino y de seda tuvo por efecto un crecimiento de la marina mercante inglesa. Fue sobre todo la producción de hierro la que se incrementó. Las montañas inglesas, ricas en hierro, habían sido poco explotadas hasta entonces; siempre se había fundido el mineral de hierro con carbón de madera, el cual —debido a la mejora de los cultivos y al desmonte de tierras— resultaba cada vez más caro y escaso. Sólo en el siglo anterior se comenzó a utilizar para este propósito la hulla sulfurada (coke) y a partir de 1780 se descubrió un nuevo método para transformar el hierro fundido con coke, hasta entonces utilizable solamente bajo la forma de arrabio, en hierro utilizable igualmente para la forja. A este método, que consiste en extraer el carbono mezclado con el hierro en el proceso de fusión, los ingleses dan el nombre de puddling, y gracias a él se abrió un nuevo campo para la producción siderúrgica inglesa. Se construyeron altos hornos  cincuenta veces mayores que los de antes, se simplificó la fusión del mineral con la ayuda de insufladores de aire caliente y se pudo así producir acero a un precio tan ventajoso que en adelante una multitud de objetos que antes se hacían de madera o de piedra se fabricaron de hierro.

En 1788, Thomas Payne, el célebre demócrata, construyó en el condado Yorkshire el primer puente de acero, que fue seguido de un gran número de otros puentes, aunque actualmente casi todos los puentes, en particular sobre las vías férreas, son de hierro fundido, e incluso en Londres existe uno sobre el Támesis, el puente Southwalk, fabricado de este material. Asimismo, son de uso corriente las columnas de acero y las armazones para máquinas de igual material; y, desde la puesta en servicio del alumbrado de gas y los ferrocarriles se abren nuevos campos para la producción siderúrgica en Inglaterra. Los clavos y los tornillos fueron poco a poco igualmente fabricados por máquinas. Huntsman, de Sheffield, descubrió en 1760 un modo para fundir el acero que hizo superflua una buena cantidad de trabajo y facilitó la fabricación de artículos baratos; y fue gracias a la mayor pureza de los materiales disponibles, así como al perfeccionamiento de las herramientas, a las nuevas máquinas, y a una división más minuciosa del trabajo, que la fabricación de productos metalúrgicos devino importante en Inglaterra. La población de Birmingham creció de 73 000 h. en 1801 a 200 000 en 1844, la de Sheffield de 46 000 en 1801 a 110 000 en 1844, y el consumo de carbón de solamente esta última ciudad alcanzó la cifra de 515 000 toneladas en 1836. En 1805, se exportaron 4 300 toneladas de productos siderúrgicos y 4 600 toneladas de hierro en lingotes; en 1834, 16 200 toneladas de productos metalúrgicos y 107 000 toneladas de hierro en lingotes; y la extracción de mineral de hierro, que en 1740 fue de sólo 17 000 toneladas, llegó a casi 700 000 toneladas en 1834. Solamente la fusión del hierro en lingotes consume más de 3 millones de toneladas de carbón por año, y no se podría imaginar la importancia que han adquirido en términos generales las minas de carbón en los últimos sesenta años. Todos los yacimientos carboníferos de Inglaterra y de Escocia son actualmente explotados, y las minas de Northumberland y de Durham producen ellas solas más de 5 millones de toneladas anualmente para la exportación, y dan ocupación a cuarenta o cincuentamil obreros. Según el Durham Chronicle, había en actividad en esos dos condados 14 minas de carbón en 1753, 40 en 1800, 76 en 1836, y 130 en 1843. Por lo demás, todas las minas son actualmente explotadas mucho más activamente que antes. Asimismo, se explotan más activamente las minas de estaño, de cobre y de plomo y, paralelamente a la expansión de la fabricación de vidrio, se creó una nueva rama industrial con la fabricación de objetos de barro, que hacia 1763 adquirió importancia gracias a Josiah Wedgwood. Éste redujo toda la fabricación de la vajilla de barro vidriado a principios científicos, mejoró el gusto del público y fundó las alfarerías del Staffordshire del norte, región de ocho leguas cuadradas inglesas, que antes era un desierto estéril, y ahora se halla sembrada de fábricas y viviendas, y más de 60 000 personas viven de esta industria.

Todo fue arrastrado por este movimiento, este torbellino universal. La agricultura fue igualmente transformada. Y, como hemos visto, no sólo las tierras pasaron a manos de otros poseedores y cultivadores, sino que además fueron afectadas de otra manera. Los grandes cultivadores emplearon su capital en la mejora del suelo, derribaron las inútiles cercas de separación, utilizaron mejores instrumentos e introdujeron una alternación sistemática en los cultivos (cropping by rotation). Ellos también se beneficiaron del progreso de las ciencias. Sir Humphrey Davy aplicó con éxito la química a la agricultura, y el desarrollo de la mecánica le produjo gran número de ventajas. Por otra parte, el crecimiento de la población provocó tal alza en la demanda de productos agrícolas que, de 1760 a 1834, se desmontaron 6 840 540 acres ingleses de tierras estériles, y, a pesar de todo, Inglaterra, de país exportador de trigo se convirtió en importador.

 Igual actividad se desarrolló en el establecimiento de vías de comunicación. De 1818 a 1929 se construyeron en Inglaterra y en el país de Gales mil leguas inglesas de carreteras de un ancho legal de 60 pies, y casi todas las carreteras antiguas fueron renovadas según el principio de Mac Adam. En Escocia, los servicios de obras públicas construyeron, a partir de 1803 poco más o menos, 900 leguas de carreteras y más de 1 000 puentes, lo cual permitió a las poblaciones de las montañas ponerse súbitamente en contacto con la civilización. Hasta entonces la mayoría de los montañeses habían sido cazadores furtivos y contrabandistas; en adelante se convirtieron en agricultores y artesanos laboriosos y, aunque se han creado escuelas galesas a fin de conservar la lengua, las costumbres y la lengua galo-célticas están en vías de una rápida desaparición ante el progreso de la civilización inglesa. Lo mismo ocurre en Irlanda. Entre los condados de Cork, Limerick y Kerry se extendía antes una región desértica, sin caminos transitables, que, debido a su inaccesibilidad, era el refugio de todos los criminales y el principal bastión de la nacionalidad celta-irlandesa en el sur de la isla: Se la surcó de carreteras y se permitió así a la civilización penetrar incluso en este país salvaje. El conjunto del imperio británico, pero sobre todo Inglaterra, que hace sesenta años poseía tan malos caminos como los de Francia y Alemania en esa época, está cubierto hoy de una red de magníficas carreteras; y éstas se deben, como casi todo en Inglaterra, a la industria privada, porque el estado ha hecho muy poco o nada en este campo.

Antes de 1755, Inglaterra poseía muy pocos canales. En 1755, en Lancashire, se construyó el canal de Sankey Brook en St. Helens; y en 1759 James Brindley construyó el primer canal importante, el del duque de Bridgewater que va de Manchester y las minas de esta región a la desembocadura del Mersey y que, en Barton, pasa mediante un encañado por encima del río Irwell. De entonces data la red de canales ingleses, a la cual Brindley fue el primero en darle importancia. Se trazaron canales en todas direcciones y los ríos se hicieron navegables. Sólo en Inglaterra hay 2 200 leguas de canales y 1 800 leguas de ríos navegables; en Escocia se construyó el canal caledonio, que atraviesa el país de parte a parte, y en Irlanda hay también diferentes canales. Estas instalaciones, como los ferrocarriles y las carreteras, se deben casi todas a la iniciativa particular y a las compañías privadas.

La construcción de ferrocarriles es de fecha reciente. La primera vía importante fue la de Liverpool a Manchester (inaugurada en 1830); desde entonces, todas las grandes ciudades han sido unidas por vías férreas. Por ejemplo, el ferrocarril de Londres a Southampton, Brighton, Dover, Colchester, Cambridge, Exeter (vía Bristol) y Birmingham; de Birmingham a Gloucester, Liverpool, Lancaster (vía Newton y Wigan y vía Manchester y Bolton), además a Leeds (vía Manchester y Halifax y vía Leicester, Dervy y Sheffield); de Leeds a Hull y Newcastle (vía York). Añadamos a ello las numerosas vías menos importantes, en construcción o en proyecto, que pronto permitirán ir de Edimburgo a Londres en un solo día.

Del mismo modo que el vapor había revolucionado las comunicaciones en tierra, dio también a la navegación un nuevo prestigio. El primer barco de vapor navegó en 1807 por el Hudson en la América del Norte; en el imperio británico el primero fue lanzado al agua en el Clyde. Desde esa fecha, se han construido más de 600 en Inglaterra y en 1836 más de 500 se hallaban activos en los puertos británicos.

Tal es, en suma, la historia de la industria inglesa en los últimos sesenta años, una historia que no tiene igual en los anales de la humanidad. Hace sesenta u ochenta años, Inglaterra era un país como todos las demás, con pequeñas ciudades, una industria poco importante y elemental, una población esparcida, pero relativamente importante; y ahora es un país sin par, con una capital de 2 millones y medio de habitantes, ciudades industriales colosales, una industria que abastece al mundo entero, y que fabrica casi todo con la ayuda de las máquinas más complejas, una población densa, laboriosa e inteligente, cuyas dos terceras partes son empleadas por la industria, y que se compone de clases muy diferentes de aquellas de antaño, que incluso constituye enteramente otra nación, con otras costumbres y otras necesidades distintas a las de antes. La revolución industrial tiene para Inglaterra la significación que tuvo para Francia la revolución política y para Alemania la revolución filosófica, y la diferencia existente entre la Inglaterra de 1760 y la de 1844 es por la menos tan grande como la que diferencia la Francia del antiguo régimen de la de la revolución de julio. Sin embargo, el fruto más importante de esta revolución industrial es el proletariado inglés.

Ya hemos visto que el proletariado nació de la introducción del maquinismo. La rápida expansión de la industria exigía brazos; el salario aumentó por consecuencia, y grupos compactos de trabajadores procedentes de las regiones agrícolas emigraron hacia las ciudades. La población creció a un ritmo acelerado, y casi todo el incremento se debió a la clase de los proletarios. Por otra parte, no fue sino hasta el comienzo del siglo XVIII que reinó cierto orden en Irlanda; allí también la población, más que diezmada por la barbarie inglesa durante las perturbaciones anteriores, se incrementó rápidamente, sobre todo después que el desarrollo industrial comenzó a atraer hacia Inglaterra una ola de irlandeses. Así es cómo nacieron las grandes ciudades industriales y comerciales del Imperio Británico, en las que al menos las tres cuartas partes de la población forma parte de la clase obrera, mientras que la pequeña burguesía se compone únicamente de comerciantes y de contados artesanos. Del mismo modo que la nueva industria no adquirió importancia sino desde el día en que transformó las herramientas en máquinas, los talleres en fábricas, y por ende la clase media trabajadora en proletariado obrero y los negociantes de antes en industriales; del mismo modo, en efecto, la pequeña clase media fue aplastada y la población reducida a la simple oposición entre capitalistas y obreros; es lo mismo que ha ocurrido fuera del sector industrial en el sentido estricto de la palabra entre los artesanos e incluso en el comercio. Así, a los maestros y oficiales de antes les han sucedido los grandes capitalistas y los obreros que jamás tenían la perspectiva de elevarse por encima de su clase; el artesanado se industrializó, la división del trabajo se efectúo con rigor, y los pequeños artesanos que no podían competir con los grandes establecimientos fueron lanzados a las filas de la clase proletaria. Al mismo tiempo, la eliminación de ese artesanado, el exterminio de la pequeña burguesía, quitaron al obrero toda posibilidad de convertirse él mismo en burgués. Hasta entonces siempre había tenido la perspectiva de poder establecerse como maestro en alguna parte, y tal vez contratar a oficiales más tarde; pero ahora el proletariado ha devenido realmente una clase estable de la población, en tanto que antes se hallaba con frecuencia en un estado de transición para el acceso a la burguesía. En el futuro, quien naciera obrero no tenía otra perspectiva que la de ser un proletario toda su vida. Por tanto, por primera vez el proletariado era capaz de emprender acciones autónomas.

De esta manera es cómo se reunió la inmensa masa de obreros que ocupa actualmente todo el imperio británico, y cuya situación social llama cada día más la atención del mundo civilizado.

La situación de la clase obrera es la situación de la inmensa mayoría del pueblo. La cuestión es: ¿cuál debe ser la suerte de esos millones de seres que no poseen nada, que consumen hoy lo que ganaron ayer, cuyos descubrimientos y cuyo trabajo han labrado la grandeza de Inglaterra, que diariamente se hacen más conscientes de su fuerza, y exigen cada día más imperiosamente su parte de las ventajas que procuran las instituciones sociales? —desde la "ley de reforma", ésta se ha convertido en la cuestión nacional. Ella es el común denominador de todos los debates parlamentarios de alguna importancia y, aunque la clase media inglesa no quiera admitirlo todavía, aunque trate de eludir esta importante cuestión y haga pasar sus intereses particulares por los verdaderos intereses de la nación, esos expedientes no le servirán de nada. Cada período de sesiones del Parlamento ve cómo la clase obrera gana terreno y los intereses de la clase media pierden importancia y, aunque la clase media sea la principal e incluso la única fuerza en el Parlamento, la última sesión de 1844 fue un debate continuo sobre asuntos que afectaban a la clase trabajadora, la ley de los pobres, la ley de fábricas, la ley sobre señores y sirvientes, y Thomas Duncombe, representante de la clase obrera en la Cámara de los Comunes, fue el héroe de esa sesión, mientras que la clase media liberal, con su moción sobre la supresión de las leyes sobre granos, y la clase media radical, con su proposición de rechazar los impuestos, han representado papeles lamentables. Incluso las discusiones sobre Irlanda no fueron en realidad más que debates sobre la situación del proletariado irlandés y sobre los medios de mejorarla. Pero ya es hora que la clase media inglesa haga concesiones a los obreros, que ya no suplican, sino que amenazan y exigen, porque pronto podría ser demasiado tarde.

Pero la clase media inglesa y, en particular, la clase industrial, que se enriquece directamente de la miseria de los trabajadores, no quiere saber nada de esta miseria. Ella, que se siente fuerte, representativa de la nación, se avergüenza de mostrar a los ojos del mundo esta llaga en el flanco de Inglaterra; no quiere admitir que los obreros se hallan en la miseria, porque es ella, la clase industrial poseedora, quien tendría que asumir la responsabilidad moral de esta miseria. De ahí la actitud burlona que adoptan los ingleses cultos —y ellos son los únicos conocidos en el continente— cuando alguien les habla de la situación de los obreros; de ahí la ignorancia total, de toda la clase media, respecto a todo lo que afecta a los obreros; de ahí las torpezas ridículas que esta clase comete en el Parlamento y fuera del mismo cuando se discuten las condiciones de vida del proletariado; de ahí la indiferencia risueña, a la cual se abandona, en un suelo que se halla minado bajo sus pies y que puede hundirse de un día para otro, y cuyo hundimiento cercano tiene la ineluctabilidad de una ley matemática o mecánica; de ahí este milagro: los ingleses todavía no poseen información completa sobre la situación de sus obreros; mientras se hacen investigaciones y se abusa de los rodeos en torno a este problema desde hace quién sabe cuántos años. Pero es esto asimismo lo que explica la profunda cólera de toda la clase obrera, desde Glasgow hasta Londres, contra los ricos que los explotan sistemáticamente y los abandonan después sin piedad a su suerte, cólera que en muy poco tiempo —casi se puede calcular— estallará en una revolución, comparada con la cual la primera revolución francesa y el año 1794 serán un juego de niños.

EL PROLETARIADO INDUSTRIAL

El orden en el cual examinaremos las diferentes categorías del proletariado se sigue directamente de la historia de su génesis, que acabamos de esbozar. Los primeros proletarios pertenecían a la industria y fueron directamente engendrados por ella; los obreros industriales, los que se ocupan de trabajar las materias primas, serán objeto de nuestra atención en primer lugar. La producción del material, de las materias primas y de los combustibles no devino verdaderamente importante sino después de la revolución industrial y pudo así dar nacimiento a un nuevo proletariado industrial: los obreros de las minas de carbón y de las minas metalíferas. En tercer lugar, la industria ejerció una influencia sobre la agricultura, y en cuarto lugar, sobre la situación de Irlanda, y de acuerdo con este orden hay que asignar su lugar respectivo a las diversas fracciones del proletariado. Descubriremos igualmente que, con la excepción tal vez de los irlandeses, el nivel de cultura de los diferentes trabajadores está en relación directa con su conexión con la industria y que, por consecuencia, los obreros industriales son los más conscientes de sus propios intereses, los de las minas lo son ya menos y los de la agricultura apenas lo son. Incluso entre los obreros industriales, hallaremos este orden y veremos cómo los obreros de las fábricas, estos hijos mayores de la revolución industrial, han sido desde el principio hasta nuestros días el alma del movimiento obrero, y cómo los demás se han incorporado al mismo en la medida en que su oficio ha sido arrastrado en el torbellino de la industria. Así, por el ejemplo de Inglaterra, viendo cómo el movimiento obrero ha marcado el paso con el movimiento industrial, comprenderemos la importancia histórica de la industria.

Mas como actualmente poco más o menos todo el proletariado industrial participa en este movimiento y como la situación de las diversas categorías de obreros presenta muchos puntos comunes —precisamente porque todos ellos dependen de la industria— tendremos primero que estudiar estos puntos, a fin de poder examinar con tanto más rigor cada ramificación en su particularidad.

Ya hemos indicado anteriormente cómo la industria centraliza la propiedad en muy pocas manos. Ella exige grandes capitales con los cuales construye establecimientos gigantescos —arruinando así a la pequeña burguesía artesanal— y con cuya ayuda pone a su servicio las fuerzas de la naturaleza a fin de expulsar del mercado al trabajador manual individual. La división del trabajo, la utilización de la fuerza hidráulica y sobre todo de la fuerza del vapor son, junto con el maquinismo, las tres grandes palancas por las cuales la industria desde mediados del siglo pasado se emplea para levantar al mundo de sus cimientos. La pequeña industria da nacimiento a la clase media, la gran industria a la clase obrera, y ella lleva al trono a unos cuantos elegidos de la clase media, pero seguramente sólo para derribarlos más adelante. Mientras tanto, es un hecho innegable y fácilmente explicable que la numerosa pequeña burguesía de los "buenos viejos tiempos" ha sido destruida por la industria y descompuesta en ricos capitalistas de una parte, y pobres obreros de la otra.

Mas la tendencia centralizadora de la industria no termina ahí. La población se vuelve tan centralizada como el capital; nada más natural, pues, en la industria, el hombre, el trabajador, es considerado sólo como una fracción del capital, al cual el industrial paga un interés —que se llama salario— a cambio de que éste se entregue a él para ser utilizado. El gran establecimiento industrial exige numerosos obreros que trabajan en común en un edificio; ellos deben vivir en común: para una fábrica mediana constituyen ya una aldea. Tienen necesidades y, para la satisfacción de las mismas, dependen de otras personas; los artesanos: sastres, zapateros, panaderos, albañiles y carpinteros acuden en gran número. Los habitantes de la aldea, sobre todo los jóvenes, se habitúan al trabajo de fábrica, se familiarizan con él y, cuando la primera fábrica, como se la concibe, no puede emplearlos a todos, el salario baja y la consecuencia es que nuevos industriales se establecen allí. Mientras tanto la aldea se convierte en una pequeña ciudad y ésta en una ciudad grande. Cuanto más grande es la ciudad, mayores son las ventajas de la aglomeración. Se construyen vías férreas, canales y carreteras; la selección entre obreros experimentados resulta cada vez mayor. Debido a la competencia que se hacen entre sí los constructores de edificios y también los fabricantes de máquinas, que se hallan inmediatamente disponibles, se pueden crear nuevos establecimientos más económicamente que en una región alejada, a donde habría que transportar primeramente la madera de construcción, las máquinas, los obreros que levantan los edificios y los obreros industriales. Además, existe un mercado, una Bolsa donde se apiñan los compradores, hay relaciones directas con los mercados que suministran la materia prima o reciben los productos acabados. De ahí el desarrollo sorprendentemente rápido de las grandes ciudades industriales. Desde luego, el campo tiene en cambio la ventaja de que allí generalmente el salario es más bajo; las regiones rurales y la ciudad industrial permanecen así en competencia continua, y si hoy la ventaja se halla del lado de la ciudad, mañana el salario bajará a tal punto en la región que la circunda que la creación de nuevos establecimientos en el campo será ventajosa. Pero, a pesar de todo, la tendencia centralizadora sigue siendo sumamente fuerte y cada nueva industria creada en el campo lleva en sí el germen de una ciudad industrial. Si fuese posible que esta loca actividad de la industria durara un siglo todavía, cada distrito industrial de Inglaterra no sería más que una sola ciudad industrial, y Manchester y Liverpool se unirían en Warrington o Newton. Esta centralización de la población ejerce su efecto igualmente sobre el comercio enteramente de la misma manera, y por eso es que algunos grandes puertos —Liverpool, Bristol, Hull y Londres— monopolizan casi todo el comercio marítimo del imperio británico.

Es en las grandes ciudades donde la industria y el comercio se desarrollan más perfectamente, por tanto es allí igualmente donde aparecen más claramente y más manifiestamente las consecuencias que tienen para el proletariado. Allí es donde la centralización de bienes ha alcanzado su grado más elevado, allí es donde las condiciones de vida de los "buenos viejos tiempos" son destruidas más radicalmente; allí es donde se ha llegado a un punto en que la expresión Old merry England ya no tiene ningún sentido, porque esta vieja Inglaterra sólo se conoce por el recuerdo y los relatos de los abuelos. Por eso es que no existe allí más que una clase rica y una clase pobre; pues la pequeña burguesía desaparece cada día más: Ella, que antaño era la clase más estable, se ha convertido ahora en la más inestable; ya sólo se compone de algunos vestigios de una época concluida y de cierto número de personas, que muy bien quisieran hacer fortuna, caballeros de industria y especuladores perfectos, de los cuales uno de cada cien se enriquece, mientras que los noventa y nueve restantes fracasan y, de éstos, más de la mitad sólo vive de las quiebras.

Pero la inmensa mayoría de estas ciudades está compuesta de proletarios, y ahora el objeto de nuestro estudio va a ser el de saber cómo viven y qué influencia ejerce sobre ellos la gran ciudad.

LAS GRANDES CIUDADES

Una ciudad como Londres, donde se puede caminar durante horas sin siquiera entrever el comienzo del fin, sin descubrir el menor indicio que señale la proximidad del campo, es algo verdaderamente muy particular. Esta enorme centralización, este amontonamiento de 3.5 millones de seres humanos en un solo lugar, ha centuplicado el poderío de estos 3.5 millones de hombres, ha elevado a Londres al rango de capital comercial del mundo, ha creado muelles gigantescos y ha reunido los millares de naves que cubren continuamente el Támesis. No conozco nada que sea más imponente que el espectáculo que ofrece el Támesis cuando se remonta el río desde el mar hasta el London Bridge. La masa de edificios, los astilleros de cada lado, sobre todo en la vecindad de Woolwich, los innumerables barcos alineados a lo largo de ambas riberas, que se aprietan cada vez más estrechamente los unos contra los otros y no dejan finalmente en medio del río más que un canal estrecho, por el cual se cruzan a plena velocidad un centenar de barcos de vapor, todo esto es tan grandioso, tan enorme, que uno se aturde y se queda estupefacto de la grandeza de Inglaterra aun antes de poner el pie en su suelo.

Pero los sacrificios que todo ello ha costado no se descubren sino más tarde. Cuando uno ha andado durante algunos días por las calles principales, cuando se ha abierto paso penosamente a través de la muchedumbre y de las filas interminables de vehículos, cuando se ha visitado los "barrios malos" de esta metrópoli, es entonces solamente cuando se empieza a notar que estos londinenses han debido sacrificar la mejor parte de su cualidad de hombres para lograr todos los milagros de la civilización de los que rebosa la ciudad, que cien fuerzas que dormitaban en ellos han permanecido inactivas y han sido ahogadas a fin de que sólo algunas puedan desarrollarse más ampliamente y ser multiplicadas uniéndose con las de los demás. La muchedumbre de las calles tiene ya, por sí misma, algo de repugnante, que subleva la naturaleza humana. Estos centenares de millares de personas, de todas las condiciones y clases, que se comprimen y se atropellan, ¿no son todos hombres que poseen las mismas cualidades y capacidades y el mismo interés en la búsqueda de la felicidad? ¿Y no deben esas personas finalmente buscar la felicidad por los mismos medios y procedimientos? Y, sin embargo, esas personas se cruzan corriendo, como si no tuviesen nada en común, nada que hacer juntas; la única relación entre ellas es el acuerdo tácito de mantener cada cual su derecha cuando va por la acera, a fin de que las dos corrientes de la multitud que se cruzan no se obstaculicen mutuamente; a nadie se le ocurre siquiera fijarse en otra persona. Esta indiferencia brutal, este aislamiento insensible de cada individuo en el seno de sus intereses particulares, son tanto más repugnantes e hirientes cuanto que el número de los individuos confinados en este espacio reducido es mayor. Y aun cuando sabemos que este aislamiento del individuo, este egoísmo cerrado es por todas partes el principio fundamental de la sociedad actual, en ninguna parte se manifiesta con una impudencia, una seguridad tan totales como aquí, precisamente, en la muchedumbre de la gran ciudad. La disgregación de la humanidad en mónadas, cada una de las cuales tiene un principio de vida particular, y un fin particular, esta atomización del mundo es llevada aquí al extremo.

De ello resulta asimismo que la guerra social, la guerra de todos contra todos, aquí es abiertamente declarada. Como en el reciente libro de Stirner, las personas no se consideran recíprocamente sino como sujetos utilizables; cada cual explota al prójimo, y el resultado es que el fuerte pisotea al débil y que el pequeño número de fuertes, es decir los capitalistas, se apropian todo, mientras que al gran número de débiles, a los pobres, sólo les queda su vida apenas.

Y lo que es cierto para Londres, lo es igualmente respecto a Manchester, Birmingham, Leeds y todas las grandes ciudades: indiferencia bárbara por todas partes, dureza egoísta de un lado y miseria indecible del otro lado, la guerra social por todas partes, el hogar de cada uno en estado de sitio, por todas partes pillaje recíproco bajo el manto de la ley, y todo con un cinismo, una franqueza tales que uno se horroriza de las consecuencias de nuestro estado social, tales como aparecen aquí en su desnudez, y ya no se asombra uno de nada, sino a lo sumo de que todo este mundo loco no se haya desmembrado todavía.

En esta guerra social, el capital, la propiedad directa o indirecta de las subsistencias y de los medios de producción, es el arma con la cual se lucha; asimismo está claro como el día que el pobre sufre todas las desventajas de semejante estado: Nadie se preocupa de él; lanzado en este torbellino caótico, tiene que defenderse como pueda. Si tiene la suerte de encontrar trabajo, es decir; si la burguesía le concede la gracia de enriquecerse a su costa; obtiene un salario que apenas es suficiente para sobrevivir; si no encuentra trabajo, puede robar —si no teme a la policía— o bien morir de hambre, y aquí también la policía cuidará que muera de hambre de manera tranquila, sin causar daño alguno a la burguesía. Durante mi estancia en Inglaterra, el hambre fue la causa directa del fallecimiento de 20 o 30 personas en las condiciones más indignantes, y en el momento de la investigación correspondiente, raramente se halló un jurado que tuviera el valor de hacerlo saber claramente. Las declaraciones de los testigos tenían que ser muy sencillas y claras, desprovistas de todo equívoco, y la burguesía —entre la cual se había seleccionado el jurado— siempre hallaba una salida que le permitía escapar a este terrible veredicto: muerte por hambre. La burguesía, en este caso, no tiene el derecho de decir la verdad, pues sería en efecto condenarse a sí misma. Pero, indirectamente también, muchas personas mueren de hambre —aun mucho más que directamente— porque la falta continua de productos alimenticios ha provocado enfermedades mortales que causan víctimas. Esas personas se han hallado tan débiles que ciertos casos —que en otras circunstancias hubieran evolucionado favorablemente— implican necesariamente graves enfermedades y la muerte. Los obreros ingleses llaman a esto el crimen social, y acusan a toda la sociedad de cometerlo continuamente. ¿Tienen razón?

Desde luego, sólo mueren de hambre individuos aislados, pero, ¿en qué garantías el trabajador puede fundarse para esperar que no le sucederá lo mismo mañana? ¿Quién le asegura su empleo? ¿Quién le garantiza que, si mañana es despedido por su patrón por cualquier buena o mala razón, podrá salir bien del apuro, él y su familia, hasta que encuentre otro empleo que le "asegure el pan"? ¿Quién certifica al trabajador que la voluntad de trabajar es suficiente para obtener empleo, que la probidad, el celo, el ahorro y las numerosas virtudes que le recomienda la sabia burguesía son para él realmente el camino de la felicidad? Nadie. Él sabe que hoy tiene una cosa y que no depende de él el tenerla mañana todavía; él sabe que el menor soplo, el menor capricho del patrón, la menor coyuntura económica desfavorable, lo lanzará en el torbellino desencadenado al cual ha escapado temporalmente, y donde es difícil, con frecuencia imposible, el mantenerse en la superficie. Él sabe que, si bien puede vivir hoy, no está seguro que pueda hacerlo mañana.

Sin embargo, pasemos ahora a un examen más detallado del estado en que la guerra social sume a la clase que no posee nada. Veamos qué salario la sociedad paga al trabajador a cambio de su trabajo, bajo forma de vivienda, de vestido y de alimentación, qué existencia asegura a los que contribuyen más a la existencia de la sociedad. Consideremos primeramente la vivienda.

Toda gran ciudad tiene uno o varios "barrios malos", donde se concentra la clase obrera. Desde luego, es frecuente que la pobreza resida en callejuelas recónditas muy cerca de los palacios de los ricos; pero, en general, se le ha asignado un campo aparte donde, escondida de la mirada de las clases más afortunadas, tiene que arreglárselas como sea. En Inglaterra, estos "barrios malos" están organizados por todas partes más o menos de la misma manera, hallándose ubicadas las peores viviendas en la parte más fea de la ciudad. Casi siempre se trata de edificios de una o dos plantas, de ladrillos, alineados en largas filas, si es posible con sótanos habitados, y por lo general construidos irregularmente. Estas pequeñas casas de tres o cuatro habitaciones y una cocina se llaman cottages y constituyen comúnmente en toda Inglaterra, salvo en algunos barrios de Londres, la vivienda de la clase obrera. Las calles mismas no son habitualmente ni planas ni pavimentadas; están sucias, llenas de detritos vegetales y animales, sin cloacas ni cunetas, pero en cambio sembradas de charcas estancadas y fétidas. Además, la ventilación se hace difícil por la mala y confusa construcción de todo el barrio y, como muchas personas viven en un pequeño espacio, es fácil imaginar qué aire se respira en esos barrios obreros. Por otra parte, las calles sirven de secaderos, cuando hace buen tiempo; se amarran cuerdas de una casa a la de enfrente, y se cuelga la ropa mojada a secar.

Examinemos algunos de estos barrios malos. Tenemos primeramente Londres, y en Londres el célebre "nido de cuervos" (rookery), St. Giles, al que casi llegan un par de anchas calles. St. Giles se halla situado en la parte más poblada de la ciudad, rodeado de calles anchas y luminosas, donde bulle el mundo elegante londinense, muy cerca de Oxford Street, de Regent Street, de Trafalgar Square y del Strand. Es una masa de casas de tres o cuatro plantas, construidas sin plan, con calles estrechas, tortuosas y sucias, donde reina una animación tan intensa como en las calles principales que atraviesan la ciudad, excepto que en St. Giles sólo se ve gente de la clase obrera. Las calles sirven de mercado: cestas de legumbres y de frutas, naturalmente todas de mala calidad y apenas comestibles, dificultan mucho más el tránsito, y de ellas emana, como de las carnicerías, un olor nauseabundo. Las casas están habitadas desde el sótano hasta el techo, tan sucias en el exterior como en interior, y tienen un aspecto tal que nadie tendría deseos de vivir en ellas. Pero eso no es nada comparado con los alojamientos en los patios y las callejuelas transversales a donde se llega por pasajes cubiertos, y donde la inmundicia y el deterioro por vejez exceden la imaginación. No se ve, por decirlo así, un solo vidrio intacto, los muros están destrozados, las guarniciones de las puertas y los marcos de las ventanas están rotos o desempotrados, las puertas —si hay— hechas de viejas planchas clavadas juntas; aquí, incluso en este barrio de ladrones, las puertas son inútiles porque no hay nada que robar. Por todas partes los montones de detritos y de cenizas y las aguas usadas vertidas delante de las puertas terminan por formar charcas nauseabundas. Aquí es donde viven los más pobres de los pobres, los trabajadores peor pagados, con los ladrones, los estafadores y las víctimas de la prostitución, todos mezclados: La mayoría son irlandeses o descendientes de irlandeses, y aquellos que aún no han naufragado en el torbellino de esta degradación moral que los circunda, se hunden cada día más, pierden cada día un poco más la fuerza de resistir a las influencias desmoralizadoras de la miseria, de la suciedad y del medio ambiente.

Pero St. Giles no es el único "barrio malo" de Londres. En este gigantesco laberinto de calles hay centenares y millares de vías estrechas y de callejuelas, cuyas casas son demasiado miserables para quienquiera que todavía pueda dedicar cierta suma a una habitación para seres humanos, y con frecuencia, estos refugios de la miseria más atroz se hallan muy cerca de las lujosas casas de los ricos. Así es cómo recientemente, en el curso de una comprobación mortuoria, se calificó a un barrio muy cercano a Portman Square, plaza pública muy idónea, de vecindario "de una muchedumbre de irlandeses desmoralizados por la suciedad y la pobreza". Así, en calles como Long Acre, etc., (que, sin ser "chic" son a pesar de todo convenientes) se descubre un gran número de alojamientos en los sótanos, de donde surgen las siluetas de niños enfermizos y de mujeres en harapos medio muertas de hambre. En las inmediaciones del teatro Drury Lane —el segundo de Londres— se hallan algunas de las peores calles de toda la ciudad (las calles Charles, King y Parker), cuyas casas también son habitadas desde el sótano hasta el techo sólo por familias pobres. En las parroquias de St. John y de St. Margaret, en Westminster, vivían en 1840, según el órgano de la Sociedad de Estadísticas, 5 366 familias de obreros en 5 294 "viviendas" —si se les puede dar este nombre—, hombres, mujeres y niños, mezclados sin atención a la edad o el sexo, en total 26 830 personas, y las tres cuartas partes del número de familias citadas sólo disponían de una habitación. En la parroquia aristocrática de St. George, Hanover Square, vivían, según la misma fuente, 1 465 familias obreras; en total unas 6 000 personas, en las mismas condiciones; y allí también más de los dos tercios de las familias estaban apiñadas cada una en una sola habitación. ¡Y de qué manera las clases poseedoras explotan legalmente la miseria de estos infelices, en cuyas casas los propios ladrones no esperan hallar nada! Por las horribles viviendas cerca de Drury Lane que acabamos de mencionar se pagan los alquileres siguientes: dos alojamientos en el sótano; 3 chelines; un cuarto en la planta baja, 4 chelines; en el primer piso, 4.5 chelines; en el segundo piso, 4 chelines; buhardillas, 3 chelines por semana. De modo que los vecinos famélicos de Charles Street pagan a los propietarios de inmuebles un tributo anual de 2 000 libras esterlinas, y las 5 366 familias de Westminster ya citadas un alquiler total de 40 000 libras esterlinas por año.

El barrio obrero más grande, sin embargo, se halla al este de la Torre de Londres, en Whitechapel y Bethnal Green, donde está concentrada la gran masa de obreros de la ciudad. Veamos lo que dice M.G. Alston, predicador de St. Philip, en Bethnal Green, del estado de su parroquia:

La misma cuenta con 1 400 casas habitadas por 2 795 familias, o sea, unas 12 000 personas. El espacio donde habita esta importante población no llega a 400 yardas cuadradas (1 200 pies), y en tal apiñamiento no es raro hallar un hombre, su mujer, 4 o 5 niños y a veces también el abuelo y la abuela en una sola habitación de 10 a 12 pies cuadrados, donde trabajan, comen y duermen. Yo creo que antes de que el obispo de Londres llamara la atención del público sobre esta parroquia tan miserable, la misma era tan poco conocida en el extremo oeste de la ciudad como los salvajes de Australia o las islas de los mares del sur. Y si quisiéramos conocer personalmente los sufrimientos de estos desventurados, si los observamos cuando se disponen a comer sus escasos alimentos y los vemos encorvados por la enfermedad y el desempleo, descubriremos entonces tanta penuria y miseria que una nación coma la nuestra debiera avergonzarse de que esto pueda ocurrir. Yo he sido pastor cerca de Huddersfield durante los tres años de crisis, en el peor momento de marasmo de las fábricas, pero desde entonces jamás he visto a los pobres en una aflicción tan profunda como en Bethnal Green. Ni un solo padre de familia de cada diez en todo el vecindario tiene otra ropa que la de trabajo, y ésta de lo más andrajosa; asimismo, muchos no tienen más que estos harapos para cubrirse por la noche, y su cama es un saco lleno de paja y viruta.

Esta descripción nos muestra ya el aspecto interior de esas viviendas. Pero citemos, además, informes de las autoridades inglesas sobre viviendas proletarias que a veces tienen ocasión de visitar.

Con ocasión de una investigación practicada por Mr. Carter, inspector de Surrey, sobre la causa de la muerte de Ann Galway, de 45 años de edad, el 16 de noviembre de 1843, los periódicos describieron la vivienda de la difunta en estos términos: ella vivía en el núm. 3 de White Lion Court, Bermondsey Street, Londres, con su marido y su hijo de 19 años, en una pequeña habitación donde no había ni cama, ni sábanas ni mueble alguno. Ella yacía muerta al lado de su hijo sobre un montón de plumas esparcidas sobre su cuerpo casi desnudo, pues no había allí ni manta ni sábanas. Las plumas se pegaban de tal modo a su cuerpo que hubo que limpiar el cadáver para que el médico pudiera examinarlo; él lo halló totalmente descarnado y lleno de parásitos. En el piso de la habitación había un hoyo que servía de retrete a la familia.

El lunes 15 de enero de 1844, dos muchachos fueran presentados ante el tribunal de policía de Worship Street, en Londres, porque acicateados por el hambre habían hurtado en una tienda un trozo de carne medio cocida y lo habían devorado instantáneamente. El juez de policía ahondó en el asunto y pronto obtuvo de los policías las aclaraciones siguientes: la madre de estos muchachos era la viuda de un ex soldado que más tarde fue agente de la policía y ella había sufrido miserias con sus nueve hijos desde la muerte de su marido. Ella vivía en la mayor miseria, en el número 2 de Pools' Place, Quaker Street, en Spitalfields. Cuando el agente de policía fue a su casa, la halló con seis de sus hijas, literalmente apiñadas en una pequeña habitación al fondo de la casa, sin otros muebles que dos viejas sillas de mimbre desfondadas, una mesa pequeña con dos patas rotas, una taza rota, y un plato pequeño [...] Había un fogón medio apagado, y en un rincón tantos trapos como los que pudiera necesitar una mujer para un delantal, pero que servían de cama a toda la familia. Ellos no tenían otras mantas que sus propias ropas raídas. La pobre mujer contó que había tenido que vender su cama el año anterior para obtener alimentos; había empeñado las sábanas al tendero por algunos víveres, y había tenido que vender todo sencillamente para comprar pan. El juez de policía concedió a esta mujer una suma bastante importante con cargo al Fondo de Pobres.

En febrero de 1844, una viuda de 60 años, Theresa Bishop, fue confiada, con su hija enferma de 26 años de edad, a la benevolencia del juez de policía de Malborough Street. Ella vivía en el número 5 de Brown Street, Grosvenor Square, en una pequeña habitación que daba al patio, no más grande que un armario de pared, donde no había ni un solo mueble. En un rincón había unos trapos donde ambas dormían, una caja servía a la vez de mesa y de silla. La madre ganaba algunos centavos haciendo la limpieza de casas; el propietario dijo que ellas habían vivido en ese estado desde mayo de 1843, poco a poco habían vendido o empeñado todo lo que poseían, y sin embargo nunca habían pagado el alquiler. El juez de policía les concedió una libra esterlina con cargo al Fondo de Pobres.

Yo no afirmo en modo alguno que todos los trabajadores londinenses vivan en la misma miseria que las tres familias citadas; Sé bien que, por cada hombre que es aplastado sin compasión por la sociedad, diez viven mejor que él. Pero afirmo que millares de buenas y laboriosas familias mucho más buenas; mucho más honorables que todos los ricos de Londres, se hallan en esta situación indigna, y que todo proletario, sin excepción alguna, sin que sea culpa suya y a pesar de todos sus esfuerzos, puede correr la misma suerte.

Pero, después de todo, aquellos que poseen un techo, cualquiera que sea, son todavía afortunados en comparación con aquellos que no tienen ninguno. En Londres, 50 000 personas se levantan cada mañana sin saber dónde reclinarán la cabeza la noche siguiente. Los más afortunados son aquellos que logran disponer de un penique o dos cuando llega la noche y van a lo que se llama una "casa-dormitorio" (lodging house) de las que hay en gran número en las grandes ciudades y donde se les da asilo a cambio de su dinero. ¡Pero qué asilo! La casa está llena de camas de arriba a abajo; 4, 5, 6 camas en una habitación, tantas como puedan caber. En cada cama se apilan 4, 5, 6 personas, igualmente tantas como quepan, enfermos y sanos, viejos y jóvenes; hombres y mujeres, borrachos y no borrachos; como sea, todos mezclados. Hay discusiones, riñas, y lesionados, y cuando los compañeros de cama se soportan es todavía peor: planean robos o se entregan a prácticas cuya bestialidad nuestra lengua, que es civilizada, rehuye describir. ¿Y aquellos que no pueden pagar tal albergue? Pues bien, esos duermen donde pueden, en los pasillos, en los portales, en un rincón cualquiera, donde la policía o los propietarios los dejan dormir tranquilos; algunos de ellos lo pasan mejor en los asilos construidos aquí y allá por instituciones privadas de beneficencia, otros duermen en los bancos de los parques, exactamente debajo de las ventanas de la reina Victoria. Veamos lo que dice el Times de octubre de 1843:

Resalta de nuestra información de policía de ayer que por término medio cincuenta personas duermen todas las noches en los parques, sin otra protección contra la intemperie que los árboles y algunas excavaciones en los muros. La mayoría son muchachas jóvenes: que, seducidas por soldados, han sido llevadas a la capital y abandonadas en ese inmenso mundo, lanzadas a la soledad de la miseria en una ciudad extraña, víctimas inconscientes y precoces del vicio.

Esto es en verdad horroroso. Por otra parte, no dejará de haber gente pobre. La necesidad llegará a abrirse paso por todas partes y a instalarse con todos sus horrores en el corazón de una gran ciudad floreciente: En los millares de callejones y callejuelas de una metrópoli populosa, siempre habrá necesariamente —nos tememos— mucha miseria que hiere la vista, y mucha que permanece oculta.

Pero lo que sorprende es que en el círculo que han trazado la riqueza, el placer y el lujo, que muy cerca de la real grandeza de St. James, en los bordes del palacio reluciente de Bayswater, donde se encuentran el antiguo barrio aristocrático y el nuevo, en una parte de la ciudad donde el refinamiento de la arquitectura moderna se ha cuidado de construir la menor cabaña para la pobreza, en un barrio que parece estar consagrado exclusivamente a los disfrutes de la riqueza, ¡qué allí precisamente vengan a instalarse la miseria y el hambre, la enfermedad y el vicio con todo su cortejo de horrores, consumiendo cuerpo tras cuerpo, alma tras alma!

Éste es realmente un estado de cosas monstruoso. Las más grandes satisfacciones que pueden proporcionar la salud física; la euforia intelectual y los placeres relativamente inocentes de los sentidos, ¡flanqueando directamente a la más cruel miseria! ¡La riqueza, riendo desde lo alto de sus salones relucientes, riendo con una indiferencia brutal muy cerca de las heridas ignoradas de la indigencia! ¡El placer escarneciendo inconsciente, pero cruelmente, el sufrimiento que gime allá abajo! La lucha de todos los contrastes, todas las oposiciones; salvo una: el vicio que lleva a la tentación se une a aquel que se deja tentar [...] Pero que todos los hombres reflexionen: en el barrio más brillante de la ciudad más rica del mundo, noche tras noche, invierno tras invierno, hay mujeres —jóvenes por la edad, viejas por los pecados y los sufrimientos— proscritas de la sociedad, encenegadas por el hambre, la indecencia y la enfermedad. Que ellos piensen y aprendan, no a formular teorías, sino a obrar. Dios sabe que aquí hay mucho por hacer actualmente.

Me referí anteriormente a los asilos para los que carecen de hogar; dos ejemplos nos mostrarán cuán congestionados se hallan. Un Refuge of the Hauseless construido recientemente en la Upper Ogle Street, con capacidad para albergar 300 personas cada noche, desde su apertura el 27 de enero, hasta el 17 de marzo de 1844, acogió a 2 740 personas por una o varias noches; y aunque el invierno se hizo menos riguroso, el número de solicitudes se incrementó considerablemente tanto en éste como en los asilos de White Cross Street y de Wapping, y cada noche hubo que rechazar a una multitud por falta de espacio. En el asilo central de Playhouse Yard, que cuenta por término medio con 460 camas cada noche, se dio albergue a 6 681 personas en total en los tres primeros meses de 1814, y se distribuyeron 96 141 raciones de pan. Sin embargo, la junta directiva declara que este establecimiento no bastó para acomodar a todos los indigentes sino cuando abrió igualmente sus puertas el asilo del este para acoger a los desamparados.

Dejemos Londres para recorrer algunas de las otras grandes ciudades de los tres reinos. Tomemos primeramente Dublín, ciudad cuyo arribo por mar es tan encantador como imponente es el de Londres; la bahía de Dublín es la más bella de todas las de las islas británicas y los irlandeses tienen afición a compararla con la de Nápoles. La ciudad misma posee grandes bellezas, y sus barrios aristocráticos han sido construidos mejor y con más gusto que los de cualquier otra ciudad británica. Pero en cambio, los distritos más pobres de Dublín se cuentan entre los más repugnantes y más feos que se puedan ver. Desde luego, el carácter nacional de los irlandeses, que, en ciertas circunstancias, no se sienten cómodos sino en la suciedad, representa allí un papel, pero como hallamos también en todas las grandes ciudades de Inglaterra y de Escocia a millares de irlandeses y que toda población pobre termina necesariamente por naufragar en la misma suciedad, la miseria de Dublín no tiene absolutamente ya nada de específica, propia de la ciudad irlandesa, y es por el contrario un rasgo común de todas las grandes ciudades del mundo entero. Los distritos pobres de Dublín son extremadamente extensos, y la suciedad, la inhabitabilidad de las casas, el abandono en que se hallan las calles, superan la imaginación. Puede tenerse una idea de la manera en que son apiñados los pobres cuando se sabe que en 1817, según el informe de los inspectores de las casas de misericordia, 1 318 personas vivían en Barrack Street en 52 casas con 390 habitaciones, y 1 997 personas en Church Street y los alrededores, repartidas en 71 casas con 393 habitaciones; además:

en este distrito y en el distrito contiguo, hay una multitud de callejuelas y de patios con un olor nauseabundo, muchos sótanos no reciben la luz del día sino por la puerta y en varios de ellos la gente duerme en el suelo pelado, aunque la mayoría de ellos tengan al menos armaduras de camas, mientras que, por ejemplo, Nicholson's Court contiene 151 personas que viven en 28 pequeñas habitacións miserables, en la mayor penuria, hasta tal punto que en todo el edificio sólo se pudo encontrar dos armaduras de cama y dos coberturas.

La pobreza es tan grande en Dublín que una sola organización de beneficencia, la Mendicity Association, atiende a 2 500 personas diariamente, o sea, el uno por ciento de la población total, les da alimentos por el día y las despide por la noche.

El Dr. Alison habla de Edimburgo en términos análogos, después de todo una ciudad cuya situación espléndida le ha valido el nombre de Atenas moderna, y cuyo lujoso barrio aristocrático de la ciudad nueva contrasta brutalmente con la miseria crasa de los pobres de la ciudad antigua. Alison afirma que este inmenso barrio es tan sucio y horrible como los peores distritos de Dublín, y que la Mendicity Association tendría que socorrer a una proporción tan grande de menesterosos en Edimburgo como en la capital irlandesa; él dice incluso que los pobres en Escocia, sobre todo en Edimburgo y en Glasgow, llevan una vida más dura que en cualquier otra región del imperio británico, y que los más miserables no son irlandeses, sino escoceses. El predicador de la vieja iglesia de Edimburgo, el Dr. Lee, declaró en 1836 ante la Comission of Religious Instruction que

jamás había visto en ninguna parte una miseria como la de su parroquia. La gente no tenía muebles, vivían sin nada; frecuentemente dos parejas vivían en una habitación. En un día había visitado siete casas diferentes donde no había cama —en algunas de ellas ni siquiera paja—, octogenarios dormían en el suelo, casi todos sin desvestirse. En un sótano había hallado dos familias del campo; poco después de su llegada a la ciudad, dos niños habían muerto, y el tercero estaba en la agonía en el momento de su visita. Para cada familia había un montón de paja sucia en un rincón, y además, el sótano, que era tan oscuro que apenas se podía distinguir un ser humano en pleno día, servía de establo a un asno. Por duro que fuese un corazón, sangraría a la vista de tal miseria en un país como Escocia.

El Dr. Hennen informa de hechos análogos en el Edinburgh Medical and Surgical Journal. Un informe parlamentario muestra qué desaseo —como es de esperarse en tales condiciones— reina en las casas de los pobres de Edimburgo. Las gallinas usan los largueros de las camas para dormir, los perros, y hasta caballos, duermen con los hombres en una sola y misma habitación, y la consecuencia natural es que una suciedad y un hedor espantosos colman esas viviendas, así como un ejército de parásitos de toda especie. La forma en que está construida Edimburgo favorece en el más alto grado este horroroso estado de cosas: La vieja ciudad está construida en las dos vertientes de una colina, sobre cuya cima se halla la Calle Alta (High Street). De ésta parten, de ambos lados, una multitud de callejuelas estrechas y tortuosas, llamadas wynds debido a sus numerosas sinuosidades, que descienden de la colina y constituyen el barrio proletario. Las casas de las ciudades escocesas tienen una altura de 5 o 6 pisos, como en París, y —contrariamente a las de Inglaterra, donde en la medida de lo posible cada cual posee su casa particular— son habitadas por un gran número de familias diferentes; la concentración de numerosas personas en una superficie reducida sigue acrecentándose allí.

Estas calles —dice un diario inglés en un artículo sobre el estado sanitario de los obreros de las ciudades— son por lo general tan estrechas que se puede pasar de la ventana de una casa a la de la de enfrente, y estos inmuebles presentan además tal acumulación de pisos que la luz apenas puede penetrar en el patio o en el callejón que los separa.  En esa parte de la ciudad no hay ni cloacas ni retretes o lugares de desahogo dentro de las casas, y por eso todas las inmundicias, detritos o excrementos de por lo menos 50 000 personas son lanzados cada noche en las cunetas y, pese al barrido de las calles, hay una masa de excrementos secos de emanaciones nauseabundas que no solamente ofende la vista y el olfato, sino que presenta además un gran peligro para la salud de la población. ¿Es sorprendente que en tales localidades se descuide prestar la menor atención a la salud, a las buenas costumbres e incluso a las reglas más elementales de la decencia? Al contrario, todos aquellos que conocen bien la situación de los habitantes atestiguarán el alto grado que han alcanzado aquí las enfermedades, la miseria y la ausencia de moral. En estas regiones la sociedad ha caído a un nivel indescriptiblemente bajo y miserable. Las viviendas de la clase pobre son en general muy sucias y al parecer jamás se limpian en absoluto. En la mayoría de los casos tienen una sola habitación —donde, aunque la ventilación sea de lo peor, siempre hace frío a causa de las ventanas rotas o mal adaptadas— que a veces es húmeda y a veces está en el subsuelo, siempre mal amueblada, y enteramente inhabitable, hasta el punto de que con frecuencia un montón de paja sirve de cama a una familia entera, cama donde duermen en una confusión repugnante, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. El agua sólo puede obtenerse en las bombas públicas, y la dificultad de ir a buscarla favorece naturalmente todas las asquerosidades posibles.

Las otras grandes ciudades marítimas apenas son mejores. Liverpool, pese a su tráfico, su lujo y su riqueza, trata sin embargo a sus trabajadores con la misma barbarie. Una quinta parte de la población, o sea más de 45 000 personas, viven en sótanos exiguos, oscuros, húmedos y mal ventilados, que suman 7 882 en la ciudad. A ello hay que añadir también 2 270 patios (courts), o sea pequeños lugares cerrados por los cuatro lados cuya entrada y salida se hace por un pasillo estrecho, las más de las veces abovedado, y por consiguiente no permite la menor ventilación, casi siempre muy sucios y habitados casi exclusivamente por proletarios. Nos referiremos de nuevo a esos patios cuando hablemos de Manchester. En Bristol se han visitado 2 800 familias de obreros de las cuales el 46% no tenía más que una sola habitación.

Y hallamos exactamente la misma situación en las ciudades industriales. En Nottingham hay en total 11 000 casas de las cuales siete u ochomil se hallan pegadas las unas a las otras, de suerte que no es posible ninguna ventilación completa; además, casi siempre hay un solo lugar de desahogo común para varias casas. Una inspección reciente reveló que varias hileras de casas estaban construidas sobre canales de desagüe poco profundos, que estaban cubiertos sólo por traviesas de piso. En Leicester, Derby, y Sheffield, ocurre lo mismo. En cuanto a Birmingham, el artículo del Artizan citado anteriormente informa de lo siguiente:

En los viejos barrios de la ciudad hay lugares malos, sucios y faltos de reparación, llenos de charcas estancadas y de montones de inmundicias. En Birmingham, los patios son muy numerosos, hay más de 2 000, y en ellos vive la mayoría de la clase obrera. Casi siempre son exiguos, mal terminados, mal ventilados, con desagües defectuosos, contienen de 8 a 20 inmuebles, que en su mayoría no pueden recibir el aire sino de un lado, porque el muro del fondo es medianero, y al fondo del patio hay casi siempre un hoyo para las cenizas o algo por el estilo, cuya inmundicia es indescriptible. Hay que observar sin embargo que los patios modernos han sido construidos más inteligentemente y son conservados más convenientemente. En éstos últimos las viviendas están menos agrupadas que en Manchester y Liverpool, lo cual explica que, cuando han ocurrido epidemias, haya habido menos casos mortales en Birmingham que, por ejemplo, en Wolverhampton, Dudley y Bilston, que están a sólo unas leguas de allí. Asimismo, en Birmingham no hay viviendas bajo tierra, si bien algunos sótanos sirven impropiamente de talleres. Las casas-dormitorio para obreros son un poco más numerosas (más de 400), principalmente en los patios del centro de la ciudad; casi todas ellas son de una suciedad repugnante, mal ventiladas, verdaderos refugios para mendigos, vagabundos trampers (volveremos sobre la significación de esta palabra); ladrones y prostitutas, que sin ninguna consideración por las conveniencias o la comodidad comen, beben; fuman y duermen en una atmósfera que únicamente estos seres degradados pueden soportar.

 Glasgow se parece a Edimburgo en muchos aspectos: los mismos wynds; las mismas altas casas. El Artizan observa a propósito de esta ciudad:

Aquí la clase obrera constituye alrededor del 78% de la población total: (de unos 300000), y vive en barrios que superan en miseria y horror los antros más viles de St. Giles y Whitechapel, las liberties de Dublín o los wynds de Edimburgo. Hay numerosos lugares parecidos en el corazón de la ciudad, al sur de Trongate, al oeste del mercado de la sal, en el Calton; al lado de la Calle Alta, etc., laberintos interminables de callejuelas estrechas o wynds, y donde desembocan casi a cada paso patios o callejones sin salida; constituidos por viejas casas mal ventiladas, muy altas, sin agua y decrépitas: Esas casas rebosan literalmente de inquilinos; en cada piso hay tres o cuatro familias —tal vez 20 personas— y a veces cada piso es alquilado como dormitorio por la noche, de suerte que 15 o 20 personas son apiñadas —no osamos decir albergadas— en una sola habitación. Esos barrios albergan los miembros más pobres, más depravados y menos valiosos de la población, y hay que ver en ello el origen de terribles epidemias de fiebre que, partiendo de allí, asolan a todo Glasgow.

Veamos la descripción que hace de estos barrios J. C. Symans, comisionado del gobierno para la investigación de la situación de los tejedores manuales:

Yo he visto la miseria en algunos de sus peores aspectos tanto aquí como en el continente; pero antes de visitar los wynds de Glasgow, no creía que pudieran existir tantos crímenes, miserias y enfermedades en un país civilizado. En los albergues de categoría inferior duermen en el suelo diez, doce, incluso a veces veinte personas de ambos sexos y de todas las edades en una desnudez más o menos total. Esos albergues están habitualmente tan sucios, tan húmedos y tan destartalados que nadie alojaría en ellos su caballo.

 Y en otra parte escribe:

Los wynds de Glasgow albergan una población que fluctúa entre 15 000 y 30 000 personas. Este barrio se compone únicamente de callejuelas estrechas y de patios rectangulares, en medio de los cuales se levanta regularmente un montón de basura. No obstante lo repugnante del aspecto exterior de esos lugares, yo estaba sin embargo poco preparado para enfrentarme a la suciedad y la miseria que reinan en el interior. En algunos de esos dormitorios, que nosotros (el superintendente de policía, Miller y Symons) hemos visitado de noche, hallamos una capa ininterrumpida de seres humanos tendidos en el suelo, a menudo de 15 a 20, unos vestidos, otros desnudos, hombres y mujeres juntos. Su cama estaba hecha de paja mohosa mezclada con algunos trapos.  Había pocos muebles o ninguno, y la única cosa que daba a esos cuchitriles un aspecto de habitación era un fuego en la chimenea. El robo y la prostitución representan la principal fuente de ingresos de esta población. Nadie parecía tomarse el trabajo de limpiar esos establos de Augías, esa olla de grillos, ese conglomerado de crímenes, de suciedad y de pestilencia en el corazón de la segunda ciudad del imperio. Una amplia inspección de los peores barrios de otras ciudades jamás me hizo ver nada que por la intensidad de la infección moral y física ni la densidad relativa de la población llegara a la mitad de este horror. La mayoría de las casas de este barrio están clasificadas por el Court of Guild como ruinosas e inhabitables, pero son precisamente éstas las que están más habitadas, porque la ley prohibe que se cobre alquiler por ellas.

La gran región industrial en el centro de la isla británica, la zona populosa del Yorkshire occidental y del Lancashire meridional no tiene nada que envidiar a las otras grandes ciudades, con sus numerosas ciudades industriales. La región lanera del Riding occidental, Yorkshire, es un país encantador, un bello país de colinas reverdecientes, cuyas alturas devienen cada vez más abruptas hacia el oeste hasta culminar en la cima escarpada de Blackston Edge —línea divisoria de las aguas entre el Mar de Irlanda y el Mar del Norte. Los valles del Aire, en el que está situada Leeds, y del Calder, que sigue la vía férrea Manchester-Leeds, se cuentan entre los más placenteros de Inglaterra y están sembrados por todas partes de fábricas, de aldeas y de ciudades. Las casas grises de sillería tienen un aspecto tan elegante y limpio en comparación con los edificios de ladrillo, negros de hollín, del Lancashire, que son un placer. Pero cuando se entra en las ciudades propiamente, se hallan pocas cosas regocijantes. La situación de Leeds es, en efecto, la que describe el Artizan (revista ya citada) y que he podido ver yo mismo:

... en una pendiente suave que desciende en el valle del Aire. Este río serpentea a través de la ciudad en una longitud de alrededor de milla y media y está sujeto, durante el período de deshielo o luego de precipitaciones violentas, a fuertes crecidas. Los barrios del oeste, situados más alto, son limpios, para una ciudad tan grande, pero los barrios bajos junto al río y los arroyuelos que en él desembocan son sucios, angostos y suficientes ya, en suma, para abreviar la vida de los habitantes, en particular de los niños. A ello hay que añadir el estado repugnante en que se hallan los barrios obreros alrededor de Kirkgate, March Lane, Cross Street y Richmond Road, que se destacan particularmente por las calles mal pavimentadas y sin cunetas, una arquitectura irregular, de numerosos patios y callejones sin salida y la ausencia total de los medios más ordinarios de limpieza. Todo ello tomado en conjunto nos proporciona muchas razones para explicar la mortalidad excesiva en esos desdichados feudos de la más sórdida miseria. Debido a las crecidas del Aire (el cual, hay que añadir, como todos los ríos utilizables por la industria, entra en la ciudad claro, transparente, para salir de ella pegajoso, negro y hediondo con todas las inmundicias imaginables), las viviendas y los sótanos se inundan frecuentemente de agua, hasta el punto de que hay que bombearla para la calle con bombas manuales; en tales ocasiones el agua, incluso donde hay cloacas, se introduce en los sótanos, provocando emanaciones miasmáticas de muy fuerte proporción de hidrógeno sulfuroso, y dejando un sedimento nauseabundo sumamente perjudicial para la salud. Cuando las inundaciones de la primavera del año 1839, los efectos de semejante embozo de las cloacas fueron tan nocivos que, según el informe del funcionario del registro civil de ese barrio, hubo en el trimestre tres decesos por cada dos nacimientos, en tanto que, en el mismo período, todos los demás barrios registraron tres nacimientos por cada dos decesos. Otros barrios con una fuerte densidad de población están desprovistos de alcantarillas, o éstas son tan inadecuadas que resultan inútiles. En ciertas hileras de casas los sótanos raramente están secos; en otros barrios, varias calles están cubiertas de un fango blando donde se hunde uno hasta los tobillos. De cuando en cuando los vecinos han tratado de reparar esas calles echando paletadas de cenizas; sin embargo, las aguas de albañal se estancan frente a las casas hasta que el viento y el sol las seca. Una vivienda ordinaria en Leeds no ocupa una superficie superior a 5 yardas cuadradas y se compone generalmente de sótano, sala común y una habitación de dormir. Estas viviendas exiguas, llenas noche y día de seres humanos, representan además un peligro tanto para las costumbres como para la salud de los habitantes.

Y hasta qué punto la gente se apiña en ellas, nos lo dice el informe citado anteriormente sobre el estado sanitario de la clase obrera:

En Leeds, hallamos hermanos y hermanas y huéspedes de ambos sexos compartiendo la habitación de los padres; el sentimiento humano se estremece al considerar las consecuencias que resultan de ello.

Lo mismo ocurre en Bradford, que se halla a sólo 7 leguas de Leeds, en la confluencia de varios valles, junto a un pequeño río de aguas negras y nauseabundas. Desde lo alto de las colinas que la rodean, en un domingo apacible —porque durante la semana se halla envuelta en una nube gris de humo de carbón— la ciudad ofrece un magnífico panorama, pero en su interior existe la misma suciedad y la misma inconveniencia que en Leeds. Los viejos barrios, en las vertientes empinadas, son apretados y están construidos irregularmente; en las callejuelas, callejones sin salida y patios, se amontonan basuras e inmundicias; las casas se hallan en estado ruinoso, sucias, incómodas, y muy cerca del río, al fondo mismo del valle, hallé varias con la planta baja medio hundida en el flanco de la colina y eran enteramente inhabitables. De modo general, los barrios del fondo del valle, donde las viviendas obreras se hallan comprimidas entre las grandes fábricas, son los peor construidos y los más sucios de toda la ciudad. En los barrios más nuevos, como en los de cualquier otra ciudad industrial, las viviendas se hallan alineadas más regularmente, pero tienen los mismos inconvenientes, que corren parejos con la manera tradicional de alojar a los obreros y de lo cual volveremos a hablar con más detalles a propósito de Manchester. Igual ocurre en las otras ciudades del West Riding, especialmente en Barnsley, Halifax y Huddersfield. Ésta última, por su ubicación admirable y su arquitectura moderna, con mucho la más bella de todas las ciudades industriales del Yorkshire y del Lancashire, tiene también sus malos barrios. Así, un comité designado por una reunión de ciudadanos para inspeccionar la ciudad informó el 5 de agosto de 1844:

Es notorio que, en Huddersfield, calles enteras y numerosas callejuelas y patios no están pavimentados, ni poseen alcantarillas u otros desagües; en esos lugares se amontonan los detritos, las inmundicias y las suciedades de todo género, que se fermentan y pudren y casi por todas partes el agua estancada se acumula en charcas; en consecuencia, las viviendas entretanto son necesariamente malsanas y sucias, de modo que surgen enfermedades que amenazan la salubridad de toda la ciudad.

Si franqueamos la cima de Blackstone Edge a pie, o si tomamos el ferrocarril que la atraviesa, arribamos a la clásica tierra donde la industria inglesa ha logrado su obra maestra y de donde parten todos los movimientos obreros, el Lancashire meridional, con su gran centro, Manchester. Aquí también encontramos un bonito país de colinas que descienden en pendiente muy suave hacia el oeste, desde la línea divisoria de las aguas hasta el Mar de Irlanda, con los encantadores valles reverdecientes del Ribble, del Irwell, y del Mersey y de sus afluentes: Esta región, que todavía hace un siglo en su mayor parte no era más que un pantano apenas habitado, ahora cubierta de ciudades y pueblos, es la zona más poblada de Inglaterra. En el Lancashire, y particularmente en Manchester, es donde la industria británica tiene su punto de partida y su centro. La Bolsa de Manchester es el termómetro de todas las fluctuaciones de la actividad industrial, y las técnicas modernas de fabricación han alcanzado en Manchester su perfección. En la industria textil del Lancashire meridional, la utilización de las fuerzas de la naturaleza, la sustitución del trabajo manual por las máquinas (en particular, con el telar mecánico y la Self-acting Mule) y la división del trabajo parecen estar en su apogeo; y si hemos reconocido en estos tres elementos las características de la industria moderna, tenemos que admitir que, también en este punto, la industria de transformación del algodón ha conservado sobre las demás ramas industriales la ventaja que había adquirido desde el comienzo. Pero es aquí también que, simultáneamente, las consecuencias de la industria moderna habrían de desarrollarse del modo más completo y bajo la forma más pura, y el proletariado industrial manifestarse de la manera más clásica. La humillación en que la utilización del vapor, las máquinas y la división del trabajo sumen al trabajador, y los esfuerzos del proletariado por escapar a esta situación degradante, habrían de ser necesariamente, aquí también, llevados al extremo, y donde habría de tomarse conciencia más clara de ello. Por estas razones, porque Manchester es el tipo clásico de la ciudad industrial moderna y también porque yo la conozco como a mi ciudad natal —y mejor que la mayoría de sus habitantes— nos detendremos en ella un poco más extensamente.

Las ciudades que circundan a Manchester difieren poco de la ciudad central en lo que concierne a los barrios obreros, a no ser que en esas ciudades los obreros representan, si ello es posible, una fracción más importante todavía de la población. Estas aglomeraciones son, en efecto, únicamente industriales, y dejan a Manchester el cuidado de ocuparse de todas las cuestiones comerciales; ellas dependen totalmente de Manchester, y por consiguiente son habitadas sólo por trabajadores, industriales y comerciantes de segundo orden; mientras que Manchester posee una población comercial muy importante, sobre todo de firmas comerciales y de ventas al detalle de mucha reputación. Por eso Bolton, Preston, Wigan, Bury, Rochdale, Middleton, Heywood, Oldham, Ashton, Stalybridge, Stockport, etc., aunque todas sean ciudades de 30, 50, 70 y hasta de 90 mil habitantes, apenas son más que grandes barrios obreros, interrumpidos solamente por fábricas y grandes arterias flanqueadas de tiendas, y contando con algunas avenidas pavimentadas, a lo largo de las cuales se hallan los jardines y las casas de los fabricantes, que parecen villas. Las ciudades en sí están mal e irregularmente construidas, con patios sucios, vías estrechas y callejuelas traseras llenas de humo de carbón. El empleo del ladrillo, primitivamente rojo vivo, pero ennegrecido por el humo, que aquí es material habitual de construcción, les da un aspecto particular poco agradable. Las habitaciones bajo tierra son aquí la regla general; por todas partes donde es posible se instalan esos cubiles y en ellos vive una parte muy importante de la población.

Entre las más feas de estas ciudades hay que incluir, con Preston y Oldham, a Bolton, situada a once leguas al noroeste de Manchester. Según he podido observar personalmente, esta ciudad posee sólo una calle principal, y para eso bastante sucia, Deansgate, que sirve al mismo tiempo de mercado, y que, incluso cuando hace buen tiempo, no es más que un pasadizo estrecho oscuro y miserable, si bien, aparte de las fábricas, sólo hay allí casas bajas de una o dos plantas. Como por todas partes, la parte antigua de la ciudad es particularmente vetusta e incómoda. La atraviesa una corriente de agua negra —de la cual no puede definirse si es un riachuelo o larga serie de charcas pestilentes— y contribuye a corromper completamente un aire que no tiene nada de puro.

Más lejos se halla Stockport que, aunque situada junto al Mersey y perteneciente al condado de Cheshire, forma parte, sin embargo, del distrito industrial de Manchester. Ella se extiende en un valle paralelamente al Meres, de suerte que de un lado la calle desciende perpendicularmente para remontar del otro lado en pendiente igualmente pronunciada, y la vía férrea de Manchester a Birmingham atraviesa el valle más arriba de la ciudad por un gran viaducto. Stockport tiene fama en toda la región de ser una de las pequeñas localidades más sombrías y más ennegrecidas por el humo, y ofrece efectivamente —sobre todo vista desde el viaducto— un aspecto sumamente poco atractivo. Pero el que ofrecen las hileras de casitas y cubiles que habitan los proletarios en toda la ciudad, desde el fondo del valle hasta las cimas de las colinas, lo es todavía mucho menos. No recuerdo haber visto en ninguna ciudad de esa región semejante proporción de sótanos habitados.

A unas millas apenas al nordeste de Stockport se halla Ashton-under-Lyne, uno de los centros industriales más recientes de la región. Esta localidad, situada en la vertiente de una colina al pie de la cual fluyen el canal y el río Tame, está construida en general según un plan moderno y más regular. Cinco o seis grandes calles paralelas atraviesan toda la colina y son cortadas en ángulo recto por otras arterias que descienden hacia el valle. Gracias a esta disposición, las fábricas son relegadas fuera de la ciudad propiamente dicha; y es de suponer que la proximidad del agua y de la vía fluvial las haya atraído al fondo del valle, donde se concentran y amontonan, echando por chimeneas un humo espeso. Esto hace que Ashton tenga un aspecto mucho más agradable que la mayoría de las demás ciudades industriales; las calles son anchas y limpias, los cottages de un rojo brillante parecen nuevos y muy habitables. Pero el nuevo sistema que consiste en construir cottages para los trabajadores tiene asimismo su lado malo: cada calle posee una callejuela trasera, oculta, a donde lleva un estrecho pasaje lateral y que, en cambio, es tanto más sucio. E incluso en Ashton —aunque yo no haya visto edificios que tengan más de cincuenta años, salvo algunos a la entrada de la ciudad— hay calles donde los cottages son feos y vetustos y cuyos ladrillos se deterioran, donde los muros se agrietan, cuya capa de cal se desmorona y cae al interior; calles cuyo aspecto sórdido y de color sombrío no es mejor que en las otras ciudades de la región, excepto que en Ashton esto es la excepción y no la regla.

Una milla más al este se halla Stalybridge; igualmente a orillas del Tame. Cuando, viniendo de Ashton, se atraviesa la montaña; se descubre en la cima, a la derecha y a la izquierda, bellos y grandes jardines que circundan magníficas casas, género de villas casi siempre en el estilo "isabelino", que es con respecto a lo gótico, lo que es la religión protestante anglicana con respecto a la religión católica apostólica y romana. Cien pasos más adelante Stalybridge aparece en el valle, pero ¡qué contraste sorprendente con estas magníficas propiedades, e incluso con los modestos cottages de Ashton! Stalybridge está situada en una garganta estrecha y tortuosa, mucho más estrecha todavía que el valle de Stockport, y cuyas dos vertientes están cubiertas de una extraordinaria maraña de cottages, casas y fábricas. Desde que se entra allí, los primeros cottages son exiguos, ennegrecidos por el hollín, vetustos y deteriorados, y así por un estilo en el resto de la ciudad. Hay pocas calles en el fondo estrecho del valle; la mayoría se cruzan y entrecruzan, suben y descienden. En casi todas las casas la planta baja, debido a esta disposición en pendiente, se halla medio hundida en el suelo; esta construcción sin plan da lugar a una multitud de patios, de callejones escondidos y de recodos aislados. Esto puede verse desde las montañas, desde donde se descubre la ciudad debajo de uno; como si la sobrevolara. Añádase a ello una suciedad increíble y se comprende la impresión repugnante que hace Stalybridge pese a sus encantadores alrededores.

Lo dicho hasta aquí es suficiente sobre pequeñas ciudades: Todas ellas tienen su sello particular, pero a fin de cuentas allí los trabajadores viven exactamente como en Manchester: Sólo me he fijado en el aspecto particular de su construcción, y me limito a señalar que todas las observaciones generales sobre el estado de las viviendas obreras en Manchester se aplican igualmente en su totalidad a las ciudades circundantes. Pasemos ahora a este mismo gran centro.

Manchester se extiende al pie de la vertiente de una cadena de colinas que, partiendo de Oldham, atraviesa los valles del Irwell y del Medlock y cuya última cima, el Kersallmoor, es al mismo tiempo el hipódromo y el Mons Sacer de Manchester. La ciudad propiamente dicha está situada en la ribera izquierda del Irwell, entre esta corriente de agua y otras dos más pequeñas, el Irk y: el Medlock, que desembocan en este lugar en el Irwell: En la orilla derecha de éste, encerrada en una gran cueva del río, se extiende Salford, más al oeste Pendleton; al norte del Irwell se hallan Higher y Lower Borughton, al norte del Irk, Cheetham Hill; al sur del Medlock, se halla Hulme, más al este Chorlton-on-Medlock, más lejos aún, poco más o menos al este de Manchester, Ardwick. Todo este conjunto se llama corrientemente Manchester y cuenta por lo menos con 400 000 habitantes, si no más. La ciudad misma está construida de una manera tan particular que se puede vivir allí durante años, entrar y salir de ella diariamente sin divisar jamás un barrio obrero ni encontrarse con obreros, si uno se limita a dedicarse a sus asuntos o a pasear. Pero ello se debe principalmente a que los barrios obreros —por un acuerdo inconsciente y tácito, así como por intención consciente y declarada— son separados con el mayor rigor de las partes de la ciudad reservadas para la clase media, o bien, cuando esto es imposible, disfrazados con el manto de la caridad. En su centro, Manchester abriga un barrio comercial bastante extenso, alrededor de media milla de largo y ancho, compuesto casi únicamente de oficinas y almacenes de depósito. Casi todo este barrio está inhabitado, durante la noche queda desierto y vacío, y entonces únicamente las patrullas de policía con sus linternas circulan por sus calles estrechas y sombrías.

Esta parte está surcada por grandes arterias de mucho tráfico y las plantas bajas de los edificios se hallan ocupadas por tiendas elegantes. En estas calles, aquí y allá se hallan pisos habitados, y hasta tarde en la noche reina una gran animación. Con la excepción de este barrio comercial, toda la ciudad de Manchester propiamente dicha, todo Salford y Hulme, una importante parte de Pendletan y Chorlton, dos tercios de Ardwick y algunos barrios de Cheetham Hill y Brougton, no son sino un distrito obrero que circunda el barrio comercial como un cinturón, cuya anchura promedio es de una milla y media. Más allá de este cinturón viven la burguesía mediana y la alta burguesía —la mediana burguesía en calles regulares, cercanas al barrio obrero, en particular en Chorlton y en las regiones de Cheetham Hill situadas más abajo, la alta burguesía en las casas con jardín, del tipo de villa, más alejadas, en Chorlton y Ardwick, o bien en las alturas de Cheetham Hill, Brougton y Pendleton— en el ambiente saludable de la campiña, en viviendas espléndidas y cómodas, servidas cada media hora o cada un cuarto de hora por un ómnibus que conduce a la ciudad. Y lo más bonito es que los ricos aristócratas de las finanzas, al atravesar todos los barrios obreros por el camino más corto, pueden trasladarse a sus oficinas en el centro de la ciudad sin fijarse siquiera que flanquean la más sórdida miseria a derecha e izquierda.

En efecto, las grandes arterias que, partiendo de la Bolsa, conducen fuera de la ciudad en todas las direcciones, están flanqueadas a ambos lados de una fila casi interminable de tiendas en manos de la pequeña y mediana burguesía que, aunque sólo sea por interés propio, las mantiene con cierto decoro y propiedad, y posee los medios para ello. Desde luego, esas tiendas tienen sin embargo cierto parecido con los barrios que se hallan detrás de ellas, y son por consiguiente más elegantes en el distrito de negocios y cerca de los barrios burgueses que allí donde ocultan los cottages obreros desaseados. Pero en todo caso son suficientes para disimular a los ojos de los ricos, señores y señoras de estómago robusto y de nervios débiles, la miseria y la suciedad, complemento de su riqueza de su lujo. Así sucede, por ejemplo, con Deansgate que, de la vieja iglesia, conduce rectamente hacia el sur, bordeada al comienzo por almacenes y fábricas, luego por tiendas de segundo orden y algunos bares y más al sur, donde termina el distrito comercial, por tiendas menos relucientes que, a medida que se avanza, devienen más sucias y cada vez son más numerosos los cabarets y tabernas, hasta que en el extremo sur el aspecto de los establecimientos no deja lugar a dudas de la calidad de los clientes: son obreros únicamente. Lo mismo sucede con Market Street, que parte de la Bolsa en dirección del sudeste. Hay primeramente brillantes tiendas de primer orden, y en los pisos superiores oficinas y almacenes; más lejos, a medida que se avanza (Piccadilly), gigantescos hoteles y almacenes de depósito; más lejos aún (London Road) en la región del Medlock, fábricas, bares, tiendas para la pequeña burguesía y los obreros; después, cerca de Ardwick Green, viviendas reservadas para la alta y mediana burguesía, y a partir de allí, grandes jardines y grandes casas de campo para los más ricos industriales y comerciantes. De esa manera, si se conoce Manchester, se puede deducir del aspecto de las calles principales el aspecto de los barrios contiguos;  pero, desde esas calles es difícil descubrir realmente los barrios obreros. Yo sé muy bien que esa disposición hipócrita de las construcciones es más o menos común de todas las grandes ciudades; yo sé igualmente que los comerciantes al por menor, a causa de la naturaleza misma de su comercio, deben monopolizar las grandes arterias; sé que por todas partes se ve, en las calles de ese género, más casas bellas que feas, y que el valor del terreno que las circunda es más elevado que en los barrios apartados. Pero en ninguna otra parte como en Manchester he comprobado el aislamiento tan sistemático de la clase obrera, mantenida apartada de las grandes vías, un delicado arte de disfrazar todo lo que pudiera ofender la vista o los nervios de la burguesía. Y sin embargo, la construcción de Manchester, precisamente, responde menos que la de cualquier otra ciudad a un plan preciso, o a reglamentos de policía. Su disposición se debe al azar; y cuando pienso entonces en la clase media, que declara con prontitud que los obreros se conducen lo mejor del mundo, me da la impresión de que los industriales liberales, los big whigs de Manchester, no son enteramente inocentes de esa púdica disposición de los barrios.

Mencionaré asimismo que casi todas las industrias se establecen junto a las tres corrientes de agua o de los diferentes canales que se ramifican a través de la ciudad, y describiré ahora los barrios obreros propiamente dichos.  Tenemos en primer lugar la ciudad de Manchester, entre el límite norte del distrito comercial y el Irk. Allí las calles, incluso las mejores, son estrechas y tortuosas —Todd Street, Long Millgate, Withy Grove, y Shudehill por ejemplo— las casas son sucias, vetustas, deterioradas, y las calles adyacentes enteramente horribles. Cuando, viniendo de la vieja iglesia, se entra en Long Millgate, vemos inmediatamente a la derecha una hilera de casas de estilo antiguo, donde ni una sola fachada ha permanecido vertical. Son los vestigios de la vieja Manchester de la época preindustrial, cuyos antiguos habitantes han emigrado con sus descendientes hacia barrios mejor construidos, abandonando las casas que hallaban demasiado inconvenientes para una raza de obreros fuertemente cruzada con sangre irlandesa. Nos hallamos aquí realmente en un barrio obrero apenas camuflado, pues ni las tiendas ni las tabernas de la calle se toman el trabajo de parecer limpias. Pero esto no es nada en comparación con las callejuelas y patios traseros, a donde se llega por pasadizos estrechos y cubiertos por los que apenas pueden cruzarse dos personas.

Es imposible imaginar la aglomeración desordenada de las casas literalmente hacinadas las unas sobre las otras, verdadero desafío a toda arquitectura racional. Y, a este respecto, no se trata solamente de construcciones que datan de la antigua Manchester. Es en nuestra época, cuando la confusión ha sido llevada al colmo, pues por todas partes donde el urbanismo de la época anterior dejaba todavía un pequeño espacio libre, se ha construido y reparado chapuceramente hasta que no ha quedado entre las casas ni una pulgada libre donde sea posible construir. Como prueba reproduzco aquí un pequeñito fragmento del plano de Manchester: por cierto que los hay peores, y el mismo no representa la décima parte de la antigua ciudad. Este croquis bastará para caracterizar la arquitectura insensata de todo el barrio, en particular cerca del Irk. La orilla sur del Irk aquí es muy abrupta y de una altura de 15 a 30 pies; sobre esta pared inclinada todavía se construyen casi siempre tres hileras de casas, de las cuales la más baja emerge directamente del río, en tanto que la fachada de la más alta se halla al nivel de la cima de las colinas de Long Millgate. En los espacios intermedios hay, además, fábricas junto a las corrientes de agua. En suma, la disposición de las casas es aquí tan apretada y desordenada como en la parte baja de Long Millgate. A la derecha y a la izquierda, una multitud de pasajes cubiertos conducen de la calle principal a los numerosos patios y, cuando se penetra allí, encontramos una suciedad y una insalubridad nauseabundas sin igual, en particular en los patios que descienden hacia el Irk, y donde se hallan verdaderamente las más horribles viviendas que yo haya podido ver hasta el presente. En uno de esos patios hay justamente a la entrada, al extremo del corredor cubierto, retretes sucios y tan inmundos que los vecinos no pueden entrar o salir del patio sino atravesando un mar de orina pestilente y de excrementos que circundan los retretes; es el primer patio a la orilla del Irk río arriba de Ducie Bridge en caso de que alguien deseara ir allí para comprobarlo. Abajo, a orillas del río, hay varias tenerías que llenan toda la zona de la hediondez resultante de la descomposición de materias orgánicas. En los patios río abajo de Ducie Bridge, hay que descender casi siempre por escaleras estrechas y sucias para llegar a las casas y atravesar los cúmulos de detritos e inmundicias. El primer patio río abajo de Ducie Bridge se llama Allen's Court; cuando la epidemia de cólera (1832), se hallaba en tal estado que las autoridades sanitarias lo hicieron evacuar, limpiar y desinfectar con cloro; el Dr. Kay da en un folleto una descripción horrorosa del estado de este patio en esa época. Desde entonces, parece haber sido demolido por algunos lugares y reconstruido; en todo caso, desde lo alto del Ducie Bridge se perciben todavía varios pedazos de paredes en ruinas y grandes montones de escombros, junto a casas de construcción más reciente. El panorama que se observa desde este puente —delicadamente oculto a los mortales de pequeña estatura por un parapeto de piedra a la altura de un hombre— es por otra parte característico de todo el barrio. Abajo fluye, o más bien se estanca, el Irk, riachuelo oscuro como la pez y de olor nauseabundo, lleno de inmundicias y detritos que deposita sobre la orilla derecha, que es más baja. En tiempo de sequía subsiste en este río toda una serie de parches fangosos, fétidos, de un verde negruzco, desde el fondo de los cuales suben burbujas de gas mefítico que despide un tufo que, incluso desde lo alto del puente, a 40 o 50 pies sobre el agua, todavía es insoportable. El propio río, además es retenido casi a cada paso por grandes obstáculos, detrás de los cuales se depositan en masa el fango y los desperdicios que allí se descomponen. Río arriba desde el puente, se levantan grandes tenerías, más allá tintorerías, fábricas de carbón de huesos y fábricas de gas, cuyas aguas usadas y desperdicios terminan todos en el Irk que recibe además el contenido de las cloacas y retretes que allí desaguan. Río abajo, desde el puente, se ve por encima de los montones de basura las inmundicias, la suciedad y el deterioro de los patios situados sobre la escarpada orilla izquierda: Las casas están apiñadas las unas contra las otras y la pendiente del río permite percibir sólo una fracción de ellas, todas ennegrecidas de hollín, decrépitas, vetustas, con sus ventanas de cristales rotos. Al fondo se hallan antiguas fábricas, que parecen cuarteles. En la orilla derecha muy llana, se levanta una larga fila de casas y fábricas. La segunda casa está en ruinas, sin techo, llena de escombros, y la planta baja no tiene puertas ni ventanas y por tanto es inhabitable. Al fondo, de este lado, se hallan el cementerio de pobres, las estaciones del ferrocarril de Liverpool y de Leeds y detrás, el asilo de pobres, "la bastilla de la ley de pobres" de Manchester que, parecida a una ciudadela, mira desde lo alto de una colina, al abrigo de altas murallas y de almenas amenazadoras, el barrio obrero que se extiende enfrente.

Río arriba del Ducie Bridge, la orilla izquierda baja y la derecha, en cambio, se hace más abrupta; pero el estado de las casas a ambos lados del Irk tiende más bien a empeorar. Si uno abandona la calle principal —Long Millgate— y dobla a la derecha, se pierde; pasa de un patio a otro; todos son esquinas, callejones estrechos sin salida y pasadizos asquerosos, y al cabo de unos minutos está completamente desorientado y no sabe ya del todo a dónde dirigir sus pasos. Por todas partes, edificios casi o completamente en ruinas —algunos de ellos están realmente inhabitados, y aquí esto quiere decir mucho—, casas sin piso, ventanas y puertas rotas, mal ajustadas, ¡y que suciedad! Hay montones de escombros, de detritos y de inmundicias por todas partes; charcas estancadas en vez de alcantarillas, y un hedor que por sí solo no permitiría a nadie, por poco civilizado que fuese, vivir en semejante barrio. La extensión del ferrocarril de Leeds, recientemente terminada, que atraviesa el Irk aquí, ha hecho desaparecer una parte de esos patios y callejuelas, pero en cambio ha expuesto otros a la vista. Así, precisamente junto al puente del ferrocarril hay un patio que supera con mucho a todos los demás en suciedad y en horror, justamente porque hasta ahora había estado tan apartado, tan retirado que sólo se podía llegar a él con gran trabajo. Yo mismo no lo hubiera descubierto sin la abertura hecha por el ferrocarril, aunque creía conocer muy bien ese rincón. Pasando por una orilla desigual, entre estacas y tendederas se entra en ese caos de pequeñas casuchas de una planta y una habitación, casi siempre sin piso, y que sirve a la vez de cocina, sala común y habitación para dormir. En uno de esos cuchitriles que apenas miden seis pies de largo por cinco de ancho he visto dos camas ¡y qué camas y qué ropa de cama! que, con una escalera y un fogón, llenaban toda la habitación. En varios otros no vi absolutamente nada, aunque la puerta estaba abierta de par en par y los moradores recostados junto a ella. Delante de las puertas, por todas partes escombros y basuras; no se podía ver si el suelo estaba pavimentado, sólo se podía pisar en firme en algunos lugares. Toda esta multitud de establos habitados por seres humanos estaba limitada en dos lados por casas y una fábrica, en el tercero por el río y, aparte del pequeño sendero de la orilla, sólo se salía de allí por una angosta puerta cochera que daba a otro laberinto de casas, casi tan mal construidas y conservadas como éstas. Estos ejemplos son suficientes.

Así es como está construida toda la ribera del Irk, caos de casas plantadas confusamente, más o menos inhabitables y cuyo interior se halla en perfecta armonía con la suciedad de los alrededores. Por eso, ¡cómo puede esperarse que las personas sean limpias! Si ni siquiera hay facilidades para las necesidades más naturales y cotidianas. Aquí los retretes son tan raros que, o bien se llenan cada día, o bien se hallan demasiado lejos para la mayoría de la gente. ¿Cómo podría lavarse la gente, si sólo dispone de las aguas sucias del Irk, y las canalizaciones y las bombas no existen sino en los barrios decentes? Verdaderamente no se puede hacer reproche a esos ilotas de la sociedad moderna si sus viviendas no son más limpias que las pocilgas que se encuentran aquí y allá en medio de ellos. Los propietarios no se avergüenzan de alquilar viviendas como los seis o siete sótanos que dan a la calle situada a la orilla del río, inmediatamente río abajo del Scotland Bridge, y cuyo suelo está por lo menos dos pies por debajo del nivel de las aguas —cuando están bajas— del Irk, que fluye a menos de seis pies de distancia; o como el piso superior de la casa de esquina, en la otra orilla, antes del puente, cuya planta baja es inhabitable, sin nada para tapar los huecos de las ventanas y de la puerta. Éste es un caso que no es raro en esa zona; y esa planta baja abierta sirve comúnmente de lugar de desahogo para todo el vecindario por falta de locales apropiados.

Si dejamos el Irk para entrar del otro lado de Long Millgate, en el corazón de las viviendas obreras, arribamos a un barrio un poco más reciente, que se extiende desde la iglesia St. Michel hasta Withy Grove y Shudehill. Aquí por lo menos hay un poco más de orden. En lugar de una arquitectura anárquica, hallamos al menos anchas callejuelas y callejones rectilíneos sin salida, o bien patios rectangulares que no son debidos al azar; pero si anteriormente era cada casa en particular, aquí son las callejuelas y los patios las que son construidos arbitrariamente, sin ningún cuidado de la disposición de los demás. Ora una callejuela va en una dirección, ora va en otra, a cada paso se desemboca en un callejón sin salida o en una rinconera que lo conduce a uno al punto de partida. Quien no haya vivido en ese laberinto cierto tiempo, se pierde allí fácilmente. La ventilación de las calles y de los patios —si se me permite usar esta palabra a propósito de ese barrio— es tan imperfecta como a orillas del Irk; y si, no obstante, se debiera reconocer a este barrio cierta superioridad sobre el valle del Irk —es cierto que las casas son más recientes, y las calles tienen alcantarillas por trechos— posee igualmente en cambio, en casi cada casa, una vivienda subterránea, la cual existe sólo raramente en el valle del Irk, precisamente debido a la vetustez y el modo de construcción menos cuidadoso. Por lo demás, los montones de escombros y de cenizas y los charcos en las calles existen en ambos barrios y, en el distrito de que hablamos en este momento comprobamos además otro hecho muy desventajoso para el aseo de los vecinos: el gran número de cerdos sueltos por las callejuelas escarbando en la basura o encerrados en los patios en pequeñas pocilgas. Los criadores de cerdos alquilan aquí los patios, como en la mayoría de los barrios obreros de Manchester, e instalan pocilgas. En casi todos los patios hay uno o más rincones separados del resto donde los vecinos del lugar arrojan toda la basura y los detritos. Los cerdos se engordan en ellos, y la atmósfera de esos patios, ya cerrados por todos lados, es infestada debido a la putrefacción de las materias animales y vegetales. Se ha abierto una calle ancha y bastante conveniente a través de ese barrio —Miller Street— y se ha disimulado el fondo con bastante éxito, pero si se deja uno arrastrar por la curiosidad en uno de los numerosos pasajes que conducen a los patios, podrá comprobar cada veinte pasos esta guarrada.

Tal es la antigua ciudad de Manchester y, al releer mi descripción, debo reconocer que, lejos de ser exagerada, me han faltado palabras adecuadas para exponer la realidad de la suciedad, la vetustez y la incomodidad que hay allí, y hasta qué punto la construcción de ese barrio, donde viven entre 20 y 30 mil personas por lo menos, es un desafío a todas las reglas de la salubridad, la ventilación y la higiene. Y semejante barrio existe en el corazón de la segunda ciudad de Inglaterra, de la primera ciudad industrial del mundo. Si se quiere ver qué espacio reducido necesita el hombre para moverse; cuán poco aire —¡y qué aire!— le es necesario en última instancia para respirar, a qué grado inferior de civilización puede subsistir, no hay más que visitar esos lugares. Desde luego, se trata de la antigua ciudad —es la excusa de la gente de aquí cuando se habla del estado espantoso de ese infierno sobre la tierra— pero, ¿qué decir? Todo lo que suscita aquí nuestro mayor horror y nuestra indignación es reciente y data de la época industrial. Los varios centenares de casas pertenecientes a la antigua Manchester han sido abandonados desde hace tiempo por sus primeros moradores. No hay como la industria para haberlas atestado de las huestes de obreros que albergan actualmente, no hay como la industria para haber hecho construir sobre cada parcela que separaba esas viejas casas, a fin de tener alojamiento para las masas que hacían venir del campo y de Irlanda; no hay como la industria para permitir a los propietarios de esos establos el alquilarlos a precios de viviendas para seres humanos, explotar la miseria de los obreros, minar la salud de millares de personas únicamente en su provecho; no hay como la industria para haber hecho que el trabajador, apenas liberado de la servidumbre, haya podido ser utilizado de nuevo como simple material, como una cosa, hasta el punto en que lo hiciera dejarse encerrar en una vivienda demasiado mala para cualquiera otro y que él tiene el derecho de dejar caer completamente en ruinas a cambio de su buen dinero. Sólo la industria ha hecho esto, la cual no hubiera podido existir sin esos obreros, sin la miseria y el avasallamiento de esos obreros. Es cierto, la disposición inicial de ese barrio era mala, no se podía sacar gran utilidad de ella; pero, ¿han hecho algo los propietarios de casas y la administración para mejorarla cuando se han puesto a construir allí? Al contrario; donde todavía había una parcela libre se construyó una casa, donde quedaba una abertura superflua se la cercó; el aumento en el valor de los bienes raíces ha corrido parejo con el desarrollo industrial y, mientras más se elevaba, más frenéticamente se fabricaba, sin consideración alguna por la higiene o la comodidad de los inquilinos, según este principio: "por inconveniente que sea una casucha, siempre habrá un pobre que no pueda pagar una mejor", siendo la única preocupación la de obtener la mayor ganancia posible. Pero, ¿qué quiere usted? es la antigua ciudad, y con este argumento se tranquiliza la burguesía. Veamos, pues, hasta qué punto es mejor la ciudad nueva.

La ciudad nueva, llamada también la ciudad irlandesa, se extiende más allá de la antigua ciudad en la falda de una colina arcillosa entre el Irk y St. George's Road. Aquí desaparece todo aspecto urbano. Hileras aisladas de casas, o formando un conjunto de calles, se elevan por trechos como pequeñas aldeas, sobre el suelo de arcilla desnudo, donde ni el césped crece. Las casas, o más bien los cottages, se hallan en mal estado, jamás reparadas, sucias, con viviendas en el sótano, húmedas y desaseadas; las calles no están pavimentadas ni tienen alcantarillas; en cambio contienen numerosas manadas de cerdos, encerrados en pequeños patios o pocilgas o bien deambulan con toda libertad por la pendiente. Aquí las calles son tan fangosas que es necesario que el tiempo esté sumamente seco para salir sin hundirse a cada paso hasta los tobillos. Cerca de St. George's Road los diferentes islotes se encuentran, hay una fila interminable de callejuelas, callejones sin salida, calles traseras y patios cuya densidad y desorden se incrementan según se acerca uno al centro de la ciudad. En cambio, es cierto que muchas de esas vías se hallan pavimentadas o, por lo menos, provistas de aceras para los peatones y de alcantarillas; pero la suciedad, el mal estado de las casas, y sobre todo los sótanos, siguen siendo los mismos.

Cabe hacer aquí algunas observaciones generales sobre la manera por la cual se construyen habitualmente los barrios obreros en Manchester. Hemos visto que en la antigua ciudad, casi siempre el azar era lo que presidía el agrupamiento de casas. Cada casa se construye sin tener en cuenta las demás, y los espacios de forma irregular entre las viviendas se llaman, por falta de otro término, patios (courts). En las partes un poco más recientes de ese mismo barrio, y en otros barrios obreros que datan de los primeros tiempos del desarrollo industrial, se nota un esbozo de plan. El espacio que separa dos calles es dividido en patios más regulares, casi siempre cuadrangulares.

Estos patios fueron dispuestos así desde el comienzo; las calles comunican con ellos por pasadizos cubiertos. Si ese modo de construcción desordenado era ya muy perjudicial para la salud de los vecinos, por cuanto impedía la ventilación, esta manera de encerrar a los obreros en patios enclaustrados, lo es todavía mucho más. Aquí el aire no puede rigurosamente escaparse; las chimeneas de las casas —mientras está encendido el fuego— son las únicas salidas posibles para el aire aprisionado en la trampa del patio. A ello hay que añadir que las viviendas alrededor de esos patios casi siempre se construyen en pares, siendo la pared del fondo mediana, y esto es suficiente para impedir toda ventilación satisfactoria y completa. Y como el policía de posta no se preocupa del estado de los patios, como todo lo que en ellos se arroja permanece allí tranquilamente, no hay que asombrarse de la suciedad y de los montones de cenizas y basuras que se acumulan. Yo he visitado patios —cerca de Millers Street— que se hallaban por lo menos medio pie por debajo del nivel de la calle principal, y que no tenían el menor conducto de desagüe para el agua de lluvia que se acumula en ellos.

Más tarde se comenzó a adoptar otro estilo de construcción que ahora es más corriente. No se construyen cottages obreros aisladamente, sino por docenas, incluso por gruesas: un solo empresario construye de un golpe en una o varias calles. Las construcciones se hacen del modo siguiente: una de las fachadas comprende cottages de primer orden que tienen la suerte de poseer una puerta trasera y un pequeño patio, y producen el alquiler más alto. Detrás de los muros del patio de este cottage hay una calle angosta, la calle trasera, cerrada en los extremos, y a donde se llega lateralmente ya sea por un sendero estrecho, ya sea por un pasadizo cubierto. Los cottages que dan a esta callejuela pagan el alquiler más bajo, y son además, los más descuidados. El muro trasero es mediano con la tercera fila de cottages que dan del lado opuesto a la calle, y producen un alquiler menos elevado que la primera fila, pero más elevado que la segunda.

Este modo de construcción asegura una ventilación bastante buena a la primera fila de cottages y la de la tercera fila no es peor que la de la fila correspondiente en la disposición anterior; en cambio, la fila del medio está por lo menos tan mal ventilada como las viviendas de los patios, y las callejuelas traseras se hallan en el mismo estado de suciedad y de apariencia andrajosa como los patios. Los empresarios prefieren este tipo de construcción porque aprovechan espacio y les da la ocasión de explotar más fácilmente a los trabajadores mejor pagados al exigirles alquileres más elevados por los cottages de la primera y tercera filas. Estos tres tipos de construcción de cottages se hallan en toda Manchester —e incluso en todo el Lancashire y el Yorkshire, a menudo confundidos, pero casi siempre suficientemente distintos para que pueda deducirse la edad relativa de los diferentes barrios de la ciudad. El tercer sistema, el de las "callejuelas traseras", predomina claramente en el gran barrio obrero, al este de St. George's Road, a ambos lados de Oldham y Great Ancoats St., también es muy frecuente en los demás distritos obreros de Manchester y en los suburbios.

En el gran barrio que acabamos de citar, y que se designa con el nombre de Ancoats, es donde se hallan las más importantes fábricas de Manchester, alineadas con los canales —edificios gigantescos de seis o siete pisos, que con sus chimeneas esbeltas dominan de muy alto los bajos cottages obreros. La población del barrio se compone por tanto, principalmente, de obreros industriales y en las calles peores de tejedores manuales. Las calles situadas en la proximidad inmediata del centro de la ciudad son las más antiguas, por ende las más malas, si bien están pavimentadas y tienen alcantarillado. Entre ellas incluyo las calles paralelas más cercanas, Oldham Road y Great Ancoats Street. Más al norte, hay muchas calles de construcción reciente; en ellas los cottages son de aspecto agradable y limpios; las puertas y ventanas son nuevas y recientemente pintadas, los interiores blanqueados propiamente; las calles mismas están más ventiladas, los espacios no construidos entre ellas más grandes y más numerosos, pero esto sólo se aplica a la minoría de las viviendas. Además, existen viviendas en los sótanos de casi todos los cottages, muchas de las calles no están pavimentadas y no tienen alcantarillado y lo peor es qe el aspecto agradable no es más que una apariencia que desaparece al cabo de diez años. En efecto, el modo de construcción de los diferentes cottages no es menos condenable que la disposición de las calles. Esos cottages parecen a primera vista bonitos y de buena calidad, las paredes de ladrillos cautivan al transeúnte, y cuando se recorre una calle obrera de construcción reciente, sin fijarse en las callejuelas traseras y en el modo en que son construidas las propias viviendas, se es de la misma opinión que los industriales liberales, quienes afirman que en ninguna parte los obreros se hallan tan bien alojados como en Inglaterra. Pero cuando uno se fija más detenidamente, descubre que las paredes de los cottages no pueden ser más delgadas. Las paredes exteriores, que soportan el sótano, la planta baja y el techo, tienen, a lo sumo, el espesor de un ladrillo, así, en cada capa horizontal, los ladrillos son colocados unos al lado de otros, en el sentido de la longitud, pero yo he visto muchos cottages de la misma altura —algunos incluso en construcción— donde las paredes exteriores no tenían más que medio ladrillo de grueso y donde éstos, por consiguiente, no estaban colocados en el sentido de la longitud, sino en el de la anchura: estaban colocados por el lado estrecho. Esto en parte a fin de economizar materiales, y en parte porque los empresarios nunca son los propietarios del terreno: ellos no hacen más que arrendarlo, según la costumbre inglesa, por 20, 30, 40, 50 o 90 años, después de lo cual vuelve a la posesión de su primer propietario con todo lo que allí se halla, sin que éste tenga que entregar nada como indemnización de lo que se haya construido. El arrendatario del terreno calcula por tanto esas instalaciones de suerte que las mismas tengan el menor valor posible a la expiración del contrato; y como los cottages de ese género son construidos 20 o 30 años antes de dicho término, es fácilmente concebible que los empresarios no deseen hacer gastos demasiado elevados en ellos. Hay que añadir que estos empresarios, casi siempre albañiles y carpinteros o industriales, sólo hacen pocas reparaciones o no hacen ninguna, en parte porque se acerca la expiración del arrendamiento del terreno construido, y porque debido a las crisis económicas y a la penuria que sobreviene, calles enteras, a menudo, permanecen desiertas. Como consecuencia, los cottages se deterioran rápidamente y devienen inhabitables. En efecto, se calcula generalmente que las viviendas de los obreros sólo son habitables durante cuarenta años por término medio; ello puede parecer extraño, cuando se ven las bellas paredes macizas de cottages nuevos que al parecer deberían durar algunos siglos, pero es así. La tacañería que preside la construcción, la falta sistemática de reparación, la inocupación frecuente de las viviendas, el constante y perpetuo cambio de inquilinos y, además, el vandalismo que ellos cometen durante  los últimos  diez  años  en  que el  cottage  es habitable  (la mayoría son irlandeses que no dudan en arrancar la madera de construcción para hacer fuego),  todo ello hace que al cabo de cuarenta años los cottages no sean más que ruinas. Por esta razón el distrito de Ancoats, cuyas casas datan solamente del desarrollo industrial, e incluso en gran parte solamente de este siglo, posee a pesar de todo muchos cottages vetustos y deteriorados, y que la mayoría de ellos ya ha alcanzado la última etapa de la habitabilidad. No quiero hablar aquí de la cantidad de capitales que han sido derrochados de ese modo, ni de cómo una inversión inicial un poco más elevada y pequeñas reparaciones después hubieran bastado para que todo ese barrio pudiera ser mantenido durante largos años limpio, decoroso y habitable. Lo único que me interesa es la situación de las casas y sus moradores y hay que decir muy claro que, para alojar a los obreros, no existe sistema más nefasto y desmoralizador que ése. El obrero es obligado a vivir en esos cottages en mal estado porque no puede pagar el alquiler de los mejores cottages, o bien porque no hay mejores en la vecindad de la fábrica, o tal vez porque los mismos pertenecen al industrial, y éste solamente contrata a aquellos que acepten ocupar una de esas viviendas. Desde luego, no hay que tomar al pie de la letra la duración de cuarenta años, porque si las viviendas se hallan situadas en un barrio de gran densidad de inmuebles y si, por consiguiente, pese al alquiler más elevado, siempre hay oportunidades de encontrar arrendatarios, los empresarios hacen algún esfuerzo para asegurar la habitabilidad relativa de las viviendas más allá de los cuarenta años; pero incluso en este caso, no hacen más que las reparaciones absolutamente imprescindibles y las viviendas reparadas son entonces precisamente las peores. De vez en cuando, cuando existe el peligro de epidemias, la conciencia de las autoridades sanitarias, ordinariamente muy soñolienta, se alarma un poco; entonces emprenden expediciones a los barrios obreros y clausuran toda una serie de sótanos y cottages, como fue el caso en varias callejuelas en la vecindad de Oldham Road. Pero esto apenas dura, las viviendas condenadas pronto encuentran nuevos inquilinos y por eso los propietarios no tienen dificultad en hallar arrendatarios; además, ¡se sabe que los inspectores de sanidad no volverán pronto! La zona este y nordeste de Manchester es la única donde la burguesía no se ha instalado, porque el viento dominante que sopla diez u once meses del año del oeste y del sudoeste trae de ese lado el humo de todas las fábricas, que sólo los obreros pueden respirar.

Al sur de Great Ancoats Street se extiende un gran barrio obrero semiconstruido, una zona de colinas, pelada, con hileras o manzanas de casas aisladas, dispuestas sin orden. Entre ellas, espacios vacíos, desiguales, arcillosos, sin césped y por tanto difícilmente transitables en tiempo de lluvias. Todos los cottages son sucios y vetustos, se hallan situados a menudo en hoyos profundos y recuerdan la ciudad nueva. En el distrito que atraviesa la vía férrea de Birmingham es donde las casas son más numerosas, y por tanto el peor. En ese lugar, innumerables meandros del Medlock recorren un valle que es por trechos enteramente análogo al del Irk. A ambos lados del río de aguas estancadas y nauseabundas, tan ennegrecidas como la pez —desde su entrada en la ciudad hasta su confluencia con el Irwell— se extiende un ancho cinturón de fábricas y de viviendas de obreros, éstas últimas en estado muy deplorable. La orilla es casi toda escarpada y las construcciones descienden hasta el río, al igual que en el caso del Irk; y las casas están igualmente mal construidas, ya estén del lado de Manchester o de Ardwick, Chorlton o Hulme. El rincón más horrible —si quisiera hablar en detalle de todos los bloques de inmuebles separadamente no tendría para cuando acabar— se halla del lado de Manchester, directamente al sudoeste de Oxford Road y se llama la "pequeña Irlanda". En una hondonada bastante profunda, bordeada en semicírculo por el Medlock, y por los cuatro lados por grandes fábricas, altas orillas cubiertas de casas o de terraplenes, hay unos 200 cottages repartidos en dos grupos, siendo la pared del fondo casi siempre mediana; allí viven unas 4 000 personas, casi todas irlandesas. Los cottages son viejos, sucios y del tipo más pequeño: las calles desiguales llenas de baches, en parte sin pavimentar y sin alcantarillado; hay por todas partes una cantidad considerable de inmundicias, de detritos y de fango nauseabundo entre las charcas estancadas; la atmósfera es irrespirable por las emanaciones, ensombrecida y pesada por el humo de una docena de chimeneas de fábricas; una multitud de niños y mujeres en harapos rondan por esos lugares, tan sucios coma los cerdos que se arrellanan en los montones de cenizas y en las charcas. En suma, todo este rincón ofrece un espectáculo tan repugnante como los peores patios de las orillas del Irk. La población que vive en esos cottages deteriorados, detrás de ventanas rotas sobre las que se ha pegado papel engrasado, y las puertas hendidas con marcos podridos, incluso en los sótanos húmedos y sombríos, en medio de semejante suciedad y hedor infinitos, en esa atmósfera que parece intencionalmente reducida, esta población debe realmente situarse en la escala más baja de la humanidad. Tal es la impresión y la conclusión que impone al visitante el aspecto de este barrio visto desde el exterior. Mas, ¿qué decir cuando se conoce que, en cada una de ésas pequeñas casas, que tienen a lo sumo dos habitaciones y una buhardilla, a veces un sótano, viven veinte personas, que en todo ese barrio no hay más que un retrete —casi siempre inabordable, desde luego— para unas 120 personas, y que pese a todos los sermones de los médicos, pese a la emoción que se apoderó de las autoridades sanitarias durante la epidemia de cólera, cuando descubrieron el estado de la "Pequeña Irlanda", todo está hoy, en el año de gracia de 1844, casi en el mismo estado que en 1831? El Dr. Kay relata que no son solamente los sótanos, sino también las plantas bajas de las casas las que son húmedas; él explica que hace tiempo cierto número de sótanos fueron rellenados de tierra, pero poco a poco ésta se ha extraído y ahora son habitados por irlandeses. En un sótano con el piso por debajo del nivel del río el agua brotaba continuamente de un hueco de desagüe tapado con arcilla, hasta el punto en que el inquilino, un tejedor manual, tenía que vaciar el sótano cada mañana y echar el agua a la calle.

Río abajo, se halla Hulme, en la orilla izquierda del Medlock, ciudad que, hablando con propiedad, no es más que un gran barrio obrero, y cuyo estado es parecido, casi en todo, al del barrio de Ancoats. Los barrios de población más densa se hallan casi siempre en estado lastimoso y casi en ruinas; los barrios de población menos densa y de construcción bastante reciente son más ventilados pero casi siempre enterrados en el fango. En general, los cottages son húmedos, tienen una callejuela trasera y viviendas en sótanos. En la otra orilla del Medlock, en Manchester propiamente dicha, existe un segundo gran distrito obrero, que se extiende a ambos lados de Deansgate hasta el barrio comercial y que por trechos no aventaja en nada a la antigua ciudad. En particular, cerca del barrio comercial, entre Bridge Street y Quay Street, Princess Street y Peter Street, la aglomeración de inmuebles supera en algunos lugares a aquella de los más angostos patios de la ciudad antigua. Allí hay largos callejones estrechos, entre los cuales se hallan rincones y recodos, y pasadizos cuyas entradas y salidas están dispuestas con tan poco método que, en semejante laberinto, a cada paso se mete uno en un callejón sin salida o va a parar a donde no es, cuando no conoce a fondo cada pasadizo y cada patio. Según el Dr. Kay, en esos lugares exiguos, deteriorados y sucios, es donde vive la clase más amoral de todo Manchester, cuya profesión es el robo o la prostitución, y según todas las apariencias todavía hoy tiene razón. Cuando los inspectores de sanidad descendieron allí en 1831, descubrieron una insalubridad tan grande como en las orillas del Irk o en la "Pequeña Irlanda" —puedo atestiguar que actualmente la situación apenas ha cambiado— y entre otras cosas, encontraron un solo retrete para 380 personas en Parliament Street, y uno solo para 30 casas de gran densidad de población en Parliament Passage.

Si, atravesando el Irwell, vamos a Salford, en una pequeña isla formada por este río, encontramos una ciudad de 80 000 habitantes y, a decir verdad, no es más que un gran distrito obrero atravesado por una sola y ancha calle. Salford, antiguamente más importante que Manchester, era en esa época el centro principal del distrito circundante que todavía lleva su nombre: Salford Hundred. Por eso aquí hay también un barrio bastante viejo y, por consiguiente, muy malsano, sucio y deteriorado, frente a la vieja iglesia de Manchester, y que se halla en tan mal estado como la ciudad antigua, en la otra orilla del Irwell. Un poco más allá del río se extiende un distrito más reciente, pero que data igualmente de más de cuarenta años y se halla, por esta razón, pasablemente decrépito. Toda Salford está construida de patios o de callejuelas tan estrechas que me recuerdan los callejones más angostos que jamás haya visto: los callejones de Génova. A este respecto, la forma en que está construida Salford es aún significativamente peor que la de Manchester, y lo mismo ocurre en cuanto a la limpieza. Si en Manchester las autoridades sanitarias, al menos de vez en cuando, —una vez cada seis o diez años— han visitado los barrios obreros y han clausurado las viviendas en peor estado y limpiado los rincones más sucios de esos establos de Augías, no parecen haber hecho nada en Salford. Las estrechas callejuelas transversales y los patios de Chapel Street, Greengate y Gravel Lane, ciertamente jamás han sido limpiados desde su construcción; actualmente la vía férrea de Liverpool atraviesa esos barrios por un alto viaducto, y ha hecho desaparecer muchos rincones entre los más sucios, pero ¿qué se gana con ello? Al pasar por este viaducto se puede ver desde lo alto mucha suciedad y miseria todavía, y si se torna uno el trabajo de recorrer esas callejuelas, echar un vistazo por las puertas y ventanas abiertas, en los sótanos y las casas, puede uno convencerse a cada instante de que los obreros de Salford ocupan viviendas donde toda limpieza y toda comodidad son imposibles. La misma situación existe en los distritos más distantes de Salford, en Islington, cerca de Regent Road y detrás del ferrocarril de Bolton. Las viviendas obreras entre Oldfield Road y Cross Lane, donde, de punta a cabo de Hope Street, se hallan una multitud de patios y de callejuelas en un estado sumamente deplorable, rivalizan en suciedad y en densidad de población con la antigua ciudad de Manchester. En esa región encontré un hombre que parecía tener unos 60 años de edad y vivía en un establo; había construido en un hueco cuadrado, sin ventanas ni piso pavimentado, una especie de chimenea, había instalado un camastro y allí vivía, y como el techo estaba deteriorado se mojaba cuando llovía. El hombre, demasiado viejo y débil para poder tener un empleo regular, se ganaba el sustento transportando estiércol y otras cosas en su carretilla; un lagunajo de agua de estiércol llegaba casi hasta su establo.

He ahí los diferentes barrios obreros de Manchester, tal como he tenido la ocasión de observarlos yo mismo durante veinte meses. Para resumir nuestros paseos a través de esas localidades, diremos que la casi totalidad de los 350 000 obreros de Manchester y sus alrededores viven en cottages en mal estado de conservación, húmedos y sucios; que las calles que ellos transitan se hallan casi siempre en el más deplorable estado y sumamente sucias, y que han sido construidas sin la menor atención a la ventilación, con la única preocupación de la mayor ganancia posible para el constructor. En una palabra, que en las viviendas obreras de Manchester no hay limpieza, ni comodidad, ni, por tanto, vida posible de familia; que sólo una raza deshumanizada, reducida a un nivel bestial, tanto desde el punto de vista intelectual como desde el punto de vista moral, físicamente mórbida, puede sentirse cómoda allí y como en su casa. Y yo no soy el único que lo afirma; hemos visto que el Dr. Kay ofrece una descripción enteramente análoga, y, lo que es más, voy a citar también las palabras de un liberal, de un hombre cuya autoridad es reconocida y apreciada por los industriales, adversario fanático de todo movimiento obrero independiente, Mr. Senior:

Cuando visité las viviendas de los obreros industriales en la ciudad irlandesa, en Ancoats y en la "Pequeña Irlanda", mi única sorpresa fue que fuera posible conservar un mínimo de salud en tales alojamientos. Esas ciudades —pues son ciudades por su extensión y su población— han sido construidas en el desprecio más total de todos los principios, excepto la ganancia inmediata de los especuladores encargados de la construcción. Un carpintero y un albañil se asocian para comprar [es decir, arrendar por cierto número de años] una serie de terrenos para construir, y cubrirlos de supuestas casas. En un lugar hallamos toda una calle que seguía el curso de una zanja para tener sótanos más profundos sin gastos de excavación, sótanos destinados, no a cuartos de desahogo o de depósito, sino a viviendas para seres humanos. Ni una sola de esas casas escapó al cólera. Y, en general, las calles de esos barrios no están pavimentadas y tienen una pila de estiércol o una pequeña laguna en su medio. Las casas están pegadas las unas a las otras sin ventilación ni desagüe, y familias enteras se ven reducidas a vivir en el rincón de un sótano o de una buhardilla.

Ya he citado anteriormente la actividad desacostumbrada que desplegaron las autoridades sanitarias cuando la epidemia de cólera en Manchester. En efecto, cuando la epidemia amenazó, un pavor general se apoderó de la burguesía de la ciudad; de pronto se acordó de las viviendas insalubres de los pobres y tembló ante la certidumbre de que cada uno de esos malos barrios iba a constituir un foco de epidemia, desde los cuales extendería sus estragos en todas direcciones hasta las residencias de la clase poseedora. Inmediatamente se designó una comisión sanitaria para investigar en esos barrios y rendir un informe completo de su situación al Consejo Municipal. El Dr. Kay, él mismo miembro de la comisión, que visitó especialmente cada distrito con la excepción del undécimo, ofrece algunos extractos de su informe. Fueron inspeccionadas 6 951 casas en total —naturalmente en el propio Manchester, con la exclusión de Salford y otros suburbios— de las cuales 2 565 tenían necesidad urgente de pintura interior, a 960 no se les habían hecho las reparaciones necesarias, 939 carecían de desagüe satisfactorio, 452 estaban mal ventiladas, 2 221 desprovistas de retrete. De las 687 calles inspeccionadas, 248 no estaban pavimentadas, 53 lo estaban sólo parcialmente, 112 mal ventiladas, 352 contenían charcas estancadas, montones de basuras, de detritos y otros desperdicios. Es evidente que limpiar esos establos de Augías antes de la llegada del cólera era prácticamente imposible; por eso se limitaron a limpiar unos cuantos de los peores rincones y se dejó el resto tal como estaba. Huelga decir que los lugares limpiados estaban unos pocos meses más tarde en el mismo estado de mugre, por ejemplo la "Pequeña Irlanda". En cuanto al interior de las viviendas, la misma comisión dijo poco más o menos lo que ya sabemos de Londres, Edimburgo y otras ciudades:

Frecuentemente, todos los miembros de una familia irlandesa se amontonan en una sola cama; a menudo un montón de paja sucia y de cobertura hechas de sacos viejos los tapa a todos, en una aglomeración confusa de seres humanos, que la necesidad, el embrutecimiento y la licencia rebajan igualmente. Con frecuencia los inspectores han hallado dos familias en una casa de dos habitaciones; una de las habitaciones servía de habitación de dormir para todos, la otra era la cocina y comedor comunes; y a menudo más de una familia vivía en un sótano húmedo, o entre 12 y 16 personas estaban apiñadas en una atmósfera pestilente; a esta fuente de enfermedad y a otras se añadía el hecho de que se criaban cerdos allí y que se encontraban otros motivos de aversión de la más repugnante especie.

Debemos añadir que numerosas familias, que no tienen ellas mismas más que una habitación, alquilan espacio para dormir por la noche, que además, a menudo huéspedes de ambos sexos duermen en la misma cama con la pareja, y que, por ejemplo, el caso del hombre, de su mujer y de una cuñada adulta durmiendo en la misma cama fue comprobado seis veces por lo menos en Manchester, según el Informe sobre el estado sanitario de la clase obrera. Las casas-dormitorio son muy numerosas aquí también; el Dr. Kay fija su número en 267 en Manchester, en 1831, y desde entonces ha debido incrementarse sensiblemente. Cada una alberga de 20 a 30 personas, o sea, un total de 5 a 6 mil personas cada noche; el carácter de esas casas y de sus clientes es el mismo que en otras ciudades. En cada habitación, sin camas, se tienden 6 o 7 colchones en el piso y se acomodan tantas personas como haya, todas en confusión. No tengo necesidad de decir qué ambiente físico y moral reina en esas guaridas del vicio. Cada una de esas casas es un foco de crimen y el teatro de actos que repugnan al género humano y jamás pudieran perpetrarse sin esa centralización impuesta de inmoralidad. El número de personas que viven en sótanos es, según Gaskell, de 20 000 en cuanto a Manchester. El Weekly Dispatch indica "según informes oficiales" la cifra del 12% de la clase obrera, que parece corresponder a esta cifra: siendo el número de trabajadores unos 175 000, el 12% es 21 000. Las viviendas en sótanos en los suburbios son por lo menos tan numerosas y así el número de personas que viven en la aglomeración de Manchester en sótanos, se eleva por lo menos a 40 000 o 50 000. Esto es lo que se puede decir de las viviendas obreras en las grandes ciudades. La manera por la cual se satisface la necesidad de alojamiento es un criterio para el modo por el cual se satisfacen todas las demás necesidades. Es fácil concluir que únicamente una población andrajosa, mal alimentada, puede vivir en esos cubiles sucios. Y ello es realmente así. En la inmensa mayoría de los casos la ropa de los obreros se halla en muy mal estado. Los tejidos que se utilizan para su confección ya no son los más apropiados; el lienzo y la lana casi han desaparecido del ajuar de ambos sexos, y el algodón los ha sustituido. Las camisas son de calicó, blanco o de color; asimismo, las ropas de las mujeres son de indiana y raramente se ve ropa interior de lana en las tendedoras. Los hombres usan casi siempre pantalones de pana o de cualquier otro tejido grueso de algodón, y chaqueta de la misma clase. Incluso la pana (fustian) ha devenido el vestido proverbial de los obreros; fustian-jackets es como se llaman a sí mismos los obreros, por oposición a los señores vestidos de paño (broad-cloth), expresión que se utiliza también para designar a la clase media. Cuando Feargus O'Connor, jefe de los Cartistas, visitó Manchester durante la insurrección de 1842, se presentó vestido de pana, y los obreros lo aplaudieron fuertemente. En Inglaterra se acostumbra usar sombrero, incluso por los obreros; son de formas muy diversas, redondos, cónicos, o cilíndricos, de alas anchas, estrechas o sin ala. Sólo los jóvenes usan gorra en las ciudades industriales. Quien no tiene sombrero, se hace con papel una gorra baja y cuadrada.

Toda la ropa de los obreros —aún suponiendo que se halle en buen estado— está muy poco adaptada al clima. El aire húmedo de Inglaterra que, más que cualquier otro, provoca resfriados debido a los cambios bruscos del tiempo, obliga a casi toda la clase media a abrigarse el pecho con franela e incluso con piel: pañuelos de seda para el cuello, chaquetas y ceñidores de franela son de uso casi general. La clase obrera no sólo no conoce estas precauciones, sino que casi nunca está en situación de poder adquirir el menor hilo de lana para vestirse. Ahora bien, las pesadas telas de algodón, más espesas, más rígidas, y más gruesas que las telas de lana, protegen sin embargo mucho menos del frío y de la humedad. El espesor y la naturaleza del tejido hacen que conserven más tiempo la humedad y, en suma, no tienen la impermeabilidad de la lana enfurtida. Y, cuando un día el obrero puede adquirir un traje de paño para los domingos, tiene que hacerlo en "tiendas de gangas" donde le dan un tejido malo llamado devil's dust, que "sólo se fabrica para ser vendido y no para ser portado" y que se desgarra o se rompe al cabo de quince días; o bien tiene que comprar al ropavejero un traje usado medio raído y que sólo puede darle servicio por unas semanas. Además del mal estado de la ropa de la mayoría de los obreros, de vez en cuando se ven en la necesidad de empeñar sus mejores efectos. Sin embargo, entre un número muy grande de ellos, especialmente aquellos de descendencia irlandesa, las ropas son verdaderos andrajos, que muy a menudo no se pueden remendar, y tanto se han zurcido que es imposible reconocer el color original: Los ingleses o los angloirlandeses las remiendan sin embargo todavía y son verdaderos maestros en ese arte; poco importa que sea tela de lana o tela de saco, pana o viceversa. Por lo que toca a los inmigrantes auténticos, ellos no zurcen casi nunca, salvo en el caso extremo cuando la ropa amenace caerse en jirones; es común ver los faldones de la camisa pasar a través de roturas de la ropa o del pantalón; ellos portan, como dice Thomas Carlyle:

Una indumentaria de harapos: ponérsela y quitársela representa una de las operaciones más delicadas a la cual no se procede sino en los días de fiesta y en momentos particularmente favorables.

Los irlandeses han importado igualmente la costumbre de andar descalzos, antes desconocida por los ingleses. Actualmente se ve en todas las ciudades industriales una multitud de personas, sobre todo de niños y de mujeres, que andan con los pies desnudos y poco a poco los ingleses pobres adoptan este hábito.

Lo que decimos del vestido se aplica igualmente a la alimentación: A los trabajadores toca en suerte lo que la clase poseedora encuentra demasiado malo. En las grandes ciudades inglesas se puede obtener de todo y de la mejor calidad, pero cuesta muy caro; el trabajador que debe hacer milagros con poco dinero no puede gastar tanto. Además, en la mayoría de los casos sólo cobra el sábado en la tarde; se ha comenzado a pagar el miércoles, pero esta excelente iniciativa no se ha generalizado todavía, de modo que cuando va al mercado son las cuatro o las cinco o las seis de la tarde del sábado, mientras que la clase media va allí desde por la mañana y escoge lo mejor que hay. Por la mañana el mercado rebosa de las mejores cosas, pero cuando llegan los obreros lo mejor se ha acabado, pero si quedara algo todavía en realidad no podrían comprarlo. Las patatas que los obreros compran son casi siempre de mala calidad, las legumbres marchitas, el queso viejo y mediocre, la manteca rancia, la carne mala, atrasada, correosa, proveniente con frecuencia de animales enfermos o destripados, a menudo medio podrida. Muy frecuentemente los vendedores son pequeños detallistas que compran mercancías de mala calidad a granel y la revenden tan barata precisamente a causa de la mala calidad. Los más pobres de los trabajadores deben arreglárselas de otro modo para poder bandearse con su poco dinero aun cuando los artículos que compran son de la peor calidad. En efecto, como todas las tiendas deben cerrar a la media noche del sábado y no se puede vender nada el domingo, los artículos de primera necesidad que se dañarían si hubiera que esperar hasta el lunes por la mañana son liquidados a precios irrisorios entre las diez y la media noche. Pero el 90% de lo que no se ha vendido a las diez de la noche ya no es comible el domingo por la mañana, y ésos son precisamente los artículos que constituyen el menú dominical de la clase más pobre. La carne que se vende a los obreros muy a menudo es incomible —pero como la han comprado, tienen que comerla.

El 6 de enero de 1844 (si no me equivoco), hubo una sesión del Tribunal de comercio en Manchester en el curso de la cual once carniceros fueron condenados por haber vendido carne impropia para el consumo. Cada uno de ellos tenía todavía o una res entera o un cerdo entero o varios carneros o también 50 o 60 libras de carne que fue decomisada, todo en ese estado. En una de las carnicerías se confiscaron 64 gansos de navidad rellenos que, no habiendo podido ser vendidos en Liverpool, habían sido transportados a Manchester a donde llegaron averiados al mercado y olían mal.

Esta noticia apareció en el Manchester Guardian con los nombres y el monto de las multas. Durante las seis semanas entre primero de julio y el 14 de agosto, el mismo periódico reporta tres casos parecidos; según el número del 3 de julio, fue confiscado en Heywood un cerdo de 200 libras muerto y averiado que había sido descuartizado en una carnicería y puesto a la venta; según el del 31, de julio dos carniceros de Wigan, uno de los cuales ya con anterioridad había sido declarado culpable del mismo delito, fueron condenados a dos y cuatro libras esterlinas de multa por haber puesto a la venta carne impropia para el consumo, y según el número del 10 de agosto, se confiscó en una tienda de Bolton 26 jamones no comestibles que fueron quemados públicamente, y el comerciante fue condenado a una multa de 20 chelines. Pero esto no da cuenta de todos los casos, ni siquiera un promedio por seis semanas según el cual se pudiera establecer el porcentaje anual. Ocurre frecuentemente que cada número del Guardian, que aparece dos veces por semana, relata un hecho análogo en Manchester o en un distrito industrial circundante.

Cuando se piensa en el número de casos que deben producirse en los inmensos mercados que bordean las largas arterias y que deben escapar a las raras visitas de los inspectores de mercados, —¿cómo se podría explicar de otra manera la impudencia con la cual son puestos a la venta cuartos enteros de res?— cuando se piensa cuán grande debe ser la tentación, dado el monto incomprensiblemente bajo de las multas, cuando se piensa en qué estado debe hallarse un trozo de carne para ser declarado completamente impropio para el consumo y confiscado por los inspectores, entonces es imposible creer que los obreros puedan comprar en general una carne sana y alimenticia. Sin embargo, también son estafados de otro modo por la codicia de la clase media. Los tenderos y los fabricantes adulteran todos los productos alimenticios de una manera verdaderamente insoportable, con desprecio total de la salud de aquellos que los deben consumir. Anteriormente citamos informaciones del Manchester Guardian, veamos ahora lo que nos dice otro periódico de la clase media —me gusta tomar a mis adversarios por testigos— el Liverpool Mercury:

Se vende mantequilla salada por mantequilla fresca, ya sea cubriéndola con una capa de ésta última, ya sea colocando una libra de mantequilla fresca en el mostrador para que el cliente la pruebe y que se venda por esa muestra las libras de mantequilla salada, ya sea quitándole la sal por el lavado y vendiéndose después como fresca. Se mezcla arroz pulverizado con el azúcar u otros artículos baratos y se vende a mayor precio. Los residuos de jabonerías se mezclan igualmente con otras mercancías y se venden por azúcar. El café molido se mezcla con achicoria u otros productos baratos, hábilmente moldeados para darles la forma de granos de café. Muy frecuentemente, se mezcla el cacao con tierra parda fina rociada con grasa de cordero y se mezcla así más fácilmente con el cacao verdadero. El té es mezclado con hojas de endrino y otros residuos; o también se ponen a secar las hojas de té ya usadas  sobre  planchas candentes  de  cobre, para  que recuperen el color y venderlas por té fresco. La pimienta se falsifica por medio de vainas en polvo, etc.; el vino de Oporto es literalmente fabricado (a base de colorantes, alcohol, etc.), porque es notorio que en Inglaterra se bebe más ese vino que el que se produce en todo Portugal; el tabaco se mezcla con materias nauseabundas de todo género, bajo cualquier forma que este producto se ponga a la venta.

Puedo añadir que, debido a la falsificación general del tabaco, varios estanquilleros de Manchester, entre ellos los de mejor reputación, declararon el verano último que ninguna tabaquería podría subsistir sin esas adulteraciones y que ningún cigarro cuyo precio sea inferior a tres peniques contiene tabaco puro. Desde luego, los fraudes no se limitan a los productos alimenticios y yo podría citar una docena de ellos, entre otros, la práctica infame que consiste en mezclar yeso o tiza con la harina, porque se cometen fraudes con todos los artículos: se estira la franela, las medias, etc., para hacerlas aparecer más largas y se encogen con la primera lavada; un retazo de tela estrecha se vende por un retazo de una pulgada y media o tres pulgadas más ancho, la vajilla de barro vidriado está cubierta de un esmalte tan delgado que no está prácticamente esmaltada y se desconcha inmediatamente; y cientos de otras ignominias. Tout comme chez nous, pero los que sufren más las consecuencias de esos engaños son los trabajadores. El rico no es engañado porque puede pagar los precios elevados de las grandes tiendas que deben velar por su buen nombre y se harían daño a sí mismas si vendieran mercancías de mala calidad; el rico, aficionado a la buena mesa, nota más fácilmente el fraude gracias a la agudeza de su paladar. Pero el pobre, el obrero, para quien unos centavos representan una suma, que debe adquirir muchas mercancías por poco dinero, que no tiene el derecho ni la posibilidad de prestar mucha atención a la calidad porque nunca tuvo oportunidad de refinar su gusto, acaba comprando todos los artículos de primera necesidad adulterados, incluso emponzoñados. Tiene que acudir a los pequeños tenderos, tal vez hasta comprar al crédito; y esos tenderos que no pueden vender con igual calidad ni tan barato como los detallistas más importantes. Debido a su poco capital y gastos generales bastante grandes, se ven obligados a ofrecer, conscientemente o no, artículos de primera necesidad adulterados, a causa de los precios bastante bajos que se les exige y de la competencia de los demás. Por otra parte, si para un comerciante al por mayor que tiene invertidos grandes capitales en su negocio, el descubrimiento de un fraude significa la ruina porque le hace perder todo crédito, ¿qué importa que un mercachifle que aprovisiona una sola calle sea convicto de fraudes? Si ya no se le tiene confianza en Ancoats, se muda para Chorlton o para Hulme, donde nadie lo conoce, y comienza de nuevo sus trapacerías; y las penas legales previstas sólo rigen para un número limitado de falsificaciones a menos que vayan acompañadas de fraude al fisco. Pero no es solamente en cuanto a la calidad, sino también en cuanto a la cantidad que el trabajador inglés es engañado; casi siempre los pequeños tenderos usan pesos y medidas falsos, y diariamente se puede leer sobre el número increíble de contravenciones por delitos de ese género en los informes de policía. Algunos extractos del Manchester Guardian van a mostrarnos hasta qué punto se ha generalizado este tipo de fraude en los distritos obreros; los mismos conciernen sólo a un corto período e incluso para el mismo no tengo todos los números a mano:

Guardian del 16 de junio de 1844. Sesiones del tribunal de Rochdale: 4 tenderos son multados de 5 a 10 chelines por robar en el peso. Sesiones de Stockport: 2 tenderos condenados a una multa de 1 chelín por tener las pesas arregladas para estafar; ambos ya habían sido amonestados con anterioridad.

Guardian, 19 de junio. Sesiones de Rochdale: 1 tendero condenado a una multa de 5 chelines, y 2 campesinos a una multa de 10 chelines.

Guardian, 22 de junio. Juez de Paz de Manchester: 19 tenderos son castigados con multas de 21 chelines y medio a 2 libras.

Guardian, 26 de junio. Breve sesión del tribunal de Ashton: 14 tenderos y campesinos castigados con multas de 21 chelines y medio a una libra esterlina. Hyde, breve sesión: 9 campesinos y tenderos condenados a pagar los gastos y a 5 chelines de multa.

Guardian, 6 de julio. Manchester: 16 tenderos condenados a pagar las costas y las multas de hasta 10 chelines.

Guardian, 13 de julio. Manchester: 9 tenderos castigados a multas de 21 y medio a 20 chelines.

Guardian, 24 de julio. Rochdale: 4 tenderos multados de 10 a 20 chelines.

Guardian, 27 de julio. Bolton: 12 tenderos y hoteleros condenados a pagar las costas.

Guardian, 3 de agosto. Bolton: 3 de la misma condición, condenados a multas de 21 y medio a 5 chelines.

Guardian, 10 de agosto. Bolton: 1 de la misma condición, condenado a 5 chelines de multa.

Y las razones que convierten a los obreros en las principales víctimas del fraude sobre la calidad son las mismos que los hacen víctimas del fraude sobre la cantidad.

La alimentación habitual del trabajador industrial difiere evidentemente según su salario. Los mejor pagados, en particular aquellos obreros fabriles con familiares que pueden emplearse y ganar algo, tienen mientras esto dure una buena alimentación; carne todos los días, y tocino y queso por la noche. Pero en las familias donde se gana menos, se come carne sólo los domingos o dos o tres veces por semana, y en cambio, más patatas y pan; si descendemos la escala poco a poco, hallamos que la alimentación de origen animal se reduce a unos trozos de tocino cocido con patatas; más bajo aún, este tocino desaparece y no queda más que queso, pan, papilla de harina de avena y patatas; hasta el último grado, entre los irlandeses, donde las patatas constituyen el único alimento. Se bebe en general, con esos manjares, un té ligero, mezclado a veces con un poco de azúcar, de leche, o de aguardiente. El té es en Inglaterra e incluso en Irlanda, una bebida tan necesaria e indispensable como el café entre nosotros, y en los hogares donde ya no se bebe té, reina la miseria más negra. Pero esto es cierto en el supuesto de que el trabajador tenga empleo; si no lo tiene, se ve totalmente reducido a la desgracia y come lo que se le da, lo que mendiga o lo que roba; si no tiene nada, muere sencillamente de hambre, como lo hemos visto anteriormente. Es fácil comprender que tanto la cantidad de alimentos como la calidad dependen del salario, y que la hambruna reina entre los trabajadores peor pagados —sobre todo si tienen además pesadas cargas de familia—, incluso en períodos de ocupación plena; ahora bien, el número de trabajadores mal pagados es muy grande. Especialmente en Londres, donde la competencia entre obreros crece en proporción directa con la población, esa clase es muy numerosa, pero la hallamos igualmente en todas las demás ciudades. Asimismo, se recurre a todos los expedientes: se consume, a falta de otro alimento, pieles de patatas, desperdicios de legumbres, vegetales estropeados, y se recoge ávidamente todo lo que pueda contener aunque sea un átomo de producto comestible. Y, cuando el salario semanal ya se ha consumido antes del próximo pago, ocurre frecuentemente que la familia, durante los últimos días, ya no tiene nada o le queda justamente lo suficiente para comer y no morirse de hambre. Es evidente que tal modo de vida sólo puede engendrar una serie de enfermedades, y cuando éstas sobrevienen, cuando el hombre, de cuyo trabajo vive esencialmente la familia y cuya actividad penosa exige más alimentación —y que por consecuencia es el primero, en sucumbir—, cuando ese hombre cae enteramente enfermo, sólo entonces comienza la gran miseria, es entonces que se manifiesta, de modo verdaderamente estallante, la brutalidad con la cual la sociedad abandona a sus miembros, precisamente en el momento en que tienen más necesidad de su ayuda.

Resumamos una vez más, para concluir, los hechos citados: las grandes ciudades son pobladas principalmente por obreros, ya que, en el mejor de los casos, hay un burgués por cada dos, a menudo tres y hasta cuatro obreros. Esos obreros no poseen ellos mismos nada, y viven del salario que casi siempre sólo permite vivir al día; la sociedad individualizada al extremo no se preocupa por ellos, y les deja la tarea de subvenir a sus necesidades y a las de su familia; sin embargo, no les proporciona los medios de hacerlo de modo eficaz y duradero. Todo obrero, incluso el mejor, se halla por tanto, constantemente expuesto a la miseria, o sea, a morir de hambre, y buen número de ellos sucumben. Las viviendas de los trabajadores son, por regla general, mal agrupadas, mal construidas, mal conservadas, mal ventiladas, húmedas e insalubres. En ellas, los ocupantes son confinados al espacio mínimo, y en la mayoría de los casos, duerme en una habitación por lo menos una familia; el moblaje de las viviendas es miserable, en diferentes escalas, hasta la ausencia total incluso de los muebles más indispensables. El vestido de los trabajadores es igualmente mediocre por término medio, y un gran número de ellos viste andrajos. La alimentación es generalmente mala, con frecuencia casi impropia para el consumo, y en muchos casos, al menos en ciertos períodos, insuficiente, si bien en los casos extremos hay gente que muere de hambre. La clase obrera de las grandes ciudades nos presenta así una serie de modos de existencia diferentes; en el mejor de los casos, una existencia temporalmente soportable: por un trabajo esforzado, buen salario, buen alojamiento y alimentación no precisamente mala —evidentemente, desde el punto de vista del obrero todo ello es bueno y soportable—; en el caso peor, una miseria cruel que puede ir hasta carecer de techo y morir de hambre. De ambos casos, el que prevalece por término medio es el peor. Y no vayamos a creer que esta gama de obreros comprende simplemente clases fijas que nos permitirían decir: esta fracción de la clase obrera vive bien, aquélla mal, siempre es y ha sido así. Muy al contrario, si bien ese es el caso todavía en ciertos sectores aislados que aún disfrutan de alguna ventaja sobre los demás, la situación de los obreros en cada rama es tan inestable, que cualquier trabajador puede ser llevado a recorrer todos los grados de la escala, desde la comodidad relativa hasta la necesidad extrema, incluso hasta estar en peligro de morir de hambre; y, por otra parte, casi no hay proletario inglés que no tenga mucho que decir sobre sus numerosos reveses de fortuna. Ahora examinaremos más detenidamente las causas de esa situación.

LA COMPETENCIA

Hemos visto en la introducción cómo, desde los comienzos de la evolución industrial, la competencia dio nacimiento al proletariado al hacer subir el salario del tejedor, como consecuencia del crecimiento de la demanda de telas, lo que incitaba a los campesinos-tejedores a abandonar el cultivo de sus parcelas de tierra para ganar más en los telares. Hemos visto cómo la introducción del cultivo a gran escala suplantó a los pequeños agricultores, los redujo al estado de proletarios, y después hizo que emigraran en parte a las ciudades; cómo, además, arruinó a la mayoría de los pequeños burgueses y los hizo descender asimismo al rango de proletarios; cómo centralizó el capital en manos de un pequeño número de personas y reunió la población en las grandes ciudades. Ésas son las diferentes vías y los diferentes medios por los cuales la competencia —luego de haberse manifestado plenamente en la industria moderna y luego de haberse desarrollado libremente con todas sus consecuencias—, ha dado nacimiento al proletariado y lo ha desarrollado. Ahora examinaremos su influencia sobre el proletariado ya existente; y en primer lugar tenemos que estudiar y explicar la competencia de los trabajadores entre sí y sus consecuencias.

La competencia es la expresión más perfecta de la guerra de todos contra todos, que hace estragos en la sociedad burguesa moderna. Esa guerra, guerra por la vida, por la existencia, por todo, y que llegado el caso puede ser una guerra a muerte, hace que anden a la greña no solamente las diferentes clases de la sociedad, sino también los diferentes miembros de esas clases; cada uno le cierra el camino al otro, y por eso cada uno trata de despojar a todos aquellos que se alzan en su camino para tomar su lugar. Los trabajadores se hacen la competencia lo mismo que los burgueses. El tejedor que trabaja en un telar entra en liza contra el tejedor manual, el tejedor manual, que está mal pagado o desempleado, contra aquel que tiene empleo y es mejor pagado, y trata de apartarlo de su camino. Ahora bien, esa competencia de los trabajadores entre sí es para el trabajador la peor parte de las relaciones actuales, el arma más acerada de la burguesía en su lucha contra el proletariado. De ahí los esfuerzos de los trabajadores por suprimir esa competencia al asociarse; de ahí la rabia de la burguesía contra esas asociaciones y sus gritos de triunfo por cada derrota que les ocasiona.

El proletario está desprovisto de todo; no puede vivir un solo día para sí. La burguesía se ha arrogado el monopolio de todos los medios de existencia en el sentido más amplio del término. Lo que el proletario necesita, sólo lo puede obtener de esa burguesía cuyo monopolio es protegido por el poder del estado. El proletario es, por tanto, de hecho como de derecho, el esclavo de la burguesía; ella puede disponer de su vida y de su muerte. Le ofrece los medios de vida, pero solamente a cambio de un "equivalente", a cambio de su trabajo; llega hasta concederle la ilusión de que obra por voluntad propia, de que establece contrato con ella libremente, sin coacción, como persona mayor. Linda libertad, que no deja al trabajador otra elección que la de someterse a las condiciones que le impone la burguesía o morir de hambre, de frío, de acostarse enteramente desnudo para dormir como las bestias del bosque. ¡Lindo "equivalente", cuyo monto es dejado a la arbitrariedad de la burguesía! Y si el proletario es lo bastante loco para preferir morir de hambre en vez de someterse a las "equitativas" proposiciones de los burgueses, sus "superiores naturales", ¡pues bien! muy pronto se hallará otro que acepte, ya que hay suficientes proletarios por el mundo, y todos no son tan insensatos como para preferir la muerte a la vida.

He ahí cuál es la competencia entre los proletarios. Si todos los proletarios afirmaran su voluntad de morir de hambre más bien que trabajar para la burguesía, ésta se vería obligada a abandonar su monopolio. Pero ése no es el caso; se trata incluso de una eventualidad casi imposible, y por eso la burguesía sigue mostrándose contenta. No hay más que un solo límite a esa competencia entre los trabajadores: ninguno de ellos aceptará trabajar por un salario inferior al necesario para su propia existencia. Si un día debe morir de hambre, preferirá morir sin hacer nada que trabajando. Desde luego, ese límite es muy relativo: unos tienen más necesidades que otros; unos están habituados a más comodidades que otros: el inglés que es todavía un poco civilizado tiene más exigencias que el irlandés que anda en harapos, come patatas y duerme en una pocilga. Pero ello no impide que el irlandés entre en competencia con el inglés y reduzca poco a poco el salario —y por ende el grado de civilización— del obrero inglés a su propio nivel. Algunos trabajos requieren cierto grado de civilización, como es el caso de casi todos los empleos industriales; por eso el salario debe ser, en el propio interés de la burguesía, bastante elevado, para permitir al obrero mantenerse en esa esfera. El irlandés recién llegado, que se aloja en el primer establo que encuentra, y que, incluso si halla una vivienda conveniente, es lanzado a la calle cada semana porque gasta todo el dinero en beber y no paga el alquiler, sería verdaderamente un mal obrero de fábrica. Por eso hay que dar al obrero industrial un salario suficiente, a fin de que pueda inculcar a sus hijos el hábito de un trabajo regular —pero no más de lo necesario, para que pueda prescindir del salario de sus hijos y hacer de ellos otra cosa que simples obreros. Y aquí también el límite, el salario mínimo, es relativo; en una familia donde todos trabajan, cada miembro necesita menos para mantenerse, y la burguesía ha aprovechado la ocasión que le ofrecía el trabajo mecánico para emplear y explotar a las mujeres y los niños con vistas a reducir el salario. Desde luego, puede ser que en una familia todos sus miembros no sean aptos para el trabajo, y a una familia de ese tipo le sería difícil mantenerse si quisiera trabajar según la tasa de salario mínimo calculado para una familia donde cada uno es apto para el trabajo. Por eso en este caso se establece un salario promedio, en virtud del cual una familia donde sus miembros trabajan vive bastante bien, mientras que aquella donde trabajan menos, vive bastante mal. Pero en el peor de los casos, todo trabajador preferirá sacrificar el poco de lujo y de civilización a que se había habituado para poder simplemente subsistir; preferirá vivir en una pocilga que a la intemperie, vestir harapos más bien que no tener nada en absoluto que ponerse, comer patatas únicamente antes que morir de hambre. Preferirá, en espera de días mejores, conformarse con un salario a medias que sentarse en silencio en la calle y morir ante todo el mundo, como lo ha hecho más de un indigente. Ese poco, ese algo mejor que nada, es pues, el salario mínimo. Y cuando hay más trabajadores que los que la burguesía juzga oportuno emplear, cuando por consecuencia del término de la lucha de los que compiten entre sí queda todavía cierto número sin trabajo, éstos son precisamente los que deberán morir de hambre, porque el burgués probablemente no les dará trabajo si no puede vender con provecho los productos de su trabajo.

Estas indicaciones nos muestran lo que es el salario mínimo. El máximo es fijado por la competencia entre los burgueses, pues hemos visto que ellos también compiten entre sí. El burgués no puede incrementar su capital sino por el comercio o la industria, y para esas dos actividades necesita obreros. Incluso si coloca su capital a interés tiene necesidad de ellos indirectamente, porque sin comercio ni industria, nadie le pagaría intereses por su dinero, nadie podría utilizarlo. Así pues, el burgués tiene verdadera necesidad del proletario, no para su existencia inmediata —él podría vivir de su capital— sino como se tiene necesidad de un artículo de comercio o de una bestia de carga: para enriquecerse. El proletario fabrica por cuenta del burgués mercancías que éste vende con ganancia. Si por tanto se incrementa la demanda de esas mercancías hasta el punto en que los trabajadores que compiten por empleos se hallen todos ocupados y que por falta de trabajadores cese la competencia entre ellos, entonces son los burgueses quienes se hacen la competencia. El capitalista en busca de trabajadores sabe muy bien que el aumento de los precios debido al crecimiento de la demanda le produce un beneficio mayor y prefiere pagar un salario un poco más elevado que dejar escapar toda esa ganancia; él arriesga la jamonada por el jamón, y si obtiene el jamón, está presto a dejar la jamonada al proletario. Así es cómo los capitalistas se disputan a los proletarios y el salario se eleva. Pero no más alto de lo que lo permite el aumento de la demanda. Si el capitalista, que estaba presto a sacrificar una parte de su ganancia extra, tuviera igualmente que sacrificar una fracción de su beneficio normal, o sea de su beneficio promedio, se cuidaría mucho de pagar un salario superior al salario promedio.

Gracias a estos datos podemos definir el salario promedio. En las condiciones de vida regulares, es decir, cuando ni capitalistas ni trabajadores tienen respectivamente motivos para competir entre sí, cuando el número de obreros es exactamente aquel que se puede emplear para fabricar las mercancías demandadas, el salario será un poco superior al mínimo. Las necesidades promedio y el grado de civilización de los trabajadores determinarán en qué medida será superado. Si los trabajadores están habituados a consumir carne varias veces a la semana, los capitalistas tendrán, en efecto, que adaptarse a pagar a los trabajadores un salario suficiente para que puedan procurarse tal alimento. Ellos no podrán pagar menos, porque los trabajadores no se hacen la competencia, y por ende no tienen motivos para conformarse con menos. No pagarán más, porque la falta de competencia entre capitalistas no los incita en modo alguno a atraer hacia ellos a trabajadores por ventajas excepcionales.

Esta determinación de las necesidades y de la civilización promedio de los trabajadores resulta, debido a la complejidad actual de la situación de la industria inglesa, una cosa muy difícil y que, además, varía mucho con las diferentes categorías de obreros, como ya hemos indicado anteriormente. Sin embargo, la mayoría de los trabajos industriales exigen cierta habilidad y cierta regularidad, y como éstas a su vez exigen cierto grado de civilización, el salario promedio debe ser bastante elevado para estimular a los obreros a que adquieran esa habilidad y plegarse a esa regularidad en el trabajo. Por eso el salario de los obreros industriales es por término medio más elevado que aquel de los simples descargadores, jornaleros, etc., más elevado en particular que el de los trabajadores agrícolas, lo que se debe naturalmente en buena parte a la carestía de los productos alimenticios en la ciudad.

Hablando en plata: el trabajador es, de hecho y de derecho, el esclavo de la clase poseedora, de la burguesía; es su esclavo hasta el punto de ser vendido como una mercancía, y su precio sube y baja lo mismo que el de una mercancía. Si la demanda de trabajadores aumenta, su precio sube; si disminuye, su precio baja. Si disminuye hasta el punto en que cierto número de trabajadores no son ya vendibles, si "quedan en reserva", como ello no les produce nada, mueren de hambre. Porque, hablando la jerga de los economistas, las sumas gastadas para su mantenimiento no serían "reproducidas", se trataría de dinero lanzado por la ventana, y nadie derrocha su capital de ese modo. Y hasta ese punto la teoría de Malthus sobre la población es perfectamente correcta. Toda la diferencia con respecto a la esclavitud antigua practicada abiertamente es que el trabajador actual parece ser libre porque no es vendido en una sola pieza, sino poco a poco, por día, por semana, por año, y porque no es un propietario quien lo vende a otro, sino él mismo es quien se ve obligado a venderse a sí mismo, pues no es el esclavo de un particular, sino de toda la clase poseedora. Para él, la cosa en realidad no ha cambiado nada. Y si bien esa apariencia de libertad le da necesariamente de una parte cierta libertad real, la misma tiene el inconveniente de que nadie le garantiza su subsistencia y puede ser despedido en cualquier momento por su amo, la burguesía, y ser condenado a morir de hambre desde el momento en que la burguesía ya no tenga interés en emplearlo, en hacerlo vivir. Por el contrario, la burguesía se halla mucho más desahogada en ese sistema que en el caso de la esclavitud antigua; puede despedir a sus trabajadores cuando lo deseé, sin perder por eso un capital invertido, y además ella obtiene fuerza de trabajo con mucha más ventaja de la que se puede obtener de esclavos, como se lo demuestra Adam Smith reconfortantemente.

Se sigue igualmente que Adam Smith tiene toda la razón al plantear el principio:

La demanda de trabajadores, como la de cualquier otro artículo, regula necesariamente la producción de trabajadores, la acelera cuando es demasiado lenta, y la modera cuando es demasiado rápida.

Exactamente como para cualquier otro artículo comercial, si la oferta de proletarios es escasa, los precios suben, o sea, en este caso el salario; los trabajadores viven mejor; se hacen más numerosos los matrimonios, se traen al mundo más seres humanos, crece un mayor número de niños hasta que se ha producido un número suficiente de trabajadores. Si la oferta es excesiva, los precios bajan, sobreviene el paro forzoso, con la miseria, la penuria y por consiguiente las epidemias que barren el "excedente de población". Y Malthus, quien desarrolla la fórmula de Smith citada anteriormente, tiene también razón a su manera cuando pretende que hay siempre una población excedente, siempre hay demasiados individuos sobre la Tierra. Se equivoca simplemente al afirmar que hay constantemente más personas sobre la Tierra de los que pueden alimentar las subsistencias disponibles. La población excedente es, por el contrario, engendrada por la competencia que se hacen los trabajadores entre sí y que obliga a cada uno de ellos a trabajar tanto como se lo permitan sus fuerzas. Si un industrial puede emplear diez obreros nueve horas diarias, también puede, si los obreros trabajan diez horas, emplear nueve y despedir al décimo. Y si, en un momento en que la demanda de obreros no es muy fuerte, el industrial puede obligar bajo amenaza de despido a los nueve obreros a trabajar una hora extra cada día por el mismo salario, entonces despedirá al décimo y economizará su salario. Lo que ocurre aquí en pequeña escala, ocurre en una nación en gran escala. El rendimiento de cada obrero llevado al máximo por la competencia entre los obreros, la división del trabajo, la introducción del maquinismo, la utilización de las fuerzas naturales, todo ello, obliga a multitud de obreros al paro forzoso. Pero esos parados se pierden para el mercado; ya no pueden comprar y, por consiguiente, la cantidad de mercancías que consumían ya no encuentra comprador, por tanto no hay necesidad de producirlas. Los obreros anteriormente ocupados en fabricarlas son despedidos a su vez; ellos también desaparecen del mercado, y así sucesivamente, siempre según el mismo ciclo; o, más bien, sería así si no intervinieran otros factores. La puesta en servicio de los medios industriales citados anteriormente, y que permiten incrementar la producción, implica en efecto a la larga una disminución de los precios y por ende un mayor consumo, de suerte que un número importante de trabajadores desempleados halla al fin empleo en nuevas ramas laborales, si bien después de un largo período de sufrimientos. Si a ello se añade, como fue el caso de Inglaterra en los últimos sesenta años, la conquista de mercados extranjeros, que provoca un aumento continuo y rápido de la demanda de productos manufacturados; entonces  la demanda de fuerza de trabajo —y con ella la población— crece en las mismas proporciones. Así, en vez de disminuir, la población del imperio británico se ha incrementado con una rapidez considerable, se incrementa todavía constantemente y, aunque la industria no cesa de desarrollarse y, en suma, la demanda de trabajadores no cesa de crecer, Inglaterra experimenta sin embargo, según lo confiesan todos los partidos oficiales (o sea los tories, los whigs y los radicales), un exceso, un excedente de población. Y a pesar de todo, la competencia entre los trabajadores sigue siendo más importante que la de los patronos para procurarse fuerza de trabajo.

¿De dónde viene esa contradicción? De la naturaleza misma de la industria y de la competencia, así como de las crisis económicas que de ellas resultan. Dada la anarquía de la producción actual y de la repartición de los bienes de consumo, que no tienen por finalidad la satisfacción inmediata de las necesidades, sino, por el contrario, la ganancia; dado el sistema en que cada cual trabaja y se enriquece sin preocuparse de los demás, es inevitable que en cualquier momento la producción resulte excesiva. Inglaterra, por ejemplo, suministra todo género de mercancías a muchos países. Aun cuando el industrial sepa qué cantidad de artículos y de qué clase cada país consume anualmente, ignora, sin embargo, la cantidad que poseen en reserva y, es más, ignora qué cantidad de artículos ellos compran a sus competidores. Todo lo que él puede hacer es calcular muy aproximadamente el estado de las existencias y las necesidades, y de los precios que varían constantemente; por tanto debe enviar sus mercancías necesariamente a lo que salga. Todo funciona a ciegas, en la mayor incertidumbre, y siempre más o menos bajo el signo del azar. A la menor noticia favorable, cada uno exporta todo lo que puede, y pronto un mercado de ese género se abarrota de mercancías, la venta se paraliza, los capitales no se recuperan, los precios caen, y la industria inglesa ya no tiene más trabajo para sus obreros. En los comienzos del desarrollo industrial, esos atascos se limitan a algunos sectores industriales y a algunos mercados; pero a causa del efecto centralizador de la competencia, que empuja a los trabajadores en paro forzoso de cierto sector hacia los sectores donde el trabajo es más fácil de aprender, y que vierte sobre los otros mercados las mercancías que ya no es posible vender en un mercado determinado, aproximan así poco a poco las diferentes pequeñas crisis, fundiéndose éstas en una sola serie de crisis que sobrevienen periódicamente. Una crisis de ese género sobreviene ordinariamente cada cinco años, luego de un breve período de prosperidad y de bienestar general. El mercado interior, así como todos los mercados exteriores, rebosa de productos ingleses, que ellos pueden consumir sólo muy lentamente; el desarrollo industrial se paraliza en casi todos los sectores; los pequeños industriales y comerciantes que no pueden sobrevivir al retraso prolongado de la recuperación de sus capitales, quiebran; los más importantes dejan de hacer negocio mientras dura el período desfavorable, paralizan sus máquinas, o las ponen a trabajar sólo "parte del tiempo", o sea, alrededor de media jornada diaria; el salario disminuye como consecuencia de la competencia entre obreros desempleados, la reducción del tiempo de trabajo y la falta de ventas lucrativas; reina la miseria general entre los trabajadores; los pocos ahorros eventuales de los particulares se agotan rápidamente; las instituciones de beneficencia no dan abasto; el impuesto para beneficio de los pobres se duplica o triplica y sigue siendo, no obstante, insuficiente; el número de menesterosos se incrementa, y súbitamente toda la masa de población "excedente" aparece en cantidades horrorosas. Esto dura cierto tiempo; los "excedentes" se las arreglan como pueden o sucumben; la caridad y la ley de pobres ayudan a un gran número a vegetar penosamente; otros hallan aquí y allá la manera de subsistir precariamente, en las ramas menos afectadas por la competencia y que tienen una relación más distante con la industria; ¡y que el hombre necesite tan poca cosa para subsistir cierto tiempo! Poco a poco, la situación mejora; las existencias acumuladas son consumidas; el abatimiento general que reina entre los industriales y los comerciantes impide que los vacíos sean llenados demasiado rápidamente; hasta que, en fin, el alza de los precios y las noticias favorables que vienen de todos lados restablecen la actividad.

Casi siempre los mercados se hallan distantes. Antes de que arriben a ellos las primeras importaciones, la demanda no cesa de crecer, y los precios con ella. Se arrebatan las primeras mercancías que llegan, las primeras ventas animan aún más las transacciones, los pedidos esperados prometen precios todavía más elevados. En la espera de un aumento ulterior, se comienza a proceder a compras especulativas y a sustraer del consumo los artículos destinados al mismo en el momento en que son más necesarios; la especulación hace subir aún más los precios al alentar a otras personas a comprar, y anticipándose a futuras importaciones. Todas esas noticias son trasmitidas a Inglaterra, los industriales comienzan a trabajar de nuevo animosamente, se construyen nuevas fábricas y se recurre a todos los medios para explotar el momento favorable. Aquí también aparece la especulación, con el mismo efecto que en los mercados extranjeros, haciendo subir los precios, sustrayendo los artículos al consumo, llevando así la producción industrial a una tensión. Luego sobrevienen los especuladores "insolventes" que trabajan con capitales ficticios, viven del crédito, fracasan si no pueden vender inmediatamente, se lanzan con ímpetu a esta carrera general y desordenada, a esta caza del beneficio, aumentando la confusión y la precipitación por su propio ardor desenfrenado que hace subir los precios y la producción hasta el delirio. Se trata de una carrera loca que arrastra a los hombres más serenos y experimentados; se forja, se hila, se teje como si hubiera que equipar de nuevo a la humanidad entera, como si se hubiera descubierto en la luna a unos millares de  nuevos  consumidores.  Súbitamente,  los  especuladores "insolventes" de ultramar, a quienes falta absolutamente el dinero, comienzan a vender a un precio inferior al del mercado, desde luego, porque la situación es apremiante. Las ventas se multiplican, los precios fluctúan; alarmados, los especuladores lanzan sus mercancías al mercado, el mercado es perturbado, el crédito se suspende, una firma tras otra detiene sus pagos, las quiebras se suceden, y se descubre que hay en el mercado tres veces más mercancías de lo que exigiría el consumo. Esas noticias llegan a Inglaterra donde, mientras tanto, se continúa produciendo a plena capacidad, y allí también cunde el pánico; las quiebras de ultramar implican otras en Inglaterra, la paralización de las ventas arruina además a un gran número de firmas; allí también el temor hace lanzar inmediatamente al mercado todas las existencias, lo que exagera todavía más el pánico. Se trata del comienzo de la crisis, que sigue exactamente el mismo curso que la anterior y es seguida más tarde de un período de prosperidad. Y así sucesivamente, prosperidad, crisis, prosperidad, crisis, ese ciclo eterno en el cual se mueve la industria inglesa se cumple ordinariamente, como hemos dicho, cada cinco o seis años.

De ello resulta que en todas las épocas, salvo en los cortos períodos de mayor prosperidad, la industria inglesa tiene necesidad de una reserva de trabajadores desocupados, a fin de poder producir las masas de mercancías que el mercado reclama precisamente durante los meses en que es mayor su actividad. Esa reserva es más o menos importante según las condiciones del mercado, permitan o no dar ocupación a una parte de la misma. Y, si bien las regiones agrícolas —Irlanda y los sectores menos afectados por el desarrollo—, pueden, al menos por un tiempo, cuando la prosperidad del mercado se halla en su apogeo, proveer cierto número de obreros, éstos constituyen por un lado una minoría, y por otro lado forman igualmente parte de la reserva; con la única diferencia de que sólo cada período de auge económico es lo que prueba que ellos forman parte de la misma. Cuando éstos se van a trabajar a los sectores de mayor actividad, hay contracción en su sector de origen para que se sienta menos el vacío que causa su partida; se trabaja más tiempo, se emplean las mujeres y la gente joven, y cuando al comienzo de la crisis son despedidos y regresan, resulta que su puesto se halla ocupado y ellos son superfluos, por lo menos la mayoría. Esa reserva, de la cual forma parte una muchedumbre enorme de personas durante las crisis, e incluso durante períodos que se pueden definir como a medio camino entre prosperidad y crisis, constituye la población "excedente" de Inglaterra, que vegeta penosamente, mendigando y robando, barriendo las calles y recogiendo la basura, haciendo pequeños acarreos con carretillas o asnos, vendiendo en las esquinas de las calles, o realizando algunos pequeños trabajos ocasionales. En todas las grandes ciudades puede verse una multitud de esas personas que "mantienen el cuerpo y el alma juntos", como dicen los ingleses, gracias a lo que pueden conseguir ocasionalmente. Es asombroso ver a qué ocupaciones recurre esa "población superflua". Los barrenderos de calles de Londres son universalmente conocidos; pero hasta ese momento las calles principales de todas las grandes ciudades habían sido barridas por parados contratados para ese fin por el servicio de pobres o las autoridades municipales; ahora se utiliza una máquina que recorre con gran ruido las calles, y hace perder a los parados esa fuente de ingreso. En las grandes carreteras que conducen a las ciudades y donde reina un tráfico importante, se ve entre los coches y los ómnibus a una gran cantidad de personas con pequeñas carretillas que recogen el estiércol recién depositado, con riesgo de ser aplastadas, a fin de venderlo, y para ello con frecuencia deben entregar algunos chelines a las autoridades. Ahora bien, en muchos lugares esa recogida está estrictamente prohibida, porque la administración de calles no podría vender como abono todo el estiércol de la ciudad, pues ya éste no contiene la proporción congruente de estiércol de caballo. Dichosos los que, entre los "superfluos", pueden hacerse de una carretilla y pueden así efectuar algunos acarreos, y más dichosos aún los que logran reunir suficiente dinero para comprar un asno con su carro; el asno debe buscar por sí mismo su alimento o bien recibir por pitanza algunas sobras rebuscadas aquí y allá, y a pesar de todo puede reportar algún dinero.

La gran mayoría de los "superfluos" se dedican a la buhonería. Sobre todo los sábados, cuando la población obrera anda en la calle, se ve a cuanta gente vive de la buhonería. Lazos de cuero, tirantes de pantalones, cintas para adornar, naranjas, pasteles, en suma, todos los artículos imaginables, son ofrecidos por hombres, mujeres y niños, y los demás días también se ve en todo momento a esos vendedores ambulantes detenerse en las calles o deambular con esos artículos, así como Ginger beer o Nettle beer. Cerillas y otras cosas de ese género, lacre, aparatos patentados para encender fuego, etc., constituyen igualmente artículos de venta de todas esas personas. Aún otros —llamados jobbers— circulan por las calles tratando de hallar algún trabajo de ocasión; algunos de ellos logran realizar una jornada de trabajo; pero muchos no son tan dichosos.

A la entrada de todos los muelles de Londres —informa W. Champneys, predicador en el distrito Este de Londres— se presentan cada mañana en invierno, antes del amanecer, centenares de pobres que esperan a que abran las puertas con la esperanza de obtener una jornada de trabajo, y cuando los más jóvenes y más fuertes, así como los más conocidos, han sido contratados, centenares regresan a sus miserables viviendas, desesperados por haber perdido sus ilusiones.

¿Qué otro recurso le queda a esas personas cuando no hallan trabajo y no quieren rebelarse contra la sociedad, sino mendigar? No es para asombrarse el ver esa muchedumbre de mendigos que la policía ordena circular constantemente y que en su mayoría son hombres aptos para el trabajo. Pero la mendicidad de esos hombres tiene un carácter particular. Ellos deambulan de ordinario en compañía de su familia, cantan en las calles algún romance popular, o bien apelan a la caridad de los transeúntes con un pequeño discurso. Y es notable cómo se encuentran esos mendigos únicamente en los barrios obreros y el hecho de que sólo viven gracias a las dádivas que reciben casi exclusivamente de los obreros. O también, toda la familia se instala silenciosamente al borde de una calle animada y deja —sin decir palabra— que el solo aspecto de su indigencia surta su efecto. En este caso también ellos no cuentan sino con la benevolencia de los obreros, que saben, por experiencia propia, lo que es el hambre y que en cualquier momento pueden hallarse en la misma situación. Tan es así que esa súplica silenciosa, y por consecuencia tan conmovedora, se manifiesta sólo en las calles frecuentadas por los obreros y en las horas en que ellos las transitan, y sobre todo en la noche del sábado, cuando los distritos obreros revelan sus "misterios" en las calles principales, y la clase media se aparta lo más posible de esos barrios de apestados. Y si uno de esos hombres "sobrantes" tiene suficiente valor y pasión para entrar en conflicto abierto con la sociedad, para responder a la guerra solapada que le hace la burguesía a través de una guerra abierta, entonces se dedica a robar, pillar y asesinar.

Según los informes de los comisionados de la Ley de Pobres, hay por término medio un millón y medio de esos miembros de la "población excedente" en Inglaterra y en el país de Gales; en Escocia su número no es conocido con exactitud, debido a que no rige allí la Ley de Pobres; en cuanto a Irlanda, hablaremos de ello especialmente. Por lo demás, en el millón y medio no se hallan comprendidos sino aquellos que solicitan realmente la ayuda de la asistencia oficial; esa cifra no incluye la gran masa de los que se las arreglan sin acudir a ese socorro de última instancia, del cual sienten gran temor. En cambio, una parte importante de ese millón y medio toca a las regiones agrícolas, y por ende no se tiene en cuenta aquí. Es evidente que esta cifra aumenta sensiblemente en tiempos de crisis, y entonces la miseria alcanza su máximo. Consideremos, por ejemplo, la crisis de 1842, que es la más reciente. Fue asimismo la más violenta, ya que la intensidad de las crisis aumenta a medida que se reproducen, y la próxima que probablemente tendrá lugar a más tardar en 1847, será según todas las apariencias más violenta aún y más larga. Durante esa crisis, la imposición fiscal para constituir fondos de socorro para los pobres en todas las ciudades alcanzó un alto nivel hasta entonces desconocido. En Stockport, entre otras localidades, se estableció para el fondo de pobres una contribución de 8 chelines por cada libra esterlina de alquiler, de modo que este impuesto representaba, por sí solo, el 40% del producto total de los alquileres de la ciudad entera; y sin embargo, calles enteras estaban desiertas, de modo que por lo bajo había 20 000 habitantes menos que de ordinario, y en las puertas de las casas vacías se encontraba escrito: se alquila Stockport. En Bolton, donde en años normales el monto de los alquileres sujetos al impuesto para socorrer a los pobres llegaba a 86 000 libras esterlinas por termino medio, cayó a 36 000; en cambio, el número de indigentes a socorrer se elevó a 14 000, o sea más del 20% de la población total. En Leeds, la asistencia pública tenía un fondo de reserva de 10 000 libras esterlinas; este fondo, más el producto de una colecta de 7 000 libras esterlinas, fue agotado incluso antes de que la crisis alcanzara su apogeo. Lo mismo ocurrió por todas partes. Un informe del Comité de la Liga contra la Ley de Granos, de enero de 1843, sobre la situación de las regiones industriales en 1842, expone que el impuesto para los pobres era entonces, por término medio, dos veces más elevado que en 1839, y que el número de necesitados se había triplicado, incluso quintuplicado desde esa fecha; que un gran número de beneficiarios pertenecía a una clase que, hasta entonces, jamás había solicitado ayuda y que la cantidad de víveres de que podía disponer la clase obrera era inferior en dos tercios por lo menos a aquella de la cual disponía en 1834-1836; que el consumo de carne había disminuido mucho: en ciertos lugares en un 20%, y en otros hasta el 60%; que incluso los artesanos que trabajaban en oficios corrientes tales como herreros, albañiles, etc., que antaño habían tenido pleno empleo en períodos de depresión económica, también habían sufrido mucho por la falta de trabajo y la reducción de los salarios, y que incluso aún actualmente, en enero de 1843, los salarios continuaban bajando. ¡Y todo esto dicho por industriales!

Por las calles se encontraban bandas de obreros sin trabajo, pues las fábricas habían cerrado sus puertas y sus dueños ya no podían ofrecerles empleo. En esa situación se ponían a mendigar, solos o en grupo, y pedían limosna a los transeúntes; pero no humildemente, como lo hacen los mendigos ordinarios; por el contrario, con aire amenazante que subrayaba su número, sus gestos y sus palabras. Tal era el aspecto de todas las regiones industriales, de Leicester a Leeds y de Manchester a Birmingham. Hubo disturbios aislados; por ejemplo, en julio, en las alfarerías del Nord-Staffordshire, reinaba entre los trabajadores la más terrible efervescencia, hasta que hizo explosión en la insurrección general de los distritos industriales. Cuando hacia el final de noviembre de 1842 llegué a Manchester, todavía podía ver multitud de hombres sin trabajo en las esquinas de las calles, y muchas fábricas todavía se hallaban cerradas. Durante los meses siguientes, hasta mediados de 1843, esos grupos fueron desapareciendo poco a poco y las fábricas reabrieron sus puertas.

Desde luego no tengo necesidad de relatar qué miseria y qué penuria acosan a los parados durante una crisis de ese género. El impuesto para socorrer a los pobres no es suficiente en absoluto, la caridad de los ricos es un golpe en el agua cuyo efecto desaparece al instante; la mendicidad es poco eficaz dado el número de mendigos. Si los pequeños comerciantes —en la medida en que pueden hacerlo— no extendieran crédito a los trabajadores durante esas crisis (naturalmente ellos se hacen resarcir ampliamente más tarde) y si los trabajadores no se ayudaran mutuamente en la medida de sus fuerzas, cada crisis barrería sin duda a parte de la población "excedente", que moriría de hambre. Pero como el período más grande de la depresión económica es a pesar de todo muy breve —un año, a lo sumo dos años o dos años y medio—, la mayoría de ellos salva el pellejo a costa de graves privaciones. Veremos que indirectamente cada crisis hace una multitud de víctimas, debido a enfermedades, etc. Mientras tanto, examinemos otra causa del abatimiento en que se hallan los trabajadores ingleses, una causa que contribuye a reducir todavía sin cesar el nivel de vida de esa clase social. 

LA INMlGRACIÓN IRLANDESA

En muchas ocasiones ya hemos tenido oportunidad de mencionar la existencia de los irlandeses que han venido a instalarse en Inglaterra; ahora examinaremos más detenidamente las causas y los efectos de esa inmigración.

El rápido desarrollo de la industria inglesa no hubiera sido posible si Inglaterra no hubiera dispuesto de una reserva: la población numerosa y miserable de Irlanda. Entre ellos, los irlandeses no tenían nada que perder, en tanto que en Inglaterra tenían mucho que ganar; y desde que se supo en Irlanda que en la orilla oriental del canal de St. George todo hombre robusto podía hallar trabajo asegurado y buenos salarios, bandas de irlandeses lo han atravesado cada año. Se estima que alrededor de un millón de irlandeses han emigrado así a Inglaterra, y que todavía actualmente hay unos 50 000 inmigrantes por año. Casi todos invaden las regiones industriales y en particular las grandes ciudades, constituyendo en ellas la clase más inferior de la población. Hay 120 000 irlandeses pobres en Londres, 40 000 en Manchester, 34 000 en Liverpool, 24 000 en Bristol, 40 000 en Glasgow y 29 000 en Edimburgo. Esas personas, que han crecido casi sin conocer las ventajas de la civilización, habituadas desde temprana edad a las privaciones de todo género, rudas, bebedoras, despreocupadas del porvenir, arriban así, aportando sus costumbres brutales en una clase de la población inglesa que, a decir verdad, tiene poca inclinación por la cultura y la moralidad. Demos la palabra a Thomas Carlyle:

Se puede ver en todas las calles principales y secundarias los huraños rostros "milesianos" [irlandeses] que respiran la malicia hipócrita, la maldad, el desatino, la miseria y el escarnio. El cochero inglés que pasa en su vehículo lanza al milesiano un latigazo; éste lo maldice, tiende su sombrero y mendiga. Él representa el peor mal que este país tenga que combatir. Con sus harapos y su risa irónica de salvaje, siempre se halla presto a realizar cualquier trabajo que no requiera más que brazos vigorosos y lomos sólidos; y eso por un salario que le permita comprar patatas. Por condimento, le basta la sal; duerme muy feliz en la primera pocilga o madriguera que encuentra, y su ropa son harapos que el quitárselos y ponérselos constituye una de las operaciones más delicadas posibles y a la cual no se procede sino en los días de fiesta o en ocasiones particularmente favorables. El sajón que sea incapaz de trabajar en tales condiciones está condenado al paro forzoso. El irlandés, ignorante de toda civilización, desplaza al sajón nativo, no por su fuerza, sino por lo contrario, y se apodera de su puesto. Así vive en su mugre y su despreocupación, en su falsedad y su brutalidad de borracho, verdadero fermento de degradación y desorden. Cualquiera que se esfuerce por subsistir, por mantenerse en la superficie, puede ver aquí el ejemplo de que el hombre puede existir, no nadando, sino viviendo en el fondo del agua [...] La situación de las capas inferiores de la masa de los trabajadores ingleses se asemeja cada vez más a la de los irlandeses que les hacen la competencia en todos los tratos. Todo trabajo que sólo exige fuerza física y poca habilidad no es pagado según la tarifa inglesa, sino a un precio que se aproxima al salario irlandés, es decir, apenas 'lo necesario para no morir totalmente de hambre 30 semanas en el año comiendo patatas de la peor calidad', apenas, pero esa diferencia disminuye con el arribo de cada nuevo vapor que viene de Irlanda.

Aquí Carlyle tiene toda la razón, si se exceptúa la condenación exagerada y parcial del carácter nacional irlandés. Esos trabajadores irlandeses, que por 4 peniques hacen la travesía hacinados como ganado, se instalan por todas partes. Las peores viviendas son suficientemente buenas para ellos; la ropa es harapienta; ignoran el uso del calzado; su alimentación consiste únicamente en patatas, lo que ganan extra se lo gastan en bebida. ¿Qué necesidad tienen tales seres de un buen salario? Los peores distritos de todas las grandes ciudades están poblados de irlandeses. Cuando un distrito destaca particularmente por la suciedad y su deterioro, puede esperarse hallar en él mayoritariamente esos rostros célticos que al primer vistazo se distinguen de las fisonomías sajonas, y puede escucharse el acento irlandés cantante y aspirado que el irlandés auténtico no pierde jamás. He tenido ocasión de oír hablar el celta irlandés en los barrios más populosos de Manchester. La mayoría de las familias que viven en sótanos son casi todas de origen irlandés. En suma, como dice el doctor Kay, los irlandeses han descubierto en qué consiste el mínimo de las necesidades vitales y ahora se lo enseñan a los trabajadores ingleses. Ese desaseo que entre ellos, en el campo, donde la población no se aglomera, no tiene consecuencias demasiado graves, desaseo que resulta una segunda naturaleza para ellos, es verdaderamente una tara horrorosa y peligrosa en las grandes ciudades, debido a la concentración urbana. Del mismo modo que acostumbraba hacerlo en su país, el milesiano arroja toda la basura e inmundicias frente a su casa, provocando así la formación de charcas y montones de cieno que enmugrecen los barrios obreros y corrompen la atmósfera. Tal como lo hace en su país, construye su porqueriza junto a su vivienda; y si ello no es posible, el cerdo duerme en la propia habitación. Esta nueva y anormal especie de cría de animales practicada en las grandes ciudades es puramente de origen irlandés. El irlandés es apegado a su cochino como el árabe a su caballo, si es que no lo vende cuando está cebado para ser matado; por lo demás, come con él, duerme con él, sus hijos juegan con él, montan sobre su lomo y retozan con él en el fango, de todo lo cual se pueden ver mil ejemplos en todas las grandes ciudades de Inglaterra. Y en cuanto a la suciedad, a la incomodidad de las casas, es imposible hacerse una idea. El irlandés no está acostumbrado a los muebles; un montón de paja, algunos trapos absolutamente inservibles como vestido, y ésa es su cama. Un trozo de madera, una silla rota, una vieja caja a guisa de mesa, y no necesita nada más; una tetera, unas ollas y escudillas de barro le bastan para su cocina, que sirve a la vez de habitación para dormir y sala. Y cuando carece de combustible echa mano a todo lo que puede arder: sillas, marcos de puertas, molduras, tablas del piso, suponiendo que las tenga, todo va a parar a la chimenea. Y, además, ¿para qué necesita espacio? En su país, en su cabaña de argamasa y paja, una sola habitación era suficiente para todos los menesteres domésticos; en Inglaterra, la familia tampoco tiene necesidad de más de una habitación. Ese apiñamiento de varias personas en una sola habitación, actualmente tan extendido, ha sido introducido principalmente por la inmigración irlandesa. Y como es muy necesario que ese pobre diablo tenga al menos un placer, ya que la sociedad lo excluye de todos los demás, se va a la taberna a beber aguardiente. El aguardiente es para el irlandés la única cosa que da sentido a su vida, el aguardiente y, desde luego, también su temperamento despreocupado y jovial: he ahí por qué se entrega al aguardiente hasta la embriaguez más brutal. El carácter meridional, frívolo, del irlandés, su rudeza que lo sitúa a un nivel apenas superior al del salvaje, su menosprecio de todos los placeres más humanos, que es incapaz de disfrutar debido precisamente a su rudeza, su desaseo y su pobreza, son otras tantas razones que favorecen el alcoholismo; la tentación es demasiado fuerte, él no la puede resistir, y todo el dinero que gana pasa por su gaznate. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo puede la sociedad que lo pone en una situación tal que se convertirá casi necesariamente en un bebedor, que lo deja embrutecerse y no se preocupa en absoluto de él, acusarlo, cuando después se convierte efectivamente en un borracho?

El trabajador ingles debe luchar contra un competidor de ese género, contra un competidor que ocupa el peldaño más bajo de la escala que pueda existir en un país civilizado y que, precisamente por esa razón, se conforma con un salario inferior al de cualquier otro trabajador. Por eso el salario del trabajador inglés, en todos los sectores donde el irlandés puede hacerle la competencia, no hace más que bajar constantemente, y no podría ser de otro modo, como dice Carlyle. Ahora bien, esos sectores son muy numerosos. Todos aquellos empleos que requieren poca o ninguna habilidad se ofrecen a los irlandeses. Desde luego, para los trabajos que exige un larga aprendizaje o una actividad duradera y regular, el irlandés disoluto, versátil y bebedor no sirve. Para convertirse en obrero mecánico (en Inglaterra todo trabajador ocupado en la fabricación de máquinas es un mecánico), para convertirse en obrero de fábrica, tendría primero que adoptar la civilización y las costumbres inglesas, en una palabra, convertirse en primer lugar en objetivamente inglés. Mas cuando se trata de un trabajo simple, menos preciso, que requiere más vigor que destreza, el irlandés es tan bueno como el inglés. Y por eso tales oficios son invadidos por los irlandeses; los tejedores a mano, los ayudantes de albañil, cargadores, "jobbers" (obrero que trabaja a destajo), etc., forman legión entre los irlandeses; y la invasión de esta nación ha contribuido con mucho en esas ocupaciones a disminuir el salario, y con él a la propia clase obrera. Y aun cuando los irlandeses que han invadido otros sectores laborales han debido civilizarse, todavía les quedan suficientes vestigios de su antiguo modo de vida como para ejercer una influencia degradante sobre sus compañeros de trabajo ingleses, por no hablar de la influencia del medio ambiente irlandés mismo. Porque si se considera que, en cada gran ciudad, una cuarta o quinta parte de los obreros son irlandeses o descendientes de ellos, criados en la suciedad irlandesa, no es de asombrar que en la existencia de toda la clase obrera, en sus costumbres, su nivel intelectual y moral, sus caracteres generales, se halle una buena parte de lo que constituye el fondo de la naturaleza irlandesa, y se concebirá que la situación repugnante de los trabajadores ingleses, resultado de la industria moderna y sus consecuencias, haya podido ser después de todo envilecida.

LOS RESULTADOS

Después de examinar con bastante detalle las condiciones en las que vive la clase obrera urbana, es oportuno sacar de esos hechos otras conclusiones, y compararlas a su vez con la realidad. Veamos, pues, en lo que se han convertido los trabajadores en esas condiciones, con qué género de hombres tenemos que habérnoslas, y cuál es su situación física, intelectual y moral.

Cuando un individuo hace a otro individuo un perjuicio tal que le causa la muerte, decimos que es un homicidio; si el autor obra premeditadamente, consideramos su acto como un crimen. Pero cuando la sociedad pone a centenares de proletarios en una situación tal que son necesariamente expuestos a una muerte prematura y anormal, a una muerte tan violenta como la muerte por la espada o por la bala; cuando quita a millares de seres humanos los medios de existencia indispensables, imponiéndoles otras condiciones de vida, de modo que les resulta imposible subsistir; cuando ella los obliga por el brazo poderoso de la ley a permanecer en esa situación hasta que sobrevenga la muerte, que es la consecuencia inevitable; cuando ella sabe, cuando ella sabe demasiado bien que esos millares de seres humanos serán víctimas de esas condiciones de existencia, y sin embargo permite que subsistan, entonces lo que se comete es un crimen, muy parecido al cometido por un individuo, salvo que en este caso es más disimulado, más pérfido, un crimen contra el cual nadie puede defenderse, que no parece un crimen porque no se ve al asesino, porque el asesino es todo el mundo y nadie a la vez, porque la muerte de la víctima parece natural, y que es pecar menos por comisión que por omisión. Pero no por ello es menos un crimen. Ahora pasaré a demostrar que la sociedad en Inglaterra comete cada día y a cada hora lo que los periódicos obreros ingleses tienen toda razón en llamar crimen social; que ella ha colocado a los trabajadores en una situación tal que no pueden conservar la salud ni vivir mucho tiempo; que ella mina poco a poco la existencia de esos obreros, y que los conduce así a la tumba antes de tiempo; demostraré, además, que la sociedad sabe hasta qué punto semejante situación daña la salud y la existencia de los trabajadores, y sin embargo no hace nada para mejorarla: En cuanto al hecho de que conoce las consecuencias de sus instituciones y que sabe que sus actuaciones no constituyen por tanto un simple homicidio, sino un asesinato, puedo demostrarlo citando documentos oficiales, informes parlamentarios o administrativos que establecen la materialidad del crimen.

En primer lugar, huelga decir que una clase social que vive en las condiciones descritas anteriormente y tan mal provista de todo lo que es adecuado para satisfacer las necesidades vitales más elementales no podría tener buena salud ni alcanzar una edad avanzada. Sin embargo, examinemos una vez más esas diferentes condiciones bajo la relación más particular del estado sanitario en que viven los trabajadores. La concentración de la población en las grandes ciudades ejerce ya de por sí una influencia muy desfavorable; la atmósfera de Londres no podría ser tan pura, tan rica en oxígeno como la de una región rural; dos millones y medio de pulmones y doscientos cincuenta mil hogares hacinados en una superficie de tres o cuatro millas cuadradas consumen una cantidad considerable de oxígeno que no se renueva sino muy difícilmente, ya que la manera en que son construidas las ciudades hace difícil la ventilación. El gas carbónico producido por la respiración y la combustión permanece en las calles, debido a su densidad y a que la corriente principal de los vientos pasa por encima de los techos de las casas. Los pulmones de los habitantes no reciben su plena ración de oxígeno: la consecuencia de ello es un entumecimiento físico e intelectual y una disminución de la energía vital. Por eso los habitantes de las grandes ciudades se hallan, es cierto, menos expuestos a las enfermedades agudas, en particular de tipo inflamatorio, que los del campo, que viven en una atmósfera libre y normal; en cambio, ellos sufren mucho más de enfermedades crónicas. Y si la vida en las grandes ciudades ya no es de por sí un factor de buena salud, es de suponer el efecto nocivo de esa atmósfera anormal en los distritos obreros, donde, como hemos visto, todo se reúne para emponzoñar la atmósfera. En el campo puede que sea relativamente poco perjudicial que haya una charca de agua contaminada muy cerca de la casa, porque allí no hay problema de ventilación; pero en el centro de una gran ciudad, entre calles y callejones que impiden toda corriente de aire, la cosa es distinta. Toda materia animal y vegetal que se descompone produce gases indudablemente perjudiciales para la salud, y si esos gases no tienen salida libre contaminan necesariamente la atmósfera. Las basuras y las charcas que existen en los barrios obreros de las grandes ciudades representan por ende un grave peligro para la salud pública, porque ellas producen precisamente esos gases patógenos. Lo mismo ocurre en cuanto a las emanaciones de las corrientes de agua contaminadas. Pero eso no es todo. La sociedad actual trata a la gran masa de pobres de una manera verdaderamente repugnante. Se los trae a las grandes ciudades, donde respiran una atmósfera mucho peor que en su campiña natal; se les asigna barrios cuya construcción hace que la ventilación sea mucho más difícil que en cualquier otra parte; se les quita todos los medios de mantenerse limpios, se les priva de agua al no instalárseles agua corriente sino mediante pago, y contaminando de tal modo las corrientes de agua que no podrían lavarse en ellas; al privárseles de todo medio de desembarazarse de ellos de otro modo, se les obliga a arrojar a la calle todos los detritos y basuras, todas las aguas sucias, a menudo incluso todas las inmundicias y excremento nauseabundos; y se les obliga así a contaminar sus propios barrios. Pero eso no es todo. Se acumulan sobre ellos todos los males posibles e imaginables. Si la población de la ciudad ya es demasiado densa en general, es a ellos sobre todo a quienes se fuerza a concentrarse en un pequeño espacio. No conformes de haber contaminado la atmósfera de la calle, se los encierra por docenas en una sola habitación, de modo que el aire que respiran por la noche es verdaderamente asfixiante. Se les dan viviendas húmedas, sótanos cuyos pisos rezuman, o buhardillas con techos que dejan pasar el agua; se les construye casas de donde no puede escaparse el aire viciado; se les da ropa mala o casi harapienta, alimentos adulterados o indigestos; se les expone a las emociones más vivas, a las más violentas alternativas de miedo y de esperanza; se les acosa como a animales, y nunca se les da reposo, ni se les deja disfrutar tranquilamente de la existencia. Se les priva de todo placer, a excepción del placer sexual y la bebida, pero en cambio se les hace trabajar cada día hasta el agotamiento total de sus fuerzas físicas y morales, empujándolos de ese modo a los peores excesos en los dos únicos placeres que les quedan. Y si ello no es suficiente, si resisten todo eso, son víctimas de una crisis que hace que pierdan el empleo, y les quitan lo poco que se les había dejado hasta entonces.

En esas condiciones, ¿cómo es posible que la clase pobre pueda disfrutar de buena salud y vivir mucho tiempo? ¿Qué otra cosa puede esperarse sino una enorme mortalidad, epidemias permanentes, y un debilitamiento progresivo e ineluctable de la generación de los trabajadores? Veamos un poco los hechos.

De todas partes afluyen los testimonios que demuestran que las viviendas de los trabajadores en los barrios malos de las ciudades y las condiciones de vida habituales de esa clase social son causa de numerosas enfermedades. El artículo del Artizan citado anteriormente afirma con razón que las enfermedades pulmonares son la consecuencia inevitable de esas condiciones de alojamiento y son, en efecto, particularmente frecuentes entre los obreros. El aspecto demacrado de muchas personas que uno encuentra en la calle muestra claramente que esa nociva atmósfera de Londres, en particular en los distritos obreros, favorece en el más alto grado el desarrollo de la tisis. Cuando uno se pasea por la mañana temprano, en el momento en que todo el mundo va hacia su trabajo, se queda estupefacto por el número de personas que parecen casi o totalmente tísicas. Incluso en Manchester la gente no tiene esa cara; esos espectros lívidos, larguiruchos y flacos de pecho estrecho, y ojos cavernosos, con quienes uno se cruza a cada momento, esos rostros insulsos, desmedrados, incapaces de la menor energía, no es sino en Londres donde me ha sorprendido su gran número —si bien la tisis hace igualmente grandes estragos todos los años en las ciudades industriales del norte del país. La gran rival de la tisis, si se exceptúan otras enfermedades pulmonares y la escarlatina, es la enfermedad que provoca los más horrorosos estragos en las filas de los trabajadores: el tifus. De acuerdo con los informes oficiales sobre la higiene de la clase obrera, la causa directa de ese azote universal es el estado de las viviendas: mala ventilación; humedad y desaseo. Ese informe que, tengamos presente, ha sido redactado por los principales médicos de Inglaterra según las indicaciones de otros médicos, ese informe afirma que un solo patio mal ventilado, un solo callejón sin albañal; sobre todo si hay mucha aglomeración de vecinos, y si en las cercanías se descomponen materias orgánicas, puede provocar la fiebre, y la provoca casi siempre. Casi por todas partes esa fiebre tiene el mismo carácter y evoluciona en casi todos los casos finalmente hacia un tifus evolucionado. Ella hace su aparición en los barrios obreros de todas las grandes ciudades e incluso en algunas calles mal construidas y mal conservadas de localidades menos importantes, y es en los peores barrios donde hace los mayores estragos, aunque desde luego también hace algunas víctimas en barrios no tan malos. En Londres, hace estragos desde hace ya bastante tiempo. La violencia desacostumbrada con que se manifestó en 1837 dio lugar al informe oficial al que nos referimos aquí. Según el informe oficial del Dr. Southwood Smith acerca del hospital londinense donde se trataron los casos de tifus, su número llegó a 1 462 en 1843, o sea 418 casos más que los registrados en los años anteriores. Esa enfermedad había hecho estragos particularmente en los barrios sucios y húmedos del este, del norte y del sur de Londres. Un gran número de enfermos eran trabajadores provenientes de la provincia que habían sufrido durante el viaje y después de su arribo las más duras privaciones, durmiendo medio desnudos y medio muertos de hambre en las calles, no hallando trabajo, y de ese modo se habían enfermado. Esas personas fueron transportadas al hospital en tal estado de debilidad, que fue necesario administrarles una cantidad considerable de vino, de coñac, de preparaciones amoniacales y de otros estimulantes. El 16.5 por ciento del conjunto de enfermos murió. Esta fiebre maligna también hizo estragos en Manchester, en los barrios obreros más sórdidos de la antigua ciudad, Ancoats, Little Ireland, etc.; de allí no desaparecía casi nunca, sin llegar a alcanzar  sin  embargo,  como en el  resto de las  ciudades inglesas, la extensión que era de esperar. En cambio, en Escocia y en Irlanda el tifus hizo estragos con una violencia difícil de imaginar; en Edimburgo y en Glasgow, hizo una aparición muy violenta en 1817, luego del alza de los precios, en 1826 y 1837 después de las crisis económicas y disminuyó durante cierto tiempo luego de cada una de esas acometidas, cuya duración era de unos tres años. En Edimburgo, durante la epidemia de 1817, fueron afectadas unas 6 000 personas; durante la de 1837, unas 10 000, y no solamente el número de enfermos sino que además la violencia de la enfermedad y la proporción de los decesos aumentaron con cada retorno de la epidemia.

Mas la violencia de la enfermedad en sus diferentes apariciones pareció un juego de niños comparada con la que siguió a la crisis de 1842. La sexta parte del número total de pobres en toda Escocia fue víctima de esa fiebre y el mal fue trasmitido con una rapidez vertiginosa de una localidad a otra por mendigos errantes. No alcanzó a las capas media y superior de la sociedad, pero en dos meses, el tifus hizo más víctimas que durante los doce años anteriores. En Glasgow en 1843, el 12% de la población (o sea unas 32 000 personas) contrajo esa enfermedad y el 32% de los enfermos murió, en tanto que la mortalidad en Manchester y Liverpool no pasó generalmente del 8%. La enfermedad provocaba crisis a los siete y a los quince días; ese día el paciente se ponía generalmente amarillo: nuestra autoridad cree poder concluir de ello que la causa del mal puede buscarse asimismo en una violenta emoción y un violento pavor. Esas fiebres epidémicas hicieron estragos igualmente en Irlanda. Durante 21 meses de los años 1817-1818 se trataron 39 000 casos en el hospital de Dublín, y en el curso de un año ulterior, según el sheriff A. Alison, su número se elevó hasta 60 000. En Cork, el hospital para los atacados por la fiebre atendió en 1817-1818 a la séptima parte de la población; y la cuarta de ésta en Limerick y el 95% de los habitantes del barrio malo de Waterford fueron víctimas de esa fiebre.

Si se recuerdan las condiciones de vida de los trabajadores, si se piensa hasta qué punto sus viviendas se hallan amontonadas y cada rincón literalmente abarrotado de gente, si se tiene presente que los enfermos y los sanos duermen en una sola y misma habitación, en una sola y misma cama, resulta sorprendente que una enfermedad tan contagiosa como esa fiebre no se propague más aún. Y si se piensa en los pocos recursos médicos de que se dispone para atender a los enfermos, en el número de personas sin ninguna atención médica y que desconocen las reglas más elementales de la dietética, la mortalidad puede todavía parecer relativamente baja. El Dr. Alison, que conoce bien esa enfermedad, atribuye directamente su causa a la miseria y a la penuria de los indigentes, lo mismo que el informe que he citado, él afirma que las privaciones y la no satisfacción relativa de las necesidades vitales hacen que el organismo sea receptivo al contagio y que, de manera general, ellas son responsables en primer lugar de la gravedad de la epidemia y de su rápida propagación. Él demuestra que cada aparición de la epidemia de tifus, tanto en Escocia como en Irlanda, tiene por causa un período de privaciones —crisis económica o mala cosecha— y que es casi exclusivamente la clase trabajadora quien soporta la violencia del azote. Es notable que, según sus manifestaciones, la mayoría de los individuos que sucumben al tifus sean padres de familia, es decir, precisamente aquellos más indispensables a los suyos; él cita a varios médicos irlandeses cuyas opiniones concuerdan con las suyas.

Hay otra serie de enfermedades cuya causa directa no es tanto la vivienda como la alimentación de los trabajadores. El alimento indigesto de los obreros es enteramente impropio para la sustentación de los niños; y, sin embargo, el trabajador no tiene ni el tiempo ni los medios de dar a sus hijos un sustento más adecuado. A ello hay que añadir la costumbre todavía muy extendida que consiste en dar a los niños aguardiente, y hasta opio. Todo esto ayuda —junto con el efecto nocivo de las condiciones de vida sobre el desarrollo físico— a engendrar las enfermedades más diversas de los órganos digestivos, que dejan sus huellas para el resto de la existencia. Casi todos los trabajadores tienen el estómago más o menos deteriorado y se hallan sin embargo obligados a continuar con el régimen que es precisamente la causa de sus males. Además, ¿cómo podrían ellos saber las consecuencias de ese régimen? Y, aun cuando las conocieran, ¿cómo podrían observar un régimen más conveniente, mientras no se les dé otras condiciones de vida, mientras no se les dé otra educación?

Por otra parte, esa mala digestión engendra desde la infancia otros males. Las escrófulas son casi una regla general entre los trabajadores, y los padres escrofulosos tienen hijos escrofulosos, sobre todo si la causa principal de la enfermedad obra a su vez sobre niños, que la herencia predispone a ese mal. Una segunda consecuencia de esa insuficiencia alimenticia durante la formación es el raquitismo (enfermedad inglesa, excrecencias nudosas que aparecen en las articulaciones), muy extendido asimismo entre los niños de los trabajadores. La osificación es retardada, todo el desarrollo del esqueleto retrasado, y además de las afecciones raquíticas habituales, se comprueba con bastante frecuencia la deformación de las piernas y la escoliosis de la columna vertebral. Desde luego, no tengo necesidad de decir hasta qué punto todos esos males son agravados por las vicisitudes a las cuales las fluctuaciones del comercio, el paro forzoso y el escaso salario de los períodos de crisis exponen a los obreros. La ausencia temporal de una alimentación suficiente, que cada trabajador experimenta por lo menos una vez en su vida, no hace más que contribuir a agravar las consecuencias que entraña una mala nutrición, desde luego, pero que al menos era suficiente. Los niños que, en el momento preciso en que les es más necesaria la alimentación, pueden matar el hambre solamente a medias (y sabe Dios cuántos de ellos hay en cada crisis, e incluso durante los períodos económicos más florecientes), llegarán a ser fatalmente en gran proporción, niños débiles, escrofulosos y raquíticos. Y es un hecho que eso es lo que les toca en suerte. El estado de abandono a que es condenada la gran mayoría de los hijos de trabajadores deja sus huellas indelebles, y tiene por consecuencia el debilitamiento de toda la generación de trabajadores, a lo cual se añade el vestido inapropiado de esa clase social, y la dificultad, incluso la imposibilidad, de protegerse contra los resfriados, además de la necesidad de trabajar mientras lo permita la mala condición física, la agravación de la miseria en el seno de la familia afectada por la enfermedad y la ausencia demasiado común de toda asistencia médica. Se podrá entonces tener una idea aproximada del estado de salud de los obreros ingleses. Y ni siquiera deseo mencionar aquí los efectos nocivos particulares de ciertas ramas de la industria, debido a las condiciones de trabajo actuales.

Hay también otras causas que debilitan la salud de un gran número de trabajadores. En primer lugar, la bebida. Todas las seducciones, todas las tentaciones posibles se unen para arrastrar a los trabajadores al alcoholismo. Para ellos, el aguardiente es casi la única fuente de alegría, y todo contribuye a ponérselo al alcance de la mano. El trabajador regresa a su casa fatigado y agotado por su labor; halla una vivienda sin la menor comodidad, húmeda, inhospitalaria y sucia; tiene necesidad urgente de distracción, necesita alguna cosa que haga que su trabajo valga la pena; que le haga soportable la perspectiva del amargo mañana; está abrumado, se siente mal, es llevado a la hipocondría: esta disposición de ánimo debida esencialmente a su mala salud, sobre todo a su mala digestión, es exacerbada hasta el punto de ser intolerable por la inseguridad de su existencia, su dependencia del menor azar y su incapacidad para hacer lo que fuere a fin de tener una vida menos precaria; su cuerpo, debilitado por la atmósfera contaminada y la mala alimentación, exige imperiosamente un estímulo externo; su necesidad de compañía sólo puede ser satisfecha en la taberna, no hay otro lugar donde encontrar a sus amigos. ¿Cómo podrá el trabajador no ser tentado al extremo por la bebida? ¿Cómo podría resistir la atracción del alcohol? Muy al contrario, una necesidad física y moral hace que, en esas condiciones, una parte muy grande de los trabajadores deba necesariamente sucumbir al alcoholismo. Y sin hablar de las condiciones físicas que incitan al trabajador a beber, el ejemplo de la mayoría, la educación descuidada, la imposibilidad de proteger a la gente joven contra esa tentación, muy frecuentemente la influencia directa de padres alcohólicos, que dan ellos mismos aguardiente a sus hijos, la certidumbre de olvidar en la embriaguez, al menos por algunas horas, la miseria y la carga de la vida, y cien factores más, tienen un efecto tan poderoso que no se podría verdaderamente reprochar a los trabajadores su predilección por el aguardiente. En ese caso el alcoholismo deja de ser un vicio del cual puede hacerse responsable a quien a él se entrega; se convierte en un fenómeno natural, la consecuencia necesaria e ineluctable de condiciones dadas que obran sobre un objeto que —al menos en cuanto a dichas condiciones— no posee voluntad. Hay que endosar la responsabilidad de ello a los que han hecho del trabajador un simple objeto. Sin embargo; la misma necesidad que conduce a la mayoría de los trabajadores al alcoholismo hace que la bebida haga a su vez sus estragos en el ánimo y el cuerpo de sus víctimas. La predisposición a las enfermedades resultante de las condiciones de vida de los trabajadores es favorecida por la bebida, muy particularmente la evolución de las afecciones pulmonares e intestinales, sin olvidar el brote y la propagación del tifus.

Otra causa de los males físicos es la imposibilidad, para la clase obrera, de procurarse en caso de enfermedad la asistencia de médicos competentes. Es cierto que un gran número de establecimientos de asistencia tratan de mitigar esa carencia; por ejemplo, el hospital de Manchester atiende a unos 22 000 enfermos cada año o les da consejo y medicamentos; pero, ¿qué representa eso en una ciudad donde, según las estimaciones de Gaskell, tres de cada cuatro habitantes requieren de asistencia médica anualmente? Los médicos ingleses exigen honorarios elevados y los trabajadores no se hallan en situación de pagarlos. Por consecuencia, no pueden hacer nada, o bien son obligados a recurrir a curanderos, o a remedios caseros baratos, que a la larga les resultan nocivos. Un gran número de curanderos opera en todas las ciudades inglesas y se forma una clientela en las clases más pobres por medio de anuncios, afiches y otros trucos del mismo género. Pero además, se vende una multitud de medicamentos llamados patentes (patent medicines) contra todos los males posibles e imposibles, píldoras de Morrison, píldoras vitales Parr, píldoras del Dr. Mainwaring y mil otras píldoras, esencias y bálsamos que tienen todos la propiedad de curar todas las enfermedades del mundo. Es cierto que esos medicamentos raramente contienen productos verdaderamente tóxicos, pero en numerosos casos ejercen un efecto nocivo sobre el organismo cuando son tomados en dosis importantes y repetidas; no es para asombrarse que los trabajadores ignorantes consuman grandes cantidades de ellos para todo propósito y fuera de propósito. Es cosa muy corriente que el fabricante de las píldoras vitales Parr venda de 20 a 25 mil frascos por semana de esas píldoras curativas, alguno las toma como remedio contra el estreñimiento, otro contra la diarrea, contra la fiebre, la anemia y todos los males posibles. Del mismo modo que nuestros campesinos alemanes se hacían aplicar ventosas o se hacían hacer una sangría en ciertas estaciones del año, los obreros ingleses toman ahora sus medicinas patentadas, perjudicándose ellos mismos, mientras que los fabricantes se benefician con su dinero. Entre esos remedios, uno de los más peligrosos es un brebaje a base de opiados, en particular de láudano, vendido bajo el nombre de "Cordial de Godfrey". Algunas mujeres que trabajan a domicilio, que cuidan sus niños o los de otras personas, les administran ese brebaje para mantenerlos tranquilos y fortificados, al menos muchos así lo piensan. Desde el nacimiento de los niños, ellas comienzan a usar esos remedios, sin conocer los efectos de ese "fortificante" hasta que los niños mueren debido a él. A medida que el organismo se acostumbra a los efectos del opio, se van aumentando las cantidades administradas. Cuando ya el "Cordial" no hace efecto, también se toma algunas veces láudano puro, de 15 a 20 gotas de una vez. El coraner de Nottingham atestiguó ante una comisión gubernamental que un solo boticario había utilizado, según confesión propia, 13 quintales de jarabe para preparar "Cordial de Godfrey". Puede imaginarse fácilmente las consecuencias de semejantes tratamientos para los niños. Se vuelven pálidos, apagados, débiles y la mayoría muere antes de cumplir dos años de edad. El uso de esa medicina se halla muy extendido en todas las grandes ciudades y regiones industriales del reino.

La consecuencia de todos esos factores es un debilitamiento general del organismo de los trabajadores. Entre ellos hay pocos hombres vigorosos, bien formados y saludables, al menos entre los obreros industriales que trabajan la mayor parte del tiempo en locales cerrados y de los cuales se trata aquí exclusivamente. Casi todos son débiles, poseen una osamenta angulosa, pero poco robusta, son flacos, pálidos y su cuerpo, excepto los músculos que requieren su trabajo, es enervado por la fiebre. Casi todos sufren de mala digestión y, por consiguiente, son más o menos hipocondríacos y de humor sombrío y desagradable. Su organismo debilitado no está en condiciones de resistir a la enfermedad y a la menor ocasión son víctimas de ella. Por eso envejecen prematuramente y mueren jóvenes. Las estadísticas de mortalidad al respecto ofrecen una prueba irrefutable.

Según el informe del registrador general G. Graham, la mortalidad anual en toda Inglaterra y el país de Gales es ligeramente inferior al 2.25%, es decir, que anualmente muere un hombre de cada 45. Por lo menos, ése era el promedio de los años 1839-1840. El año siguiente la mortalidad bajó un poco y fue sólo de uno cada 46. Pero en cuanto a las grandes ciudades el informe es enteramente distinto. Tengo ante mí estadísticas oficiales (Manchester Guardian del 31 de julio de 1844) que indican para la mortalidad en algunas grandes ciudades las cifras siguientes: en Manchester, incluyendo Salford y Chorlton, 1 de cada 32.72; y excluyendo Salford y Chorlton, 1 de cada 30.75; en Liverpool, incluyendo West Derby (suburbio): 1 de cada 31.90 y sin West Derby, 29.90; mientras que para todos los distritos mencionados: Cheshire, Lancashire y Yorkshire, que comprenden una multitud de  distritos  rurales o semirurales,  además  de  numerosas localidades pequeñas, o sea una población de 2 172 506 personas, la cifra promedio de mortalidad es de 1 deceso por cada 39.80 habitantes. Hasta qué punto los trabajadores son desfavorecidos en las ciudades nos lo muestra el porcentaje de mortalidad en Prescott, en Lancashire, distrito habitado por mineros del carbón y que, puesto que el trabajo de las minas está lejos de ser sano, se sitúa muy por debajo de las zonas rurales por lo que toca a la higiene. Pero los obreros residen en el campo y la mortalidad se cifra en 1 por 47.54 habitantes, o sea, menos elevada que el promedio de toda Inglaterra (siendo la diferencia de casi 2.5 puntos: 1 deceso por 45 personas en Inglaterra).

Todas estas indicaciones se fundan en las cifras de mortalidad para 1843. La tasa de mortalidad es aún más elevada en las ciudades de Escocia; en Edimburgo, en 1839-1840 fue de 1 de cada 29, incluso en 1831 solamente en la ciudad antigua, 1 de cada 22; en Glasgow, según el Dr. Cowan (Vital Statistics of Glasgow), 1 de cada 30 por término medio desde 1830; en ciertos años de 1 de cada 22 a 1 de cada 24. Por todas partes se comprueba que esa reducción considerable del promedio de duración de la vida afecta principalmente a la clase obrera, y de igual modo, que el promedio para todas las clases se eleva por la débil mortalidad de las clases superior y media. Uno de los testimonios más recientes es el del Dr. P.H. Holland, de Manchester, quien llevó a cabo una encuesta oficialmente en el suburbio de Manchester, Chorlton-on-Medlock. Él clasificó los inmuebles y las calles en tres categorías y halló las diferencias de mortalidad siguientes:

Calles de primera clase Casas de primera clase
Casas de segunda clase
Casas de tercera clase
Mortalidad: uno de cada 51
Mortalidad: uno de cada 45
Mortalidad: uno de cada 36
Calles de segunda clase Casas de primera clase
Casas de segunda clase
Casas de tercera clase
Mortalidad: uno de cada 55
Mortalidad: uno de cada 38
Mortalidad: uno de cada 35
Calles de tercera clase Casas de primera clase
Casas de segunda clase
Casas de tercera clase
Mortalidad: no hay datos
Mortalidad: uno de cada 35
Mortalidad: uno de cada 25

De muchos otros datos proporcionados por Holland, destaca que la mortalidad en las calles de segunda clase es 18% más elevada; y en las de tercera categoría el 68% más elevada que en las calles de primera clase; que la mortalidad en los inmuebles de segunda clase es de 31%, y en los de tercera clase el 78% mayor que en los de la primera categoría; que la mortalidad en las calles malas que han sido mejoradas ha disminuido en 25%. Concluye haciendo una observación muy franca para un burgués inglés:

Cuando vemos que en algunas calles la mortalidad es cuatro veces más elevada que en otras, y que en ciertas categorías enteras de calles es dos veces más elevada que en otras; cuando vemos además que es poco más o menos baja en las calles bien cuidadas, no nos queda más remedio que llegar a la conclusión de que una muchedumbre de nuestros semejantes, que centenares de nuestros vecinos más cercanos, son matados cada año por falta de las precauciones más elementales.

El informe sobre el estado de salud de la clase trabajadora contiene una indicación que confirma ese mismo hecho. En Liverpool, en 1840, el promedio de vida era de 35 años para las clases superiores, de 22 años para los hombres de negocios y los artesanos acomodados, y de 15 años solamente para los jornaleros y domésticos, en general. Los informes parlamentarios abundan en detalles análogos.

La espantosa mortalidad infantil en la clase obrera aumenta las listas de mortalidad. El organismo frágil de un niño es el que ofrece la resistencia más débil a los efectos desfavorables de un modo de vida miserable. El estado de abandono al cual es con frecuencia expuesto cuando sus padres trabajan, o cuando uno de ellos falta, no tarda en hacerse sentir cruelmente. Por tanto no hay que asombrarse si en Manchester por ejemplo, según el informe que acabamos de citar, más del 57% de los hijos de obreros muere antes de haber cumplido la edad de 5 años, mientras que entre los niños de las clases burguesas la proporción de los decesos no es más que del 20%, y que el promedio para todas las clases en las regiones rurales no llega al 32%.

El artículo del Artizan que hemos citado con frecuencia nos proporciona al respecto datos más precisos, comparando los porcentajes de decesos de ciertas enfermedades infantiles entre los niños de las ciudades y los del campo. Demuestra de ese modo que, en general, las epidemias son tres veces más mortíferas en Manchester y Liverpool que en las regiones rurales; que las enfermedades del sistema nervioso son multiplicadas por 5 y los males del estómago por 2, mientras que los decesos debidos a enfermedades pulmonares son dos veces y media más numerosos en las ciudades que en el campo; los decesos infantiles debidos a la viruela, al sarampión, a la tos ferina y a la escarlatina son cuatro veces más numerosos en la ciudad; los decesos debidos a la hidrocefalia son tres veces más numerosos y los debidos a las convulsiones, diez veces más numerosos. Para citar otra autoridad reconocida, reproduzco aquí la tabla siguiente. De cada 10 000 personas, mueren:


< 5 años
5-19
20-39
40-59
60-69
70-79
80-89
90-99
100 o más
En el condado de Rutland, un distrito agrícola saludable
2 865 891 1 275 1 299 1 189 1 428 938 112 3
Essex, distrito agrícola pantanoso
3 159 1 110 1 526 1 413 963 1 019 630 177
3
La ciudad de Carlisle 1779-1797 antes de las fábricas
4 408 921 1 006 1 201 940 826 533 153 22
La ciudad de Carlisle después de la introducción de las fábricas 4 738 930 1 261 1 134 677 27 452 80 1
Preston, ciudad industrial
4 947 1 136 1 379 1 114 553 532 298 38 3
Leeds, ciudad industrial
5 286 927 1 228 1 198 593 512 225 29
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Además de esas diferentes enfermedades, consecuencia necesaria del estado de abandono y de opresión en que se halla actualmente la clase pobre, hay también factores que contribuyen al crecimiento de la mortalidad infantil. En muchas familias, tanto el hombre como la mujer trabajan fuera del hogar, de lo que se sigue que los niños se ven privados de toda atención, estando o encerrados o al cuidado de otras personas. Por tanto no es sorprendente que centenares de esos niños pierdan la vida en los más diversos accidentes. En ninguna parte tantos niños son aplastados por vehículos o caballos, sufren caídas mortales, se ahogan o se queman, como en las grandes ciudades inglesas; son particularmente frecuentes los decesos por quemaduras graves o resultantes de la manipulación de un recipiente de agua hirviendo, casi uno por semana en Manchester durante los meses de invierno. En Londres también son frecuentes; sin embargo, es raro que los periódicos se hagan eco de ello. Actualmente sólo tengo una información a la mano, del Weekly Dispatch del 15 de diciembre de 1844, según la cual se produjeron seis casos de ese género en la semana del primero al siete de diciembre. Esos pobres niños, que pierden la vida de manera tan espantosa son verdaderamente las víctimas de nuestro desorden social y de las clases que tienen interés en ese desorden. Y, sin embargo, cabe preguntarse si esa muerte dolorosa y horrible no es un beneficio para esos niños al evitarles una vida larga y cargada de penas y miserias, rica en sufrimientos y pobre en alegrías. Ésa es la situación en Inglaterra, y la burguesía, que puede leer esas noticias todos las días en los periódicos, no siente preocupación alguna por ello. Pero ella tampoco podrá quejarse si, fundándome en los testimonios oficiales y no oficiales que he citado —que ella debe sin duda alguna conocer—, yo la acuso resueltamente de asesinato social. Una de dos: que ella tome todas las medidas necesarias para remediar esa situación espantosa, o que deje a la clase trabajadora la tarea de cuidar los intereses de todos: Pero esta última solución apenas le tienta, y por lo que toca a la primera, le falta el vigor necesario —en tanto sigue siendo burguesía y prisionera de prejuicios burgueses. Porque si bien ahora, mientras caen centenares de millares de víctimas, ella se decide al fin a tomar algunas nimias medidas de precaución para el futuro, a promulgar una Metropolitan Buildings Act, que regulará la concentración escandalosa de viviendas; si se vanagloria de medidas que lejos de ir a la raíz del mal no responden siquiera á las prescripciones más elementales de los servicios municipales de higiene, a pesar de todo ello no podría escapar a mi acusación. La burguesía inglesa no tiene más que una alternativa, o bien continuar su reinado —cargando sobre sus hombros el peso de la acusación irrefutable de asesinar, mal que le pese esa acusación—, o bien abdicar en favor de la clase obrera. Hasta ahora ha preferido la primera solución.

Pasemos ahora del estado físico a estado mental de los trabajadores. Si la burguesía sólo les deja de la vida lo estrictamente necesario, no hay que asombrarse al comprobar que les dispensa justamente tanta cultura como lo exige su propio interés. Y esto no es verdaderamente mucho. Comparados con las cifras de población, los medios de instrucción son increíblemente reducidos. Los pocos cursos que se ponen semanalmente a disposición de la clase trabajadora sólo pueden ser tomados por un número extremadamente mínimo de oyentes, y por añadidura no valen nada; los maestros —obreros retirados, y otras personas no aptas para el trabajo que se hacen maestros solamente para poder vivir—, carecen mayormente de los conocimientos más rudimentarios, se hallan desprovistos de la formación moral tan necesaria al maestro y no existe control público de esos cursos. Aquí también impera la libre competencia y, como siempre, los ricos tienen la ventaja, mientras que los pobres, para quienes la competencia no es precisamente libre y que no poseen los conocimientos necesarios para poder juzgar, no tienen más que los inconvenientes. En ninguna parte existe la asistencia escolar obligatoria; en las propias fábricas no significa nada, como lo veremos más adelante, y cuando en la sesión de 1843 el gobierno quiso poner en vigor esa apariencia de obligación escolar, la burguesía industrial se opuso a ello con todas sus fuerzas, aunque los trabajadores se habían pronunciado categóricamente por esa medida. Por otra parte, un gran número de niños trabajan toda la semana en fábricas o a domicilio y no pueden por tanto asistir a la escuela. Y las escuelas nocturnas, a donde deben ir aquellos que trabajan por el día, apenas tienen alumnos, y éstos no se benefician con ellas en absoluto. En realidad, sería demasiado exigir a jóvenes obreros, que son abrumados durante doce horas, que asistan a la escuela de 8 a 10 de la noche. Los que así lo hacen se duermen la mayor parte del tiempo, tal como lo confirman centenares de testimonios del Children's Employment Report. Desde luego, se han organizado cursos dominicales, pero faltan maestros y no pueden ser útiles sino a aquellos que ya han concurrido a la escuela diaria. El intervalo que separa un domingo del siguiente es demasiado largo para que un niño que comienza en la escuela no olvide a la segunda lección lo que había aprendido ocho días antes durante la primera. En el informe de la Children's Employment Commission millares de pruebas atestiguan —y la propia comisión abunda en ese sentido— que ni los cursos diarios ni los dominicales responden en absoluto a las necesidades de la nación. Ese informe ofrece pruebas de la ignorancia que reina entre la clase trabajadora inglesa y que no se esperaría ni en países como España o Italia. Pero ello no podría ser de otro modo; la burguesía tiene poco que esperar, y sí mucho que temer de la formación intelectual del obrero. En su presupuesto colosal de 55 millones de libras esterlinas, el gobierno ha asignado la ínfima suma de 40 000 libras esterlinas para la instrucción pública; y, de no ser por el fanatismo de las sectas religiosas, cuyas fechorías son tan importantes como las mejoras que aporta aquí y allá, los medios de instrucción serían todavía más miserables.

En efecto, la iglesia anglicana funda sus National Schools, y cada secta sus escuelas, con la única intención de conservar en su seno a los niños de sus fieles y, si es posible, raptar de vez en cuando una pobre alma infantil a otras sectas. La consecuencia de ello no es sino la religión, y precisamente el aspecto más estéril de la religión: la polémica es elevada a la dignidad de disciplina por excelencia, y la memoria de los niños es atiborrada con dogmas incomprensibles y con distinciones teológicas; lo antes posible se estimula en el niño el odio sectario y la santurronería fanática, mientras que toda formación racional, intelectual y moral es vergonzosamente descuidada. Repetidas veces los obreros han exigido del parlamento una instrucción pública puramente laica, dejando la religión a los curas de las diferentes sectas, pero todavía ningún gobierno les ha concedido tal cosa. ¡Es normal! El ministro es el criado obediente de la burguesía, y ésta se divide en una infinidad de sectas; pero cada secta no consiente dar al trabajador esa educación, que de lo contrario resultaría, peligrosa, sino cuando es obligado a tomar, por añadidura, el antídoto que constituyen los dogmas particulares a esa secta. Y todavía actualmente esas sectas se disputan la supremacía, en tanto que la clase obrera sigue inculta. Desde luego, los industriales se jactan de haber enseñado a leer a la mayoría del pueblo, pero "leer" se dice rápido —como lo muestra el informe de la Children's Employment Commission. Cualquiera que conoce el alfabeto dice que sabe leer, y el industrial se satisface de esa piadosa afirmación. Y cuando se piensa en la complejidad de la ortografía inglesa, que hace de la lectura un verdadero arte que no puede ser practicado sino luego de un largo estudio, esa ignorancia resulta comprensible.

Muy pocos obreros saben escribir correctamente; y, por lo que toca a la ortografía, un número muy grande de personas "cultas" no la conocen. No se enseña la escritura en los cursos dominicales de la iglesia anglicana, ni de los cuáqueros, y yo creo que tampoco en las de varias otras sectas, "porque esa es una ocupación demasiado profana para un domingo". Varios ejemplos mostrarán qué género de instrucción se ofrece a los obreros. Los mismos son extraídos del informe de la Children's Employment Commission que, desafortunadamente, no engloba la industria propiamente dicha.

En Birmingham, dice el comisionado Grainger, los niños que interrogué se hallan totalmente desprovistos de lo que muy remotamente podría merecer el nombre de instrucción provechosa. Aunque en casi todas las escuelas no se enseña sino la religión, ellos dieron muestras en general de la más crasa ignorancia igualmente en ese campo. En Wolverhampton, informa el comisionado Horne, hallé entre otros los ejemplos siguientes: una niña de once años de edad había asistido a la escuela diaria y a la escuela dominical, y nunca había oído hablar de otro mundo, del cielo, o de otra vida. Un muchachón de 17 años no sabía cuánto son dos por dos, cuántos farthings (1/4 penique) hay en dos peniques, ni siquiera poniéndole las piezas en la mano. Algunos muchachos jamás habían oído hablar de Londres o incluso de Willenhall, aunque esta ciudad se halla a sólo una hora de sus domicilios y en comunicación constante con Wolverhampton. Otros muchachos jamás habían oído el nombre de la reina, o nombres como Nelson, Wellington, Bonaparte. Pero es notable que los que nunca habían oído hablar de San Pablo, de Moisés o de Salomón, estaban muy al corriente de la vida, los hechos y el carácter de Dick Turpin, el salteador de caminos, y singularmente de Jack Shepard, el ladrón especialista de la evasión. Un joven de 16 años no sabía cuánto son dos por dos ni cuánto hacen cuatro farthings; otro declaró que diez farthings hacían diez medios peniques, y un tercero, de 16 años, respondió a algunas preguntas muy sencillas asegurando que "no zabía na de na"(he was ne judge o' nothin). Esos muchachos, a quienes durante cuatro o cinco años se aporrea con dogmas religiosos, al final saben tanto como antes: Un muchacho "había asistido regularmente durante cinco años a la escuela dominical; ignora quién fue Jesucristo, pero ha oído ese nombre; jamás ha oído hablar de los doce apóstoles, de Sansón, de Moisés, de Aaron, etc.". Otro "ha asistido regularmente seis años a los cursos dominicales. Sabe quién fue Jesucristo, que murió en la cruz para verter su sangre a fin de salvar a nuestro Salvador; jamás ha oído hablar de San Pedro ni de San Pablo". Un tercero "ha asistido a diferentes escuelas dominicales durante siete años, sólo puede leer en libros sencillos, palabras fáciles de una sola sílaba; ha oído hablar de los apóstoles, no sabe si San Pedro o San Juan era uno de ellos, a menos que fuera San Juan Wesley (fundador de la secta Metodista) etc."; a la pregunta: ¿quién fue Jesús?, Horne obtuvo también las respuestas siguientes: "Fue Adán"; "'Fue un Apóstol"; "Era hijo del señor del Salvador (he was the Saviour's Lord's Son), y de un joven de 16 años: "Fue un rey de Londres, hace mucho, mucho tiempo." En Sheffield, el comisionado Symons hizo leer a alumnos de escuelas dominicales; no eran capaces de repetir lo que habían leído, ni decir quiénes eran los apóstoles de que hablaba el texto que acababan de leer. Luego de preguntar a todos, uno tras otro, sobre los apóstoles, sin lograr una respuesta correcta, oyó a un muchacho que parecía astuto exclamar con seguridad: "Yo sé, señor, eran los leprosos". Datos por el estilo se encuentran en los informes acerca de las regiones de las alfarerías y de Lancashire.

Se ve lo que hace la burguesía y el estado por la educación y la instrucción de la clase trabajadora. Afortunadamente, las condiciones en que esa clase vive le dan una cultura práctica que no solamente sustituye el fárrago escolar, sino que anula los efectos perniciosos de las ideas religiosas confusas de que está compuesto, y que incluso sitúa a los trabajadores a la cabeza del movimiento nacional en Inglaterra. La miseria enseña al hombre a defenderse, y lo que es más importante, a pensar y a obrar. El trabajador inglés que sabe apenas leer y todavía menos escribir, sabe muy bien sin embargo cuál es su propio interés y el de toda la nación; sabe asimismo cuál es el interés muy particular de la burguesía, y lo que tiene derecho a esperar de esa burguesía. Si no sabe escribir, sabe hablar, y hablar en público; si no sabe contar, sabe lo bastante sin embargo para hacer, sobre la base de nociones de economía política, los cálculos necesarios para atravesar de parte a parte y refutar a un burgués partidario de la abolición de la ley de granos;  si a pesar del trabajo que se toman los curas, las cuestiones celestes siguen siendo para él muy oscuras, le resultan muy claras las cuestiones terrestres, políticas y sociales. Volveremos sobre ello; abordemos ahora el retrato moral de los trabajadores.

Está bastante claro que la instrucción moral no podría ser más eficaz que la instrucción religiosa, con la que se combina en todas las escuelas inglesas. Los principios elementales que para el ser humano corriente regulan las relaciones de hombre a hombre están envueltos en la más terrible de las confusiones, aun cuando sólo fuese por el hecho de la situación social, de la guerra de todos contra todos; y deben necesariamente seguir siendo totalmente oscuros y extraños para el obrero inculto cuando se le exponen mezclados con dogmas religiosos incomprensibles y bajo la forma religiosa de un mandamiento arbitrario y sin fundamento. Según confesión de todas las autoridades, en particular de la Children's Employment Commission, las escuelas no contribuyen casi nada a la moralidad de la clase trabajadora. La burguesía inglesa se halla tan desprovista de escrúpulos, es tan estúpida y limitada en su egoísmo, que no se toma el trabajo de inculcar a los trabajadores la moral actual, ¡una moral que la burguesía sin embargo se ha fabricado en su propio interés y para su propia defensa! Hasta ese cuidado de sí misma daría demasiado trabajo a esa burguesía perezosa y cada vez más floja, hasta eso le parece superfluo. Desde luego, llegará un momento en que le pesará —demasiado tarde—, su negligencia. Pero no tiene razón de quejarse si los trabajadores ignoran esa moral y no la observan.

Así es cómo los obreros son apartados y descuidados por la clase en el poder, tanto en el plano moral como física e intelectualmente. Sólo se preocupan por ellos a través de la ley, que se aferra a ellos desde el momento en que se acercan demasiado a la burguesía; del mismo modo que hacia los animales desprovistos de razón, no se utiliza sino un solo medio de educación: se emplea el látigo, la fuerza bruta que no convence, sino que se limita a intimidar. Por tanto no es de sorprender que los trabajadores, que son tratados como bestias, se conviertan verdaderamente en bestias, o bien que sólo tengan, para salvaguardar su conciencia de hombres y el sentimiento de que son seres humanos, el odio más feroz, una rebelión interior permanente, contra la burguesía en el poder. No son hombres sino en la medida en que sienten la cólera contra la clase dominante; se convierten en bestias desde el momento en que se acomodan pacientemente a su yugo, no buscando sin hacer agradable su vida bajo el yugo, sin tratar de romperlo.

Eso es todo lo que la burguesía ha hecho por la educación de la clase trabajadora; y cuando hayamos apreciado las demás condiciones en las cuales ésta última vive, no podremos culparla totalmente del rencor que siente hacia la clase dominante. La educación moral que no le es impartida al trabajador en la escuela, tampoco le es ofrecida en los otros momentos de su existencia, al menos, no esa educación moral que posee cierto valor a los ojos de la burguesía. En su posición social y su medio, el obrero encuentra las incitaciones más fuertes a la inmoralidad. Es pobre, la vida notiene atractivos para él, casi todos los placeres le son negados, los castigos previstos por la ley ya no tienen nada de temibles para él, ¿por qué entonces refrenar sus apetencias? ¿Por qué dejar que el rico disfrute de sus bienes en lugar de apropiarse de una parte de ellos? ¿ Qué motivos tiene, pues, el proletario para no robar? Está muy bien decir que "la propiedad es sagrada" y eso suena muy bien a los oídos de los burgueses, pero para quien no posee propiedades, ese carácter sagrado desaparece por sí mismo. El dinero es el dios de ese mundo. La burguesía toma el dinero del proletariado, y hace de él prácticamente un ateo. Por consiguiente, no hay que asombrarse si el proletario pone en práctica su ateísmo no respetando ya la santidad ni el poderío del dios terrenal. Y cuando la pobreza del proletario se incrementa hasta el punto de privarlo del estricto mínimo vital, desembocando en una miseria total, la tendencia al desprecio de todo el orden social crece más todavía. Eso lo sabe una buena parte  de los propios burgueses. Symons hace la observación de que la miseria tiene sobre el ánimo el mismo efecto devastador que el alcoholismo sobre el organismo, y el sheriff Alison explica en detalle a los propietarios que éstas son las consecuencias inevitables de la opresión social para los obreros. La miseria no deja al obrero otras alternativas que éstas: morir de hambre poco a poco, darse la muerte rápidamente, o tomar lo que necesite allí donde lo encuentre, hablando en plata: robar. Y no tenemos por qué asombrarnos de que la mayoría prefìera el robo a la muerte por hambruna o al suicidio. Desde luego, hay igualmente entre los trabajadores cierto número de personas que son lo bastante morales para no robar, incluso cuando son reducidos al peor extremo, y esos mueren de hambre o se suicidan. El suicidio, antaño el privilegio más envidiado de las clases superiores, está ahora de moda en Inglaterra, incluso entre los proletarios, y una multitud de pobres despreciados se matan para escapar a la miseria, de la que no saben cómo salir de otro modo.

Pero lo que ejerce sobre los trabajadores ingleses una influencia mucho más desmoralizadora todavía es la inseguridad de su posición social, la necesidad de vivir al día, en una palabra, lo que hace de ellos proletarios. Nuestros pequeños agricultores en Alemania son también en su mayoría pobres y necesitados, pero dependen menos del azar y poseen al menos algo sólido. Pero el proletario que no posee más que sus dos brazos, que come hoy lo que ganó ayer, que depende del menor azar, que no tiene la menor garantía de que poseerá la capacidad de adquirir los artículos más indispensables —cada crisis, el menor capricho de su patrón puede hacer de él un parado— es colocado en la situación más inhumana que nadie puede imaginarse. La existencia del esclavo es al menos asegurada por el interés de su amo, el siervo tiene por lo menos una parcela de tierra para procurarse el sustento, ambos tienen al menos la garantía de poder subsistir, pero el proletario es reducido a sí mismo e inutilizado para usar sus fuerzas de manera que pueda contar con ellas. Todo lo que puede intentar el proletario para mejorar su situación es una gota de agua en el mar comparado con las vicisitudes a las cuales es expuesto y contra las que no puede hacer absolutamente nada. Es el juguete pasivo de todas las combinaciones posibles de las circunstancias y puede estimarse dichoso de salvar el pellejo, aun cuando sólo fuese por un tiempo. Y su carácter y su género de vida llevan a su vez el sello de esas condiciones de existencia. O bien trata, en ese torbellin, de mantenerse en la superficie, de salvar lo que hay de humano en él, y no puede hacerlo sino rebelándose contra la clase que lo explota tan despiadadamente y lo abandona luego a su suerte, que intenta obligarlo a permanecer en esa situación indigna de un hombre, es decir, contra la burguesía; o bien renuncia a la lucha contra esa situación estéril, y trata de aprovecharse lo más posible de los momentos favorables. Economizar no le sirve de nada, porque a lo sumo sólo puede reunir suficiente dinero para sustentarse un par de semanas, y si se queda sin trabajo, entonces no es solamente cuestión de algunas semanas. Le es imposible adquirir de manera durable una propiedad, y si pudiera hacerlo, dejaría entonces de ser obrero y otro ocuparía su lugar. Por tanto, si recibe un buen salario, ¿qué mejor puede hacer que vivir bien del mismo? El burgués inglés se asombra y escandaliza sobremanera de la vida desahogada que llevan los trabajadores durante los períodos de altos salarios; y sin embargo, no es solamente natural, sino también enteramente razonable por parte de esas personas disfrutar de la existencia cuando pueden hacerlo, en lugar de amasar tesoros que no les sirven de nada y que la polilla y la herrumbre, o sea los burgueses, terminarán de todos modos por roer. Pero semejante existencia es más desmoralizadora que toda otra. Lo que Carlyle dice de los hiladores de algodón, se aplica a todos los obreros de fábrica ingleses:

Hoy los negocios son florecientes entre ellos, mañana se desmoronan —es un perpetuo juego de azar y así viven ellos como jugadores; hoy en el lujo, mañana en la miseria. Un sombrío descontento de sublevados los consume: el sentimiento más miserable que pueda agitar el corazón de un hombre. El comercio inglés, con sus convulsiones y fluctuaciones que sacuden el mundo entero, con su inmenso Proteo de vapor, ha hecho inseguros todos los caminos que podrían seguir, como si un maleficio pesara sobre ellos; la sobriedad, la firmeza, la tranquilidad prolongada, beneficios supremos para el hombre, les son extraños [...] Ese mundo no es para ellos una morada hospitalaria, sino una prisión con aire malsano, donde todo no es más que tormento espantoso y estéril, rebelión, rencor y resentimiento tanto hacia sí mismos como hacia los demás. ¿Es un mundo reverdeciente y florido, creado y gobernado por un Dios, o es un sombrío e hirviente infierno lleno de vapores de vitriolo, de polvaderas de algodón, de batahola de borrachos, de cóleras y de horrores del trabajo, creado y gobernado por un demonio?

Y se lee más adelante:

Si la injusticia, la infidelidad a la verdad, a la realidad y al ordenamiento de la naturaleza son el único mal bajo el sol, y si el sentimiento de la injusticia y de la iniquidad es la única pena intolerable, nuestra pregunta principal con respecto a la situación de los trabajadores sería: "¿Es justo?" y en primer lugar: ¿qué piensan ellos mismos de la equidad de ese estado de cosas? Las palabras que ellos profieren son ya una respuesta, sus actos, mucho más [...] Indignación, tendencia súbita a la venganza y arranques de rebelión contra las clases superiores, respeto decreciente de las órdenes de sus superiores temporales, disminución de su fe en las enseñanzas de sus superiores espirituales, tal es el estado de ánimo general que gana cada día más a las clases inferiores. Ese estado de ánimo puede deplorarse, o puede defenderse, pero debe reconocerse que es una realidad, debe saberse que todo eso es muy triste, y que si no se cambia nada, producirá una catástrofe.

Carlyle tiene enteramente razón en cuanto a los hechos, sólo que comete el error de reprochar a los trabajadores la pasión feroz que los anima contra las clases superiores. Esa pasión, esa cólera, son por el contrario la prueba de que los trabajadores se resienten por el carácter inhumano de su situación, que ellos no quieren dejarse rebajar al nivel de la bestia, y que ellos se liberarán un día del yugo de la burguesía. Nosotros lo vemos bien en el ejemplo de aquellos que no participan de esa cólera: bien se someten humildemente a su suerte, viviendo como particulares honorables, medianamente, despreocupándose de la marcha del mundo, ayudando a la burguesía a forjar más sólidamente las cadenas de los obreros y se hallan intelectualmente en el punto muerto del período preindustrial; o bien se dejan llevar por el destino, juegan con él, pierden todo sostén interior, en tanto que ya han perdido todo sostén exterior, viven al día, beben cerveza y andan tras las faldas; en ambos casos, se trata de bestias. Esta categoría es la que más contribuye "al rápido progreso del vicio" del cual se escandaliza tanto la burguesía, mientras que ella misma ha desencadenado las causas del mismo.

Otra fuente de desmoralización entre los trabajadores es la condena al trabajo. Si la actividad productiva libre es el placer más grande que conocemos, el trabajo forzado es la tortura más cruel, más degradante. Nada es más terrible que tener que hacer de la mañana a la noche algo que nos repugna. Y mientras más sentimientos humanos tiene un obrero, más debe detestar su trabajo, porque siente la obligación que el mismo implica y la inutilidad que esa labor representa para sí mismo. ¿Para qué, pues, trabaja? ¿Por el placer de crear algo? ¿Por instinto natural? De ningún modo. Él trabaja por dinero, por una cosa que no tiene nada que ver con el trabajo en sí, trabaja porque es forzado a ello; y, además, el trabajo dura tanto tiempo y es tan monótono que ya por esa simple razón su trabajo no puede ser para él, desde las primeras semanas, sino un verdadero suplicio, si tiene todavía algunos sentimientos humanos. La división del trabajo también ha multiplicado los efectos embrutecedores del trabajo obligatorio. En la mayor parte de las ramas, la actividad del obrero se reduce a un gesto acortado, puramente mecánico, que se repite minuto tras minuto y sigue siendo eternamente el mismo un año tras otro. Quienquiera que haya trabajado desde su más tierna juventud doce horas por día y más, fabricando cabezas de alfiler o limando ruedas dentadas, y ha vivido además en las condiciones de vida de un obrero inglés, ¿cuántas facultades y sentimientos humanos ha podido conservar en treinta años? Igual ocurre con la introducción del vapor y las máquinas. Ello facilita la actividad del obrero, le ahorra esfuerzo muscular, y el trabajo mismo resulta insignificante, pero supremamente monótono. Este no le ofrece ninguna posibilidad de actividad intelectual, y sin embargo acapara su atención hasta el punto en que, para cumplir bien su tarea, el obrero no debe pensar en ninguna otra cosa. Y el ser condenado a semejante trabajo, un trabajo que acapara todo el tiempo disponible del obrero, dejándole apenas tiempo para comer y dormir, no permitiéndole siquiera mover su cuerpo al aire libre, disfrutar de la naturaleza, para no hablar de la actividad intelectual, ¿no podría eso reducir al hombre al nivel del animal? Una vez más el trabajador sólo tiene esta alternativa: resignarse a su suerte, convertirse en un "buen obrero", servir "fielmente" los intereses de la burguesía y en ese caso, cae con toda certeza al nivel de la bestia, o bien resistir, luchar tanto como pueda por su dignidad de hombre, y eso no les es posible sino luchando contra la burguesía.

Y cuando todas esas causas han provocado una inmensa desmoralización en la clase trabajadora, otra más interviene para propagar dicha desmoralización y llevarla al extremo: la concentración de la población. Los escritores burgueses ingleses lanzan el anatema contra los efectos desmoralizadores de las grandes ciudades —esos Jeremías a contrapelo se lamentan y lloran, no por la destrucción de esas ciudades, sino por su florecimiento. El sheriff Alison hace a ese elemento responsable de casi todos los males, y el Dr. Vaughan; quien ha escrito The Age of Great Cities todavía mucho más. Es normal. Dentro de los otros factores que ejercen una acción funesta sobre el cuerpo y el espíritu de los obreros, el interés de la clase propietaria está demasiado directamente en juego. Si ellos dicen que la miseria, la inseguridad, los trastornos resultantes del exceso de trabajo, y el trabajo obligatorio son las causas esenciales, todo el mundo responde, y ellos mismos serían forzados a responder: ¡Pues bien!, demos a los pobres la propiedad, garanticemos su existencia, promulguemos leyes contra el exceso de trabajo; y eso es lo que la burguesía no puede aprobar. Pero las grandes ciudades se han desarrollado por sí mismas, la gente se ha instalado en ellas libremente; concluir que únicamente la industria y la clase media que se beneficia de ella han dado nacimiento a esas grandes ciudades, carece tanto de sentido que ha debido ser fácil a la clase dominante llegar a atribuir todos las males a esa causa en apariencia inevitable —mientras que las grandes ciudades no pueden hacer otra cosa que desarrollar más rápidamente y más totalmente un mal que existe al menos ya en germen. Alison tiene por lo menos todavía suficiente humanidad para reconocerlo, no se trata de un burgués industrial y liberal enteramente evolucionado, sino un tory burgués semievolucionado y es por eso que él ve aquí y allá cosas delante de las cuales los verdaderos burgueses son completamente ciegos. Veamos lo que dice:

En las grandes ciudades es donde el vicio despliega sus tentaciones, y la lujuria sus redes, el delito es alentado por la esperanza de la impunidad y la pereza se nutre de múltiples ejemplos. Es allí, en esos grandes centros de corrupción humana, donde los malos y los depravados escapan de la simplicidad de la vida rústica, es allí donde hallan víctimas para sus malos instintos, y obtienen ganancias como recompensa por los peligros que afrontan. La virtud es relegada a la sombra y oprimida, el vicio florece al calor de las dificultades que obstaculizan su descubrimiento, los desenfrenos son recompensados por un goce inmediato. Cualquiera que recorra St. Gilles por la noche, o las estrechas callejuelas de Dublín, los barrios pobres de Glasgow confirmará todo esto, y lo que le asombrará no es que haya tantos crímenes, sino por el contrario que se descubran tan pocos. La causa principal de la corrupción de las grandes ciudades es la naturaleza contagiosa del mal ejemplo, y la dificultad de escapar a la seducción del vicio cuando se hallan en contacto estrecho y cotidiano con la joven generación. Pensemos lo que pensemos sobre la fuerza de la virtud, la experiencia prueba que si las clases altas están alejadas del crimen atroz y de los hábitos desordenados ello se debe principalmente a que no están expuestas a la tentación, y que cuando se ven expuestas a las seducciones que asaltan a sus inferiores, no opone más resistencia que ellos a su influencia. Es por la peculiar desgracia del pobre en las grandes ciudades por lo que éste no puede huir de esas tentaciones irresistibles, sino que, estando donde están, caen sobre ellos las fascinantes formas del vicio o las seducciones de los placeres prohibidos. La causa de la desmoralización es la imposibilidad demostrada de disimular al sector joven de los pobres en las grandes ciudades los encantos del vicio. [Luego de una larga descripción de las costumbres, nuestro autor prosigue:] Todo esto no proviene de una depravación extraordinaria del carácter, sino de la naturaleza casi irresistible de las tentaciones a las cuales los pobres se hallan expuestos. Los ricos que culpan la conducta de los pobres, cederían también muy rápidamente a la influencia de causas idénticas. Existe un grado de miseria, una manera que tiene el pecado de imponerse, a los cuales la virtud sólo puede resistir raramente, y la juventud casi nunca. En esas condiciones, el progreso del vicio es casi igualmente seguro, y con frecuencia es tan rápido como el progreso del contagio físico.

Y en otra parte:

Cuando las clases superiores, en interés propio, han concentrado a los pobres en gran número en un espacio limitado, el contagio del vicio se propaga con una rapidez aterradora y llega a ser inevitable. A las clases inferiores, dada su situación desde el punto de vista de la enseñanza moral y religiosa, con frecuencia apenas se las puede culpar de ceder a las tentaciones que las asaltan como del hecho de sucumbir al tifus.

¡Basta con eso! El semiburgués Alison nos revela, si bien en términos poco claros, las consecuencias funestas de las grandes ciudades sobre el desarrollo moral de los trabajadores. Otro burgués de pura sangre, un hombre firmemente partidario de la Liga por la abolición de las leyes de granos, el Dr. Andrew Ure, nos descubre el otro aspecto de la cuestión. Expone que la vida en las grandes ciudades facilita las coaliciones entre obreros, y hace al populacho poderoso. Si los trabajadores no estuviesen educados (es decir, educados en la obediencia a la burguesía), verían las cosas desde un punto de vista unilateral, desde un punto de vista siniestramente egoísta; ellos se dejarían seducir fácilmente por demagogos astutos —es más, serían muy capaces de mirar celosa y hostilmente a su mejor benefactor, el capitalista comedido y emprendedor. El único recurso en este caso es la buena educación, a falta de la cual sobrevendría una quiebra nacional y otros horrores, porque entonces sería ineluctable una revolución de los obreros. Y los temores de nuestros burgueses son bien fundados. Si bien la concentración de la población tiene un efecto estimulante y favorable sobre la clase poseedora, la misma hace progresar también mucho más rápidamente la evolución de la clase trabajadora. Los obreros comienzan a estimar que ellos constituyen una clase en su totalidad, toman conciencia de que, débiles aisladamente, representan todos juntos una fuerza. Se fomenta la separación con respecto a la burguesía, la elaboración de concepciones e ideas adecuadas a los trabajadores y a su situación, la conciencia que tienen de ser oprimidos se impone a ellos, y los trabajadores adquieren una importancia social y política. Las grandes ciudades son las cunas del movimiento obrero; en ellas los obreros han comenzado a reflexionar sobre su situación y a luchar; en ellas es donde se manifiesta primeramente la oposición entre proletariado y burguesía; de ellas brotan las asociaciones obreras, el cartismo y el socialismo. Las grandes ciudades han transformado la enfermedad del organismo social que se manifiesta en el campo en forma crónica, en una afección aguda; así ellas han revelado claramente su verdadera naturaleza y simultáneamente el verdadero medio de curarla. Sin las grandes ciudades y su influencia favorable sobre el desarrollo de la inteligencia pública, los obreros habrían tardado mucho más en ser lo que son ahora. Además, ellas han destruido los últimos vestigios de las relaciones paternalistas entre obreros y patronos, y a ello ha contribuido la gran industria, al multiplicar el número de obreros que dependen de un solo burgués. Desde luego, la burguesía se lamenta de ello, y con razón, ya que mientras duraran las relaciones patriarcales, el burgués estaba poco más o menos al abrigo de una rebelión de los trabajadores. Podía explotarlos y dominarlos a su gusto, y ese pueblo de gentes sencillas le ofrecía por añadidura su obediencia, su gratitud y su afecto, cuando además del salario él lo gratificaba con algunas amabilidades que no le costaban nada y tal vez algunas pequeñas ventajas, dando la apariencia de que hacía todo eso sin ser obligado, por pura bondad de alma, por gusto al sacrificio, cuando en realidad no era ni la décima parte de lo que debiera hacer. Como burgués particular, colocado en condiciones que él mismo no había creado, ha hecho desde luego, en parte al menos, lo que debería hacer; pero como miembro de la clase dirigente, que por la simple razón de gobernar es responsable de la situación del país entero y a quien incumbe defender el interés general, no solamente no ha hecho nada de lo que hubiera debido asumir, sino que por añadidura ha explotado a toda la nación en beneficio personal. La relación patriarcal que disimulaba hipócritamente la esclavitud de los obreros hacía que el obrero debiera por necesidad permanecer intelectualmente muerto, ignorante de sus propios intereses, simple particular. Solamente cuando escapó a su patrón y le resultó un extraño, cuando se vio claramente que el único vínculo entre ellos era el interés particular, la ganancia; solamente cuando desapareció el afecto aparente, que no resistió la primera prueba, el obrero comenzó a comprender su posición y sus intereses y a desarrollarse de manera autónoma; solamente entonces dejó de ser en sus concepciones, sus sentimientos y su voluntad, el esclavo de la burguesía. Y es principalmente la industria y las grandes ciudades lo que ha contribuido de modo determinante a esta evolución.

Otro factor que ha ejercido una influencia importante sobre el carácter de los obreros ingleses es la inmigración irlandesa, de la cual ya hemos tratado en igual sentido. Es cierto que la misma, como vemos, de una parte ha degradado a los trabajadores ingleses, privándolos de los beneficios de la civilización y agravando su situación, pero por otra parte ha contribuido a ensanchar la brecha entre trabajadores y burguesía, y acelerar así el acercamiento de la crisis. Porque la evolución de la enfermedad social que sufre Inglaterra es igual que la de una enfermedad física; evoluciona según ciertas leyes y tiene sus crisis, de las cuales la última y más violenta decide la suerte del paciente. Y como es imposible que la nación inglesa sucumba a esta última crisis, y como debe necesariamente  salir de ella  renovada y regenerada,  hay motivos para alegrarse de todo lo que conduce la enfermedad a su paroxismo. Y la inmigración irlandesa contribuye a ello además por ese carácter vivo apasionado que ella aclimata en Inglaterra y que aporta a su clase obrera. Por muchas razones, las relaciones entre irlandeses e ingleses son las mismas que las relaciones entre franceses y alemanes; la mezcla del temperamento irlandés —más informal, más emotivo, más caluroso— con el carácter inglés —calmado, perseverante, reflexivo— no puede ser a la larga sino beneficiosa para ambas partes. El egoísmo brutal de la burguesía inglesa hubiera permanecido mucho más arraigado en la clase trabajadora si el carácter irlandés, generoso hasta el derroche, esencialmente dominado por el sentimiento, no hubiera venido a unirse al mismo, de una parte, gracias al cruzamiento entre razas y, de otra parte, gracias a las relaciones habituales, para suavizar lo que el carácter inglés tenía de frío y demasiado racional. Por tanto, ya no nos asombraremos más de saber que la clase trabajadora se ha convertido poco a poco en un pueblo muy diferente a la burguesía inglesa. La burguesía tiene más afinidades con todas las naciones de la Tierra que con los obreros que viven a su lado. Los obreros hablan un idioma diferente, tienen otras ideas y concepciones, otras costumbres y otros principios morales, una religión y una política diferente a las de la burguesía. Se trata de dos pueblos distintos, tan distintos como si fuesen de otra raza, y hasta aquí, conocemos una sola de ellas en el continente, la burguesía. Y sin embargo, es precisamente el segundo, el pueblo de los proletarios, el que es con mucho el más importante para el futuro de Inglaterra.

También tendremos que hablar del carácter público de los trabajadores ingleses tal como se manifiesta en las asociaciones o los principios políticos; aquí sólo queremos mencionar los resultados de las causas que acabamos de enumerar en la medida en que obran sobre el carácter privado de los obreros. En la vida cotidiana, el obrero es mucho más humano que el burgués. Ya he señalado anteriormente que los mendigos acostumbran apelar únicamente a los obreros, y que, de manera general, los trabajadores hacen más por los pobres que la burguesía. Este hecho —que por otra parte se puede verificar diariamente—, es confirmado por Mr. Parkinson, canónigo de Manchester, entre otros:

Los pobres se dan mutuamente más de lo que los ricos dan a los pobres. Yo puedo apoyar mi afirmación por el testimonio de uno de nuestros médicos de más edad, más hábiles, más observadores y más humanos, el Dr. Bardsley. Él ha declarado públicamente que la suma total que los pobres se donan mutuamente cada año supera a aquella que los ricos proveen en el mismo lapso para fines de asistencia.

Es una cosa regocijante ver la humanidad de los obreros manifestarse igualmente por todas partes en otros campos. Ellos mismos han soportado una vida penosa y son por tanto capaces de experimentar simpatía por los necesitados; para ellos, todo hombre es un ser humano, mientras que para el burgués, el obrero es menos que un hombre; por eso ellos son más fáciles al trato, más amables, y aunque sienten más la necesidad de dinero que los poseedores, están menos a la espera de dinero porque a su juicio éste sólo tiene valor en consideración a lo que les permite comprar, mientras que para los burgueses posee un valor particular, intrínseco, el valor de un dios, lo que hace del burgués un "hombre de dinero" vulgar y repugnante. El obrero, que ignora esa veneración del dinero, es por consecuencia menos codicioso que el burgués, cuyo único fin es ganar dinero, y que ve en la acumulación de sacos de oro el fin supremo de la vida. Por eso el obrero tiene igualmente muchas menos prevenciones, es mucho más abierto a la realidad y no ve todo a través del prisma del interés. La insuficiencia de su educación lo preserva de prejuicios religiosos; no comprende de ello ni pizca y no se atormenta en absoluto por eso, ignora el fanatismo de que es prisionera la burguesía y si, por casualidad tiene alguna religión, ésta no es sino formal, ni siquiera teórica; prácticamente sólo vive para este mundo y busca tener ciudadanía en él. Todos los escritores de la burguesía están de acuerdo en que los obreros no tienen religión y no van a la iglesia. A lo sumo hay que exceptuar a los irlandeses, algunas personas ancianas, y además los semiburgueses: supervisores, capataces y militantes. Pero en la masa, casi por todas partes se encuentra sólo indiferencia total con respecto a la religión, a lo sumo; un vago deísmo, demasiado poco elaborado para servir de otra cosa que hacer algunas frases o suscitar un poco más que un vago temor ante expresiones tales como infiel, ateo, etc. Los eclesiásticos de todas las sectas son muy mal vistos por los obreros, aunque sólo recientemente han perdido su influencia sobre éstos; pero hoy día una simple interjección como ¡es un cura! con frecuencia es suficiente para excluir a un pastor de la tribuna en actos públicos. Y al igual que las condiciones de existencia, la falta de educación religiosa y de otro tipo contribuye a hacer que los trabajadores sean menos prevenidos, menos prisioneros que los burgueses de principios tradicionales y bien establecidos y de opiniones preconcebidas. El burgués está hundido hasta el cuello en sus prejuicios de clase, en los principios que le han machacado desde su juventud; nada puede esperarse, es —aun cuando se presente bajo el aspecto liberal— profundamente conservador, su interés está ligado indisolublemente al estado de cosas existente, está radicalmente cerrado a todo movimiento. Abandona su puesto a la cabeza del desarrollo histórico de Inglaterra, los obreros lo reemplazan en el mismo, primeramente de derecho, después, un día, también de hecho.

Ésos, así como la actividad pública de los obreros que de ello resulta y que estudiaremos más adelante, son los dos aspectos favorables del carácter de esa clase; los aspectos desfavorables pueden resumirse también brevemente y emanan además naturalmente de causas idénticas: embriaguez, desenfreno en las relaciones sexuales, grosería y falta de respeto por la propiedad, son los principales reproches que les dirige la burguesía. No hay que asombrarse por que los trabajadores beban mucho. El sheriff Alison afirma que cada sábado por la noche en Glasgow, unos 30 000 obreros se emborrachan, y seguramente ese cálculo no es inferior a la realidad. Afirma asimismo que en esa ciudad, en 1830, había una taberna por cada doce inmuebles y en 1840 una por cada diez casas; que en Escocia se pagaron derechos sobre el alcohol por 2 300 000 galones de aguardiente en 1823 y por 6 620 000 galones en 1837, y en Inglaterra en 1823 por 1 976 000 galones y por 7 875 000 galones en 1837. Las leyes de 1830 sobre la cerveza, que facilitaron la apertura de bares que se llamaban los Jerry Shops y cuyos propietarios tenían el derecho de vender cerveza para consumir en el mismo lugar, esas leyes favorecieron igualmente la extensión del alcoholismo abriendo un bar, por decirlo así, a la puerta de cada cual. En casi todas las calles se encuentran establecimientos de ese género, y por todas partes, en el campo, donde hay una aglomeración de dos o tres casas, se puede estar seguro de hallar un Jerry Shop. Además, en el corazón de las grandes ciudades existen los Hush Shops es decir, bares clandestinos, sin licencia, en gran número, y otras tantas destilerías que producen grandes cantidades de aguardiente en los barrios retirados que la policía visita raramente. Gaskell estima el número de éstas últimas en más de 100 en Manchester solamente y su producción anual en 156 000 galones por lo menos. En Manchester hay más de mil bares; por lo tanto, proporcionalmente al número de inmuebles, al menos tantos como en Glasgow. En todas las otras grandes ciudades ocurre lo mismo. Y cuando se piensa que además de las consecuencias habituales del alcoholismo, hombres y mujeres de todas las edades, incluso niños, a menudo madres con su criatura en brazos, se reúnen en esas tabernas con las víctimas más depravadas del régimen burgués (ladrones, estafadores, prostitutas), cuando se piensa que más de una madre da alcohol al crío que lleva en sus brazos, se reconocerá ciertamente que la frecuentación de esos lugares contribuye a la desmoralización. Sobre todo el sábado por la noche, cuando se ha recibido la paga y terminado de trabajar más temprano que de ordinario, cuando toda la clase obrera sale de sus malos barrios y anda por las calles principales, se puede comprobar la embriaguez en toda su brutalidad. En tales noches, raramente he salido de Manchester sin encontrar una multitud de hombres borrachos, titubeantes o yaciendo en las cunetas. El domingo por la noche se renueva la misma escena, aunque un poco más moderada. Y cuando se acaba el dinero, los bebedores acuden a la primera casa de empeños que encuentran, de las cuales hay gran número en todas las ciudades importantes: más de 60 en Manchester y 10 o 12 en una sola calle de Salford (Chapel Street), y empeñan todo lo que les queda. Muebles, ropas de domingo —cuando tienen— vajilla, son retirados en masa cada sábado de las casas de empeños para volver a ellas casi siempre antes del miércoles siguiente, hasta que un contratiempo hace imposible un nuevo retiro y uno a uno de esos objetos llega a ser la presa del usurero, a menos que éste último ya no quiera adelantar un centavo ni medio sobre mercancías gastadas y usadas. Cuando se ha visto con los propios ojos la extensión del alcoholismo entre los obreros en Inglaterra se cree fácilmente a Lord Ashley cuando afirma que esa clase gasta en bebidas espirituosas alrededor de 25 millones de libras esterlinas anualmente, y puede uno imaginarse qué agravación de la situación material, qué terrible peligro familiar puede resultar de ello. Es cierto que las sociedades de temperancia han hecho mucho, pero, ¿qué influencia pueden ejercer algunos millares de Teetotallers frente a millares de obreros? Cuando el padre Mathew, apóstol irlandés de la temperancia, recorre las ciudades inglesas, con frecuencia de 30 a 60 mil trabajadores hacen el el voto, pero cuatro semanas más tarde la mayoría ya lo ha olvidado. Por ejemplo, si hace la cuenta de las personas de Manchester que en los últimas tres o cuatro años han jurado no beber más, el resultado sería un número mayor de personas de las que hay en esa ciudad; lo cierto es que no hay disminución del alcoholismo.

Junto a ese consumo sin freno de bebidas alcohólicas, el desenfreno de las relaciones sexuales constituye uno de los vicios principales de numerosos obreros ingleses. Ésta es igualmente una consecuencia inevitable, ineluctable de las condiciones de vida de una clase abandonada a sí misma, pero desprovista de los medios de hacer uso de esa libertad. La burguesía sólo le ha dejado esos dos placeres en tanto que la ha colmado de penas y sufrimientos; la consecuencia de ello es que los trabajadores, para disfrutar al menos un poco de la vida, concentran toda su pasión en esos dos placeres, y se entregan a ellos con exceso y de la manera más desenfrenada. Cuando se encuentran personas en una situación que solamente puede cuadrar al animal, sólo les queda sublevarse o naufragar en la bestialidad. Y cuando, por añadidura, la burguesía misma participa en buena parte en el desarrollo de la prostitución (de las 40 000 prostitutas que deambulan cada noche por las calles de Londres, ¿a cuántas de ellas sustenta la virtuosa burguesía!) ¿Cuántas de ellas deben a un burgués que las ha seducido la obligación en que se hallan de vender sus cuerpos a los visitantes para poder vivir? Ella tiene verdaderamente menos que cualquiera el derecho de reprochar a los trabajadores su brutalidad sexual.

En suma, los defectos de los obreros se reducen al desenfreno en la búsqueda del placer, a la falta de previsión y a la negativa de someterse al orden social y, de una manera general, a la incapacidad de sacrificar el placer del momento por una ventaja más lejana. Pero, ¿qué tiene esto de sorprendente? Una clase que por su ardua labor sólo puede procurarse pocas cosas y los placeres más materiales, ¿no tiene que precipitarse ciegamente, sin reflexionar sobre esos placeres? Una clase que nadie se ocupa de formar, sujeta a todos los azares, que ignora toda seguridad de la existencia, ¿qué motivos, qué interés tiene de ser previsora, de llevar una vida "sólida" y en lugar de aprovechar el favor del momento pensar en un placer distante que todavía es muy incierto, sobre todo para ella en su situación cuya estabilidad es siempre precaria y que puede cambiar totalmente? ¿Se exige de una clase que debe soportar todos los inconvenientes del orden social, sin poder beneficiarse de sus ventajas, de una clase a quien ese orden social no puede aparecer sino hostil, se exige de ella que lo respete? Es, verdaderamente, exigir demasiado. Pero la clase obrera no podría escapar a ese orden social mientras existiera; y si el obrero individual se levanta contra el mismo, él es quien sufre el daño más grande. De ese modo el orden social hace al trabajador la vida de familia casi imposible. Una casa inhabitable, sucia, apenas suficiente para servir de abrigo nocturno, raramente con calefacción, mal amueblada, y donde con frecuencia penetra la lluvia, una atmósfera asfixiante en una habitación con muchas personas, no permiten la menor vida de familia. El marido trabaja todo el día, así como la mujer y tal vez los hijos mayores, todos en lugares diferentes, y sólo se ven por la mañana y por la noche y hay además la tentación continua del aguardiente; ¿dónde habría lugar para la vida de familia? Y sin embargo, el obrero no puede escapar a la familia, él debe vivir en familia; de ello resultan querellas y desacuerdos familiares perpetuos, cuyo efecto es extremadamente desmoralizador, tanto para los esposos como para los niños. El descuido de todos los deberes familiares, los niños dejados al abandono, es sólo frecuente entre los trabajadores ingleses y las instituciones sociales actuales son en gran medida la causa de ello. ¿Y se quisiera que niños criados como salvajes en ese medio ambiente donde mayor es la inmoralidad y donde con frecuencia los padres participan en esa inmoralidad, se quisiera que estuviesen dotados sin embargo de delicadas conciencias morales? Las exigencias que el burgués satisfecho formula al obrero son verdaderamente demasiado ingenuas.

El menosprecio del orden social se manifiesta más claramente en su extremo, la delincuencia. Si las causas que hacen al obrero inmoral operan de manera más poderosa, más intensa que habitualmente, éste se convierte en un delincuente, tan seguramente como el agua calentada a 80 grados Réaumur pasa del estado líquido al estado gaseoso. Bajo la acción brutal y embrutecedora de la burguesía, el obrero se convierte precisamente en una cosa tan desprovista de voluntad como el agua; está sujeto exactamente con la misma necesidad a las leyes de la naturaleza. Para él, hasta cierto punto, toda la libertad cesa. Por eso es que, paralelamente al desarrollo del proletariado, la criminalidad se ha incrementado en Inglaterra; y la nación británica se ha convertido en la más criminal del mundo. Resalta de los "Cuadros de Criminalidad" publicados anualmente por el Ministerio del Interior que en Inglaterra el incremento de la criminalidad se ha efectuado con una rapidez inconcebible. El número de arrestos por hechos calificados como delitos ascendía en Inglaterra y el país de Gales solamente a:

En 1805
4 605                   
En 1830 18 107
En 1810 5 140
En 1835 20 731
En 1815 7 818
En 1840 27 187
En 1820 13 710
En 1841 27 760
En 1825 14 437
En 1842 31 309

Por tanto, en 37 años el número de arrestos ha aumentado en seis veces. En 1842, 4 497 de esos arrestos, o sea más del 14%, se efectuaron en Lancashire, y 4 094, o sea más del 13%, en Middlesex (incluyendo Londres). Vemos, pues, que dos distritos, que comprenden grandes ciudades con numeroso proletariado representan por sí solos la cuarta parte de la criminalidad total, aunque su población esté muy lejos de constituir la cuarta parte de la de todo el país. Las estadísticas sobre delincuencia proporcionan asimismo la prueba directa de que casi todos los delitos han sido cometidos por el proletariado, pues en 1842, el 32.35% de los delincuentes, por término medio, no sabían ni leer ni escribir, el 58.32% no sabía sino imperfectamente leer y escribir, el 6.77% sabía leer y escribir bien, el 0.22% había recibido una instrucción superior, y para el 2.34% había sido imposible indicar el grado de instrucción. En Escocia la criminalidad ha aumentado también mucho más rápidamente. En 1819, se había procedido a 89 arrestos solamente por delitos, en 1837 su número era ya de 3 126 y en 1842 de 4 189. En el condado de Lancashire, donde el sheriff Alison mismo es quien redactó el informe oficial, la población se ha duplicado en 30 años, pero la criminalidad lo ha hecho cada cinco años y medio, aumentando por tanto seis veces más rápidamente que la población. En cuanto a la naturaleza de los delitos, son, como en todos los países civilizados, en su gran mayoría delitos contra la propiedad, teniendo por tanto como causa la falta de una cosa o de otra, porque lo que se posee no se roba. La proporción de delitos cometidos contra la propiedad con relación a la población, que es en los Países Bajos de 1/7140, en Francia de 1/1804, era en Inglaterra, en la época en que Gaskell escribía, de 1/799; los delitos contra personas representaban can relación a la población en los Países Bajos, una proporción de 1/28904, en Francia de 1/17573, y en Inglaterra de 1/23395. De manera general, la relación del número de delitos con la cifra de la población era en los distritos agrícolas de 1/1043, en los distritos industriales de 1/840; en toda Inglaterra esa relación se establece ahora en 1/660 apenas, ¡y hace justamente diez años que apareció el libro de Gaskell!

Estos hechos son más que suficientes para hacer meditar y reflexionar a cualquiera, incluso a un burgués, sobre las consecuencias de semejante situación. Si la inmoralidad y la criminalidad se incrementa de nuevo en esa proporción durante veinte años —y si la industria inglesa es menos próspera durante esos veinte años que anteriormente, la progresión de la criminalidad va a acelerarse de nuevo— ¿cuál será el resultado? La sociedad está en plena descomposición, es imposible abrir un periódico sin leer, en los hechos más sorprendentes, la prueba del relajamiento de todos los vínculos sociales. Miro al azar entre el montón de periódicos ingleses amontonados delante de mí; he aquí un Manchester Guardian (30 de octubre de 1844) que da las noticias de tres días; no se toma el trabajo de proporcionar noticias precisas sobre Manchester, y reporta simplemente los casos más interesantes: por ejemplo, en una fábrica, los trabajadores han cesado el trabajo para obtener un aumento de salario y han sido obligados por el juez de paz a proseguirlo; en Salford algunos muchachos han cometido robos y un negociante en quiebra ha intentado estafar a sus acreedores. Las noticias provenientes de los alrededores son más detalladas; en Ashton, dos robos, un desvalijamiento, un suicidio; en Bury, un robo; en Bolton, dos robos, un fraude al fisco; en Leigh, un robo; en Oldham, paralización del trabajo a causa de los salarios, un robo, una riña entre irlandeses, un sombrerero que no pertenece al gremio zurrado por los miembros del mismo, una madre golpeada por su hijo; en Rochdale, una serie de riñas, un atentado contra la policía, un robo en una iglesia; en Stockport, descontento de los obreros a causa de los salarios, un robo, una estafa, una riña, un hombre que maltrata a su mujer; en Warrington, un robo y una riña; en Wigan, un robo y un pillaje de iglesia. Las crónicas de los periódicos londinenses son todavía mucho peores; estafa, robos, asaltos a mano armada, querellas familiares se acumulan allí; tengo precisamente ante mi un número del Times (12 de septiembre de 1844) que sólo reporta los acontecimientos de un día: se trata de un robo, un atentado contra la policía, una sentencia condenando al padre de un hijo ilegítimo a pagar pensión alimenticia; el abandono de un niño por sus padres y el envenenamiento de un hombre por su mujer. Se hallan otros tantos casos en los periódicos ingleses. En este país, la guerra social ha estallado; cada uno se defiende y lucha para sí mismo contra todos; en cuanto a saber si él hará daño o no a todos los demás, que son sus enemigos declarados, eso depende únicamente de un cálculo egoísta para determinar lo que es más beneficioso para él. A nadie se le ocurre entenderse amigablemente con su prójimo; todas las diferencias se zanjan por las amenazas, recurriendo a los tribunales, salvo que se haga justicia por sí mismo. En suma, cada cual ve en otro a un enemigo que es necesario apartar de su camino, o por lo menos un medio que es necesario explotar para sus propios fines. Y esa guerra, como lo demuestran las estadísticas de criminalidad, deviene de año en año más violenta, más apasionada, más implacable; los enemigos se dividen poco a poco en dos grandes campos, hostiles el uno al otro; aquí la burguesía y allí el proletariado. Esa guerra de todos contra todos y del proletariado contra la burguesía no debe sorprendernos, porque no es más que la aplicación consecuente del principio que encierra ya la libre competencia. Pero lo que sí es de asombrar es que la burguesía, encima de la cual se amontonan cada día las nuevas nubes de una tormenta amenazadora, sigue a pesar de todo tan calmada y tranquila con la lectura de todo lo que relatan cotidianamente los periódicos sin sentir, no digo indignación ante esa situación social, sino solamente temor ante sus consecuencias, ante una explosión general de lo que se manifiesta de una manera esporádica por la criminalidad. Pero después de todo es cierto que ella es la burguesía y, desde su punto de vista, no es siquiera capaz de darse cuenta de los hechos con mayor razón ella ignora sus consecuencias. Hay sólo una cosa sorprendente: y es que los prejuicios de clase, las opiniones preconcebidas, puedan afectar a toda una clase de hombres con una obcecación tan completa, o incluso debería decir tan insensata. El desarrollo de la nación sigue no obstante su camino, tengan o no los burgueses ojos para verlo, y una buena mañana esa evolución dará a la clase poseedora una sorpresa de cuya certeza no puede hacerse la menor idea, ni en sueños.

LAS DIFERENTES RAMAS INDUSTRIALES

LOS OBREROS FABRILES PROPIAMIENTE DICHOS

Si ahora, conforme al principio establecido anteriormente, queremos examinar más detenidamente cada uno de los sectores más importantes del proletariado inglés, tendremos que comenzar por los obreros fabriles, es decir, los comprendidos en las disposiciones de la ley de fábricas. Esta ley reglamenta la duración del trabajo en las fábricas donde se hila o teje la lana, la seda, el algodón y el lino utilizando la fuerza hidráulica o la máquina de vapor, y abarca por consiguiente las ramas más importantes de la industria inglesa. La categoría de obreros que vive de esos trabajos es la más numerosa, la más antigua, la más inteligente, y la más enérgica; pero por esa razón, también la más revoltosa y la más odiada por la burguesía; ella, y en particular los obreros que trabajan el algodón, se encuentra a la cabeza del movimiento obrero, del mismo modo que sus patrones, los industriales, están, sobre todo en Lancashire, al frente de la agitación burguesa.

Ya hemos visto en la introducción que la población que trabaja en los sectores mencionados anteriormente había sido arrancada de sus condiciones de vida precedentes por la aparición de nuevas máquinas. Por tanto no debemos sorprendernos de que los progresos de los descubrimientos mecánicos la hayan afectado, más tarde también, de manera más sensible y duradera. La historia de la industria del algodón, tal y como se puede leer en las obras de Ure y Baines, entre otros autores, está llena de ejemplos de nuevas mejoras; y la mayoría han sido introducidas también en las demás ramas industriales a que nos hemos referido. Casi por todas partes, el trabajo mecánico ha sustituido el trabajo manual, casi todas las operaciones se efectúan con ayuda de la energía hidráulica o de la fuerza del vapor, y cada año aporta nuevos perfeccionamientos.

Si reinara la armonía en la sociedad, uno no podría menos que regocijarse de tales mejoras; pero en la guerra de todos contra todos, algunos individuos se apoderan de las ventajas que de ello resultan, quitando de ese modo a la mayoría los medios de vida. Todo perfeccionamiento mecánico lanza obreros a la calle, y, mientras más importante es la mejora, más numerosa es la categoría reducida al paro forzoso; cada una tiene por tanto sobre cierto número de trabajadores el efecto de una crisis económica, engendrando miseria, penuria y delincuencia. Citemos algunos ejemplos. Dado que ya la primera máquina inventada, la Jenny (cf. más arriba), era manejada por un solo obrero y producía en igual tiempo seis veces más que un torno para hilar, cada nueva Jenny desplazó a cinco obreros. La Throstle que, a su vez, producía mucho más que la Jenny y sólo exigía también únicamente un obrero, ocasionó aún más desplazamientos. La Mule, que con respecto a su producción reclamaba todavía menos obreros, tuvo el mismo efecto, y cada perfeccionamiento de la Mule, es decir, cada aumento del número de sus husos, redujo a su vez el número de obreros necesarios. Este aumento del número de husos es tan importante que, a causa del mismo, muchedumbres de obreros han quedado sin trabajo; porque si antes un "hilandero", ayudado de algunos niños (piercers), podía accionar 600 husos, en lo adelante pudo atender de 1 400 a 2 000 de ellos en dos Mules, con el resultado de que dos hilanderos adultos y cierto número de piecers que ellos empleaban, quedaron sin trabajo. Y desde que, en un número importante de hilanderías, se han introducido las self-acting mules, el papel del hilandero ha desaparecido completamente y es la máquina quien trabaja. Tengo ante mí un libro del cual es autor el jefe reconocido de los cartistas de Manchester, James Leach. Este hombre ha trabajado durante años en diversas ramas industriales y en minas de carbón, y yo lo conozco personalmente: es un hombre valiente, digno de confianza y capaz. Debido a su posición en el partido, él tenía a su disposición los datos más exactos sobre diferentes fábricas, recogidos por los propios trabajadores, y publica en su libro cuadros de donde resalta que en 1829 había en 35 fábricas 1083 hilanderos de la Mule más que en 1841, mientras que el número de husos en esas 35 fábricas había aumentado en 99 429. Menciona 5 fábricas donde ya no hay ni un solo hilandero, ya que utilizan self-actors. Mientras que el número de husos aumentaba en un l0%, el de hilanderos disminuía en un 60%. Y, añade Leach, se han logrado tantos perfeccionamientos desde 1841, por la duplicación de filas de husos (double decking) y otros procedimientos, que en las fábricas de que hablamos la mitad de los hilanderos han sido a su vez despedidos; en una fábrica donde había recientemente todavía 80 hilanderos, no quedan más que 20, los demás han sido despedidos o bien han sido empleados en trabajos de niños por un salario de niño. Leach cita casos análogos en cuanto a Stockport, donde en 1835, 800 hilanderos estaban empleados y solamente 140 en 1843, pese al desarrollo sensible de la industria de Stockport en los últimos 8 o 9 años. Se han hecho perfeccionamientos análogos en las máquinas de cardar, lo cual ha dejado a la mitad de los obreros sin trabajo. En una fábrica, se han puesto en servicio máquinas de torcer que han dejado sin trabajo a 4 obreros de cada 8 y, además, el industrial ha rebajado el salario de las otros cuatro de 8 a 7 chelines. Lo mismo ha ocurrido en cuanto al tejido. El telar mecánico ha conquistado sucesivamente todos los sectores del tejido manual y, como produce mucho más que el telar de mano y un solo obrero puede atender dos telares mecánicos, aquí también numerosos trabajadores han quedado parados. Y en todas las industrias, en el hilado del lino y de la lana, en el tramado de la seda, es la misma cosa; el telar mecánico comienza incluso a conquistar algunos sectores del tejido de la lana y del lino; solamente en Rochdale hay más telares mecánicos que manuales en el tejido de la franela y otros paños. La respuesta habitual de la burguesía es que los perfeccionamientos introducidos en las máquinas, al reducir los gastos de producción, hacen que sean más baratos los productos acabados, y que gracias a la baja del precio aumenta el consumo, de modo que los trabajadores parados pronto hallan empleo en las fábricas que se crean. Desde luego, la burguesía tiene razón al afirmar que, en ciertas condiciones favorables al desarrollo industrial, toda baja del precio de una mercancía, cuya materia prima cuesta poco, incrementa mucho el consumo y hace que se creen nuevas fábricas; pero aparte de esto, todas las demás palabras en esa afirmación son patrañas.

No tiene en cuenta que hay que esperar años hasta que las consecuencias de la baja del precio se hagan sentir, hasta, que las nuevas fábricas sean construidas; nos oculta que todos los perfeccionamientos lanzan cada vez más sobre la máquina el verdadero trabajo, el trabajo agotador, transformando así el trabajo de los adultos en una simple vigilancia que puede muy bien realizar una débil mujer, incluso un niño, lo cual hacen efectivamente por un tercio o la mitad del salario del obrero; que, por consecuencia, los hombres adultos son cada vez más apartados de la industria y ya no son empleados de nuevo en esa producción incrementada; nos oculta que ramas enteras desaparecen así, o son de tal modo transformadas, que requieren un nuevo aprendizaje; y se cuida mucho de confesar aquí aquello de lo cual se jacta habitualmente, cuando se habla de prohibir el trabajo de menores; a saber, que el trabajo fabril, para ser aprendido como conviene, debe serlo desde la más temprana juventud y antes de la edad de diez años; no dice que el perfeccionamiento de las máquinas se prosigue continuamente y que, desde el instante en que el obrero se aclimata en un nuevo sector de trabajo, suponiendo que ello sea posible, le arrebata ese trabajo, quitándole así el poco de seguridad en su posición que le quedaba todavía. Pero ella, la burguesía, sí obtiene beneficio de los perfeccionamientos mecánicos; durante los primeros años en que muchas máquinas anticuadas trabajan todavía y en que el perfeccionamiento no se ha generalizado, tiene la mejor ocasión de amasar dinero; sería demasiado pedir que ella tenga también ojos para los inconvenientes de las máquinas así perfeccionadas.

La burguesía también ha negado acaloradamente que las máquinas perfeccionadas rebajan los salarios, mientras que los obreros no han cesado de afirmarlo. Ella sostiene que, pese a la baja del salario por piezas, debido al hecho de que la producción ha devenido más fácil, el salario semanal en conjunto ha aumentado más bien que disminuido, y que la situación del obrero, lejos de empeorar, más bien ha mejorado. Es difícil ver qué es lo que hay en ello realmente, porque los obreros se refieren casi siempre a la baja del salario por piezas; sin embargo, lo cierto es que incluso el salario semanal en ciertas ramas ha sido reducido por la introducción de máquinas. Los obreros conocidos por "hilanderos finos" (los que hacen el hilado fino en la Mule) perciben, desde luego, un salario elevado, de 30 a 40 chelines por semana, porque poseen una asociación poderosa que lucha por mantener su salario, y su oficio exige un penoso aprendizaje, pero los hilanderos de hilo grueso, que tienen que competir con las máquinas automáticas (self-actors), —inutilizables  para el  hilo fino—  y cuyo  sindicato  ha  sido debilitado por la introducción de esas máquinas, reciben en cambio un salario muy bajo. Un hilador de telar mecánico (Mule) me ha dicho que él no ganaba más de 14 chelines par semana y eso corrobora las afirmaciones de Leach. Éste sostiene que en varias fábricas los hiladores de hilo grueso ganan menos de 161 chelines y medio por semana, y que un hilador que hace tres años ganaba 30 chelines, recibe apenas 12 y medio actualmente; que, el año pasado, él no había ganado efectivamente más por término medio. Puede ser que el salario de las mujeres y los niños haya bajado menos, pero por la sencilla razón de que no era muy elevado desde el principio. Yo conozco varias mujeres que son viudas, tienen niños y ganan penosamente 8 o 9 chelines por semana; quienquiera que conozca en Inglaterra el precio de los artículos de primera necesidad estará de acuerdo conmigo en que así no pueden vivir así decentemente ellas y sus familias. En todo caso, la afirmación unánime de los obreros es que los perfeccionamientos mecánicos han hecho generalmente bajar los salarios; y en todas las reuniones de obreros de los distritos industriales, se puede oír decir claramente que la afirmación de la burguesía industrial, según la cual la situación de la clase trabajadora ha mejorado gracias a la fabricación mecánica es considerada por esa propia clase como pura mentira. Pero aun cuando fuese cierto que únicamente el salario relativo, el salario por piezas, ha bajado, en tanto que la suma de ingresos semanales no ha variado, ¿Cuál es la conclusión? Que los trabajadores han tenido que contemplar tranquilamente cómo esos señores, los industriales, llenan su bolsa y sacan provecho de todos los perfeccionamientos, y no comparten con ellos la más mínima parte; en su lucha contra los trabajadores, la burguesía olvida hasta los principios más comunes de su propia economía política: Quien en otras ocasiones jura por Maltus, exclama por su inquietud ante los trabajadores: Sin las mejoras proporcionadas por las máquinas, ¿dónde encontrarían trabajo los millones de personas en que ha aumentado la población de Inglaterra? Como si la propia burguesía no supiera muy bien que sin las máquinas y el desarrollo industrial que ellas han generado, ¡esos "millones" no hubieran venido al mundo ni crecido! La única utilidad que las máquinas han tenido para los trabajadores es que les han mostrado la necesidad de una reforma social que haga trabajar a las máquinas, no contra los obreros, sino para los obreros. Esos sabios burgueses sólo tienen que preguntar lo que hacían antes a las personas que, en Manchester y en otras partes, barren las calles (es cierto que ya eso ha pasado a la historia, porque se han inventado para ese trabajo también máquinas y se han puesto en servicio) o a los que venden en las calles sal, cerillas, naranjas y baratijas, o también a los que son reducidos a la mendicidad; y muchos responderán: obrero de fábrica reducido al paro forzoso por las máquinas. Las consecuencias del perfeccionamiento técnico no son, en el régimen social actual, sino desfavorables al obrero y con frecuencia agobiantes; cada nueva máquina provoca desocupación, miseria y angustia, y en un país como Inglaterra donde, sin eso, existe casi siempre "una población excedente", el desempleo es en la mayoría de los casos, lo peor que puede suceder a un obrero. Fuera de eso, ¡qué efecto agotador, enervante, debe tener sobre los obreros, cuya posición ya no es sólida, esa inseguridad de la existencia que resulta de los progresos ininterrumpidos del maquinismo y del paro forzoso que ellos conllevan! Aquí también el obrero no tiene más que dos salidas para escapar a la desesperación: la rebelión interna y externa contra la burguesía, o bien la bebida, el vicio. Y a esas dos soluciones los obreros pueden recurrir. La historia del proletariado inglés cuenta por centenares los motines contra las máquinas y la burguesía en general; en cuanto al vicio, ya hemos hablado de ello. Sólo es en realidad otro aspecto de la desesperación.

Aquellos que llevan la vida más dura son los obreros que deben luchar contra una máquina a punto de imponerse. El precio de los artículos que ellos confeccionan se alinea con el de los artículos que fabrica la máquina y, como ella trabaja más económicamente, el obrero que tiene que rivalizar con ella es el peor pagado. Esa situación es la de todo obrero que trabaja con una máquina anticuada en competencia con una máquina más reciente y perfeccionada. Eso es natural. ¿Quién, pues, sino él, debe soportar el daño? El industrial no quiere desprenderse de su máquina, tampoco quiere soportar los inconvenientes de ella. Contra su máquina, que no es más que materia muerta, él no puede nada; por consiguiente, la toma con el trabajador, que es un ser viviente, ese cabeza de turco de la sociedad. Entre los obreros a quienes las máquinas hacen competencia, los peor tratados son los tejedores manuales de la industria del algodón. Ellos son los peor pagados y, aun en el caso de ocupación plena, les es imposible ganar más de 10 chelines por semana. Un lienzo tras otro le es disputado por el telar mecánico, y además, el tejido manual es el último refugio de todos los trabajadores de las demás ramas que se han visto desplazados, de modo que ese sector se halla constantemente superpoblado. Por eso el tejedor manual se considera dichoso, durante los períodos regulares, cuando puede ganar 6 o 7 chelines por semana, e incluso para ganar esa suma tiene que trabajar de 14 a 18 horas diarias. La mayoría de las telas, por otra parte, exige un local húmedo a fin de que el hilo de trama no se rompa a cada instante, y tanto por esa razón como a causa de la pobreza del obrero, que no puede pagar una vivienda mejor, los talleres de tejedores manuales casi siempre no tienen ni piso ni embaldosado. Yo he visitado numerosas viviendas de tejedores manuales, en siniestros atrios y callejuelas retiradas, habitualmente en sótanos. No era raro que media docena de esos tejedores manuales, algunos de ellos casados, viviesen juntos en un solo cottage, que únicamente tenía una o dos salas de trabajo y una alcoba grande para todos. Su alimentación consiste casi solamente en patatas, algunas veces un poco de papilla de avena, raramente leche, casi nunca carne; un gran número de ellos son irlandeses o de origen irlandés. ¡Y esos pobres tejedores manuales, a los que cada crisis económica afecta con mayor intensidad, deben servir de arma a la burguesía, a fin de que ésta pueda resistir los ataques dirigidos contra el sistema industrial! ¡Miren, exclama ella triunfalmente, miren cómo esos pobres tejedores manuales son reducidos a carecer de todo, mientras los obreros de fábrica viven muy bien, y ahora juzguen el sistema industrial! Como si no fuese precisamente el sistema industrial y el maquinismo —uno de sus elementos— los que han reducido a los tejedores manuales a un nivel tan bajo de vida. ¡Cómo si la burguesía no lo supiera tan bien como nosotros! Pero en ello está el interés de la burguesía y en tal caso es natural que recurra a algunas mentiras e hipocresías.

Examinemos más detenidamente el hecho de que las máquinas suplantan cada vez más al obrero adulto masculino. El trabajo en las máquinas consiste principalmente tanto en el hilado como en el tejido —en volver a atar los hilos que se rompen, ya que la máquina hace todo lo demás; ese trabajo no exige ningún esfuerzo físico, sino dedos ágiles. Por tanto, no solamente los hombres no son indispensables en el mismo, sino que además el mayor desarrollo de los músculos y de los huesos de sus manos los hace menos aptos para ese trabajo que las mujeres y los niños; por ende, son de forma muy natural casi totalmente suplantados en esa labor. Así, cuanto más fácil es transferir a las máquinas hidráulicas o de vapor el uso de los brazos y los esfuerzos musculares, menor necesidad hay de hombres; y como las mujeres y los niños resultan por otra parte más baratos y son más hábiles que los hombres en ese género de trabajo, es a ellos a quienes se emplea. En las hilanderías no se encuentran en las máquinas sino mujeres y niñas, un hilador en las mules, un hombre adulto (que incluso desaparece si hay self-actors) y varios piecers encargados de atar de nuevo los hilos que se rompen; casi siempre se trata de niños o mujeres, a veces jóvenes de 18 a 20 años, y de vez en cuando un hilandero de edad que ha perdido su puesto.

Casi siempre son mujeres de 15 a 20 años y más las que trabajan en el telar mecánico; también hay algunos hombres, pero raramente conservan ese empleo después de los 21 años de edad. En las máquinas de prehilar no se encuentran sino mujeres, a lo sumo algunos hombres para afilar y limpiar las máquinas de cardar. Además, las fábricas emplean a un gran número de niños para quitar y poner bobinas y algunos hombres adultos como capataces en los talleres, un mecánico y un obrero especializado para la máquina de vapor, así como carpinteros, un portero, etc. Pero el trabajo propiamente dicho es realizado por las mujeres y los niños. Eso también lo niegan los industriales, y el año pasado publicaron estadísticas importantes, tendentes a demostrar que las máquinas no suplantan a los hombres. Los datos publicados muestran que más de la mitad (52%) del conjunto de obreros fabriles son del sexo femenino y alrededor del 48% del sexo masculino, y que más de la mitad de ese personal es de más de 18 años de edad. Hasta ahí, es perfecto. Pero esos señores industriales se han cuidado mucho decirnos cuál es, entre los adultos, la proporción de hombres y mujeres. Ahora bien, ahí es donde está precisamente la cuestión. Además, ellos manifiestamente cuentan asimismo los mecánicos, carpinteros, y todos los hombres adultos que, de alguna manera, tenían que ver con sus fábricas, incluyendo tal vez hasta los secretarios, etc., pero no tienen el valor de decir toda la verdad objetiva. Por lo demás, sus informaciones abundan en errores, en interpretaciones falsas o interesadas, en cálculos de promedios, que demuestran mucho al profano, pero nada al que está al corriente de la situación, en silencio precisamente sobre los puntos esenciales: ellos no hacen más que demostrar la ceguedad egoísta y la ruindad de esos industriales. Citaremos del discurso en el cual Lord Ashley presentó su moción sobre la jornada de 10 horas, pronunciado en la Cámara de los Comunes el 15 de marzo de 1844, algunos datos que no han sido refutados por los industriales sobre la edad de los obreros y la proporción de hombres y mujeres. Por otra parte, éstos sólo se refieren a una parte de la industria inglesa. De los 419 590 obreros fabriles del imperio británico (en 1839) 192 887 (o sea casi la mitad) eran de menos de 18 años de edad y 242 996 eran del sexo femenino, de los cuales 112 192 eran menores de 18 años. Según esas cifras, 80 695 obreros del sexo masculino tienen menos de 18 años de edad, y 96 599 son adultos, o sea el 23%, por tanto ni siquiera la cuarta parte del total. En las hilanderías de algodón, un 56.25% del conjunto del personal estaba compuesto de mujeres, en la rama de la lana el 69.5%, en la de la seda el 70.5%, y en las de lino el 70.5%. Estas cifras son suficientes para demostrar que los trabajadores adultos del sexo masculino son suplantados, y no tiene uno más que entrar en la primera hilandería que encuentre para ver la cosa efectivamente confirmada. El resultado inevitable es el trastorno del orden social existente, que precisamente porque es impuesto, tiene para los obreros las consecuencias más funestas.

El trabajo de las mujeres disgrega completamente la familia; porque cuando la mujer pasa diariamente 12 o 13 horas en la fábrica y el marido trabaja también allí o en otra parte, ¿qué será de los niños? Ellos crecen libremente como la mala hierba, o se dan a cuidar fuera por 1 o 1.5 chelines a la semana, y uno se imagina cómo son tratados. Por eso en los distritos industriales se multiplican de una manera horrorosa los accidentes de los que son víctimas los niños por falta de vigilancia. Las listas establecidas por los funcionarios de Manchester encargados de la comprobación auténtica de los decesos indican: en 9 meses, 69 fallecimientos por quemaduras, 56 por ahogamiento, 23 a consecuencia de caídas, 6 749 por diversas causas, por tanto, en total 21 550 accidentes fatales, mientras que en Liverpool, que no es una ciudad manufacturera, solo había que deplorar en 12 meses, 146 accidentes fatales. Los accidentes en las minas de carbón no se hallan incluidos para esas dos ciudades; hay que observar que el inspector de Manchester no tiene a Salford bajo su jurisdicción, si bien la población de ambos distritos es poco más o menos la misma. El Manchester Guardian relata en todos o casi todos sus números uno o varios casos de quemadura. Es natural que la mortalidad general de todos los niños pequeños aumente igualmente debido a que las madres trabajan, y los hechos lo confirman de manera concluyente. Con frecuencia las mujeres regresan a la fábrica tres o cuatro días después de dar a luz, dejando desde luego la criatura en la casa; durante las horas de descanso corren deprisa a sus casas para amamantar al niño y comer ellas mismas un poco. ¡Es fácil de imaginar en qué condiciones tiene lugar ese amamantamiento! Lord Ashley cita las declaraciones de algunas obreras:

M.H., de 20 años de edad, tiene dos niños, el más pequeño es un niño de pecho que es cuidado en la casa por el otro de más edad; ella parte para la fábrica poco después de las 5 de la mañana y regresa a su casa a las 8 de la noche; durante el día, la leche le fluye de los senos hasta el punto de empapar su ropa. H.W. tiene tres niños, deja su casa el lunes a las 5 de la mañana y no regresa hasta el sábado a las 7 de la noche. Entonces tiene tantas cosas que hacer para sus hijos que no se acuesta hasta las 3 de la madrugada. Con frecuencia es calada hasta los huesos por la lluvia y por trabajar en ese estado: 'Mis senos me han hecho sufrir horriblemente; me he encontrado inundada de leche'.

El empleo de narcóticos para tranquilizar a los niños es más que favorecido por ese infame sistema y ahora se halla verdaderamente muy extendido en los distritos industriales. El Dr. Johns, inspector en jefe del distrito de Manchester, opina que esa costumbre es una de las causas esenciales de las frecuentes convulsiones mortales. El trabajo de la mujer en la fábrica desorganiza inevitablemente a la familia y esa desorganización tiene, en el estado actual de la sociedad, que descansa en la familia, las consecuencias más desmoralizadoras, tanto para los esposos como para los niños. Una madre que no tiene el tiempo de ocuparse de su criatura, de prodigarle durante sus primeros años los cuidados y la ternura más normales, una madre que apenas puede ver a su hijo, no puede ser una madre para él, y acaba siendo fatalmente indiferente, lo trata sin amor, sin solicitud, como a un niño extraño. Y los niños que crecen en esas condiciones más tarde se pierden enteramente para la familia, son incapaces de sentirse en su casa en el hogar que ellos mismos fundan, porque solamente han conocido una existencia aislada; ellos contribuyen necesariamente a la destrucción, por otra parte general, de la familia entre los obreros. El trabajo de los niños implica una desorganización análoga de la familia. Cuando llegan a ganar más de lo que les cuesta a sus padres el mantenerlos, comienzan a entregar a los padres cierta suma por hospedaje y gastan el resto para ellos. Y esto ocurre a menudo desde que tienen 14 o 15 años. En una palabra, los hijos se emancipan y consideran la casa paterna como una casa de huéspedes: no es raro que la abandonen por otra, si no les place.

En muchos casos la familia no es enteramente disgregada por el trabajo de la mujer, pero allí todo anda al revés. La mujer es quien mantiene a la familia, el hombre se queda en la casa, cuida los niños, hace la limpieza y cocina. Este caso es muy frecuente; en Manchester solamente, se podrían nombrar algunos centenares de hombres condenados a los quehaceres domésticos. Se puede imaginar fácilmente qué legítima indignación suscita entre los obreros esa castración de hecho, y qué trastorno de toda la vida de familia resulta de ello, en tanto que las demás condiciones sociales siguen siendo las mismas. Tengo ante mí la carta de un obrero inglés, Robert Pounder, Baron's Building, Woodhouse Moor Side, en Leeds (la burguesía puede ir a buscarlo allí, para ello es que indico la dirección exacta) que éste le dirigió a Oastler, la cual sólo puedo transcribir más o menos sin adornos; se puede en rigor imitar su ortografía, pero el dialecto de Yorkshire es intraducible. En ella cuenta cómo otro obrero conocido suyo, que había partido en busca de trabajo fue a St. Helen, Lancashire en busca de otro amigo. Lo encontró en una miserable barraca sin apenas muebles.

Y cuando mi povre amigo entró estaba sentado en el cajón celca del fuego, y ¿que cree usté que hasia? estaba allí y sursía las medias de su mujel con la aguja de sursir y cuando vio a su viejo amigo en el unbral, izo, como para esconder las medias, pero Joe, que era así el nombre de mi amigo vio bien la cosa, y dijo: Jack, Dios mio, ¿qué hases tu, dónde es que está tu mujel? ¿qué es ese trabajo que hases tu? El povre Jack tubo vergüensa. i dijo, no, yo sé bien, ese no es mi travajo, pero mi povre mujel esta en la fábrica, entra a las 5 y media de la mañana y travaja hasta las 8 de la noche y está tan aplastada que no puede haser nada cuando llega a la casa, yo tengo que hacer por ella todo lo que puedo, polque no tengo travajo ni e tenido desde hase tres años ni más nunca encontraré y los ojos se le llenaron de lágrimas. Oh amigo Joe dijo, hay sufisiente travajo para las mujeres y los chiquillos en la región pero no para los hombres; es más fácil encontrar cien libras en la calle que travajo pero no había creído que tu ni nadie me viera sursiendo las medias de mi mujel polque ese no es travajo de hombre, pero ya casi se le caen a pedasos de las piernas y tengo miedo que ella se enferme por completo y yo se qué pasaría polque hase tiempo que ella a sido el hombre en la casa; y yo soy el que hase de mujel; ese no es travajo, Joe, y el se puso a llorar y dijo, pero eso no a sido siempre así; no Jack, dijo Joe, y no se como te la arreglaba pa vivir sin travajo; yo te lo voy a decir Joe, iba tirando pero la cosa salio mal, tu sabe cuando estaba casado tenía travajo, y tu sabe que jamás e sido vago; pues no, tu nunca as sido vago; y teniamos una buena casa amueblada y Mary no tenia necesidad de travajar, yo podia travajar por los do, y ahora es el mundo al revé; Mary tiene que trabajar y yo me quedo aqui pa cuidal los niños y limpiar y labar y cosinar, y sursir, polque cuando la povre mujel viene por la noche está fatigada asta reventar; tu sabes Joe es duro cuando uno está abituado a otra cosa, Joe dijo: si mi viejo, es duro, y Jack empesó a llorar otra ves y desía que ojalá nunca se ubiera casado ni nunca nacido, pero que nunca crelló cuando se casó con Mary que todo eso iva a pasar. Como he llorado a causa de todo eso, dijo Jack, y bueno señor, cuando Joe oyó todo eso, el me dise que maldició y mando a todos los diablos las fábricas y los industriales y el govierno con todos los ajos que había aprendido desde su jubentud en las fábricas.

¿Puede imaginarse una situación más absurda, más insensata, que la que describe esa carta? Y sin embargo, esa situación que quita al hombre su carácter viril y a la mujer su femineidad sin poder dar al hambre una verdadera femineidad y a la mujer una verdadera virilidad, esa situación que degrada de manera más escandalosa a ambos sexos y lo que hay de humano en ellos, ¡es la última consecuencia de nuestra civilización tan alabada, el último resultado de todos los esfuerzos logrados por centenas de generaciones para mejorar su vida y la de sus descendientes! O bien tenemos que perder toda la esperanza en la humanidad, en su voluntad y en su marcha adelante, al ver los resultados de nuestro esfuerzo y de nuestro trabajo convertirse así en escarnio; o tenemos que admitir que la sociedad humana ha errado el camino hasta aquí en su búsqueda de la felicidad; tenemos que reconocer que un trastorno tan completo de la situación social de ambos sexos sólo puede provenir del hecho de que sus relaciones han sido falseadas desde el comienzo. Si la dominación de la mujer sobre el hombre, que el sistema industrial ha engendrado fatalmente, es inhumana, la dominación del hombre sobre la mujer tal como existía antes es necesariamente inhumana también. Si la mujer puede ahora, como antes el hombre, fundar su dominación en el hecho de que ella aporta más, e incluso todo, al fondo común de la familia, se sigue necesariamente que esa comunidad familiar no es ni verdadera, ni racional porque un miembro de la familia puede todavía jactarse de que aporta la mayor parte de ese fondo. Si la familia de la sociedad actual se disgrega, esa disgregación muestra precisamente que, en realidad, no era el amor familiar lo que constituía el vínculo de la familia, sino el interés privado conservado en esa falsa comunidad de bienes. Las mismas relaciones deben también existir igualmente entre los hijos y sus padres cuando éstos no tienen trabajo y ellos los mantienen, a menos que les paguen hospedaje, como hemos visto anteriormente. El Dr. Hawkins manifiesta en su informe sobre fábricas que esa situación se encuentra con bastante frecuencia y es públicamente notoria en Manchester. Al igual que anteriormente la mujer, aquí son los hijos los que mandan en la casa, de lo cual Lord Ashley cita un ejemplo en su discurso (sesión de la Cámara de los Comunes del 15 de marzo de 1844). Un hombre había reprendido seriamente a sus dos hijas porque ellas habían estado en una taberna, y éstas manifestaron que estaban cansadas de ser gobernadas: "Vete al infierno, nosotras te mantenemos", y por otra parte ellas querían disfrutar un poco del dinero ganado en el trabajo; dejaron la casa paterna abandonando a padre y madre a su suerte.

Las mujeres solteras que han crecido en las fábricas no son más afortunadas que las mujeres casadas. Es natural que la muchacha que ha trabajado en fábricas desde la edad de nueve años no haya tenido la posibilidad de familiarizarse con las labores domésticas; de ahí que las obreras de fábrica sean en ese campo enteramente inexpertas y totalmente ineptas para ser buenas amas de casa. No saben ni coser, ni tejer, ni cocinar o lavar; los quehaceres más ordinarios de un ama de casa les son desconocidos, e ignoran totalmente cómo hay que componérselas con los niños pequeños. El informe de Fact. Inq. Comm. cita docenas de ejemplos de ello, y el Dr. Hawkins, comisionado para Lancashire, expresa así su opinión:

Las muchachas se casan jóvenes sin pensar que no poseen ni los medios ni el tiempo ni la ocasión de aprender las tareas ordinarias de la vida doméstica, e incluso si las conocen no tendrían el tiempo, una vez casadas, de ocuparse en esas tareas. La madre se separa de su criatura durante más de doce horas al día; se paga a una joven o a una anciana para que cuide la criatura; por añadidura, la vivienda de los obreros industriales sólo muy raramente es un hogar agradable, con frecuencia es un sótano que no tiene ni utensilios de cocina, ni nada para lavar, para coser o zurcir, donde falta todo lo que podría hacer la existencia agradable y civilizada, todo lo que podría hacer el hogar atractivo. Por estas razones y otras más, en particular para que las criaturas tengan más oportunidades de sobrevivir, sólo puedo desear y esperar que un día vendrá en que las mujeres serán excluidas de las fábricas.

Pero ése es el menor de los males. Las consecuencias morales del trabajo de las mujeres en las fábricas son mucho peores aún. La reunión de personas de ambos sexos y de todas las edades en un mismo taller, la inevitable promiscuidad que resulta de ello, el apiñamiento en un espacio reducido de personas que no han tenido ni formación intelectual ni formación moral, no están precisamente hechas para tener un efecto favorable sobre el desarrollo del carácter femenino. El industrial, aun cuando esté vigilante, no puede intervenir sino cuando el escándalo es flagrante; él no podría estar al corriente de la influencia permanente, menos evidente, que ejercen los caracteres disolutos sobre los más morales y en particular sobre los más jóvenes y, por consecuencia, no puede prevenirla. Ahora bien, esa influencia es precisamente la más nefasta. El lenguaje empleado en las fábricas es descrito por varios testigos en el informe de 1833 como "indecente", "malo", "sucio", etc. La situación es en pequeño la que hemos confirmado en gran escala en las grandes ciudades. La concentración de la población tiene el mismo efecto sobre las mismas personas, ya sea en una ciudad grande o en una fábrica relativamente pequeña. Si la fábrica es pequeña, la promiscuidad es mayor y las relaciones inevitables. Las consecuencias no se hacen esperar. Un testigo de Leicester dijo que prefería ver a su hija mendigar que dejarla ir a la fábrica, que la fábrica es un verdadero infierno, que la mayoría de las rameras de la ciudad deben su estado a su frecuentación de la fábrica; otro en Manchester, "no tiene ningún escrúpulo en afirmar que las tres cuartas partes de las jóvenes obreras fabriles de 14 a 20 años de edad ya no son vírgenes" El inspector Cowell emite la opinión de que la moralidad de los obreros fabriles se sitúa un poco por debajo del promedio de la clase trabajadora y el Dr. Hawkins dice:

Es difícil dar un estimado en cifras de la moralidad sexual, pero según mis propias observaciones, la opinión general de aquellos a quienes he hablado de ello, así como el tenor de los testimonios que me han proporcionado, la influencia de la vida fabril sobre la moralidad de la juventud femenina parece justificar un punto de vista enteramente pesimista.

Huelga decir que la esclavitud de la fábrica, como toda otra y hasta más que toda otra, confiere al patrón el jus primae noctis. A este respecto también el industrial es el amo del cuerpo y de los encantos de sus obreras. El despido es una sanción suficiente para vencer en nueve casos de cada diez, si no en el 99% de los casos, toda resistencia de parte de muchachas que, además, no tienen disposiciones particulares a la castidad. Si el industrial es lo bastante infame (y el informe de la comisión cita varios casos de ese género), su fábrica es al propio tiempo su harén; el que todos los industriales no hagan uso de su derecho no cambia en nada la situación de las muchachas. En los comienzos de la industria manufacturera, en la época en que los industriales eran unos advenedizos sin educación que no respetaban las reglas de la hipocresía social, no se dejaban detener por nada en el ejercicio de su derecho "bien adquirido".

A fin de juzgar bien los efectos del trabajo fabril sobre el estado físico de las mujeres será necesario examinar primeramente el trabajo de los niños y la naturaleza misma de la labor. Desde el comienzo de la nueva industria se han empleado niños; al principio, debido a las pequeñas dimensiones de las máquinas (que más tarde se hicieron mayores), se daba ocupación casi exclusivamente a niños; se buscaban en las casas de asistencia y los industriales tomaban a multitud de ellos como "aprendices" durante largos años. Eran alojados y vestidos colectivamente y devenían, desde luego, enteramente esclavos de sus patrones, que los trataban con una brutalidad y una barbarie extremas. Desde 1796, la opinión pública manifestó tan enérgicamente su disgusto por boca del Dr. Percival y de Sir R. Peel (padre del ministro actual y él mismo fabricante de telas), que el Parlamento votó en 1802 una Apprentice Bill (ley sobre aprendices) que puso término a los abusos más escandalosos. Poco a poco, la competencia de los trabajadores libres se hizo sentir, y todo el sistema de "aprendizaje" desapareció progresivamente. Poco a poco se construyeron las fábricas sobre todo en las ciudades, se aumentó el tamaño de las máquinas, se construyeron locales mejor ventilados y más sanos; hubo más empleo para los adultos y personas jóvenes; proporcionalmente, el número de niños empleados disminuyó un poco mientras que se elevaba un tanto la edad promedio a la cual se comenzaba a trabajar. Se dio empleo entonces a sólo pocos niños de menos de ocho o nueve años de edad. Más tarde, el poder legislativo intervino varias veces, como veremos más adelante, para proteger a los niños contra la rapacidad de la burguesía.

La mortalidad elevada que hacía estragos entre los hijos de los obreros, particularmente de los obreros fabriles, es una prueba suficiente de la insalubridad a la cual se hallan expuestos durante sus primeros años. Esas causas obran igualmente sobre los niños que sobreviven, pero evidentemente sus efectos son entonces un poco más atenuados que sobre los que son víctimas de las mismas. En el caso más benigno implican una predisposición a la enfermedad o un retraso en el desarrollo y, por consiguiente, un vigor físico inferior al normal. El hijo de nueve años de un obrero, que crece en la miseria, las privaciones y las vicisitudes de la existencia, en la humedad, el frío y la falta de vestido, está lejos de poseer la capacidad de trabajo de un niño criado en buenas condiciones de higiene. A los nueve años se le envía a la fábrica, allí trabaja seis horas y media diariamente (antaño ocho horas, y antes de doce a catorce horas, incluso dieciséis horas) hasta la edad de trece años; a partir de ese momento trabaja doce horas; a los factores de debilitamiento que persisten viene a añadirse la labor. Desde luego, no se podría negar que un niño de nueve años, incluso el de un obrero, pueda soportar un trabajo diario de seis horas y media sin que resulten efectos nefastos visibles para su desarrollo que puedan ser atribuidos directamente a ese trabajo; pero se admitirá que la estancia en la atmósfera de la fábrica, asfixiante, húmeda y con frecuencia de un calor húmedo, no podría en ningún caso mejorar su salud. De todos modos, es prueba de irresponsabilidad el sacrificar a la avaricia de la burguesía insensible los años de los niños que deberían estar consagrados exclusivamente a su desarrollo físico e intelectual, el privar a los niños de la escuela y el aire libre para explotarlos en beneficio de los señores industriales. Por supuesto, la burguesía nos dice: "Si no empleamos a los niños en las fábricas, permanecerán en condiciones de vida desfavorables para su desarrollo", y en términos generales eso es cierto, —pero qué significa ese argumento, reducido a su justo valor,— sino que la burguesía coloca primeramente a los niños de los obreros en esas malas condiciones en beneficio propio; ella invoca un hecho del cual es tan culpable como el sistema industrial, justifica la falta que comete hoy por aquella que cometió ayer. Si la ley de fábricas no les atara un poco las manos, veríamos cómo esos burgueses "benevolentes" y "humanos",—que en realidad han construido sus fábricas solamente por el bien de los trabajadores— asumirían la defensa de los intereses de los trabajadores. Veamos un poco cómo han obrado antes de tener sobre sus talones a los inspectores de fábricas; su propio testimonio, el informe de la comisión de fábricas de 1833, debe confundirlos.

El informe de la comisión central comprueba que los fabricantes raramente emplean a niños de cinco años de edad, frecuentemente de seis años, muy a menudo de siete años, en la mayoría de los casos de ocho o nueve años; que la duración del trabajo es con frecuencia de 14 a 16 horas diarias (excluyendo el tiempo de las comidas), que los industriales toleraban que los supervisores golpearan y maltrataran a los niños, y que ellos mismos frecuentemente obraban del mismo modo; se informa incluso del caso de un industrial escocés que persiguió a caballo a un obrero de 16 años que había huido, forzándolo a correr delante de él al trote de su caballo y golpeándolo continuamente con un largo látigo. En las grandes ciudades, donde los obreros resisten más, es cierto que tales casos eran menos frecuentes. Sin embargo, incluso esa larga jornada de trabajo no bastaba a la voracidad de los capitalistas. Había que obrar por todos los medios de suerte que el capital invertido en edificios y máquinas fuese rentable, había que hacerlo trabajar lo más posible. Por eso los industriales introdujeron el escandaloso sistema del trabajo nocturno; entre algunos de ellos había dos equipos de obreros, cada uno lo bastante fuerte para hacer funcionar toda la fábrica; uno trabajaba 12 horas de día, otro 12 horas de noche. Se puede uno imaginar fácilmente las consecuencias que deberían tener fatalmente sobre el estado físico de los niños pequeños, e incluso en la de los mayores y la de los adultos, esa privación permanente del reposo nocturno que ningún sueño diurno podría sustituir. Los resultados inevitables fueron la sobreexcitación de todo el sistema nervioso, unida a un debilitamiento y a un agotamiento de todo el cuerpo. A ello hay que añadir la incitación al alcoholismo y al desenfreno sexual. Un industrial declara que durante los dos años que él mantuvo el trabajo nocturno nació el doble de niños ilegítimos y que la desmoralización se agravó hasta el punto en que tuvo que renunciar al trabajo de noche. Otros industriales usaban un procedimiento más bárbaro todavía: hacían trabajar a numerosos obreros de 30 a 40 horas de un tirón, varias veces por semana, poniendo en pie equipos de sustitución incompletos que no tenían otra finalidad que reemplazar cada vez a una parte solamente de los obreros para permitirles dormir algunas horas. Los informes de la comisión sobre esos actos de barbarie y sus consecuencias superan todo lo que me ha sido dado a conocer en ese campo. Horrores tales como los que se relatan allí no se hallan en ninguna parte, y veremos cómo la burguesía no cesa de invocar el testimonio de la comisión en su favor. Las consecuencias de semejantes fechorías no se hicieron esperar: los inspectores informaron que ellos habían estado entrevistando a una multitud de achacosos cuyos males provenían indudablemente de las largas horas de trabajo. Los achaques consisten casi siempre en una desviación de la columna vertebral y una deformación de las piernas, y se describen en esos términos por Francis Sharp, miembro del Real Colegio de Cirugía:

Jamás había yo comprobado la deformación de la extremidad inferior del fémur antes de venir a Leeds. Creía primeramente que se trataba de raquitismo, pero el gran número de enfermos que se presentaban en el hospital y la aparición de esa enfermedad a una edad en que los niños habitualmente ya no están sujetos al raquitismo (de 8 a 14 años), así como el hecho de que ese mal había comenzado solamente desde que los niños trabajaban en la fábrica, me indujeron pronto a modificar mi opinión. Hasta el presente he atendido alrededor de un centenar de casos de ese género, y puedo afirmar de la manera más categórica que se trata de las consecuencias del exceso de trabajo físico; hasta donde yo sé se trataba únicamente de niños que trabajaban en las fábricas, y ellos mismos veían en ese hecho el origen de su mal. El número de casos de desviación de la columna vertebral, consecuencia manifiesta de permanecer de pie demasiado tiempo, he comprobado no debe ser inferior a 300.

El Dr. Hey, de Leeds, médico del hospital durante 18 años se expresa igualmente:

Las deformaciones de la columna vertebral son muy frecuentes entre los obreros. Algunas de ellas como consecuencia de exceso de trabajo físico, otras como consecuencia de un trabajo prolongado sobre una constitución originariamente débil o debilitada por una mala alimentación. Las deformaciones parecían ser más frecuentes que las enfermedades espinales; las rodillas estaban torcidas hacia adentro, los tendones de los tobillos muy frecuentemente aflojados y distendidos y los huesos largos de las piernas, torcidos. Eran sobre todo los extremos de esos huesos largos los que se hallaban deformados e hipertrofiados, y esos pacientes provenían de fábricas donde con frecuencia se trabajaba prolongadamente.

Los cirujanos Beaumont y Sharp, de Bradford, se expresan en el mismo sentido. Los informes de los inspectores Drinkwater, Power, y del Dr. Loudon contienen un sinnúmero de ejemplos parecidos de tales deformaciones, los de Tufnell y el Dr. Sir David Barry, que se interesan menos en esos casos particulares, contienen algunos ejemplos. Los inspectores para Lancashire, Cowell, Tufnell y el Dr. Hawkins han descuidado casi completamente ese aspecto de las consecuencias médicas del sistema industrial, aunque ese distrito puede rivalizar perfectamente con el de Yorkshire en cuanto al número de sus pacientes. Raramente he andado por Manchester sin toparme con tres o cuatro inválidos que sufren precisamente de la deformación de la columna vertebral y de las piernas que acaba de ser descrita, y es un detalle que a menudo he observado. Conozco personalmente a un lisiado que responde exactamente a la descripción hecha anteriormente por el Dr. Hey y que se lisió en la fábrica del señor Douglas, en Pendleton, quien disfruta todavía entre los trabajadores de una tremenda reputación porque antes exigía un trabajo que se prolongaba durante noches enteras. En el aspecto de esa categoría de impedidos se ve inmediatamente de dónde provienen sus deformaciones, todos tienen la misma silueta, las rodillas dobladas hacia adentro y hacia atrás, los pies virados hacia adentro, las articulaciones deformadas y gruesas, y con frecuencia la columna vertebral desviada hacia adelante o de lado. Mas son esos buenos industriales filántropos del distrito de Macclesfield, donde se trabaja la seda, los que parecen haberse excedido, lo cual se debe también al hecho de que en esas fábricas trabajan niños muy tiernos, de cinco o seis años. Entre los testimonios anexos del inspector Tufnell hallamos la deposición de un jefe de taller cuyas dos hermanas habían sido lisiadas de la manera más vergonzosa, y que un día había contado el número de lisiadas en varias calles, algunas de las más limpias y atractivas de Macclesfield: encontró 10 en Townley Street, 5 en George's Street, 4 en Charlotte Street, 15 en Watercots, 3 en Bank Top, 7 en Lord Street y 12 en Mills Lane, 2 en Great Georges Street, 2 en el hospicio de los pobres, 1 en Park Green y en Pickford Street dos lisiados cuyas familias declararon unánimemente que las deformaciones eran el resultado de un trabajo excesivo en las fábricas de tramar la seda. Se cita el caso de un niño que se hallaba tan lisiado que no podía subir una escalera, y se mencionan casos de muchachas que presentan deformaciones de la espalda y las caderas.

Ese trabajo excesivo provoca igualmente otras deformaciones, en particular los pies planos, afección muy a menudo comprobada por Sir D. Barry y que los médicos y cirujanos de Leeds consideran igualmente como muy frecuente. En los casos en que una constitución más robusta, una mejor alimentación y otros factores han permitido al joven obrero resistir semejantes efectos de una explotación bárbara, comprobamos por lo menos dolores de espalda, en las caderas y piernas, tobillos hinchados, várices, o bien extensas úlceras persistentes en los muslos y en las pantorrillas. Estos males son casi comunes entre los obreros; los informes de Stuart, Mackintosh, y Sir D. Barry contienen centenares de ejemplos, e incluso ellos no conocen, por decirlo así, a ningún obrero que no sufra de alguna de esas afecciones y, en los demás informes, la presencia de las mismas consecuencias es comprobada al menos por varios médicos. Los informes concernientes a Escocia establecen de manera indudable, gracias a numerosos ejemplos, que un trabajo de trece horas provoca incluso entre los obreros de uno y otro sexo de 18 a 20 años de edad por lo menos esos mismos efectos, tanto en las hilanderías de lino de Dundee y de Dunfermline como en las fábricas de telas de algodón de Glasgow y de Lanark.

Todos esos males se explican fácilmente por la naturaleza del trabajo fabril, que es, desde luego, según la palabra de los industriales, muy "fácil", pero que es precisamente por su facilidad, más agotador que cualquier otro. Los obreros tienen pocas cosas que hacer, pero son obligados a permanecer constantemente de pie sin poder sentarse. Cualquiera que se siente en el reborde de una ventana o en una cesta es castigado; esa permanencia perpetua de pie en un sitio, la presión mecánica permanente de la parte superior del cuerpo sobre la columna vertebral, sobre las caderas y las piernas, produce obligatoriamente los efectos que citamos anteriormente: Sin embargo, esa permanencia en un sitio de pie no es indispensable al trabajo, y por lo demás se han instalado asientos, al menos en los talleres de Nottingham (lo que tiene por consecuencia la ausencia de esos males, y por consiguiente los obreros se hallan dispuestos a laborar prolongadamente), pero en una fábrica donde el obrero sólo trabaja para el burgués y tiene poco interés en hacer bien su trabajo, él ciertamente no se sentirá estimulado a hacer nada que sea agradable y ventajoso para el industrial; los obreros deben por tanto sacrificar la salud de sus miembros a fin de que sea estropeada un poco menos la materia prima del burgués. Esa larga y permanente posición de pie provoca, añadiéndose a la atmósfera generalmente rarificada de las fábricas, un agotamiento considerable de toda la energía física y por ende todo género de males generalizados, más que locales. La atmósfera de las fábricas es habitualmente a la vez caliente y húmeda, más bien más caliente de lo necesario y, si la ventilación no es muy buena, la atmósfera es muy impura, asfixiante, pobre en oxígeno, llena de polvos y de vapores del aceite de las máquinas que mancha casi por todas partes el suelo; los trabajadores visten poca ropa debido al calor, y se resfriarían automáticamente si cambiara la temperatura de la habitación; pero en ese calor, la menor corriente de aire les parece desagradable, el debilitamiento progresivo que se va apoderando progresivamente de todas las funciones físicas disminuye el calor animal que debe ser entonces mantenido desde el exterior; y por eso el obrero prefiere permanecer en esa atmósfera calurosa de la fábrica, con todas las ventanas cerradas. A ello viene a añadirse el efecto del cambio brusco de temperatura cuando el obrero deja la atmósfera muy calurosa de la fábrica y tropieza con el aire glacial o muy frío y húmedo de puertas afuera, la imposibilidad para el obrero de protegerse bien de la lluvia y de cambiar de ropas cuando éstas se mojan; ésos son factores que constantemente provocan resfriados. Y cuando se piensa que, a pesar de todo, ese trabajo no exige ni hace realmente trabajar casi ningún músculo del cuerpo, a no ser tal vez los de las piernas, que nada contrarresta el efecto debilitante y agotador de los factores enumerados anteriormente, sino que al contrario falta todo ejercicio que pueda dar vigor a los músculos, elasticidad y firmeza a los tejidos, que desde su juventud el obrero nunca ha tenido tiempo de hacer el menor ejercicio al aire libre, no se asombrará ya de la casi unanimidad con la cual los médicos declaran en el informe sobre las fábricas, que ellos han comprobado particularmente entre los obreros fabriles una falta de resistencia considerable a las enfermedades, un estado depresivo general que afecta todas las actividades vitales, un disminución persistente de las fuerzas intelectuales y físicas. Veamos primeramente lo que dice Sir D. Barry:

Las influencias desfavorables del trabajo fabril sobre los obreros son las siguientes: 1) la necesidad absoluta de sincronizar sus esfuerzos físicos e intelectuales con los movimientos de máquinas movidas por una fuerza regular e infatigable; 2) la posición de pie que hay que soportar durante períodos anormalmente largos y demasiado próximos unos de otros; 3) la privación de sueño (debido a un trabajo prolongado, o a dolor en las piernas y enfermedades físicas generalizadas). Hay que añadir además el efecto de los talleres con frecuencia de techo bajo, exiguos, polvorientos, o húmedos, un aire malsano, una atmósfera recalentada y una transpiración continua. Por eso los niños en particular, salvo raras excepciones, pierden muy pronto las mejillas rosadas de la infancia, y devienen más pálidos y más enclenques que otros niños. Incluso el aprendiz de tejedor manual, que permanece descalzo en el piso de tierra del taller, conserva mejor semblante, porque de vez en cuando sale al aire libre. Pero el niño que trabaja en una fábrica no tiene un momento de ocio, a no ser para comer, y no sale nunca al aire libre sino para comer. Todos los hiladores adultos son pálidos y flacos, sufren de un apetito caprichoso y de malas digestiones; y como todos ellos han crecido en la fábrica desde su juventud y como entre ellos hay pocos o ningún hombre de alta talla y de constitución atlética, uno tiene que llegar a la conclusión de que su trabajo es muy desfavorable para el desarrollo de la constitución masculina. Las mujeres soportan mucho mejor ese tipo de trabajo. (Completamente natural, pero veremos que ellas también tienen sus enfermedades.)

Asimismo Power:

Puedo realmente afirmar que el sistema manufacturero ha provocado en Bradford una multitud de lisiados [...] y que los efectos físicos de una labor muy prolongada no se manifiestan solamente bajo el aspecto de deformaciones verdaderas, sino de manera mucho más general, por la paralización del  crecimiento,  el  debilitamiento de los músculos y la endeblez.

He aquí de nuevo al cirujano F. Sharp, de Leeds, que ya hemos citado:

Cuando abandoné Scarborough para instalarme en Leeds, me sorprendió inmediatamente el hecho de que aquí los niños generalmente tienen el semblante mucho más pálido y que sus tejidos son mucho menos firmes que aquellos de Scarborough y sus alrededores. He hallado igualmente que muchos niños son excepcionalmente pequeños para su edad [...] He comprobado innumerables casos de escrófulas, de afecciones pulmonares, mesentéricas y casos de mala digestión, que en mi opinión como médico, son provocados sin duda alguna por el trabajo fabril. Creo que el trabajo prolongado debilita la energía nerviosa del cuerpo y prepara el terreno para numerosas enfermedades; sin la afluencia constante de gente del campo, la raza de los obreros fabriles degeneraría pronto completamente.

Beaumont, cirujano de Bradford, se expresa en los mismos términos:

En mi opinión, el sistema de trabajo fabril en vigor aquí provoca una atonía característica de todo el organismo y hace a los niños extremadamente vulnerables a las epidemias así como a las enfermedades accidentales [...] Considero que la ausencia de toda reglamentación apropiada de la ventilación y de la limpieza de las fábricas es realmente una de las causas principales de esa morbidez particular o de esa receptividad a las afecciones patológicas que he comprobado tan frecuentemente en mi práctica.

Asimismo, he aquí el testimonio de William Sharp, Jr:

1) He tenido la ocasión de observar en las condiciones más favorables los efectos del régimen de trabajo en las fábricas sobre la salud de los niños (en la fábrica de Wood, en Bradford, la mejor atendida del lugar, donde él era médico agregado a la fábrica); 2) esos efectos son incontestablemente dañinos en alto grado, incluso en las condiciones favorables de la fábrica en que yo estaba; 3) en 1832, atendí a las tres quintas partes de todos los menores que trabajan en la fábrica de Wood; 4) el efecto más nefasto no es el predominio de lisiados, sino de constituciones débiles y enfermizas; 5) se logró una mejora muy sensible desde que la duración del trabajo de los menores de Wood se redujo a 10 horas.

El propio comisionado, Dr. Loudon, que cita estos testimonios, dice:

Yo creo que acaba de demostrarse bastante claramente, que los niños han sido obligados a proveer un trabajo de una duración irracional y cruel e incluso los adultos han tenido que asumir un trabajo que supera las fuerzas de cualquier ser humano. La consecuencia es que un gran número muere prematuramente, que otros sufren para toda la vida de una constitución deficiente, y que, fisiológicamente hablando, los temores de ver nacer generaciones debilitadas por las taras de los supervivientes parecen estar muy bien fundados.

 Y en fin el Dr. Hawkins a propósito de Manchester:

Yo creo que la mayoría de los viajeros se asombran de la pequeña talla, el aspecto desmedrado y la palidez de innumerables personas que se ven en Manchester y sobre todo los obreros fabriles. Nunca he visto ciudad en Gran Bretaña o en Europa donde la diferencia con relación a lo normal del conjunto de la nación sea tan clara en lo que concierne a la talla y la tez. Uno se sorprende de ver que las mujeres casadas están desprovistas de todas las características de la mujer inglesa, etc. Debo confesar que los niños y niñas que trabajan en las fábricas de Manchester que me han presentado tenían todos el aspecto deprimido y la tez pálida; nada de lo que constituye habitualmente la movilidad, la vivacidad y la petulancia de la juventud se traslucían en la expresión de su rostro. Un gran número de ellos declararon que no sentían el menor deseo de ir a retozar en pleno aire, el sábado por la noche y el domingo, y que preferían quedarse tranquilos en la casa.

Insertemos aquí, inmediatamente, otro pasaje del informe de Hawkins, que bien viene al caso sólo a medias, pero por eso precisamente lo mismo cabe aquí que en otra parte.

La intemperancia, los excesos, y la falta de previsión son los principales defectos de la población obrera y es fácil ver que las causas de ello son las costumbres nacidas del sistema actual y que emanan casi ineluctablemente del mismo. Se reconoce generalmente que la mala digestión, la hipocondría y la debilidad general afectan a esta clase en proporciones considerables; luego de doce horas de trabajo monótono, es muy natural que se busque un excitante cualquiera; pero cuando además se padecen esos estados mórbidos de que acabamos de hablar, pronto se recurre repetidamente al alcohol.

El propio informe provee centenares de pruebas en apoyo de los testimonios de los médicos y comisionados. Contiene cientos de hechos que demuestran que el crecimiento de los jóvenes obreros es obstaculizado por el trabajo; entre otras cosas, Cowell indica el peso de 46 muchachos, todos de 17 años y asistiendo a una escuela dominical, de los cuales, 26 que trabajaban en fábricas: pesaban por término medio 104,5 libras inglesas, y los 20 restantes que no trabajaban en fábricas, pero pertenecían a la clase obrera, tenían un peso promedio de 117,7 libras. Uno de los industriales más importantes en Manchester, líder de la oposición patronal a los obreros —creo que Robert Hyde Greg— llegó hasta decir un día que, si eso continuaba, los obreros fabriles de Lancashire pronto se convertirían en una raza de pigmeos. Un teniente reclutador declaró en su testimonio que los obreros fabriles son poco aptos para el servicio militar; tienen aspecto enfermizo y desmedrado y con frecuencia son licenciados por los médicos por inútiles. En Manchester cuesta trabajo hallar hombres de 5 pies 8 pulgadas, casi todos sólo tienen 5 pies y 6 o 7 pulgadas, mientras que en los distritos agrícolas la mayoría de los reclutas llegan a las 8 pulgadas.

A causa de los efectos debilitantes del trabajo fabril, los hombres son desgastados muy temprano. A los 40 años, la mayoría se hallan incapacitados para trabajar. Algunos se mantienen hasta los 45; y casi ninguno llega a los 50 años sin verse obligado a dejar de trabajar. La causa de ello es, aparte de un debilitamiento físico general, una debilidad de la vista como consecuencia del hilado en la mule, durante el cual el obrero debe mantener la vista fija sobre una larga serie de hilos finos y paralelos fatigando así considerablemente sus ojos. De los 1 600 obreros empleados en varias fábricas de Harpur y Lanark, solamente 10 tenían más de 45 años de edad; de los 22 094 obreros de diferentes fábricas de Stockport y de Manchester, solamente 143 pasaban de los 45 años; asimismo entre estos 143, 16 eran mantenidos por favor especial, y 1 realizaba el trabajo de un niño. En una lista de 131 hiladores sólo había 7 de más de 45 años y, sin embargo, los 131 fueron todos rechazados por el industrial a quien pedían empleo por tener "'demasiada edad". De 50 hiladores echados a un lado en Bolton, dos solamente eran de más de 50 años, los demás no llegaban ni siquiera a 40 por término medio, ¡y todos carecían de empleo a causa de su avanzada edad! Mr. Ashworth, un importante industrial, reconoce él mismo en una carta a Lord Ashley que hacia la edad de 40 años los hiladores ya no son capaces de producir una cantidad suficiente de hilados, y que por esa razón "a veces" son despedidos; ¡él califica como "viejos" a los obreros de 40 años! Del mismo modo, el comisionado Mackintosh dice en el informe de 1833:

Aunque yo estuviese ya preparado por el modo en que son empleados los niños, me costó trabajo sin embargo creer a los obreros de cierta edad cuando me indicaban su edad, por lo temprano que envejecen.

El cirujano Smellie, de Glasgow, que atiende principalmente a obreros fabriles, dice también que para ellos 40 años es una edad avanzada.  Testimonios parecidos se hallan en muchas otras fuentes. En Manchester, ese envejecimiento prematuro de los obreros es tan común que todo cuadragenario parece 10 o 15 años mayor, mientras que las personas de la clase acomodada, hombres y mujeres, conservan muy buen aspecto, a condición de que no beban mucho.

Los efectos del trabajo fabril sobre el organismo femenino son también notorios y peculiares. Las deformaciones físicas, como consecuencia de un trabajo prolongado, son todavía mucho más graves entre las mujeres; deformaciones de la pelvis debidas por una parte a una mala posición de los huesos de la misma y a su crecimiento defectuoso o a una desviación de la parte inferior de la columna vertebral, son frecuentemente las enojosas consecuencias.

Aunque yo no he encontrado —declara el Dr. Loudon en su informe— ningún caso de deformación de la pelvis ni algunas otras afecciones, éstos son males que todo médico debe considerar como una consecuencia probable del trabajo prolongado impuesto a los niños; y ello es por otra parte asegurado por los médicos más dignos de crédito.

El hecho de que las obreras fabriles tienen partos más difíciles que las demás mujeres es atestiguado por varias comadronas y parteros, así como que abortan más frecuentemente. Hay que añadir que las mujeres sufren de la debilidad común al conjunto de los obreros fabriles y que, encintas, trabajan en la fábrica hasta la hora del parto, porque de otro modo pierden su salario y, además, se les insinúa que si dejan el trabajo demasiado pronto pueden ser sustituidas. Ocurre muy a menudo que las mujeres que trabajan todavía una noche dan a luz el día siguiente por la mañana, e incluso no es raro que el alumbramiento tenga lugar en la fábrica, en medio de las máquinas. Y si los señores burgueses no ven nada de extraordinario en ello, tal vez sus mujeres convendrán conmigo en que el obligar indirectamente a una mujer encinta a trabajar de pie, a agacharse frecuentemente doce o trece horas (antes todavía más) hasta el día del parto, es de una crueldad sin nombre, de una infame barbarie. Pero eso no es todo. Cuando las mujeres, luego del alumbramiento, pueden permanecer sin trabajar durante 15 días, se sienten felices y consideran que es un largo descanso. Muchas de ellas regresan a la fábrica luego de ocho días de reposo, incluso después de tres o cuatro días, para hacer su tiempo completo de trabajo. Un día oí a un industrial preguntar a un capataz: ¿No ha regresado fulana? —No. — ¿Cuándo dio a luz? —Hace ocho días—. La verdad es que hace tiempo que podía haber regresado. Aquélla de allí nunca falta más de tres días. Desde luego, el temor de ser despedidas, el temor a la desocupación, pese a su debilidad, pese a sus sufrimientos, la hace regresar a la fábrica; el interés de los industriales no podría soportar que los obreros permanezcan en la casa por causa de enfermedad; ellas no tienen derecho de enfermarse; las obreras no deben permitirse el dar a luz, si no el industrial tendría que paralizar sus máquinas o fatigar sus nobles meninges para proceder a un cambio temporal; y antes de que ello ocurra, despide a sus trabajadores que se dan el lujo de no tener buena salud. Escuchad, pues:

Una joven se siente muy mal y apenas puede hacer su trabajo. —¿Por qué, le pregunto, no pide permiso para regresar a su casa? —Ah señor, el patrón es muy estricto en estas cuestiones, si faltamos un cuarto de jornada, nos arriesgamos a ser despedidas.

O Sir D. Barry:

Thomas Mac Durt, un obrero, con un poco de fiebre: "No puede quedarse en casa, al menos no más de cuatro horas, de lo contrario se arriesga a perder su empleo".

Y lo mismo ocurre en casi todas las fábricas. El trabajo al cual son obligadas las jovencitas provoca durante su período de crecimiento un sinnúmero de otros males. En algunas de ellas, el calor muy fuerte que reina en las fábricas activa el desarrollo físico, en particular entre las mejor alimentadas, de modo que algunas niñas de 12 a 14 años se hallan completamente formadas. Robertson, el partero ya citado y que el informe de fábrica califica de "eminente", relata en el North of England Medical and Surgical Journal que reconoció a una niña de 11 años, y no solamente era una mujer completamente formada, sino que además estaba encinta, y que no era raro en Manchester que jovencitas de 15 años se convirtieran en madres. En tales casos, el calor de las fábricas obra como el calor de los climas tropicales y, como bajo esos climas, el desarrollo demasiado precoz se paga con un envejecimiento y un debilitamiento prematuros. Sin embargo, hay frecuentes ejemplos de retraso en el desarrollo sexual femenino: los senos se forman tarde o no del todo; en muchos casos la menstruación no aparece sino a los 17 o 18 años, algunas veces a los 20 años y con frecuencia falta completamente. Son muy frecuentes las menstruaciones irregulares acompañadas de dolores y de males de todo género, en particular de anemia; en esto, los informes de los médicos son unánimes. Los niños que esas mujeres traen al mundo, sobre todo cuando han tenido que trabajar durante el embarazo, no pueden ser robustos. Al contrario, en el informe se consideran muy desmedrados, sobre todo los de Manchester; únicamente Barry afirma que están sanos, pero dice también que en Escocia, donde hizo su encuesta, casi no hay mujeres casadas entre las trabajadoras; además, la mayoría de las fábricas se hallan ubicadas en el campo, excepto las de Glasgow, y ése es un factor que contribuye mucho a la robustez de los niños. Los hijos de obreros en los alrededores de Manchester son todos lozanos y rosados, (mientras que los de la ciudad son cloróticos y escrofulosos) pero a los 9 años sus bellos colores desaparecen de golpe, porque se envían entonces a la fábrica y pronto no pueden distinguirse de los niños de la ciudad.

Hay además otras ramas del trabajo industrial cuyos efectos son particularmente nefastos. En numerosos talleres de hilado de algodón y lino flotan polvos de fibras, suspendidos en el aire, que provocan afecciones pulmonares, especialmente en los talleres de cardar y rastrillar. Ciertas constituciones pueden soportarlas, otras no. Pero el obrero se halla sin alternativa alguna: tiene que aceptar el taller donde encuentra trabajo, sin importar que sus pulmones estén buenos o malos. Las consecuencias más habituales de la entrada de ese polvo en los pulmones son el escupir sangre, una respiración penosa y silbante, dolores en el pecho, tos, insomnio, en una palabra, todos los síntomas del asma que, en los casos extremos, degenera en tisis. El hilado húmedo del lino, practicado por niñas y niños, es particularmente malsano. El agua que brota de los husos los salpica, de modo que sus ropas están constantemente mojadas por delante hasta la piel, y siempre hay charcos de agua en el suelo. Lo mismo ocurre en los talleres de las fábricas donde se procesa el algodón, pero en un grado menor, lo cual implica catarros crónicos y afecciones pulmonares. Todos los obreros fabriles tienen la misma voz tomada y ronca, pero especialmente los hiladores húmedos y los dobladores. Stuart, Mackintosh y Sir D. Barry subrayan con extrema energía el carácter malsano de ese trabajo y la despreocupación de la mayoría de los industriales en cuanto a la salud de las jovencitas que realizan esas tareas. Otro efecto molesto del hilado del lino se manifiesta bajo el aspecto de deformaciones características de la espalda, en particular que el omóplato derecho sobresale, como resultado de la naturaleza del trabajo. Esta manera de hilar, lo mismo que el hilado del algodón en la Throstle, provoca además afecciones de la rótula, de la cual el obrero se sirve para parar los husos mientras ata los hilos rotos. Las numerosas flexiones del busto que exige el trabajo en estas dos últimas ramas y el hecho de que las máquinas son bajas tienen por consecuencia deficiencias del crecimiento. En el taller de las Throstle de la hilandería de algodón donde estaba empleado en Manchester no recuerdo haber visto a una sola joven que fuese esbelta y bien proporcionada; todas eran pequeñas, contrahechas y de estatura comprimida característica, realmente feas de formas. Además de todas esas enfermedades y padecimientos, los obreros sufren también otra especie de daños físicos que afectan sus miembros. El trabajo en medio de las máquinas ocasiona un número considerable de accidentes más o menos graves que tienen además por consecuencia una incapacidad parcial o total para el trabajo. El caso más frecuente es que la falange de un dedo sea aplastada; más raramente ocurre que el dedo entero, la mitad de la mano o la mano entera, un brazo, etc. sean cogidos en un engranaje y triturados. Muy frecuentemente esos accidentes, incluso los más benignos, provocan la aparición del tétanos, lo cual implica la muerte. En Manchester se puede ver, aparte de numerosos lisiados, un gran número de mutilados; uno ha perdido todo el brazo o el antebrazo, otro un pie, aun otro la mitad de la pierna; tal parece que se halla uno en medio de un ejército que regresa de una campaña. Las partes más peligrosas de las instalaciones son las correas que trasmiten la energía del eje a las diferentes máquinas, sobre todo cuando tienen curvas, lo cual es, cierto, cada vez más raro; quienquiera que sea atrapado por esas correas es arrastrado por la fuerza motriz con la rapidez del relámpago, su cuerpo es lanzado contra el techo después contra el suelo con una violencia tal que raramente le queda un hueso intacto y la muerte es instantánea.

Entre el 12 de junio y el 3 de agosto de 1844, el Manchester Guardian relata los casos siguientes de accidentes graves —no menciona los casos leves: el 12 de junio en Manchester murió de tétanos un niño cuya mano había sido aplastada por un engranaje; el 15 de junio, un joven de Saddleworth atrapado y arrastrado por una rueda muere completamente aplastado; el 29 de junio, un hombre joven de Greenacres Moor, cerca de Manchester, trabajando en una fábrica de máquinas, fue arrastrado bajo una rueda de molino que le fracturó dos costillas y lo despedazó; el 24 de julio, una jovencita de Oldham murió arrastrada por una correa que la hizo dar 50 vueltas, no dejándole un hueso sano: el 27 de julio, una jovencita cayó en el Blower (la primera máquina que recibe el algodón en rama) y murió a consecuencia de las lesiones recibidas; el 3 de agosto, en Dukinfield, un tornero de bobinas murió arrastrado por una correa; todas sus costillas fueron hundidas. El hospital de Manchester atendió, solamente durante el año 1843, 962 casos de lesiones y mutilaciones causadas por máquinas, mientras que el número total de accidentes de todo género llegó a la cifra de 2 426, lo que hace que dos accidentes de cada cinco se debieran a las máquinas. Los accidentes ocurridos en Salford no están comprendidos en esas estadísticas, ni tampoco los que fueron atendidos por médicos particulares. En caso de accidentes de ese género, que implican o no incapacidad para el trabajo, los industriales pagan a lo sumo los honorarios del médico, y en los casos excepcionalmente graves, pagan el salario durante el tratamiento, pero les importa un bledo la suerte ulterior del obrero si ya no puede trabajar más.

El informe de fábrica dice al respecto: en todos los casos el industrial tiene que ser responsable, pues los niños no pueden tomar precauciones; en cuanto a los adultos, ellos toman precaución en interés propio. Pero los burgueses son los que redactan el informe, y por eso tienen que contradecirse y lanzarse después a todo género de habladurías sobre "la temeridad culpable" de los obreros. Poco importa. La cosa está clara: si los niños son incapaces de tomar precauciones, entonces hay que prohibir el trabajo de los niños. Si los adultos no toman precauciones como corresponde, es necesariamente, o bien porque son niños, y no tienen un grado de educación que les permita medir con precisión la dimensión del peligro, —¿y de quién es la culpa, sino de la burguesía que los mantiene en una situación en que ellos no pueden educarse?—, o bien porque las máquinas estén mal instaladas y tienen que ser rodeadas de barandillas de protección adecuada, precaución que incumbe también al burgués; o bien, asimismo, que el obrero está sujeto a presiones más importantes para él que la amenaza del peligro —necesita trabajar rápido para ganar dinero, no tiene tiempo de tomar precauciones, etc.—, y aquí también la culpa es del burgués.

Numerosos accidentes sobrevienen, por ejemplo, cuando los obreros quieren limpiar las máquinas mientras están funcionando. ¿Por qué? Porque el burgués obliga a los obreros a limpiar las máquinas durante las pausas, cuando están paradas, y el obrero naturalmente no tiene deseos de ver reducido su tiempo libre. Para él, cada hora de libertad es tan preciosa que prefiere afrontar dos veces par semana un peligro mortal que sacrificar esas horas en beneficio del burgués. Si el industrial, dentro de la jornada de trabajo, dedicara el tiempo necesario para la limpieza de las máquinas, a ningún obrero jamás se le ocurriría limpiarlas cuando están en marcha. En suma, en todos los casos la culpa en última instancia es del burgués, a quien se debería exigir por lo menos que socorriera durante toda su vida al obrero incapacitado definitivamente para trabajar, o a su familia en caso de accidente mortal. En los comienzos de la era industrial, los accidentes eran relativamente mucho más numerosos que actualmente porque las máquinas eran deficientes, más pequeñas, más amontonadas las unas contra las otras y casi siempre sin revestimiento de protección. Pero, como lo prueban los datos anteriores, el número de accidentes es todavía suficientemente importante como para que se formulen las más serias objeciones a un estado de cosas que permite tantas mutilaciones y lesiones, provocadas en beneficio de una sola clase, y que lanza a muchos obreros industriosos a la miseria y el hambre luego de un accidente sufrido en el trabajo y por culpa de la burguesía.

¡He aquí, pues, una buena lista de enfermedades, debidas únicamente a la odiosa codicia de la burguesía! Mujeres incapacitadas para la procreación, niños lisiados, hombres debilitados, miembros aplastados, generaciones enteras estropeadas; condenadas a la debilidad y la tisis, y todo ello, ¡únicamente para llenar la bolsa de la burguesía! Y eso no es nada comparado con los actos individuales de barbarie que pueden leerse: niños sacados desnudos de la cama por supervisores que los arrastran para la fábrica, con sus ropas bajo el brazo, a puñetazos y puntapiés, se les golpea para despertarlos, y a pesar de todo se duermen en su trabajo. Leemos que un pobre niño todavía dormido después de la paralización de las máquinas saltaba al llamado brutal del supervisor y, con los ojos cerrados, realizaba los gestos mecánicos de su trabajo; leemos que los niños, demasiado fatigados para poder regresar a sus casas, se escondían debajo de la lana en el taller de secado, para dormir allí y que sólo se les podía ahuyentar de la fábrica a golpes de vergajo, que centenares de niños regresaban cada noche tan agotados a sus casas que el sueño y la falta de apetito les impedía tragar la comida, que los padres los hallaban arrodillados junto a la cama, porque se habían dormido mientras oraban. Cuando leemos todo eso y otras cien infamias y horrores en ese solo informe, todos atestiguados bajo juramento, confirmados por varios testigos, expuestos por personas que los inspectores califican ellos mismos de dignas de fe, cuando pensamos que se trata de un informe "liberal", un informe de la burguesía destinado a batir en ruina el informe precedente de los Tories y a establecer la pureza de corazón de los industriales, cuando pensamos que los propios inspectores están del lado de la burguesía, y no relatan todos esos hechos sino de mal grado, ¿cómo no indignarnos, rabiar contra esa clase que presume de filantrópica y desinteresada, mientras que lo único que le importa es llenar su bolsa à toux prix? Escuchemos sin embargo lo que nos dice la burguesía por boca del criado que ha elegido, el Dr. Ure:

Se ha dicho a los obreros, cuenta en su Philosophy of Manufactures, que sus salarios no corresponden en modo alguno a sus sacrificios y así es como se ha destruido el buen entendimiento entre patronos y obreros. En vez de eso, los obreros debieran ganar méritos por su celo y aplicación, y disfrutar del beneficio obtenido por sus patronos, convirtiéndose entonces ellos mismos en capataces, directores y hasta en socios y de ese modo (oh, sabiduría, tú hablas con la suavidad de la paloma) "¡incrementaría la demanda de mano de obra en el mercado!"

Si no reinara tanta agitación entre los obreros, el sistema industrial se desarrollaría de manera aun más beneficiosa.

Sigue una larga jeremiada acerca de los numerosos actos de insubordinación de los obreros; a propósito de una paralización del trabajo de los obreros mejor pagados, los hiladores de hilos finos, continúan con esta afirmación ingenua:

Sí, es su salario elevado lo que les permite crear un comité de personas asalariadas y llegar a un estado de tensión nerviosa extremo por un régimen alimenticio demasiado bueno y demasiado excitante para su trabajo.

Veamos ahora cómo describe el burgués el trabajo de los niños:

He visitado muchas fábricas, en Manchester y sus alrededores, y jamás he visto niños maltratados y a quienes se hubiera infligido castigos corporales, o incluso que estuviesen simplemente tristes. Ellos parecían todos alegres y alertas, complaciéndose en poner en juego sus músculos sin fatiga, disfrutando a plenitud de la vivacidad natural de su edad. El espectáculo que me ofrecía la industria, lejos de hacer nacer en mí emociones tristes, fue siempre para mí motivo de grata satisfacción. Era delicioso observar la agilidad con la que ellos ataban los hilos rotos a cada retroceso del carro de la mule, y verlos divertirse a su gusto en todas las posiciones imaginables, luego de algunos segundos de actividad de sus dedos finos, hasta que se terminaran el retiro y el enrollado. El trabajo de esos vivarachos parecía un juego en el que su largo adiestramiento les permitía una encantadora destreza. Conscientes de su habilidad, les gustaba mostrarla a todo visitante. Ni la menor huella de agotamiento; pues a la salida de la fábrica se ponían a retozar enseguida con el ardor de niños que salen de la escuela.

¡Claro, como si la puesta en acción de todos los músculos no fuese una necesidad inmediata para sus cuerpos a la vez entumecidos y enervados! Pero hubiera sido necesario esperar para ver si esa excitación momentánea no desaparecía al cabo de algunos minutos. Además, ¡Ure no podía observar ese fenómeno sino al mediodía después de cinco o seis horas de trabajo, pero no por la noche! En lo que concierne a la salud de los obreros, este burgués tiene el descaro sin límites de citar como testimonio de la excelente salud de los obreros el informe de 1833 que acabamos precisamente de utilizar y de citar mil pasajes, y tiene la desfachatez de querer probar con la ayuda de algunas citas separadas del contexto que entre los obreros no hay vestigios de escrófulas y es cierto que el régimen del trabajo fabril los libera de todas las enfermedades agudas (pero él oculta naturalmente que ellos en cambio son atacados por todas las afecciones crónicas). Es necesario saber que el informe comprende tres gruesos volúmenes infolio, que a ningún burgués inglés bien nutrido se le ocurrirá estudiar a fondo para comprender con qué descaro nuestro amigo Ure quiere hacer creer al público inglés las más burdas mentiras. Veamos lo que dice de la ley de 1833 sobre las fábricas, votada por la burguesía liberal y que sólo impone a la industria las limitaciones más elementales, como veremos. Esta ley, en particular la obligación escolar, es, según él, una medida absurda y despótica tomada contra los industriales. A causa de ella, dice él, todos los niños menores de doce años han sido privados de trabajo, ¿y cuál ha sido la consecuencia de ello? Los niños privados así de su trabajo útil y fácil no reciben ya en lo sucesivo la menor educación; expulsados de su taller de hilado muy cálido al mundo glacial, sólo subsisten por la mendicidad y el robo, existencia que hace un triste contraste con la situación constantemente mejorada que tenían en la fábrica y en la escuela dominical. Esta ley, dice él asimismo, agrava, bajo la máscara de la filantropía, los sufrimientos de los pobres y no sólo puede entorpecer al extremo, sino paralizar completamente al industrial concienzudo en su trabajo.

Los efectos destructores del sistema industrial comenzaron a llamar pronto la atención general. Ya hemos hablado de la ley de 1802 sobre los aprendices. Más tarde, hacia 1817, el futuro fundador del socialismo inglés, por entonces industrial de New Lanark, Escocia, Robert Owen, gestionó ante el gobierno, mediante peticiones y memorias, la necesidad de garantías legales para la salud de los obreros, especialmente de los niños. El difunto Sir Robert Peel, así como otros filántropos, se unieron a él e hicieron tanto que obtuvieron sucesivamente la aprobación de las leyes fabriles de 1819, 1825 y 1831, de las cuales sólo la última fue parcialmente cumplida, y las dos primeras absolutamente ignoradas. Esta ley de 1831, basada en un proyecto de Sir John Cam Hobhouse, estipulaba que en ninguna fábrica de telas podrían trabajar de noche, o sea, entre las 7 y media de la noche y las 5 y media de la mañana, las personas de menos de 21 años de edad, y que en todas las fábricas las personas menores de 18 años deberían trabajar un máximo de 12 horas diarias y 9 horas el sábado. Pero como los obreros no podían atestiguar contra su patrón sin ser despedidos inmediatamente, esta ley fue poco útil. En las grandes ciudades donde los obreros se agitaban más, los industriales más importantes convinieron todos en plegarse a la ley; pero en esto hubo de todo, como los industriales de la campiña, que no le hicieron caso. Sin embargo, los obreros habían comenzado a exigir una ley de 10 horas, es decir, una ley que prohibiera trabajar más de 10 horas a toda persona menor de 18 años. Las campañas de las asociaciones obreras lograron que ese deseo fuese unánime entre la población obrera, y la fracción humanitaria del partido Tory, dirigida en aquella época por Michael Sadler, se apoderó de ese plan y lo presentó al Parlamento. Sadler obtuvo la creación de un comité parlamentario para investigar el régimen fabril, el cual presentó su informe en el período de sesiones de 1832. Este informe, decididamente parcial, fue redactado únicamente por adversarios del sistema industrial y tenía una finalidad política. Llevado por su noble pasión, Sadler se dejó arrastrar por los alegatos más erróneos, por las afirmaciones más inexactas; sólo por el modo de hacer las preguntas, él arrancaba a los testigos respuestas que, desde luego, contenían una parte de verdad, pero eran mal presentadas y falsas. Horrorizados por un informe que hacía de ellos monstruos, los industriales demandaron entonces a su vez una investigación oficial; ellos sabían que, en ese momento, un informe exacto no podía sino serles útil, sabían que quienes tenían el timón eran los whigs, auténticos burgueses con quienes se entendían bien, y que por principio eran hostiles a una limitación de la industria. Obtuvieron en efecto la creación de una comisión compuesta únicamente por burgueses liberales, cuyo informe fue precisamente el que he citado tan frecuentemente hasta aquí. Este informe es un poco más cercano a la verdad que el del comité Sadler, pero se aparta del mismo en el sentido contrario. Cada página refleja su simpatía por los industriales, su desprecio hacia el informe de Sadler, su aversión por los obreros independientes y por los partidarios del proyecto de ley de las 10 horas. En ninguna parte reconoce a los obreros el derecho a una existencia humana, a una actividad propia, a opiniones personales; les reprocha el no pensar solamente en los niños al reclamar la ley de l0 horas, sino también en ellos mismos, trata de demagogos, de gente mala, etc., a los obreros que exigen lo suyo; en suma, está de parte de la burguesía y, a pesar de todo, le es imposible disculpar a los industriales. A pesar de todo, hay por confesión propia tal cantidad de infamias por parte de los industriales que también después de ese informe están enteramente justificados la agitación por la ley de 10 horas, el odio de los obreros hacia las industriales y las acusaciones más graves que formula el comité contra ellos. La única diferencia es que, mientras el informe de Sadler reprochaba a las industriales en la mayoría de los casos una brutalidad abierta, sin velos, aparece ahora que esta brutalidad se ejerce casi siempre bajo la máscara de la civilización y la filantropía. El Dr. Hawkins, comisionado médico para Lancashire, ¿no se declara, desde la primera página de su informe, resueltamente en favor de la ley de 10 horas? Y el propio comisionado Mackintosh declara que su informe no refleja sino una parte de la verdad, pues fue muy difícil hacer que los obreros se pronunciaran contra sus patronos, y porque los industriales, por otra parte obligados por la agitación reinante entre los obreros a ceder casi siempre a sus reivindicaciones muy frecuentemente, se hallaban preparados para la visita de la comisión, haciendo barrer las fábricas, reduciendo la velocidad de rotación de las máquinas, etc. En Lancashire especialmente, recurrieron al truco que consistía en presentar a la comisión los capataces de talleres como "obreros" para hacerles testimoniar los sentimientos humanitarios de los industriales, el excelente efecto del trabajo sobre la salud y la indiferencia, incluso la hostilidad, de los obreros respecto de la ley de 10 horas. Pero esos capataces ya no son verdaderos obreros, son desertores de su clase que, por un salario más elevado, se pasan al servicio de la burguesía y luchan contra los obreros para defender los intereses de los capitalistas. Su interés es el de la burguesía, y por eso los obreros los odian casi más que a los propios industriales. Y sin embargo, sirvió ampliamente para revelar en toda su inhumanidad el escandaloso cinismo de la burguesía industrial hacia sus obreros y toda la infamia del sistema industrial de explotación. Nada es más repugnante que ver en una página de ese informe, las largas listas de enfermedades y padecimientos causados por el exceso de trabajo, y en otra página, enfrente, las frías consideraciones de economía política del industrial, por las cuales éste trata de demostrar, con el apoyo de cifras, que sería arruinado, e Inglaterra con él, si no se le siguiera permitiendo hacer que cada año resulten lisiados un número determinado de niños. Únicamente el lenguaje descarado del señor Ure, que acabo de citar, podría ser más repugnante, si no fuese demasiado ridículo.

Ese informe tuvo por consecuencia la ley fabril de 1833 que prohibió el trabajo de los niños menores de 9 años (excepto en las sederías), limitó la duración del trabajo infantil, entre 9 y 13 años de edad, a 48 horas por semana o al máximo de 9 horas diarias, la del trabajo de aquellos entre 14 y 18 años a 69 horas por semana o a lo sumo 12 horas diarias, fijó un mínimo de una hora y media para la comida y prohibió una vez más el trabajo nocturno para todos los menores de 18 años. Al mismo tiempo. La ley instituyó la asistencia escolar obligatoria de 2 horas diarias para todos los menores de 14 años, y todo industrial que empleara niños y no tuviere ni el certificado médico de edad expedido por el médico de fábrica, ni el certificado de escolaridad expedido por el maestro de escuela, incurría en las penas previstas por la ley. En cambio, estaba autorizado a retener cada semana un penique del salario del niño para el maestro de escuela. Además, se nombraron médicos e inspectores de fábrica que tenían acceso a las fábricas en todo momento, podían recibir declaraciones de los obreros en las mismas bajo juramento, y tenían por misión el velar por el cumplimiento de la ley y, de ser necesario, presentar quejas ante el juez de paz. ¡Tal es la ley que hace rabiar al Dr. Ure de modo indescriptible!

La ley, y en particular el nombramiento de inspectores, tuvieron por efecto que la duración del trabajo se redujera a 12 o 13 horas diarias por término medio, y que, en la medida de lo posible, los niños fueran sustituidos. Así desaparecieron casi completamente algunos de los males más escandalosos; únicamente los organismos más débiles estuvieron en lo adelante sujetos a los padecimientos; los efectos nefastos del trabajo se revelaron de modo menos evidente. Sin embargo, hallamos en el informe sobre las fábricas muchos testimonios que prueban que los males relativamente menos serios, tales como la hinchazón de los tobillos, debilidad y dolor en las piernas, en las caderas y la columna vertebral, várices, ulceraciones de las extremidades inferiores, debilidad general y en particular debilitamiento de los tejidos del bajo vientre, tendencia a vomitar, falta de apetito alternando con un hambre devoradora, mala digestión, hipocondría, así como las afecciones pulmonares debidas al polvo y a la atmósfera malsana de las fábricas, etc., etc., sobrevivieron incluso en las fábricas y entre los individuos que trabajaban en las condiciones previstas por la ley de Sir John Cam Hobhouse, o sea de 12 a 13 horas al máximo. Sobre todo en cuanto a este punto hay que comparar los informes de Glasgow y Manchester. Esos males han continuado haciendo estragos incluso después de la ley de 1833, y todavía hoy día continúan minando la salud de la clase trabajadora. Se ha tenido cuidado de dar a la codicia brutal de la burguesía un aspecto hipócrita y civilizado, se ha velado por que los industriales, a los cuales el brazo de la justicia prohibe villanías demasiado llamativas, no tengan sino más razones aparentes de ostentar complacientemente su pretendida humanidad; eso es todo. Si una nueva comisión investigara la situación actual, comprobaría que casi nada ha cambiado. En lo que concierne a la obligación escolar improvisada, puede decirse que sigue sin efecto, porque el gobierno no se ha preocupado de abrir buenas escuelas. Los industriales dieron empleo a obreros retirados a los cuales enviaban los niños dos horas diarias, satisfaciendo así la letra de la ley, pero los niños no aprendieron nada. Incluso los informes de los inspectores fabriles, que se limitaban a desempeñar su cargo, o sea velaban por la aplicación de la ley de fábricas, proporcionan suficiente información para que se pueda acabar con la fatal persistencia de los males ya mencionados. Los inspectores Horner y Saunders, en sus informes de octubre y diciembre de 1843, relatan que un número muy grande de industriales hacen trabajar 14 o 16 horas y más incluso en las ramas en que se puede prescindir del trabajo de los niños, o bien sustituirlo por adultos desocupados. Y añaden que entre ellos hay muchas personas jóvenes que acaban precisamente de superar la edad límite prescrita por la ley. Otros violan deliberadamente la ley, reducen las horas de descanso, haciendo trabajar a los niños mayor tiempo del permitido, y aceptando de buena gana el comparecer ante la justicia, porque la multa eventual es muy ligera en comparación con el beneficio que sacan de la infracción de la ley. Ahora sobre todo que los negocios marchan notablemente bien, la tentación es para ellos demasiado grande.

Sin embargo, entre los trabajadores, la agitación por las diez horas no cesaba en absoluto; en 1839, estaba de nuevo en plena actividad y fue Lord Ashley, en compañía de Richard Oastler, quien en la cámara baja reemplazó a Sadler. Ambos eran tories. Oastler en particular, quien llevó continuamente la agitación a los distritos obreros y había ya comenzado en la época de Sadler, era el favorito de los trabajadores. Ellos nunca lo llamaban sino su "viejo buen rey", el "rey de los niños de fábricas", y en todos los distritos industriales no hay un niño que no lo conozca y lo venere, y van a su encuentro en procesión con otros niños, por poco que él esté en la ciudad. Oastler se opuso enérgicamente a la nueva ley sobre los pobres, y eso es lo que le valió el ser encarcelado por deudas a petición de un tal Thornhill, un whig, sobre tierras que él administraba y a quien debía dinero. Los whigs le ofrecieron muchas veces pagar su deuda, favorecer por otra parte su carrera, si él consentía en poner término a su campaña contra la ley sobre los pobres. En vano. Él siguió en prisión y desde allí publicó sus Fleet Papers contra el sistema industrial y la ley sobre los pobres.

El gobierno tory de 1841 se interesó de nuevo por las leyes fabriles. El ministro del Interior, Sir James Graham, propuso en 1843 un proyecto de ley tendiente a limitar la duración del trabajo de los niños a seis horas y media, y a hacer más estricta la obligación escolar; pero lo esencial de ello era la creación de mejores escuelas. Este proyecto de ley fracasó debido a los celos de los Dissenters aunque la obligación escolar no comprendía en absoluto a los niños de los Dissenters en cuanto a la enseñanza religiosa. Sin embargo, la escuela en su conjunto estaba colocada bajo la autoridad de la Iglesia del estado, y como la Biblia era el libro común de lectura, la religión debería por consiguiente constituir la base de toda la enseñanza, por lo cual los Dissenters se sintieron amenazados. Los industriales y, en general, los liberales se unieron a ellos; los obreros estaban divididos sobre la cuestión religiosa y permanecieron por tanto inactivos. La oposición, a pesar de todo, logró reunir unos dos millones de firmas en sus listas de petición contra el proyecto de ley, aunque fue derrotada en las grandes ciudades industriales, en Salford y Stockport por ejemplo, y en otras, como Manchester, sólo pudo atacar algunos artículos del proyecto, por temor a los obreros; y Graham se dejó intimidar hasta el punto de retirar el conjunto del proyecto. Al año siguiente dejó de lado las disposiciones relativas a la escuela y propuso simplemente, para reemplazar los reglamentos hasta entonces en vigor, que el trabajo de los niños de 8 a 13 años fuese fijado en seis horas y media diarias, dejándoles o bien toda la mañana o bien toda la tarde libre; además, que el trabajo de los jóvenes de 13 a 18 años y de las mujeres en general se limitara a 12 horas; y propuso por último algunas medidas que restringían las posibilidades hasta entonces frecuentes de eludir la ley. Apenas lanzó esas proposiciones, se reanudó intensamente la agitación por la jornada de diez horas. Oastler fue puesto en libertad —un gran número de amigos y una colecta habían pagado sus deudas— y se lanzó con todas sus fuerzas a la batalla. Los partidarios del proyecto de ley sobre la jornada de diez horas habían reforzado sus filas en la Cámara de los Comunes; la masa de peticiones que afluyó de todos lados en favor de dicho proyecto de ley les allegó nuevos apoyos, y el 19 de marzo de 1844 Lord Ashley hizo aprobar, por una mayoría de 179 votos contra 170, la disposición de que el término de "noche" en la ley de fábricas debería significar el intervalo comprendido entre las seis de la tarde y las seis de la mañana, lo cual, en caso de prohibición de trabajar de noche, fijaba la duración del trabajo en doce horas incluyendo las horas de descanso, y de hecho en diez horas excluyendo el descanso. Pero el ministerio no estuvo de acuerdo. Sir James Graham dejó entrever la amenaza de una dimisión del gabinete, y en la votación siguiente, sobre un párrafo del proyecto de ley, ¡la Cámara rechazó por débiles mayorías tanto las diez horas como las doce horas! Graham y Peel declararon entonces que iban a presentar un nuevo proyecto de ley, y que en caso de rechazo del mismo, dimitirían. Este nuevo proyecto era exactamente el mismo de la antigua ley de las doce horas, excepto algunas modificaciones de forma, y la misma Cámara baja, que en marzo había rechazado las principales disposiciones de este proyecto, lo aceptó en mayo sin cambiar una coma. La explicación es que la mayoría de los partidarios del proyecto de las diez horas eran tories, que preferirían abandonar su proyecto antes que dejar caer el ministerio, pero cualesquiera que hubieran podido ser los motivos, la Cámara de los Comunes se granjeó por esas votaciones, que revocaba la una a la otra, el mayor desprecio de los obreros, y ha demostrado del modo más evidente la necesidad de la reforma del Parlamento que reclaman los cartistas. Tres de sus miembros que antes habían votado contra el ministerio han votado después por él y lo han salvado. En todas las votaciones la masa de la oposición ha votado por el Gabinete y la masa de los diputados de la mayoría gubernamental contra el Gabinete. Las proposiciones de Graham citadas anteriormente, concernientes a la duración del trabajo fijada en seis horas y media y doce horas para cada una de las dos categorías de obreros, tienen ahora por tanto fuerza de ley y gracias a ellas, gracias asimismo a las restricciones impuestas a la práctica de la recuperación de las horas perdidas (en caso de averías de máquinas o de baja de la energía hidráulica debido al frío o a la sequedad) y otras restricciones menores, ha resultado casi imposible el hacer trabajar más de doce horas diarias. Sin embargo, no hay duda alguna de que el proyecto de ley de las diez horas será aprobado en un futuro muy próximo. Los industriales, evidentemente, están casi todos en contra, pues tal vez no hay ni una decena de ellos que lo acepten; han puesto en práctica todos los métodos legales e ilegales contra este proyecto aborrecido, pero eso no les sirve de nada, sino para atizar cada vez más el odio de los obreros hacia ellos. El proyecto será aprobado, lo que quieren los obreros pueden lograrlo, y en la primavera pasada demostraron muy bien que quieren la ley de las diez horas. Los argumentos de orden económico nacional de los industriales, tendientes a demostrar que la ley de las diez horas incrementaría los gastos de producción, que por consecuencia haría que la industria inglesa fuese incapaz de luchar contra la competencia: extranjera, que el salario debería bajar obligatoriamente, etc., son desde luego una verdad a medias, pero no prueban nada, como no sea que la grandeza industrial de Inglaterra no puede ser mantenida sino mediante un tratamiento bárbaro a los obreros, mediante la destrucción de la salud y el abandono social, físico y moral de generaciones enteras. Desde luego, si el proyecto de las diez horas fuera una medida definitiva, Inglaterra sería arruinada; pero, como implica necesariamente otras medidas que llevarán a Inglaterra por un camino muy diferente del que ha seguido hasta aquí; esta ley constituirá un progreso.

Examinemos ahora otro aspecto del sistema industrial que es más difícil eliminar por disposiciones de leyes que las enfermedades que el mismo ha provocado. Ya hemos hablado en general del modo de trabajo y hemos examinado suficientemente en detalle este punto para sacar nuevas conclusiones de lo que hemos adelantado. Vigilar las máquinas, atar los hilos rotos, no son actividades que exigen del obrero un esfuerzo de pensamiento, pero por otra parte, le impiden ocupar su mente en otros pensamientos. Hemos visto igualmente que este trabajo no deja tampoco ningún lugar para la actividad física, para el juego de los músculos. Así, no se trata aquí, hablando con propiedad, de un trabajo, sino de un aburrimiento absoluto, el aburrimiento más paralizador, más deprimente que existe. El obrero fabril está condenado a dejar morir todas sus fuerzas físicas y morales en ese aburrimiento, su oficio consiste en aburrirse toda la jornada desde la edad de ocho años. Y con eso, él no podría ausentarse un solo instante, la máquina de vapor funciona durante toda la jornada, los engranajes, las correas y los husos zumban y resuenan sin cesar en sus orejas, y si quiere descansar no sería más que un instante, ya que el capataz aparece enseguida con la libreta de multas en la mano. El obrero, en efecto, considera que la tortura más penosa que existe es esa condena a ser sepultado vivo en la fábrica, a vigilar sin cesar a la infatigable máquina. Ella ejerce por otra parte un efecto extremadamente embrutecedor, tanto sobre el organismo como sobre las facultades mentales del obrero. No es posible imaginar mejor método de embrutecimiento que el trabajo fabril, y si a pesar de todo, los obreros no solamente han salvado su inteligencia, sino que además la han desarrollado y agudizado más que los demás, ello no ha sido posible sino por la rebelión contra su suerte y contra la burguesía: esta rebelión es el único pensamiento y el único sentimiento que les permite su trabajo. Y si esa indignación contra la burguesía no llega a ser el sentimiento predominante entre los trabajadores, se convierten necesariamente en la presa del alcoholismo y de todo lo que habitualmente se llama desmoralización. Solamente el agotamiento físico y las enfermedades que el sistema industrial ha generalizado eran para el comisionado oficial Hawkins razón suficiente para demostrar el carácter inevitable de esa desmoralización, ¡pero qué decir cuando a ello se añade el agotamiento intelectual y cuando las circunstancias estudiadas anteriormente se hacen además sentir! Por consecuencia, no nos hemos asombrado al saber que el alcoholismo y los desenfrenos sexuales han alcanzado, sobre todo en las ciudades industriales, la amplitud que he descrito en un capítulo anterior.

Prosigamos. La esclavitud en que la burguesía ha encadenado al proletariado no se revela en ninguna parte de una manera tan evidente como en el sistema industrial. Es el fin de toda libertad, de hecho y de derecho. El obrero debe estar en la fábrica a las seis y media de la mañana; si llega con algunos minutos de retraso, no tiene derecho a entrar hasta la hora del desayuno y pierde así la cuarta parte de una jornada de salario (aunque haya estado ausente sólo dos horas y media, de doce horas de trabajo). Él come, bebe y duerme cuando se le ordena. Para la satisfacción de las necesidades más urgentes se le concede sólo el tiempo estrictamente necesario. El industrial no se preocupa de saber si su vivienda se halla a media hora o a una hora entera de la fábrica. La campana tiránica lo saca de la cama, lo arranca de su desayuno y de su almuerzo.

¡Y en la fábrica! Aquí, el industrial es el legislador absoluto. Promulga los reglamentos válidos para la fábrica según le plazca; modifica su código, decreta aditamentos a voluntad, y si introduce los reglamentos más insensatos, los tribunales dicen al obrero:

Pero usted es dueño de su persona, a pesar de todo usted no tiene necesidad de firmar semejante contrato si no tiene el menor deseo de hacerlo; pero ahora que ha suscrito libremente ese contrato, debe cumplirlo.

El obrero debe sufrir por añadidura las burlas del juez de paz, que es un burgués, y de la ley, que ha sido hecha por la burguesía. Casos como el siguiente no son raros: En octubre de 1844, los obreros de un industrial llamado Kennedy, en Manchester, cesaron el trabajo. Kennedy se querelló invocando un reglamento publicado por carteles en la fábrica, ¡estipulando que estaba prohibido a más de dos obreros por taller abandonar el trabajo juntos! Y el tribunal le dio la razón e hizo a los obreros la refutación que citamos anteriormente. ¡Reglamentos parecidos no son la excepción! Veamos:

  1. Las puertas de la fábrica se cerrarán diez minutos después del comienzo del trabajo y nadie podrá entrar antes de la hora del desayuno. El trabajador que se ausente durante este lapso de tiempo será multado en tres peniques por telar;
  2. Todo tejedor mecánico cuya ausencia se compruebe en cualquier momento en que funciona la máquina será multado en tres peniques por hora y por cada telar que tiene la obligación de vigilar. El que durante el trabajo abandone el taller sin autorización del supervisor será multado igualmente en tres peniques.
  3. Los tejedores que no tengan tijeras con ellos serán multados en un penique diario.
  4. Toda lanzadera, cepillo, alcuza, rueda, ventana que sean deteriorados deberán ser pagados por el tejedor.
  5. Ningún tejedor tiene el derecho de abandonar definitivamente su puesto sin un aviso previo de por lo menos una semana. El industrial puede, sin aviso previo, despedir a cualquier obrero por trabajo malo o conducta incorrecta.
  6. Todo obrero que sea sorprendido hablando con otro, cantando o silbando pagará una multa de seis peniques. Quien abandone su puesto durante el trabajo pagará asimismo seis peniques.

Tengo a la vista otro reglamento fabril, según el cual se efectúa un descuento de salario equivalente a veinte minutos por un retraso de tres minutos y un descuento de un cuarto de jornada por un retraso de veinte minutos. El que no se presente a trabajar antes del almuerzo debe pagar un chelín el lunes, y seis peniques los demás días, etc., etc.

Este es un extracto del reglamento de las Phoenix Works, Jersel Street, en Manchester. Se me dirá que tales reglas son necesarias para asegurar, en una gran fábrica bien organizada, la coordinación necesaria entre las diferentes operaciones; se dirá que una disciplina tan severa es tan necesaria como en el ejército, bien, puede ser; pero, ¿qué régimen social es ése que no podría existir sin esa vergonzosa tiranía? O bien el fin justifica los medios, o bien se tiene el derecho de llegar a la conclusión de que, siendo malos los medios, el fin también lo es. Quien haya sido soldado sabe lo que significa el estar sometido —aun por poco tiempo— a la disciplina militar; pero esos obreros son condenados a vivir desde los nueve años de edad hasta su muerte bajo la férula moral y física; son más esclavos que los negros de América, porque son vigilados más severamente, ¡y todavía se les pide que vivan, piensen y sientan como hombres! Sí, ciertamente, ¡ellos no pueden reanimarse sino en el odio más ardiente hacia sus opresores y el orden de cosas que los ha colocado en semejante situación, que los rebaja al nivel de máquinas! Pero todavía es más escandaloso ver, según las declaraciones unánimes de los obreros, que numerosos industriales se embolsan con el más despiadado rigor, las multas impuestas a los obreros, a fin de incrementar su ganancia gracias al dinero robado a esos proletarios desheredados. Leach también afirma que, al llegar por la mañana al trabajo, con frecuencia los obreros hallan el reloj de la fábrica adelantado un cuarto de hora y por tanto la puerta cerrada, mientras que el oficial recorre los talleres, libreta de multas en mano, anotando los nombres de los ausentes. Según el propio Leach, un día contó hasta 95 obreros delante de las puertas cerradas de una fábrica, cuyo reloj retardaba la noche en un cuarto de hora y avanzaba la mañana en un cuarto de hora sobre los relojes públicos de la ciudad. El informe sobre las fábricas relata hechos análogos. En una fábrica se atrasaba el reloj durante el trabajo, de modo que la duración del mismo se prolongaba indebidamente sin que el obrero recibiera un mayor salario; en otra fábrica, se llegaba hasta hacer trabajar un cuarto de hora de más; en una tercera, había un reloj normal y un reloj mecánico que indicaba el número de rotaciones del eje principal; cuando las máquinas marchaban lentamente, la duración del trabajo era fijada por el reloj mecánico hasta que se lograba el número de rotaciones correspondiente a doce horas de trabajo; si el trabajo marchaba bien y de modo que se alcanzaba el número indicado antes del límite normal de las doce horas, se obligaba a pesar de todo a los obreros a proseguir su trabajo hasta la duodécima hora. El testigo añade que ha conocido a algunas jóvenes que, teniendo un buen trabajo y haciendo horas suplementarias, han preferido sin embargo dedicarse a la prostitución antes que soportar esa tiranía. Leach relata, para volver a las multas, que varias veces ha visto a mujeres en estado avanzado de embarazo ser castigadas con multas de seis peniques por sentarse un instante durante su trabajo a fin de descansar. Las multas por trabajo imperfecto son impuestas de modo enteramente arbitrario; la mercancía es examinada en el almacén y el encargado de hacerlo anota las multas en una lista, sin siquiera llamar a los obreros; éstos no saben que han sido multados sino cuando el capataz les paga: en ese momento la mercancía tal vez está vendida y en todo caso ordenada. Leach posee una lista de ese género cuyas hojas, de punta a cabo, miden diez pies de largo y las multas suman un total de 35 libras esterlinas, 17 chelines y 10 peniques. Él cuenta que en la fábrica donde se hizo dicha lista, un nuevo jefe de almacén había sido despedido porque no castigaba lo suficiente y privaba así al industrial de un beneficio de 5 libras por semana. Y yo repito que conozco a Leach y lo considero digno de confianza e incapaz de mentir.

Pero el obrero es igualmente el esclavo de su patrono en otros respectos. Si la mujer o la hija del obrero gustan al rico patrón, éste no tiene más que decidir, hacer una seña y es necesario que ella le sacrifique sus encantos. Si el industrial quiere cubrir de firmas una petición para la defensa de los intereses de la burguesía, no tiene más que hacerla circular en su fábrica. ¿Que quiere decidir una elección al Parlamento? Envía, en filas, a sus obreros que son electores a votar, de grado o por fuerza, a que lo hagan por el burgués. Si en una reunión pública necesita una mayoría, él los suelta media hora más temprano que de costumbre, y les procura lugares muy cerca de la tribuna, desde donde puede vigilarlos fácilmente.

Hay que mencionar asimismo dos instituciones que contribuyen muy particularmente a colocar a los obreros bajo la dependencia del industrial: lo que se llama el Truck system y el sistema de cottages. La palabra truck, entre los obreros, sirve para designar el pago del salario en especie, y esta forma de pago era antes general en Inglaterra. Para comodidad del obrero y para protegerlo contra los precios elevados cargados por los tenderos, el industrial abría una tienda en la que vendía por su cuenta toda suerte de artículos; y a fin de que el obrero no fuera a comprar en otras tiendas, donde podría adquirir esos artículos a mejor precio, pues los artículos Truck del Tommy Shop se vendían habitualmente del 25 al 30% más caros que en otras partes —en lugar de dinero se le daba un bono para la tienda, equivalente al monto de su salario. El descontento general suscitado por este sistema infame resultó en la promulgación de la Truck Act de 1831, que declaró nulo e ilegal, bajo pena de multa, el pago en especie para la mayoría de los obreros; sin embargo, esta ley, como la mayoría de las leyes inglesas, no entró realmente en vigor en todas partes. En las ciudades, desde luego, es poco más o menos aplicada; pero en el campo, el Truck system es lo que directa o indirectamente predomina todavía. Éste es practicado muy frecuentemente incluso en Leicester. Tengo a la mano una docena de condenas por ese delito, pronunciadas entre noviembre de 1843 y junio de 1844, de las que dan cuenta el Manchester Guardian y el Northern Star. Desde luego, ese sistema ya no se practica tan abiertamente en la actualidad; el obrero es pagado en dinero casi siempre, pero al industrial no le faltan medios para obligarlo a hacer sus compras en su propia tienda y no en otra parte. Por eso no es fácil descubrir a los industriales que practican ese sistema, ya que pueden hacer sus artimañas bajo el manto de la ley, por poco que ellos hayan pagado realmente al obrero su salario en dinero. El Northen Star del 27 de abril de 1844 publica la carta de un obrero de Holmfirth, cerca de Huddersfield, en Yorkshire, cuya ortografía quisiera reproducir en la medida de lo posible, y que concierne a un industrial de apellido Bowers.

Es casi asonbroso pensal que ese condenao sistema exista en semejante proporcion como en Holmfirth y que no se encuentre a naide que tenga el balor de haser algo pa acabarlo. Aquí hay un montón de tegedores manuales honrrados que sufren ese sistema del diablo. Aquí está una muestra de la numeroza y noble camariya del libre-canbio. Hay un industrial que es maldesido en toda la rejión a causa de su conducta escandalosa para sus povres tegedores; cuando ellos hasen, labor que paga 34 o 26 chelines, él les da 20 chelines en efectivo y el resto en cosas, y pa esa 40 al 50%  mas caro que otros comersiantes y cuantas veses las mercansias son ademas basura pero como dise el Free-Trade Mercury, ellos no son obligados a cojerlas. Eso es como ellos quieran. ¡Seguro! pero el problema es que tienen que cojerla o se mueren de hanbre. Cuando quieren más de 20 chelines en efectivo, ellos pueden esperar una semana o dos para una cadena de trabajo. Pero si cojen los 20 chelines y las mercansias siempre hay una cadena para ellos. Eso es el libre-cambio; Lord Brohom (Brougham) dice: que se debería guardar algo cuando uno es joben para no tener que pedir al Fondo de los povres cuando es viejo. ¿Tanbien quiere que se guarde la basura que se nos da? Si eso no viniera de un lord se podría decir que su cerebro está tan mal hecho como las mercansias conque se nos paga. Cuando los diarios no timbrados comensaron a aparecer había montones de gente para denunsiarlos a la polisía de Holmfirth. Habia los Blyths, los Estwood, etc., etc. ¿Pero donde están ahora? Eso es harina de otro costal. Nuestro industrial forma parte del piadoso libre cambio, el va dos veces el domingo a la iglesia y informa piadosamente al cura que no se a hecho las cosas que se debia hacer y que se han hecho las que no se debian hacer y que no hay nada bueno en nosotros y que el Buen Dios tenga piedad de nosotros (texto de letanía anglicana) y sí que ese Buen Dios tenga piedad de nosotros, hasta mañana, y se volverá a pagar a nosotros los pobres tejedores en mercancía de mala calidad averiada.

El sistema de cottages parece mucho más inocente, y por otra parte su creación ha sido igualmente mucho más inocente, aunque implica para el obrero la misma servidumbre. En la proximidad de las fábricas construidas en el campo con frecuencia faltan viviendas para los obreros. El industrial a menudo se ve obligado a construir viviendas de ese género y lo hace de buena gana, pues obtiene una copiosa ganancia del capital así invertido. Si los propietarios de cottages obreros sacan anualmente alrededor del 6% de su capital, puede calcularse que los cottages producen el doble a los industriales, ya que mientras su fábrica funcione, hay inquilinos, e inquilinos que pagan siempre. Por tanto él está exento de los dos principales inconvenientes que experimentan los demás propietarios: nunca hay un cottage vacío y no corre ningún riesgo. Ahora bien, el alquiler de un cottage se calcula de manera que cubra esos perjuicios eventuales, y al exigir el mismo alquiler que los demás, el industrial hace, con el 12 o 14% de interés, un brillante negocio a expensas de los obreros. Porque es manifiestamente injusto obtener del arrendamiento un beneficio mayor, incluso el doble, que el que obtienen sus competidores y quitarles al mismo tiempo la posibilidad de competir con él. Pero es doblemente injusto que el industrial extraiga ese beneficio del bolsillo de la clase desposeída que tiene que contar cada penique —al fin y al cabo están acostumbrados a eso— y a cuya costa él ha adquirido toda su riqueza. Pero la injusticia deviene una infamia cuando el industrial, como sucede con mucha frecuencia, obliga a los obreros —que so pena de ser despedidos son forzados a residir en esas viviendas— a pagar un alquiler anormalmente elevado, ¡o incluso a pagar el alquiler de una vivienda que no ocupan! El Halifax Guardian, citado por el periódico liberal Sun, afirma que centenares de obreros de Ashton-under-Lyne, Oldham y Rochdale, etc., son obligados a pagar el alquiler de las viviendas, vivan en ellas o no. La práctica del sistema de cottages es general en los distritos industriales rurales; ha dado lugar a verdaderas aglomeraciones y casi siempre nadie, o muy pocos, compiten con el industrial en el arrendamiento de apartamentos, de modo que no tiene necesidad alguna de regular sus arrendamientos según las exigencias de los demás, sino que puede, por el contrario, fijarlos a voluntad. ¡Y qué poderío confiere al industrial el sistema de cottages cuando surgen discordias entre él y sus obreros! ¿Que ellos paran el trabajo? Le basta ponerlos a la puerta de su vivienda y el aviso previo no pasa de una semana; transcurre este plazo y los obreros no solamente se hallan sin trabajo, sino sin techo, se convierten en vagabundos, cayendo bajo el golpe de la ley que los envía sin piedad un mes a la cárcel.

Tal es el sistema industrial, descrito tan minuciosamente como lo permite el espacio de que dispongo y tan objetivamente como lo permiten las grandes hazañas de la burguesía en su lucha contra los obreros sin defensa, hazañas ante las cuales no se podría permanecer indiferente, porque la indiferencia aquí sería un crimen. Comparemos, pues, la situación del inglés libre de 1845 con la del siervo sajón bajo el látigo del barón normando de 1 145. El siervo estaba glebae adscriptus, atado a la gleba; el obrero libre lo está también —por el sistema de cottages; el siervo debía a su amo el jus primae noctis, el derecho de la primera noche, —el obrero libre no sólo debe ese derecho sino también el de cualquier noche. El siervo no tenía el derecho de adquirir el menor bien, todo lo que adquiría, el señor podía quitárselo y el obrero libre tampoco posee nada, la competencia le prohibe tener la menor propiedad, y lo que el propio normando no hacía, lo hace el industrial: por el sistema de trueque se arroga cotidianamente la administración de lo que constituye la base indispensable de la existencia del obrero. Las relaciones entre siervo y señor se regían por leyes que eran observadas, porque correspondían a las costumbres, y se regían asimismo por las costumbres. Las relaciones del obrero libre con su patrón se rigen por las leyes que no son observadas porque no corresponden ni a las costumbres ni al interés del patrón. El señor feudal no tenía el derecho de arrancar al siervo de su gleba, no podía venderlo sin ésta, y como casi por todas partes imperaba el régimen del mayorazgo y no había allí capital, le era absolutamente imposible venderlo; la burguesía moderna obliga al obrero a venderse a sí mismo. El siervo era esclavo de la parcela de tierra en que había nacido; el obrero es esclavo de las necesidades vitales más elementales y del dinero con el cual le es necesario satisfacerlas. Ambos son esclavos de la cosa. El siervo tiene su existencia garantizada dentro del orden social feudal, donde cada quien tiene su lugar; el obrero libre no tiene ninguna garantía porque no tiene un puesto en la sociedad sino cuando la burguesía tiene necesidad de él, si no es ignorado, considerado como inexistente. El siervo se sacrifica por su señor en tiempos de guerra, el obrero en tiempos de paz. El amo del siervo era un bárbaro, consideraba a su criado como ganado; el amo del obrero es civilizado, lo considera como una máquina. En suma, en casi todas las cosas hay equivalencia entre ellos, y si uno de los dos está en desventaja es el obrero libre. Ambos son esclavos, salvo que la esclavitud del uno es confesada, pública, honesta, en tanto que la del otro es hipócrita, socarrona, disimulada a sus ojos y a los del otro, servidumbre teológica peor que la antigua. Los tories humanitarios tenían razón de dar a los obreros fabriles el nombre de white Slaves: esclavos blancos. Pero la servidumbre hipócrita, que no osa decir su nombre, reconoce, al menos en apariencia, el derecho a la libertad; se somete a la opinión pública amante de la libertad, y el progreso histórico realizado sobre la antigua esclavitud reside justamente en el hecho de que al menos el principio de libertad se ha impuesto y los oprimidos procurarán que este principio sea aplicado.

LAS DEMÁS RAMAS INDUSTRIALES

Si bien hemos debido describir bastante extensamente el sistema manufacturero porque es una creación enteramente nueva de la era industrial, podremos ser tanto más concisos en el estudio de la suerte de los obreros de otros sectores, ya que a ellos se aplica lo ya dicho acerca de los proletarios industriales en general o lo expuesto sobre el sistema manufacturero en particular. Por tanto, sólo tendremos que indicar en qué medida el sistema industrial ha sabido invadir las diversas ramas industriales y lo que, por otra parte, hay allí todavía de característico.

Las cuatro ramas industriales a las cuales se aplican las leyes fabriles se dediccan a la confección de telas para el vestido. Será mejor comenzar inmediatamente por los obreros a quienes esas fábricas suministran la materia prima, primeramente los fabricantes de calcetería de Nottingham, Derby y Leicester. El Children's Employment Report observa respecto de esos obreros que la duración particularmente larga de su trabajo (impuesta por los bajos salarios), añadida a la obligación de permanecer sentados y a la fatiga ocular provocada por la naturaleza misma de su trabajo, debilita en general su organismo y en particular su vista. Por la noche no pueden trabajar sin un alumbrado potente, y por eso los tejedores utilizan habitualmente bolas de vidrio para concentrar la luz, lo que es muy perjudicial para los ojos. A los cuarenta años casi todos tienen que usar gafas. Los niños que se emplean para el encanillado y la costura (de los dobladillos) sufren de ordinario de graves daños a su salud y a su constitución. Trabajan desde la edad de seis, siete u ocho años, de 10 a 12 horas diarias en pequeñas habitaciones con aire viciado. Muchos tienen vahídos durante el trabajo, devienen demasiado débiles para ocuparse en las labores domésticas más sencillas, y tan miopes que deben usar gafas desde la infancia. Los comisionados han comprobado en un gran número de ellos los síntomas de escrófulas, y los industriales con frecuencia rehusan dar trabajo en la fábrica a muchachas que han realizado ese género de trabajo debido a su decaimiento. El estado de esos niños es  considerado "una mancha infamante para un país cristiano", y se expresa el deseo de que intervenga una protección legal. El informe sobre las fábricas añade que los obreros calceteros son los peor pagados de Leicester; ganan seis chelines y, a costa de esfuerzos agotadores, siete chelines por semana, trabajando de 16 a 18 horas diarias. Antes ganaban 20 o 21 chelines, pero la introducción de telares mayores ha arruinado su oficio; la gran mayoría trabaja todavía en telares antiguos y primitivos, y sólo puede luchar penosamente con el progreso de las herramientas. Por consecuencia, también en esa rama, ¡todo progreso es una regresión para el obrero! Pero a pesar de todo, dice el comisionado Power, los obreros calceteros están orgullosos de ser libres y de no tener campana de fábrica que les mida el tiempo de comer, de dormir y de trabajar. En lo que concierne al salario, la situación de esta clase obrera no es mejor que en 1833, fecha en la cual la comisión de fábricas hizo las indicaciones anteriores; la competencia de los calceteros sajones —quienes ellos mismos apenas tienen qué comer— se encarga de ello. La competencia derrota a los ingleses en casi todos los mercados extranjeros y, en cuanto a las calidades inferiores, en el propio mercado inglés. El calcetero alemán patriota, ¿no debe regocijarse de que su propia hambruna reduzca al calcetero inglés al paro forzoso, y no continuará ayunando orgullosa y gozosamente puesto que el honor de Alemania exige que su plato esté lleno sólo a medias? ¡Ah, linda cosa la competencia y la "emulación de los pueblos"! En el Morning Chronicle, también un periódico liberal, el diario de la burguesía "por excelencia", se hallan, en diciembre de 1843 algunas cartas de un calcetero de Hinckley sobre la situación de sus compañeros de trabajo. Entre otras cosas, él habla de 50 familias, 321 personas en total, que viven de 109 telares mecánicos; cada telar producía por término medio 5 chelines y medio, cada familia ganaba un promedio de 11 chelines y 4 peniques por semana. De esta suma había que deducir para el alquiler el arrendamiento del telar, el carbón, la luz, el jabón, las agujas, en total 5 chelines y 10 peniques, de modo que quedaba por persona y por día para la alimentación 11 peniques y medio y estrictamente nada para el vestido. Dice el calcetero:

Ninguna mirada ha vislumbrado, ningún oído ha escuchado, y ningún corazón ha podido experimentar, ni siquiera la mitad de los males padecidos por esas pobres personas.

Se carecía completamente de camas, o sólo había una donde hacían falta dos; los niños corrían en harapos y descalzos; con lágrimas en los ojos, los hombres decían: "Hace mucho, mucho tiempo que no comemos carne, y casi hemos olvidado qué gusto tiene"; y algunos terminaban por trabajar el domingo, aunque ésa fuese la última cosa que perdonara la opinión pública, y aunque la batahola del telar se oía en toda la vecindad.

Pero —decía uno de ellos— contemple, pues, a mis hijos y no pregunte más. La miseria es lo que obliga a ello; yo no puedo y no quiero oír eternamente a mis hijos pedir pan, sin probar el último recurso por obtenerlo honestamente. El lunes pasado me levanté a las dos de la mañana y trabajé hasta cerca de la medianoche; los otros días de seis de la mañana hasta las once o doce de la noche. Ya no puedo más, no quiero dejarme morir. Ahora, termino el trabajo cada noche a las diez y recupero el tiempo perdido el domingo.

Respecto a 1833, el salario no ha aumentado ni en Leicester ni en Derby ni en Nottingham, y lo peor es que, como ya hemos dicho, el sistema de pago en especie se ha extendido mucho en Leicester. Por tanto no es de asombrar tampoco que los obreros calceteros de esta región hayan participado muy activamente en los movimientos obreros de manera tanto más vigorosa y eficaz cuanto que se trata de los hombres que la mayor parte del tiempo hacen funcionar los telares ellos mismos.

En la misma región donde viven los obreros calceteros se halla igualmente el gran centro de fabricación de encajes. En los tres condados que hemos citado, hay 2 760 máquinas de fabricar encajes, mientras que sólo hay 787 de ellas en todo el resto de Inglaterra. La fabricación de encajes ha llegado a ser muy compleja, debido a una rigurosa división del trabajo, y cuenta con un gran número de ramas. En primer lugar, hay que enrollar el hilo en carretes, y este trabajo lo realizan jovencitas de 14 años y más (winders); después los carretes son colocados en la máquina por muchachos de ocho años y más (threaders), que deslizan después el hilo en pequeños huecos (cada máquina tiene unos 1 800 de ellos) y lo dirigen según su aplicación. Luego el obrero confecciona los encajes que salen de la máquina en forma de una ancha pieza, que niños pequeñitos, al levantar los hilos que los unen, dividen en varias cintas de encaje. Esta operación se llama running o drawing lace y los niños se llaman los lace-runners. Por último, los encajes son preparados para la venta. Las winders, al igual que los threaders, no tienen tiempo de trabajo fijo, ya que se exige su presencia desde que son devanados los carretes de una máquina; y como los obreros trabajan de noche también, pueden ser llamados a cualquier hora a la fábrica o al taller del tejedor. La irregularidad de este empleo, el frecuente trabajo nocturno, la existencia desordenada que de ello resulta, provocan un gran número de padecimientos físicos y morales, en particular relaciones sexuales precoces y licenciosas, punto sobre el cual todos los testigos están de acuerdo. El trabajo propiamente dicho es muy perjudicial para la vista; aunque de manera general no causa un daño permanente para los threaders, provoca sin embargo inflamaciones oculares e incluso —durante la operación de enhebrar— dolores, lagrimeo, baja momentánea de la acuidad visual, etc. Pero en cuanto a las winders, se ha confirmado que su trabajo afecta gravemente a los ojos, y que, aparte de inflamaciones frecuentes de la córnea, con frecuencia provoca la catarata gris y negra. El trabajo de los propios encajeros es muy fatigoso, porque con el tiempo las dimensiones de las máquinas han llegado a ser cada vez más grandes, de modo que actualmente no hay prácticamente otras que las que son operadas por tres hombres, turnándose cada cuatro horas; de ese modo ellos trabajan en total las 24 horas y cada uno 8 horas diarias. Se ve así claramente por qué las winders y los threaders tienen que trabajar frecuentemente de noche, a fin de que la máquina no esté parada mucho tiempo. Por otra parte, enhebrar el hilo de los carretes en las 1 800 aberturas ocupa en efecto a tres niños durante dos horas. Varias máquinas son igualmente movidas por el vapor, y así los hombres pierden su empleo, y como el Children's Employment Report no habla constantemente sino de "fábricas de encajes", donde se emplean niños, parece que se puede concluir de ello que recientemente, o bien el trabajo de los encajeros ha sido concentrado en los grandes talleres, o bien la utilización de telares de vapor es ahora bastante general. En ambos casos: progreso del sistema industrial. Sin embargo, el trabajo más malsano es el de los runners, que son en su mayoría niños de siete años, incluso de cinco o cuatro años. El comisionado Grainger halló hasta un niño de dos años utilizado en ese trabajo. Seguir con la vista un solo y mismo hilo, que se saca después con la ayuda de una aguja de una trama artificialmente entremezclada, es un trabajo muy fatigoso para los ojos, en particular cuando hay que hacerlo, como es costumbre, durante 14 a 16 horas diarias. En el mejor de los casos, la consecuencia es una miopía aguda; en el peor, sobreviene una ceguera incurable debida a la catarata negra. Pero además, el hecho de estar constantemente sentado en una posición abarquillada, resulta para los niños en un estado de debilidad, la estrechez de la caja torácica y, como consecuencia de una mala digestión, las escrófulas. En casi todas las muchachas se descubren problemas en el funcionamiento del útero, así como una desviación de la columna vertebral, de moda "que puede reconocerse a todas las runners por su modo de andar". El bordado de los encajes implica las mismas consecuencias penosas para la vista y para el organismo en general. Todos los testimonios médicos están de acuerdo en subrayar que la salud de todos los niños empleados en la confección de encajes sufre por ello considerablemente, que esos niños son pálidos, desmedrados, enclenques, demasiado pequeños para su edad y también mucho menos capaces que otros niños de resistir las enfermedades. Sus padecimientos más comunes son: debilidad general, vahídos frecuentes, dolores de cabeza, en los costados, en la espalda, en las caderas, palpitaciones del corazón, náuseas, vómitos, y falta de apetito, desviación de la columna vertebral, escrófulas y tisis. Sobre todo la salud del organismo femenino es continua y profundamente minada: se quejan generalmente de anemia, de partos difíciles y de abortos. Además, el propio empleado subalterno de la Children's Employment Commission informa que a menudo los niños se hallan mal vestidos o en harapos y que se les da una alimentación muy insuficiente, casi siempre nada más que pan y té, y con frecuencia no comen carne durante meses. En lo que concierne a su moralidad, él relata los hechos siguientes:

Todos los habitantes de Nottingham, la policía, el clero, los industriales, los obreros y los propios padres de los niños afirman unánimemente que el sistema actual de trabajo es un factor muy importante de inmoralidad. Los threaders, en su mayoría muchachos jóvenes, y las winders, en su mayoría muchachas, son llamados a la misma hora a la fábrica, con frecuencia en medio de la noche y, como sus padres no pueden saber cuánto tiempo son necesarios en la fábrica, tienen la mejor ocasión de establecer relaciones poco convenientes y de vagabundear juntos después del trabajo. Lo que ha contribuido no poco a la inmoralidad que, según la opinión de todos, hace estragos en Nottingham en proporciones asombrosas. Por otra parte, la calma y la tranquilidad familiar en que viven esos niños y jóvenes son totalmente sacrificadas debido a ese estado de cosas enteramente antinatural.

Otra rama de la fabricación de encajes, el trabajo de bolillo, se lleva a cabo en los condados, por otra parte agrícolas, de Northampton, Oxford, Bedford y Buckingham, casi siempre por niños y personas jóvenes, que se quejan todos de la mala alimentación y raramente pueden comer carne. El trabajo en sí es muy malsano. Los niños trabajan en pequeños talleres mal ventilados y confinados, continuamente sentados y encorvados sobre su cojín de encaje. Para mantener su cuerpo en esa posición, las muchachas usan un corsé con ballenas de madera que, dada la gran juventud de la mayoría de ellas, y por ende sus huesos todavía tiernos, unido a la posición encorvada, deforma enteramente el esternón y las costillas, provocando un estrechamiento general de la caja torácica. La mayoría muere de tisis, luego de haber sufrido cierto tiempo, a causa de ese trabajo sentadas, y de la atmósfera viciada, de los efectos más dolorosos de la mala digestión. Ellas no han recibido casi ninguna información, sobre todo de ningún modo moral, son coquetas, y por esas dos razones su moralidad es muy deplorable: la prostitución hace estragos entre ellas casi en forma epidémica.

Tal es el precio que paga la sociedad para comprar a las bellas damas de la burguesía el placer de usar encajes, y, ¿no es un precio muy barato? Simplemente algunos millares de obreros ciegos, simplemente algunas hijas de proletarios tísicas, simplemente una generación raquítica de ese populacho, que trasmitirá sus padecimientos a sus hijos y también a sus nietos. ¿Qué es todo eso? Nada, absolutamente nada, nuestra burguesía inglesa guardará con indiferencia el informe de la comisión gubernamental, y continuará adornando de encajes a sus esposas y a sus hijas. ¡Qué gran cosa es la serenidad de alma de un burgués inglés!

Un gran número de obreros es utilizado en la fabricación de tejidos estampados en Lancashire, Derbyshire, y el occidente de Escocia. En ningún sector de la industria inglesa el maquinismo ha alcanzado tan brillantes resultados, pero en ningún otro tampoco ha oprimido tanto al obrero. La utilización de cilindros grabados, accionados por el vapor, el descubrimiento del procedimiento que permite estampar con la ayuda de esos cilindros cuatro o seis colores a la vez, ha suplantado el trabajo manual tan perfectamente como las máquinas lo han hecho en el hilado y el tejido del algodón; y esas nuevas instalaciones han eliminado de las industrias de estampado todavía más obreros que en la fabricación de telas. Un solo hombre, ayudado por un niño, hace con la máquina el trabajo que 200 obreros hacían antes a mano; una sola máquina produce cada minuto 28 yardas (80 pies) de tejido estampado. Por eso la situación de los obreros estampadores de tejidos es muy grave. En 1842, los condados de Lancaster, de Derby, y de Chester producían (según la petición de los obreros estampadores presentada a la Cámara de los Comunes) 11 millones de piezas de tela estampada; 100 000 habían sido estampadas a mano, 900 000 en parte por máquinas con la ayuda de estampadores manuales, y 10 millones por máquinas solamente que estampaban telas de uno a seis colores. Como las máquinas son en su mayoría de construcción reciente y se perfeccionan constantemente, el número de los estampadores manuales es demasiado elevado para la cantidad de trabajo disponible y está claro que una importante fracción —la petición habla de la cuarta parte del número total— se halla en paro forzoso completo, mientras que los demás por término medio sólo trabajan uno o dos días, o a lo sumo tres días por semana. Leach afirma que, en una fábrica de tejidos estampados (Deeply Dale cerca de Bury, en Lancashire), los estampadores manuales no ganan más de cinco chelines por semana, mientras que él sabe, es cierto, que los obreros que trabajan en las máquinas son bastante bien pagados. Por consecuencia, las fábricas de estampado de tejidos se hallan integradas completamente en el sistema manufacturero, pero sin estar sujetas a las limitaciones legales que les son impuestas. Ellas fabrican un artículo de moda y no tienen por tanto una duración de trabajo regular. Si tienen pocos pedidos sólo trabajan media jornada;  si uno de sus  modelos tiene éxito y los negocios marchan bien, se trabaja diez, doce horas, incluso toda la noche. Muy cerca de mi domicilio, inmediato a Manchester, había una fábrica de estampado que muchas veces estaba todavía alumbrada tarde en la noche cuando yo regresaba a casa, y con frecuencia oí decir que allí los niños trabajaban tanto tiempo que trataban de aprovechar a escondidas algunos instantes de descanso y de sueño en las escaleras de piedra o en algún rincón de la entrada. Yo no sé con certeza jurídica si eso es cierto; de lo contrario daría el nombre de la firma. El informe de la Children's Employment Commission es aquí muy evasivo; se contenta con señalar que en Inglaterra al menos, los niños se hallan bastante bien vestidos y alimentados (eso es muy relativo y depende del salario de los padres), que no tienen ninguna instrucción y que su moralidad es baja. Nos basta pensar que esos niños se hallan sujetos al régimen de las fábricas y, remitiéndonos a lo que ya hemos dicho al respecto, podemos proseguir.

Nos queda poco que decir de los demás obreros empleados en la fabricación de tejidos para vestidos; los blanqueadores tienen un trabajo muy malsano que los obliga a respirar constantemente cloro, producto sumamente peligroso para los pulmones; el trabajo de los tintoreros ya es más salubre, en muchos casos hasta muy sano, pues requiere la actividad del conjunto del cuerpo. Existe poca información sobre la manera en que estas clases son pagadas, y ésa es razón suficiente para llegar a la conclusión de que su salario no es inferior a la media, pues, si no, se quejarían. Los cortadores de terciopelo, bastante numerosos debido al gran consumo de terciopelo de algodón, y cuyo número se eleva a 3 000 o 4 000, han sufrido mucho indirectamente la influencia del sistema manufacturero. Las mercancías que antes se fabricaban con telares manuales no tenían una trama muy regular y exigían una mano experimentada para cortar las diferentes hileras de hilos; desde que son fabricadas por telares mecánicos las hileras son perfectamente regulares, todos los hilos de la trama son rigurosamente paralelos y ya la cortadura no constituye una operación delicada. Los obreros dejados sin trabajo por las máquinas se precipitan sobre el corte de los paños y su competencia hace bajar los salarios. Los industriales han descubierto que pueden emplear a las mujeres y a los niños para cortar el terciopelo, y el salario se ha alineado al nivel del de las mujeres y los niños, en tanto que centenares de hombres han sido eliminados del oficio. Los industriales descubrieron asimismo que podían hacer el trabajo más económicamente en su fábrica que en el taller del obrero, cuyo alquiler a fin de cuentas ellos pagaban indirectamente; desde entonces, los pisos superiores, de techo bajo, de varios cottages convertidos en taller de corte del terciopelo se hallan vacíos o alquilados como viviendas, en tanto que el obrero ha perdido la libertad de elegir sus horas de trabajo y ha devenido esclavo de la campana de la fábrica. Un cortador de terciopelo de 45 años me ha dicho que recordaba los tiempos cuando se le pagaba 8 peniques la yarda por el mismo trabajo que ahora le pagan a un penique la yarda; desde luego, ahora podía tundir un tejido más regular más rápidamente, pero ni con mucho lograba hacer en una hora el doble de lo que hacía en el mismo espacio de tiempo antaño, de modo que su salario semanal ha caído a menos de la cuarta parte de lo que era. Leach da una lista de los salarios que se pagaban en 1827 y en 1843 para diferentes paños, de la cual resalta que los artículos por los cuales se le pagaba, en 1827, 4 peniques, 2.25 peniques, 2.75 peniques, 1 penique la yarda, en 1843 sólo se le pagaba 1.5 peniques, 0.75 peniques, 1penique, y 3/8 de penique, la yarda. Leach hace la siguiente comparación de salarios semanales promedio: en 1827, 1 libra, 6 chelines, 6 peniques; 1 libra, 2 chelines, 6 peniques; 1 libra; 1 libra, 6 chelines, 6 peniques, y para los mismos artículos en 1843: 10 chelines; 7 chelines, 6 peniques.; 6 chelines, 8 peniques; 10 chelines, y pueden contarse por centenares los obreros que ni siquiera obtienen estos últimos salarios. Ya hemos hablado de los tejedores manuales de la industria de telas de algodón; los demás paños son fabricados casi exclusivamente por tejedores manuales que, en su mayoría, han sufrido al igual que los cortadores de terciopelo, la afluencia de obreros que perdieron su empleo por la introducción de máquinas y que, como los obreros fabriles, se hallan sujetos a una ley penal rigurosa en caso de fraude. Examinemos el caso de los tejedores de seda. El fabricante de sederías Brocklehurst, uno de los más importantes de Inglaterra, ha presentado ante una comisión parlamentaria listas de sus libros, de donde resulta que, por los mismos artículos que en 1821 él pagaba 30 chelines, 14 chelines, 3.5 chelines, 0.75 chelines, 1.5 chelines, 10 chelines, en 1831 no pagaba más que 9 chelines, 7.5 chelines 2.5 chelines, 1/3 de chelín, 0.5 chelines, 6.25 chelines respectivamente, si bien aquí no se ha hecho ningún perfeccionamiento a las máquinas. Ahora bien, lo que hace Mr. Brocklehurst puede considerarse como un criterio válido para toda Inglaterra. Resulta de esos mismos datos que el salario semanal promedio de sus tejedores, luego de todas las deducciones, se elevaba en 1821 a 16.5 chelines y solamente a 6 chelines en 1831. Desde entonces, el salario ha bajado aún más. Los paños que en 1831 producían un salario de 1/3 de chelín o de 4 peniques la yarda, en 1843 sólo producían 2 peniques y medio (se trata de los single sarsnets) y un gran número de tejedores rurales no puede obtener trabajo sino aceptando la confección de esos tejidos por 1.5 o 2 peniques. Además están sujetos a deducciones arbitrarias de su salario. Todo tejedor que viene a buscar estambre urdido recibe al mismo tiempo una tarjeta donde de ordinario se lee que se acepta el trabajo a tales o cuales horas de la jornada, que un tejedor que no puede trabajar por causa de enfermedad debe avisarlo a la oficina dentro de tres días, si no la enfermedad no será aceptada como excusa; que no se aceptará como excusa el que un tejedor diga que ha tenido que esperar por hilo para su trama, que los descuentos no serán inferiores a la mitad del salario por ciertos errores de fabricación (por ejemplo, si en cierta longitud del tejido aparecen más hilas de urdimbre que los estipulados, etc.) y que, si el tejido no está listo dentro de las demoras fijadas, se descontará un penique por yarda que falte. Las reducciones de salarios previstas por esas tarjetas son tan importantes que, por ejemplo, un hombre que vaya dos veces por semana a Leigh, en Lancashire, para recoger sus tramas, produce cada vez a su patrón por lo menos 15 libras esterlinas de multa. Así dice él mismo, y pasa por ser uno de los más tolerantes. Antaño estos asuntos eran resueltos por un árbitro designado al efecto, pero como casi siempre los obreros eran despedidos cuando insistían en recurrir al mismo, esta práctica se ha perdido completamente y el industrial obra a su antojo; él es demandante, testigo, juez, legislador y ejecutor de la sentencia, todo a la vez. Y si el obrero va donde el árbitro oficial, entonces se le dice: "Al aceptar la tarjeta, usted ha firmado un contrato y ahora tiene que respetarlo". Es exactamente la misma cosa en cuanto a los obreros fabriles. Por otra parte, cada vez el industrial hace firmar al obrero un documento donde éste declara "aceptar los descuentos efectuados", y si él rehusa, todos los industriales de la ciudad saben inmediatamente que se trata de un hombre que, como dice Leach,

es recalcitrante a la legislación y al buen orden garantizado por las tarjetas, y que tiene la impudencia de poner en duda la sabiduría de quienes, como él debería saberlo, son después de todo sus superiores en la sociedad.

Desde luego, los tejedores son perfectamente libres, el industrial no los obliga a aceptar el material de trabajo y la tarjeta; pero les dice, como lo traduce Leach en buen inglés:

Si usted no quiere freírse en mi sartén, puede saltar al fuego.

Los tejedores de seda de Londres, particularmente en Spitalfields, desde hace tiempo han vivido periódicamente en la más terrible miseria; todavía hoy día apenas tienen razones para sentirse satisfechos de su suerte. Eso es lo que puede concluirse de su participación muy activa en todos los movimientos obreros ingleses y en particular en los de Londres. La miseria que reinaba entre ellos fue la causa de la fiebre que estalló en los barrios del este de Londres e incitó a la comisión a investigar las condiciones de higiene en que vivía la clase obrera. Sin embargo, en el último informe del hospital londinense que cura esa fiebre, comprobamos que ésta todavía hace estragos.

Después de los tejidos para vestido, los productos metalúrgicos representan la categoría más importante de los artículos fabricados por la industria inglesa. La producción de dichos artículos tiene su centro principal en Birmingham, en Sheffield, centro principal de la cuchillería, y en el condado de Staffordshire, particularmente en Wolverhapton, donde se fabrican los artículos más ordinarios: cerraduras, clavos, etc. Vamos a comenzar por Birmingham, para describir la situación de los obreros empleados en esas ramas industriales. La organización del trabajo ha conservado en Birmingham, como en el resto de casi todos los centros donde se trabajan los metales, algo del antiguo carácter artesanal; siguen existiendo los pequeños patronos y trabajan con sus aprendices, ya sea en sus casas, en su taller, ya sea, cuando utilizan la energía del vapor, en las grandes fábricas que son divididas en varios talleres pequeños, arrendados a los diferentes patronos pequeños y provistos en todas las salas de un eje accionado por una máquina de vapor, que puede a su vez accionar otras máquinas. León Faucher (autor de una serie de artículos en La Revue des Deux-Mondes, donde muestra al menos que ha estudiado seriamente la cuestión, artículos en todo caso mejores que los que han escrito los ingleses y los alemanes al respecto) califica esas condiciones de trabajo, por oposición a la fabricación en gran escala de Lancashire y Yorkshire, con el nombre de "democracia industrial" y hace la observación de que la misma no tiene resultados muy favorables ni sobre la situación de los maestros artesanos ni sobre la de los oficiales. Esta observación es enteramente correcta, porque esos numerosos pequeños patronos, entre los cuales se reparte el beneficio determinado por la competencia y que se embolsa por otra parte un solo gran industrial, no podría vivir del mismo adecuadamente. La tendencia centralizadora del capital los aplasta; por uno que se enriquece, diez son arruinados, y un centenar ve su suerte agravada por la presión de un solo rico que puede vender más barato que ellos. Y en el caso en que tengan que competir desde el principio con grandes capitalistas, huelga decir que sólo pueden luchar penosamente contra semejante competencia. La suerte de los aprendices no es en absoluto mejor entre los pequeños patronos que entre los industriales, como veremos más adelante, con la única diferencia de que más tarde se convertirán a su vez en patronos y podrán obtener así cierta independencia; es decir, serán menos explotados directamente por la burguesía que en las fábricas. Así, esos pequeños patronos no son ni verdaderos proletarios, ya que viven en parte del trabajo de sus aprendices y no venden su trabajo, sino el producto acabado; ni verdaderos burgueses, porque viven esencialmente de su propio trabajo. Debido a esta situación particular intermediaria, los obreros de Birmingham muy raramente se han unido francamente y en su totalidad a los movimientos obreros ingleses. Birmingham es una ciudad políticamente radical, pero de ningún modo resueltamente cartista. Sin embargo, también se halla allí un gran número de fábricas bastante importantes que trabajan por cuenta de capitalistas, y aquí es donde reina absoluto el sistema manufacturero; la división del trabajo, que es llevada al extremo (por ejemplo, en la fabricación de agujas), así como la energía de la máquina de vapor, permiten emplear a un gran número de mujeres y niños, y hallamos aquí exactamente las mismas características que nos había proporcionado el informe sobre las fábricas: trabajo de mujeres hasta el momento del parto, imposibilidad de ocuparse del hogar, estado de abandono del mismo y de los niños, indiferencia, incluso aversión con respecto a la vida familiar y desmoralización —además, desposeimiento de los hombres de su empleo, progreso constante de las máquinas, emancipación precoz de los niños, maridos mantenidos por su mujer y sus hijos, etc., etc. Se describe a los niños como medio muertos de hambre y en harapo. La mitad de ellos, se dice, no sabe lo que es llenarse el estómago, muchos viven todo el día del pan que se puede comprar por un penique, o bien no comen nada antes del almuerzo; incluso se citan casos en que los niños no comen desde las ocho de la mañana hasta las siete de la noche. La ropa que visten con frecuencia es apenas suficiente para cubrir su desnudez; muchos andan descalzos, incluso en invierno. Y es por eso que son pequeños, desmedrados para su edad y devienen muy raramente un poco vigorosos; y cuando se piensa que un largo y duro trabajo en espacio cerrado se añade a los pocos medios que se les da para reconstituir sus fuerzas físicas, no es de asombrar que pocas personas en Birmingham sean aptas para el servicio militar. Dice un médico encargado de examinar a los reclutas:

Los obreros son pequeños, débiles y físicamente poco sólidos; muchos de ellos, además, presentan deformaciones de la caja torácica o de la columna vertebral.

Según un suboficial reclutador, los habitantes de Birmingham son más pequeños que en cualquier otra parte, la mayoría tiene una talla de 5 pies y 4 o 5 pulgadas y, de 613 jóvenes citados para el reclutamiento, solamente 238 fueron declarados aptos. En lo que concierne a su instrucción, hemos mencionado anteriormente una serie de deposiciones y de ejemplos tomados en los distritos metalúrgicos, a los cuales remitimos al lector. Por otra parte, resalta del Children's Employment Report que en Birmingham más de la mitad de los niños de 5 a 15 años no asisten a ningún tipo de escuela, que aquellos que van a la escuela con frecuencia cambian de establecimiento, de modo que es imposible impartirles una educación sólida, y que los niños son retirados muy temprano de la escuela para ser puestos a trabajar. De acuerdo con el informe, también puede tenerse una idea de la calidad de las maestras que se emplean; cuando a una de ellas se le preguntó si enseñaba también la moral, respondió: "No, por 3 peniques por semana y por alumno, no podría exigírseme esa tarea"; otras ni siquiera comprendieron esta pregunta, y otras consideraron que ello no les incumbía en absoluto. Una sola maestra dijo que ella no impartía clases de moral, pero que se esforzaba por inculcar en los niños buenos principios; pero, al decir esto, cometió un craso error gramatical. En las propias escuelas, el comisionado comprobó un alboroto y un desorden continuos. Ésa es una de las razones por las cuales la moralidad de los niños es sumamente deplorable: la mitad de los delincuentes son de menos de 15 años de edad; y en un solo año se ha condenado a no menos de 90 delincuentes de 10 años de edad, 44 de los cuales por delitos graves. La licenciosidad de las relaciones sexuales parece ser la regla, según la opinión del comisionado Grainger, y a una edad muy precoz.

En el distrito metalúrgico de Staffordshire, la situación es peor todavía. Dada la calidad tosca de los productos metalúrgicos de la región, no hay allí ni división del trabajo (salvo algunas excepciones), ni utilización del vapor o del maquinismo. En esa región —Wolverhampton, Willenhall, Bilston, Sedgeley, Wednesfield, Darlaston, Dudley, Walsall, Wednesbury, etc.— hay por consecuencia pocas fábricas, pero bastantes pequeñas herrerías donde trabajan separadamente pequeños patronos con uno o varios aprendices, que les sirven hasta la edad de 21 años. Los pequeños patronos se hallan poco más o menos en la misma situación que los de Birmingham, pero los aprendices son mucho menos favorecidos. Se les da casi únicamente la carne de animales enfermos, accidentados, o carne echada a perder y pescado en mal estado, igualmente terneros nacidos antes de tiempo o cerdos muertos por asfixia en los vagones. Y esto no lo hacen solamente los pequeños patronos, sino también industriales más importantes que tienen 30 o 40 aprendices. Eso parece realmente general en Wolverhampton. Las consecuencias naturales de ello son frecuentes enfermedades intestinales y otros padecimientos. Además, no se da de comer adecuadamente a los niños y raramente tienen otra ropa que la de trabajo, lo cual es razón suficiente para no asistir a la escuela dominical. Las viviendas son malas y sucias, de modo que favorecen frecuentemente la aparición de enfermedades, y aunque su trabajo sea casi siempre salubre, los niños son por esa razón pequeños, contrahechos, débiles y en muchos casos sufren graves padecimientos. En Willenhall, por ejemplo, hay una multitud de personas que, a causa de su eterno trabajo de limadura en el tornillo de banco, son gibosas y tienen una pierna torcida —"la pierna trasera", como la llaman— de suerte que las dos piernas tienen la forma de una K; se dice además que por lo menos la tercera parte sufre de hernia. Aquí, al igual que en Wolverhampton, se descubrieron innumerables casos de retraso de la pubertad, tanto entre las niñas —¡ellas también trabajan en las forjas!— como entre los muchachos, a veces hasta los 19 años. En Sedgley y en los alrededores, donde no se fabrica casi más nada que clavos, la gente vive y trabaja en cabañas miserables parecidas a establos, que en cuanto a suciedad desafían toda competencia. Las muchachas y los muchachos manejan el martillo desde la edad de 10 o 12 años y no son verdaderamente considerados como obreros consumados sino cuando producen 1 000 clavos diariamente. Para 1 200 clavos, el salario se eleva a 5.75 peniques. Para cada clavo se requieren 12 golpes y, como el martillo pesa 1.25 libras, el obrero debe levantar 18 000 libras para ganar ese miserable salario. Con un trabajo tan penoso y una alimentación insuficiente, el organismo de los niños es necesariamente subdesarrollado, enclenque, débil, hecho además, confirmado por los comisionados. En cuanto al nivel de la instrucción en ese distrito, ya hemos dado referencias precisas anteriormente. En esa región, el grado de instrucción es increíblemente bajo, la mitad de los niños no asiste ni siquiera a la escuela dominical, y la otra mitad va a la escuela sólo irregularmente; en comparación con otros distritos, muy pocos de ellos saben leer, y en cuanto a la escritura es todavía peor. Nada más natural, ya que es entre el séptimo y el décimo año cuando se pone a los niños a trabajar, precisamente en el momento en que serían justamente capaces de asistir a la escuela con provecho, y los maestros de escuelas dominicales —herreros o mineros— con frecuencia saben apenas leer y no son ni siquiera capaces de escribir su propio nombre. La moralidad responde plenamente a esos medios de instrucción. En Willenhall, afirma el comisionado Horne, al ofrecer sólidas pruebas al respecto, no existe ningún sentimiento moral entre los obreros. De una manera general, él ha descubierto que los niños no tenían noción de los deberes respecto a los padres ni sentían afecto por ellos. Eran tan poco capaces de reflexionar sobre lo que manifestaban, estaban tan embrutecidos, eran tan estúpidos, que con frecuencia afirmaban que eran bien tratados, que vivían bien, mientras tenían que trabajar de 12 hasta 14 horas diarias, vestían harapos, no comían lo suficiente y recibían golpes tan rudos que días después todavía se sentían adoloridos. Ignoraban cualquier otro modo de vida, fuera de aquel que consistía en derrengarse desde la mañana a la noche, hasta que se les permitiera parar, y ni siquiera comprendían el sentido de la pregunta, para ellos inaudita, de si se sentían fatigados.

En Sheffield, el salario es mejor y por consecuencia son mejores también las condiciones de vida de los obreros. En cambio, hay que notar algunos géneros de trabajos cuyo efecto es sumamente nefasto para la salud. Ciertas operaciones requieren del obrero que mantenga herramientas constantemente apretadas contra su pecho, lo cual provoca la tisis, otras, por ejemplo la picadura de las limas, entorpecen el desarrollo completo del cuerpo y provocan padecimientos abdominales; el corte de los huesos (para hacer mangos de cuchillos) provoca dolores de cabeza, padecimientos biliares y entre las jovencitas, muy numerosas en esos oficios, la anemia. Pero el trabajo más malsano de todos es el afilado de hojas y de tenedores, el cual implica invariablemente, sobre todo si se efectúa en piedras secas, una muerte precoz. La insalubridad de ese trabajo reside en parte en la posición encorvada que comprime el pecho y el estómago, pero sobre todo en la cantidad de polvos metálicos de aristas cortantes, que saltan durante el afilado, saturando la atmósfera y que se respira necesariamente. Los afiladores en seco alcanzan apenas la edad de 35 años por término medio, los afiladores en piedras húmedas, pasan raramente de los 45 años. El Dr. Knight, de Sheffield, declara:

Sólo puedo representar con cierta claridad el carácter nocivo de ese oficio afirmando que para mí, entre esos afiladores se hallan los más fuertes bebedores que viven más tiempo, porque son los que más se ausentan del trabajo. Hay en total 2500 afiladores en Sheffield. Unos 150 (80 hombres y 70 muchachos) son afiladores de tenedores. Éstos mueren entre los 28 y 32 años de edad; los afiladores de navajas, que trabajan tanto en la piedra seca como en la húmeda, mueren entre los 40 y 45 años, y los afiladores de cuchillos de mesa que trabajan en la piedra húmeda mueren entre los 40 y 50 años de edad.

El mismo médico describe la evolución de esa enfermedad, que se llama "asma de afiladores", del modo siguiente:

Habitualmente comienzan su oficio a la edad de 14 años, y si gozan de buena constitución es raro que sufran muchas enfermedades antes de los 20 años. Entonces es cuando se manifiestan los síntomas de su enfermedad específica; pierden el resuello al menor esfuerzo, al subir una escalera o una cuesta, alzan los hombros para aliviar esa sofocación continua y creciente, se encorvan hacia adelante y parecen por otra parte sentirse más cómodos en la posición comprimida que es la de su oficio, el color de su tez se torna amarillo terroso, sus rasgos expresan la angustia, se quejan de tener el pecho oprimido; su voz deviene ronca y ruda; tienen una tos ruidosa, como si el aire fuese expulsado por un tubo de madera. De vez en cuando expectoran cantidades importantes de polvo, ya sea mezclado con las mucosidades o bien en masas esféricas o cilíndricas, recubiertas de una delgada capa de mucosidad. La hemoptisis, la incapacidad de permanecer estirados, los sudores nocturnos, diarreas con cólicos, un enflaquecimiento anormal acompañado de todos los síntomas habituales de la tuberculosis acaba por destruirlos, luego de haber estado enfermos durante meses y años, imposibilitados de mantenerse ellos mismos y a los suyos por su trabajo. Debo añadir que todos los intentos que se han hecho hasta ahora para prevenir o curar el asma de los afiladores han sido totalmente infructuosos.

Eso es lo que escribió Knight hace diez años, desde entonces, el número de los afiladores y la virulencia de la enfermedad han aumentado, pero igualmente se ha intentado prevenir dicha enfermedad cubriendo las piedras de afilar y extrayendo el polvo por una corriente de aire. Estos intentos han tenido éxito al menos parcialmente, pero los propios afiladores no quieren que se pongan en práctica; y en ciertos lugares han llegado hasta a romper esos dispositivos de protección —porque estiman que ello atraerá otros obreros a su especialidad, lo cual haría bajar sus salarios. Son partidarios de una vida "corta pero buena". El Dr. Knight con frecuencia ha dicho a los afiladores que han acudido a su consulta a los primeros síntomas de ese asma: "Usted va al encuentro de la muerte, si vuelve a trabajar en ese oficio". Pero siempre fue en vano; quien se hubiere convertido en afilador se hallaba perdido, como si se hubiese vendido al diablo. El nivel de la instrucción en Sheffield es muy bajo; un eclesiástico, que se había ocupado mucho de las estadísticas sobre la escolaridad, opinaba que de los 16 500 niños de la clase obrera en edad de asistir a la escuela, apenas 6 500 sabían leer. Pero esto se debe al hecho de que los niños son retirados de la escuela desde la edad de siete años, o a lo más tarde a los 12, y a que los maestros no valen nada (¡uno de ellos era un hombre convicto de robo, que al cumplir la condena no había hallado otro medio de existencia que la enseñanza!) La inmoralidad parece ser mayor entre la juventud de Sheffield que en cualquier otra parte (la verdad es que no se sabe qué ciudad se lleva el premio, y si uno lee los informes, está tentado a creer que cada una lo merece). Los jóvenes se pasan todo el domingo en la calle, jugando a las monedas o bien excitando a los perros a pelear; frecuentan asiduamente los cafetines, donde permanecen con su amiguita hasta que, tarde en la noche, van por parejas a dar un paseíto cada quien por su lado. En una taberna que visitó el comisionado, halló 40 o 50 jóvenes de uno y otro sexos, casi todos menores de 17 años, cada joven sentado junto a su chica. Unos jugaban a las cartas, otros cantaban o bailaban, todos bebían. En medio de ellos había rameras profesionales. No es de asombrar, pues, que la licenciosidad y la precocidad de las relaciones sexuales, la prostitución juvenil sean, como lo afirman todos los testigos, incluso entre individuos de 14 o 15 años, sumamente frecuentes en Sheffield. Los crímenes de carácter salvaje y loco son cosa corriente; un año antes del arribo del comisionado fue arrestada una banda, constituida sobre todo de gente joven, en el momento en que se preparaba a incendiar la ciudad entera; poseían un equipo completo de lanzas y de materias incendiarias. Veremos más adelante que el movimiento obrero de Sheffield muestra el mismo carácter brutal.

Aparte de los centros principales donde se concentra la metalurgia, hay igualmente fábricas de alfileres en Warrington (Lancashire), donde reina también entre los obreros y sobre todo los niños, una gran miseria, una gran inmoralidad e ignorancia; en la región de Wigan (Lancashire) y en el este de Escocia hay cierto número de fábricas de agujas. Los informes relativos a estos distritos concuerdan casi todos con los del condado de Staffordshire. Solamente nos queda una rama de esta industria: la fabricación de máquinas, que tiene lugar especialmente en los distritos industriales, y sobre todo en el condado de Lancashire. El carácter singular de esta producción es la fabricación de máquinas por máquinas, lo cual arrebata a los obreros despedidos por todas partes, su último refugio, es decir, el empleo en la fabricación de las máquinas que los han dejado sin trabajo. Las máquinas de pulir y de perforar, las máquinas que fabrican ruedas, tornillos y tuercas, etc., los tornos mecánicos, también han dejado sin trabajo a una multitud de obreros que antes trabajaban regularmente por un buen salario, y quien lo desee puede ver a un gran número de ellos en las calles de Manchester.

Al norte de esta región siderúrgica de Staffordshire se extiende un distrito industrial que ahora vamos a examinar: el de las alfarerías, cuyo centro principal es el distrito de Stoke que engloba las localidades de Hanley, Bunslem, Lane End, Lane Delph, Etruria, Coleridge, Langport, Tunstall y Goldenhill con 60 000 habitantes en total. El Children's Employment Report, dice al respecto: en algunas ramas de esta industria —la de vajilla de barro vidriado— los niños tienen un trabajo fácil en talleres con buena calefacción y ventilados; en otras ramas, en cambio, se exige de ellos una labor dura y fatigosa, y no tienen suficiente alimentación ni buena ropa. Numerosos niños se quejan: "No tengo suficiente que comer, mayormente me dan patatas y sal, nunca carne ni pan, no voy a la escuela, no tengo ropa." "No comí nada en casa al mediodía, me dan mayormente patatas y sal, algunas veces pan."  "Ésta es toda la ropa que tengo, en casa no tengo ropa para el domingo." Entre los niños cuyo trabajo es particularmente malsano, hay que señalar a los mould-runners, que deben llevar en su molde los objetos de barro que se acaban de vaciar hasta la cámara de secado, luego, cuando dichos objetos se han secado convenientemente, deben recoger el molde vacío. Así deben ir y venir toda la jornada con una carga demasiado pesada para su edad y la temperatura elevada que reina en la fábrica incrementa aún más su fatiga. Casi sin excepción, los niños son enclenques, pálidos, débiles, pequeños y deformados; sufren casi todos de padecimientos gástricos, vómitos, falta de apetito, y un gran número muere de tuberculosis. Los muchachos llamados jiggers son casi todos desmedrados; toman su nombre de la rueda (jigger) que ellos hacen girar. Pero el trabajo que con mucho es el más malsano es el de los obreros que tienen que sumergir los objetos de barro terminados en un líquido que contiene fuertes cantidades de plomo y frecuentemente también mucho arsénico, o tiene que coger con la mano los objetos que acaban de ser sumergidos en esa solución. Las manos y la ropa de esos obreros —hombres y niños— siempre están impregnadas de ese líquido, la piel se reblandece y sufre descamación al agarrar continuamente objetos muy ásperos, de modo que sus dedos sangran con frecuencia y se hallan constantemente en un estado eminentemente favorable para la absorción de esos productos peligrosos. De ellos resultan dolores violentos, graves afecciones gástricas e intestinales, estreñimiento rebelde, cólicos, a veces la tuberculosis y casi siempre ataques de epilepsia entre los niños. En cuanto a los hombres, habitualmente sobreviene una parálisis parcial de los músculos de la mano, la colica pictorum y la parálisis de miembros enteros. Un entrevistado cuenta que dos niños que trabajaban con él murieron de convulsiones durante el trabajo; otro, que ha trabajado dos años en la inmersión de objetos de barro, dice que cuando era niño sentía al comienzo violentos dolores abdominales, que luego tuvo un acceso de convulsiones que lo obligó a permanecer dos meses en cama, que desde entonces ha tenido accesos de ese género cada vez más frecuentes, actualmente cotidianos, dándole con frecuencia de diez a veinte ataques de epilepsia por día. Su costado derecho está paralizado, y según la opinión de los médicos, jamás recuperará el uso de sus miembros. En el taller de inmersión de una fábrica hay cuatro hombres que son epilépticos y sufren de violentos cólicos, y once muchachos, entre los cuales algunos ya son epilépticos. En suma, esa terrible enfermedad es casi siempre una consecuencia de ese trabajo, y ello también para el mayor provecho financiero de la burguesía. En los talleres donde se pulen los objetos de barro, la atmósfera está saturada de un polvo muy fino de sílice que es tan dañino como el polvo de acero respirado por los afiladores de herramientas de Sheffield. Esos obreros pierden el resuello, ya no pueden permanecer tranquilamente estirados, sufren de llagas en la garganta, tosen violentamente, y su voz llega a ser tan débil que apenas se les oye. Todos ellos también mueren de tuberculosis.

En los distritos de las alfarerías se asegura que hay un número relativamente importante de escuelas que permiten a los niños instruirse, pero como se los envía muy temprano a la fábrica y tienen que trabajar allí demasiado tiempo (casi siempre doce horas o más), se ven imposibilitados de sacar provecho de esas escuelas; por eso las tres cuartas partes de los niños entrevistados por el comisionado no sabían ni leer ni escribir; en todo el distrito reinaba el mayor analfabetismo. Los niños que habían asistido a escuelas dominicales durante años no podían identificar las letras del alfabeto, y en todo el distrito, no solamente la formación intelectual, sino también la formación moral y religiosa, se hallaban a un nivel muy bajo.

También en la fabricación del vidrio hay trabajos que, si bien no parecen afectar a los hombres, no pueden sin embargo ser soportados por los niños. Una tarea penosa, la irregularidad de la duración del trabajo, el frecuente trabajo nocturno y sobre todo la temperatura elevada de los talleres (de 100 a 130 grados Fahrenheit) provocan en los niños una debilidad y morbidez generales, un crecimiento defectuoso y particularmente afecciones oculares, enfermedades abdominales, enfermedades de los bronquios y reumatismo. Numerosos niños están pálidos, tienen los ojos enrojecidos y permanecen ciegos durante semanas, sufren náuseas frecuentes, vómitos, tos, resfriados y reumatismo. Cuando tienen que sacar las piezas del horno, con frecuencia los niños tienen que penetrar en una zona donde el calor es tal que las tablas sobre las cuales andan se inflaman bajo sus pies. Los sopladores de vidrio mueren casi siempre de debilidad y de enfermedades del pecho.

En general, el mismo informe atestigua la invasión, lenta, pero segura, de todos los sectores de la industria por el sistema manufacturero, lo que se manifiesta sobre todo por el empleo de las mujeres y los niños. No he creído necesario seguir más en detalle por todas partes los progresos del maquinismo y el desalojo de hombres adultos. Por poco que cualquiera conozca de la industria, podrá completar fácilmente él mismo estos datos, ya que me falta espacio aquí para desarrollar en todos sus detalles ese aspecto del actual sistema de producción cuyos resultados hemos expuesto cuando estudiamos el sistema industrial. Por todas partes se utilizan máquinas y se destruyen así los últimos vestigios de independencia del obrero. Por todas partes la familia es disgregada por el trabajo de la mujer y de los niños, y es puesta al revés cuando el hombre se queda sin trabajo; por todas partes el advenimiento ineluctable del maquinismo pone a la industria y, con ella, al obrero en manos del capitalista. La centralización de la propiedad progresa irresistiblemente, la división de la sociedad en grandes capitalistas y en obreros desposeídos resulta cada día más clara; el desarrollo industrial de la nación avanza a pasos de gigante hacia una crisis inevitable.

Ya he observado anteriormente que en el artesanado el poderío del capital, y a veces también la división del trabajo, han conducido a los mismos resultados, eliminando a la pequeña burguesía y poniendo en su lugar a grandes capitalistas y obreros desposeídos. En realidad hay poco que decir sobre esos artesanos, ya que hemos tratado antes todo lo concerniente a ellos cuando hablamos del proletariado industrial en general; por otra parte, pocas cosas han cambiado en esa rama desde el comienzo del movimiento industrial en la naturaleza del trabajo y en su influencia sobre la salud de los obreros. Pero los contactos con los obreros fabriles propiamente dichos, la presión de los grandes capitalistas, que se ha hecho mucho más sensible que la de los pequeños patronos con los cuales el oficial tenía a pesar de todo relaciones personales, la influencia de la vida de las grandes ciudades y las reducciones de salario, han hecho de casi todos los artesanos miembros activos de los movimientos obreros. Pronto trataremos de ellos, y mientras tanto examinaremos una categoría de la población trabajadora de Londres que merece una atención muy particular debido a la barbarie extraordinaria con la que la burguesía, por codicia, la explota. Me refiero a las modistas y costureras.

Es verdaderamente significativo, precisamente, que la confección de artículos que sirven para el adorno de las damas de la burguesía tenga las consecuencias más tristes para la salud de los obreros ocupados en este trabajo. Ya lo hemos visto en el caso de la confección de encajes, y ahora tenemos, como nueva prueba de ello, las tiendas de modistas de Londres. Esos establecimientos dan ocupación a un gran número de muchachas jóvenes —unas 15 mil en total— que viven y comen en la misma casa donde trabajan, la mayoría procede del campo y de este modo son completamente esclavas de sus patronos. Durante una temporada que se extiende unos cuatro meses del año, la duración del trabajo, incluso en los mejores establecimientos, llega a 15 horas diarias, y cuando el trabajo urge, 18 horas. Sin embargo, en la mayoría de las tiendas se trabaja durante ese período sin que sea claramente fijada la duración del trabajo, de modo que las muchachas en el día sólo disponen de 6 horas a lo sumo, a menudo solamente 3 o 4, a veces incluso 2 horas de 24 para dormir y descansar, cuando no son obligadas a trabajar toda la noche, ¡cosa que ocurre con frecuencia! El único límite a su trabajo es la incapacidad física absoluta de manejar la aguja un minuto más. Ha ocurrido que una de esas criaturas indefensas, permanezca nueve horas seguidas sin desvestirse y no pueda descansar sino unos instantes, si llega el caso, en un colchón donde se le sirve comida cortada en pequeños bocados, a fin de que pueda tragar el alimento lo más rápidamente posible. En una palabra, esas desdichadas muchachas son mantenidas como esclavas por un látigo moral —la amenaza de despido— en un trabajo tan continuo y tan incesante que ningún hombre robusto podría soportar, y menos aún delicadas jovencitas de 14 a 20 años. Además, el aire asfixiante de los talleres y también de los dormitorios, la posición encorvada hacia adelante, la alimentación con frecuencia mala e indigesta, todo ello, pero sobre todo el trabajo prolongado y la falta de aire puro, producen los más trágicos resultados para la salud de esas muchachas. Abatimiento y agotamiento, debilidad, pérdida del apetito, dolores en la espalda, los hombros y las caderas, pero sobre todo dolores de cabeza, hacen pronto su aparición; después tenemos las desviaciones de la columna vertebral, hombros demasiado altos y deformados, enflaquecimiento, los ojos hinchados, lacrimosos y dolorosos pronto son afectados por la miopía, la tos, un desarrollo insuficiente de la caja torácica, respiración corta, así como todas las enfermedades femeninas de la formación. Con frecuencia los ojos se enferman tanto que sobreviene una ceguera incurable, un desarreglo total de las funciones oculares, y cuando la vista permanece lo bastante buena para permitir la continuación del trabajo, es generalmente la tuberculosis lo que termina la breve y triste existencia de esas costureras. Incluso entre aquellas que dejan bastante temprano esa ocupación, la salud física está destruida para siempre, el vigor del organismo roto; continuamente, sobre todo una vez casadas, son enfermizas y débiles y traen al mundo hijos enclenques. Todos los médicos interrogados por el comisionado han sido unánimes en declarar que no podría imaginarse un modo de vida que tienda más que ése a arruinar la salud y a causar una muerte prematura.

Con la misma crueldad, pero de una manera un poco menos directa, las costureras son en general explotadas en Londres. Las muchachas que son empleadas en la confección de corsés realizan una labor dura, penosa, que fatiga la vista y, ¿qué salario perciben? Lo ignoro, pero sí sé que el empresario que suministra la materia prima y distribuye el trabajo entre sus costureras, percibe 1.5 peniques por pieza. Hay que deducir su beneficio, que se eleva a medio penique por lo menos. Por tanto lo que percibe la pobre muchacha es a lo sumo un penique. Las muchachas que cosen corbatas tienen que comprometerse a trabajar 16 horas diarias y perciben a la semana 4.5 chelines. Pero la peor situación es la de las jovencitas que hacen camisas. Por una camisa ordinaria perciben 1.5 peniques; anteriormente percibían 2 o 3 peniques, pero desde que la casa de pobres de St. Pancras, administrada por una dirección compuesta de burgueses radicales, aceptó percibir 1.5 peniques, esas desdichadas mujeres tuvieron que hacer otro tanto. Por camisas finas bordadas, que pueden hacerse en un día, pero a condición de trabajar 18 horas, se les paga 6 peniques. El salario de las costureras se eleva por tanto, según diversos testimonios de empresarios y obreros, a 2.5 chelines por semana, y eso, ¡por un trabajo encarnizado, prolongado hasta tarde en la noche! Y el colmo de esa escandalosa barbarie es que las costureras deben entregar en depósito una parte del costo de la materia prima que se les confía; no podrían hacerlo —los propietarios lo saben bien— sin empeñar una parte de la misma. Una de dos, o bien ellas la desempeñan con pérdida, o bien, si no pueden desempeñar las piezas empeñadas, son forzadas a comparecer ante el juez de paz, como le sucedió a una costurera en noviembre de 1843. Una pobre muchacha, que se hallaba en ese caso y no sabía qué hacer, se lanzó en agosto de 1844 a un canal y se ahogó. Las costureras viven de ordinario en pequeñas buhardillas, en la mayor miseria, apiñándose lo más posible en una sola habitación donde, en invierno, el calor del cuerpo es la mayor parte del tiempo la única calefacción. Sentadas, encorvadas sobre su trabajo, cosen desde las 4 o 5 de la mañana hasta la medianoche, arruinando su salud en unos años, y apresurando la hora de su muerte sin siquiera. poder procurarse los artículos más indispensables, mientras que ruedan a sus pies las carrozas relucientes de la burguesía y mientras que tal vez a diez pasos de allí un miserable señorito pierde en el juego de naipes más dinero que el que ellas pueden ganar en un año entero.

Tal es la situación del proletariado industrial inglés. Donde quiera que fijamos la mirada, hallamos una miseria permanente o temporal, enfermedades provocadas por las condiciones de vida o el trabajo, la desmoralización, por todas partes el aniquilamiento, la destrucción lenta pero segura de la naturaleza humana, tanto desde el punto de vista físico como moral. ¿Puede durar esa situación?

Esa situación no puede durar ni durará. Los obreros, la gran mayoría del pueblo, no lo desean. Veamos lo que dicen de su situación.

MOVIMIENTOS OBREROS

Se convendrá conmigo, aun cuando no lo hubiera demostrado repetidamente con todo lujo de detalles, en que los obreros ingleses no pueden sentirse felices en semejante situación; que su situación no es de aquellas en las que un hombre, incluso una clase entera, se halle en disposición de pensar, de sentir y de vivir humanamente. Los obreros deben por tanto esforzarse por hallar una salida a una situación que los reduce al nivel de la bestia, para crearse una existencia mejor, más humana; y no pueden hacerlo sino emprendiendo la lucha contra los intereses de la burguesía como tal, intereses que residen precisamente en la explotación de los obreros. Pero la burguesía defiende sus intereses con todas las fuerzas que es capaz de emplear, gracias a la propiedad y al poder del estado de que dispone. Desde el momento en que el obrero quiere escapar al estado de cosas actual, el burgués se convierte en su enemigo declarado.

Pero el obrero puede observar, además, que el burgués, en todo momento, lo trata como a una cosa, como su propiedad, y es por esta razón que se manifiesta como enemigo de la burguesía. Anteriormente he demostrado con la ayuda de cien ejemplos —y hubiera podido citar centenares más— que, en las condiciones actuales, el obrero no puede salvar su calidad de hombre sino por el odio y la rebelión contra la burguesía. Y es gracias a su educación, o más bien a su falta de ella, así como al calor de la sangre irlandesa que ha pasado en gran proporción a las venas de la clase obrera inglesa, que es capaz de protestar con la mayor pasión contra la tiranía de los poseedores. El obrero inglés ya no es un inglés, no es como su rico vecino, un hombre de dinero calculador; tiene sentimientos plenamente desarrollados, su flema nórdica innata se compensa por la libertad con que sus pasiones han podido desarrollarse y adquirir sobre él un dominio total. El obrero no tiene la formación racional que ha desarrollado tan considerablemente las disposiciones egoístas del burgués inglés, que ha hecho del egoísmo su pasión dominante, y ha concentrado todo su poder afectivo únicamente sobre la codicia; en cambio, sus pasiones son tan fuertes y poderosas como las de los extranjeros. La nacionalidad inglesa ha sido borrada en el obrero. Si, como hemos visto, el obrero ya no puede sacar provecho de sus cualidades humanas sino oponiéndose al conjunto de sus condiciones de vida, es natural que sea precisamente en esa oposición que los obreros se muestren más benevolentes, más nobles, más humanos. Veremos que todas las fuerzas, todas las actividades de los obreros se orientan hacia ese único fin y que incluso los esfuerzos que hacen por adquirir además una formación humana se hallan todos en relación directa con el mismo. Desde luego, tendremos que relatar ciertos casos de violencias individuales e incluso de brutalidad, pero no hay que perder de vista que Inglaterra está en guerra social abierta, y que si la burguesía tiene interés en dirigir esa guerra hipócritamente, bajo las apariencias de la paz y hasta de la filantropía, no puede sino favorecer al obrero el poner al desnudo sus verdaderas condiciones de vida, el atacar violentamente esa hipocresía. Por consecuencia, los actos de hostilidad más violentos cometidos por los obreros contra la burguesía y sus criados no son más que la expresión abierta, y no disfrazada, de lo que la burguesía aplica oculta y pérfidamente a los obreros.

La rebelión de los obreros contra la burguesía comenzó poco después de los comienzos del desarrollo de la industria y a través de varias fases. Éste no es el lugar de exponer en detalle la importancia histórica de esas diversas fases para la evolución del pueblo inglés; trataré esas cuestiones en un estudio ulterior y me limitaré, mientras tanto, a los simples hechos, en la medida en que puedan servir para caracterizar la situación del proletariado inglés.

La primera forma, la más brutal y la más estéril, que revistió esa rebelión fue el crimen. El obrero vivía en la miseria y la indigencia y veía que otros tenían mejor suerte. Su razón no llegaba a comprender por qué precisamente él debía sufrir en esas condiciones, mientras que hacía mucho más por la sociedad que el rico ocioso. La necesidad venció además el respeto innato hacia la propiedad. Se puso a robar. Hemos visto que el número de delitos se incrementó con la expansión de la industria y que el número anual de arrestos se halla en relación con el de las balas de algodón vendidas en el mercado.

Pero pronto los obreros se convencieron de la inutilidad de ese método. Por sus robos, los delincuentes no podían protestar contra la sociedad sino aisladamente, individualmente; todo el poderío de la sociedad caía sobre cada individuo y lo aplastaba con su enorme superioridad. Además, el robo era la forma menos desarrollada, menos consciente de la protesta, y por esa simple razón jamás fue la expresión general del sentir de los obreros, aunque ellos hayan podido aprobarla tácitamente. La clase obrera no comenzó a oponerse a la burguesía sino cuando resistió violentamente la introducción de las máquinas, como fue el caso muy al principio del movimiento industrial. Los primeros inventores, Arkwright, etc., fueron primeramente perseguidos de esa manera y sus máquinas destrozadas; más tarde tuvieron lugar numerosas rebeliones contra las máquinas, y éstas se desarrollaron casi exactamente como los motines de los impresores de Bohemia en junio de 1844; las fábricas fueron demolidas junto con las máquinas.

También esta forma de oposición no era sino aislada, y no apuntaba más que a un solo aspecto del régimen actual. Una vez logrado el fin inmediato, el poderío de la sociedad se descargaba con toda su violencia sobre los delincuentes sin defensa y los castigaba a su antojo, mientras que a pesar de todo se introducían las máquinas. Era necesario hallar una nueva forma de oposición.

Fue en este punto cuando una ley aprobada por el antiguo y oligárquico parlamento tory, antes de su reforma, resultó de gran ayuda. Esa ley jamás hubiera sido aprobada por la Cámara de los Comunes cuando, más tarde, la oposición entre la burguesía y el proletariado fue legalmente sancionada por la ley de reforma, convirtiéndose de ese modo la burguesía en la clase dominante. Dicha ley, votada en 1824, anuló todas las legislaciones mediante las cuales se prohibía hasta entonces a los obreros asociarse para la defensa de sus intereses. Obtuvieron así un derecho que hasta entonces sólo pertenecía a la aristocracia y a la burguesía: el derecho de libre asociación. Desde luego, entre ellos siempre habían existido asociaciones secretas, pero nunca lograron grandes resultados. En Escocia, entre otros casos, hubo desde 1812 una suspensión general del trabajo organizada por una asociación secreta. Otra tuvo lugar en 1822, y en esa ocasión, a dos obreros que habían rehusado formar parte de la asociación y por consecuencia habían sido declarados traidores, se les arrojó vitriolo a la cara y perdieron así la vista. Del mismo modo, en 1818, la asociación de los mineros de Escocia fue lo bastante poderosa como para imponer una suspensión general del trabajo. Esas asociaciones hacían prestar a sus miembros un juramento de fidelidad y de obrar en secreto, tenían al día listas, fondos, una contabilidad, y ramificaciones locales. Pero la clandestinidad con que rodeaban sus actos, paralizaban su desarrollo. En cambio, cuando en 1824 los obreros obtuvieron el derecho de libre asociación, esas uniones se extendieron rápidamente por toda Inglaterra y se hicieron poderosas. En todas las ramas industriales se constituyeron asociaciones parecidas (trade-unions) con la intención manifiesta de proteger al obrero aislado contra la tiranía y la incuria de la burguesía. Sus fines eran los de fijar el salario, y negociar en "masa", como fuerza, con los patronos, regular el salario en función del beneficio del patrono, obtener aumento cuando el momento era propicio, y mantenerlo al mismo nivel en todas partes para cada tipo de oficio. Dichas uniones obreras negociaran con los capitalistas la creación de una escala de salarios que sería observada en todas partes, y rehusaban trabajar para un patrono que no la aceptara. Además, su propósito era el de mantener siempre activa la demanda de obreros, limitando la contratación de aprendices, lo que impedía que se redujeran los salarios; luchar lo más posible contra las solapadas reducciones de salarios que intentaban los industriales mediante la introducción de nuevas máquinas, herramientas, etc.; y por último, ayudar a los obreros sin trabajo mediante asignaciones en efectivo. La ayuda se efectúa ya sea directamente con los fondos de la asociación, o por medio de una carta donde figuran las señas de identidad necesarias, y con ella el obrero va de una localidad a otra, es asistido por sus compañeros de trabajo y se le informa sobre la mejor manera de obtener trabajo. Esa peregrinación, los obreros la llaman the tramp y el que la hace se llama por tanto un tramper (vagabundo). Para alcanzar esos objetivos, la unión elige un presidente y un secretario, a quienes paga un sueldo —pues no cabe que esperar que ningún industrial quiera contratar a tales personas—, así como a un comité que percibe las cuotas semanales y vela por la utilización de los fondos para los fines de la asociación. Cuando era posible y provechoso, los compañeros de oficio de diferentes distritos se unían en federación y organizaban en fechas fijas reuniones de delegados. En ciertos casos se ha intentado unir a los asociados de toda una rama laboral a escala nacional en una sola gran asociación, y en muchas ocasiones —la primera vez en 1830— fundar una asociación general de obreros de todo el reino, que incluiría una organización particular para cada oficio. Sin embargo, esas asociaciones nunca subsistieron por mucho tiempo y sólo raramente llegaron a constituirse, porque solamente una agitación general excepcional es capaz de hacer posible y eficaz tal asociación.

Los medios que esas asociaciones han acostumbrado emplear para alcanzar sus fines, son los siguientes. Si uno de los patronos (o varios de ellos) rehúsa pagar el salario señalado por la asociación, se le envía una delegación o se le remite una petición (se ve que los obreros saben reconocer el poder absoluto del dueño de fábrica en su pequeño estado); si ello no fuere suficiente, la asociación ordena la paralización del trabajo y todos los obreros regresan a sus casas. Esta suspensión de trabajo (turn-out o strike) es parcial cuando es uno solo o varios patronos los que rehusan pagar el salario propuesto por la asociación, y es general cuando se trata de todos los patronos de la rama interesada. Ésos son los medios legales empleados por la asociación en el caso en que la suspensión de trabajo se produce luego de aviso previo, lo que no ocurre siempre. Pero dichos medios legales son precisamente muy débiles mientras haya obreros que no formen parte de la asociación, o que se dejen separar de ella por ventajas efímeras ofrecidas por el burgués. En particular, cuando se trata de suspensiones parciales de trabajo, el industrial puede reclutar suficientes hombres entre esas ovejas negras (a quienes se llama knobsticks) y hace fracasar así los esfuerzos de los obreros miembros de la asociación. Habitualmente, los knobsticks son entonces objeto de amenazas, de injurias, de golpes u otros malos tratos de parte de los miembros de la asociación, en una palabra, de medidas de intimidación de todo género; ellos presentan querella contra la asociación, y como la burguesía, tan prendada de la legalidad, dispone todavía del poder, el resultado es que la fuerza de la asociación es rota casi siempre por el primer acto que infringe la ley, por la primera demanda judicial presentada contra sus miembros.

La historia de esas asociaciones es una larga serie de derrotas obreras, interrumpida por algunas raras victorias. Es normal que todos esos esfuerzos no puedan cambiar las leyes de la economía, que el salario se rija por la relación entre la oferta y la demanda en el mercado del trabajo. Por eso dichas asociaciones nada pueden contra las grandes causas que obran sobre esas relaciones. En caso de crisis económica, la asociación se ve obligada a reducir ella misma el salario, o disolverse completamente; y en el caso de una alza importante de la demanda de fuerza de trabajo, no puede fijar el salario a un nivel más elevado que el que determinaría por sí misma la competencia entre capitalistas. Sin embargo, en lo que concierne a las causas de menor importancia, y cuyo efecto no es generalizado, ellas pueden hacer mucho. Si el industrial no se enfrentara a una oposición concentrada, masiva, de parte de sus obreros, poco a poco disminuiría cada vez más los salarios para acrecentar su ganancia; la lucha que él tiene que sostener con sus competidores, los demás industriales, lo obligaría a ello y el salario caería pronto a su nivel mínimo. Pero la competencia de los industriales entre sí es, en las condiciones normales medias, frenada por la oposición de los obreros.

Todo industrial sabe bien que una reducción de salario no justificada por las circunstancias a las cuales se hallan sujetos igualmente sus competidores tendría por consecuencia una huelga que le causaría un perjuicio seguro, porque durante dicha huelga su capital estaría inactivo, y sus máquinas se oxidarían. Mientras en tal caso no está seguro en absoluto de poder imponer una reducción de salarios, en cambio sí está seguro —si logra imponerla— de que sus competidores lo imitarán y bajarán los precios del producto fabricado, lo que le arrebataría todo el beneficio de la operación. Además, luego de una crisis, las asociaciones imponen frecuentemente de hecho un aumento de salarios, más rápidamente del que tendría lugar sin su intervención; porque el industrial tiene interés en no aumentar los salarios antes de que la competencia de otros industriales lo obligue a ello, mientras que ahora son los propios obreros quienes exigen un salario más elevado cuando el mercado mejora y, en esas condiciones, pueden obligar al industrial a conceder dicho aumento mediante la suspensión del trabajo en momentos en que existe escasez de mano de obra. Pero, como hemos dicho, contra causas más importantes que modifican el mercado del trabajo, la acción de las asociaciones es nula. En ese caso, el hambre empuja poco a poco a los obreros a volver al trabajo en cualquier condición; y, desde que algunos así lo hacen, la asociación pierde su fuerza, porque los knobsticks, más las existencias de mercancías que no se han vendido, permiten a la burguesía conjurar las consecuencias más graves del trastorno causado por la huelga. Los fondos de la asociación pronto se agotan debido al gran número de aquellos que hay que auxiliar; a la larga, los comerciantes rehusan el crédito que concedían a intereses elevados, y la necesidad fuerza a los obreros a someterse de nuevo al yugo de la burguesía. Pero, como los industriales deben evitar en su propio interés —que, es cierto, sólo se ha convertido en su interés por el hecho de la oposición de los obreros— toda reducción de salarios que no sea indispensable, mientras que los obreros reciben toda baja de salarios provocada por las condiciones económicas como una agravación de su situación que es necesario mitigar en la medida de lo posible, la mayoría de las turn-outs terminan en desventaja de los obreros.

Entonces cabe preguntar, ¿por qué los obreros van a la huelga si es evidente la ineficacia de la medida? Pues, sencillamente, porque deben protestar contra la reducción de salarios e incluso contra la necesidad de la reducción, porque deben explicar que ellos, como hombres, no tienen que plegarse a las circunstancias, sino que muy al contrario, las circunstancias deben plegarse a ellos, que son seres humanos; porque su silencio equivaldría a una aceptación de esas condiciones de vida, una aceptación del derecho de la burguesía a explotarlos durante los períodos económicos favorables, y a dejarlos morir de hambre en los períodos malos. En este caso los obreros tienen que protestar mientras no hayan perdido todo sentimiento humano, y si protestan de esa manera y no de otra, es porque son ingleses, es decir, personas prácticas que apoyan su protesta por un acto, y no hacen como los teóricos alemanes que se van tranquilamente a dormir una vez que su protesta es debidamente registrada y depositada ad acta, para dormir ella también el mismo sueño tranquilo de los que protestan. En cambio, la protesta concreta del inglés hace su efecto, mantiene la codicia de la burguesía dentro de ciertos límites y mantiene constantemente despierta la oposición de los obreros contra la omnipotencia social y política de la clase poseedora, mientras tienen que admitir, es cierto, que las asociaciones obreras y los turn-outs no son suficientes para romper la dominación de la burguesía. Pero lo que da a esas asociaciones y a las huelgas que ellas organizan su verdadera importancia es que son el primer intento de los obreros para abolir la competencia. Ellas suponen muy correcta la idea de que la dominación de la burguesía no está fundada sino sobre la competencia de los obreros entre sí, o sea, sobre la división infinita del proletariado, sobre la posibilidad de oponer entre ellas las diversas categorías de obreros. Y es precisamente porque ellas acusan —aunque de manera unilateral y bastante limitada— a la competencia, ese nervio vital del orden social actual, que constituyen tal peligro para dicho orden social. El obrero no podría hallar mejor punto débil donde golpear a la burguesía, y con ella al conjunto del régimen social existente. Si se suprimiera la competencia entre los obreros, y todos los obreros estuvieran resueltos a no dejarse explotar más por la burguesía, terminaría el reinado de la propiedad. Es evidente que el salario no está en función de la relación entre la oferta y la demanda sino porque, hasta el presente, los obreros se han dejado tratar como una cosa que se compra y se vende. Cuando los obreros decidan no dejarse comprar ni vender; y se afirmen como seres humanos para determinar lo que constituye realmente el valor del trabajo, cuando además de su fuerza de trabajo tengan también voluntad, en ese momento toda la economía política actual se derrumbará.

A la larga, desde luego, las leyes que rigen el salario se impondrían de nuevo si los obreros se limitaran a la abolición de la competencia entre ellos; pero es que deben ir más allá, a menos que estén dispuestos a retroceder y permitir que la competencia entre ellos reaparezca. Así, una vez llegados a ese punto, la necesidad los obliga a no abolir solamente una parte de la competencia, sino la competencia en general, y eso es lo que harán. Desde ahora los obreros ven cada día más claramente de qué les sirve la competencia; ellos comprenden mejor que los burgueses que incluso la competencia de los poseedores entre sí, al provocar las crisis económicas, pesa onerosamente sobre el obrero y que hay que abolir esa competencia también. Y pronto verán claramente cómo deben componérselas.

No es necesario subrayar que esas asociaciones contribuyen en gran parte a cebar el odio y la exasperación de los obreros contra la clase poseedora. En estos tiempos febriles, dichas asociaciones son la causa —sabiéndolo o no sus dirigentes— de las acciones individuales que no pueden explicarse sino por un odio exacerbado hasta la desesperación, una pasión salvaje que rompe todas las barreras. De ahí los casos citados anteriormente de cegar con vitriolo y una serie de hechos como los siguientes. En 1831, en el momento de una violenta agitación obrera, el joven Ashton, industrial de Hyde, cerca de Manchester, fue abatido de un balazo cuando atravesaba un campo, y no se pudo hallar al autor. Fue sin duda alguna un acto de venganza por parte de los obreros. Se observan intentos muy frecuentes de dar fuego a las fábricas o de hacerlas estallar. El miércoles 29 de septiembre de 1843 dos desconocidos trataron de dinamitar el taller de un fabricante de sierras de apellido Padgin, de Howard Street, en Sheffield. Para ello utilizaron un tubo de hierro lleno de pólvora y cerrado en ambos extremos. Los daños fueron considerables. El día siguiente, 30 de septiembre, un intento parecido tuvo lugar en la fábrica de cuchillos y de limas de Ibbetson, en Shales Moor, cerca de Sheffield. Mr. Ibbetson había provocado el odio de los obreros por su participación activa en los movimientos burgueses, por su política de bajos salarios, la contratación exclusiva de knobsticks y la explotación en provecho propio de la ley de pobres. (En 1842, en efecto, obligó a los obreros a aceptar un salario muy bajo denunciando especialmente a la asistencia pública a aquellos que rehusaban, como personas que podían trabajar pero se negaban a ello y por tanto no merecían ayuda.). La explosión causó algunos daños, y todos los obreros que comprobaron el resultado de la misma se lamentaban solamente que "no hubiera volado todo el taller".

El miércoles 6 de octubre de 1843 un intento de incendio en la fábrica de Ainsworth y Grompton, en Bolton, no causó ningún daño; era el tercer o cuarto intento en la misma fábrica en un lapso muy corto. En una sesión del consejero municipal de Sheffield, el miércoles 10 de enero de 1844, el comisionado de policía presentó un instrumento explosivo de hierro, de fabricación especial, cargado con cuatro libras de pólvora y provisto de una mecha que había comenzado a arder pero se apagó, y que había sido hallado en la fábrica de Mr. Kitchen, Earl St., en Sheffield. El domingo 20 de enero de 1844 se produjo una explosión en la fábrica de sierras de Bentley y White, en Bury (Lancashire), provocada por dos paquetes de pólvora que se habían colocado allí y causaron daños importantes. El jueves primero de febrero de 1844, los Soho Wheel Works, de Sheffield fueron incendiados y resultaron pasto de las llamas. He ahí, pues, seis casos de ese género en cuatro meses cuya causa profunda no es más que la exasperación de los obreros contra los patronos. No tengo necesidad de decir cuál debe ser la situación social sólo para que tales cosas sean posibles. Esos hechos son pruebas suficientes de que en Inglaterra, incluso durante los períodos de prosperidad económica, como a finales de 1843, la guerra social es declarada y abierta, ¡y a pesar de todo, la burguesía inglesa no quiere reflexionar sobre lo que todo eso significa! Pero el caso más ruidoso es el de los Thugs de Glasgow, cuyo juicio se celebró en la audiencia de esa ciudad del 3 al 11 de enero de 1838. El proceso puso en evidencia que la asociación de hiladores de algodón, que existía en dicha ciudad desde 1836, poseía una fuerza y una organización excepcionales. Sus miembros, mediante juramento, estaban obligados a aceptar las decisiones de la mayoría, y durante cada huelga existía un comité secreto, desconocido de la mayor parte de los miembros, que disponía de fondos libremente. El comité ponía precio a la cabeza de ciertos knobsticks (rompehuelgas), de ciertos industriales detestados, y fijaba las recompensas por los incendios de fábricas. Así fue incendiada una fábrica en la que mujeres rompehuelgas aseguraban el hilado en lugar de los hombres; una tal Mrs. Mac Pherson, madre de una de esas muchachas, fue asesinada y se hizo pasar a los dos asesinos a Estados Unidos por cuenta de la asociación. Ya en 1820, un desconocido había disparado contra un knobstick de apellido Mac Quarry hiriéndolo, lo que le valió una recompensa de 15 libras esterlinas de parte de la asociación. Más tarde, alguien disparó contra un tal Graham; el autor percibió 20 libras, pero fue descubierto y deportado de por vida; por último, en 1837, en ocasión de una huelga en las fábricas de Oakbank y de Mile End, ocurrieron disturbios en el curso de los cuales una docena de knobsticks fueron severamente apaleados; en julio del mismo año continuaban los disturbios y un knobstick, de apellido Smith, fue tan maltratado que murió. Entonces el comité fue arrestado; se abrió una investigación y como consecuencia de la misma, el presidente, así como los principales miembros, fueron declarados culpables del delito de participación en asociaciones ilícitas; de maltrato de obra contra knobsticks y de actos incendiarios en la fábrica de James y Francis Wood; fueron condenados a siete años de destierro. ¿Qué dicen nuestros buenos alemanes de toda esta historia?

La clase poseedora, y especialmente el sector industrial de esa clase en contacto directo con los obreros, lucha con extrema violencia contra las asociaciones y trata constantemente de demostrar a los obreros su inutilidad con la ayuda de argumentos que, desde el punto de vista económico son enteramente correctos, pero por eso mismo son en parte falsos, y no tienen absolutamente ningún efecto sobre una mentalidad obrera. El ardor mismo que despliega la burguesía demuestra que ella es parte interesada en este asunto; y, sin hablar del perjuicio directo que causa una huelga, las cosas resultan de tal suerte que lo que entra en los bolsillos del industrial sale necesariamente de los del obrero. Y aun cuando los obreros saben sobradamente que sus asociaciones no pueden hacer mucho para frustrar a los patronos en su deseo y pasión de reducir los salarios, ellos sin embargo las mantienen porque de ese modo tienen en jaque a sus adversarios, los industriales. En la guerra, lo que pone obstáculos a un bando, beneficia al otro, y como los obreros están en pie de guerra frente a sus patronos, todo ocurre exactamente como cuando grandes potentados luchan entre sí. Aventajando con mucho a todos los burgueses, tenemos a nuestro amigo el Dr. Ure, quien es el adversario más encarnizado de todas las asociaciones obreras: Los "tribunales secretos" de los hiladores de algodón, la más poderosa de las secciones obreras, lo hacen rabiar de ira; esos tribunales que se jactan de poder paralizar a todo industrial indócil y de "arruinar así al hombre que durante años les ha asegurado la existencia". Habla de una época en que la cabeza inventiva y el corazón animador de la industria han sido los esclavos de miembros inferiores demasiado turbulentos —¡que lástima que los trabajadores ingleses no se dejen apaciguar tan fácilmente por tus fábulas como los plebeyos romanos, oh, nuevo Menenius Agrippa!— y cuenta por último esta flamante historia: los hiladores de hilo grueso en la mule habían abusado de su fuerza hasta un punto intolerable. Los salarios elevados, en vez de inclinarlos al reconocimiento hacia el industrial, y una formación intelectual (en las ciencias inofensivas, o incluso beneficiosas para la burguesía, desde luego), se habían envanecido en muchos casos y suministraron fondos para mantener el espíritu de rebelión durante las huelgas de que los indústriales habían sido víctimas de manera enteramente arbitraria una tras otra. Durante uno de esos desdichados períodos de dificultades, los industriales de la región de Hyde, Dukinfield y las localidades vecinas que temían verse expulsados del mercado por los franceses, los belgas y los norteamericanos, se dirigieron a la fábrica de máquinas de Sharp, Roberts & Co., pidiéndoles que orientaran el talento inventivo de Mr. Sharp hacia la construcción de un telar automático "a fin de salvar esta industria de la esclavitud que la emponzoñaba y de la ruina que la amenazaba":

En pocos meses se construyó una máquina, dotada al parecer del cerebro, de los sentimientos y del tacto de un obrero experimentado. Así es cómo el hombre de hierro, según la llaman los obreros, brotó de las manos del moderno Prometeo por orden de Minerva, criatura destinada a restablecer el orden en las clases industriales y asegurar a los ingleses la supremacía en el terreno industrial. La noticia de esta nueva obra de Hércules, extendió el terror en las asociaciones obreras, e incluso antes; por decirlo así, de haber abandonado su cuna, ella estranguló la Hidra de la Anarquía.

Así es como Ure demuestra, además, que la invención de la máquina que permite la impresión en cuatro o cinco colores a la vez, fue una consecuencia de los desórdenes que estallaron entre los estampadores de telas, y que los actos de insubordinación de los tejedores en las fábricas de tejido mecánico tuvieran por consecuencia la aparición de una nueva máquina de tejer más perfeccionada, y cita también otros. El mismo Ure se atormenta, un poco antes, en decenas y decenas de páginas, ¡para demostrar que el maquinismo es ventajoso para el obrero! Ure no es por otra parte el único; en el informe sobre las fábricas, el industrial Mr. Ashworth y muchos más, no dejan escapar la ocasión de dar rienda suelta a su cólera contra las asociaciones obreras. Esos sabios burgueses obran exactamente como ciertos gobiernos y ven en la base de esos movimientos, que ellos no comprenden, la influencia de agitadores malintencionados, gente mala, demagogos, vocingleros y jovenzuelos. Ellos afirman que los agentes nombrados por esas asociaciones tienen interés en la agitación, porque viven de ella. ¡Cómo si la burguesía no hiciera necesarios esos nombramientos, puesto que no quiere emplear a esas personas!

La frecuencia inaudita de las paralizaciones del trabajo es la mejor prueba de la extensión alcanzada por la guerra social en Inglaterra. No pasa una semana, ni casi un día, sin que se declare una huelga en alguna parte, ora contra una reducción de salarios, ora a propósito de una negativa de aumento; ora porque se ha empleado a knobsticks; o bien porque el patrón ha rehusado poner fin a abusos o a mejorar las instalaciones defectuosas, ora porque se han introducido nuevas máquinas, o por muchos otros motivos. Es cierto que esas huelgas no son más que escaramuzas de avanzadas, a veces también combates más importantes; no arreglan nada definitivamente, pero son la prueba más segura de que se aproxima la batalla decisiva entre proletariado y burguesía. Son la escuela de guerra de los obreros, donde se preparan para el gran combate en lo sucesivo ineluctable; son los pronunciamientos de diferentes ramas del trabajo, consagrando su adhesión al gran movimiento obrero. Y si se comparan de un año a otro los números del Northern Star, el único periódico que informa sobre todos los movimientos del proletariado, se comprobará que todos los obreros de la ciudad y de la industria rural se han agrupado en asociaciones y han protestado una u otra vez contra la dominación de la burguesía por una paralización general del trabajo. Y, como escuelas de guerra, son de una eficacia sin igual. En ellas se desarrolla la valentía propia del inglés. Se dice en el continente que los ingleses, y sobre todo los obreros, son apocados, que son incapaces de hacer una revolución, porque no arman motines todos los días como los franceses, porque soportan con tanta tranquilidad aparente el régimen burgués. Eso es absolutamente falso. Los obreros ingleses no le ceden en coraje a ninguna nación; ellos son tan poco apacibles como los franceses, pero combaten de otra manera. Los franceses, que son esencialmente políticos, combaten los males sociales también sobre el terreno político; los ingleses, para quienes la política sólo existe con miras a los intereses burgueses, a la sociedad burguesa, en lugar de luchar contra el gobierno luchan directamente contra la burguesía; y esa lucha por el momento, no puede ser eficaz sino por medios pacíficos. El marasmo económico y la miseria que lo siguió tuvieron por efecto en Lyon, en 1834, la insurrección por la República, en 1842 en Manchester el turnout general por la Carta del Pueblo y los altos salarios. Pero no hay ni que deir que para un turnout es menester, además de coraje y a veces un coraje mucho más grande, mucho más elevado, un espíritu de decisión mucho más osado, mucho más firme que para un motín. No es realmente poca cosa para un obrero, que sabe por experiencia lo que es la miseria, el ir al encuentro de la misma con su mujer y sus hijos, sufrir hambre y necesidades durante meses, y sin embargo permanecer firme e inquebrantable. ¿Qué es la muerte, qué son las prisiones que esperan al revolucionario francés, comparadas con la hambruna lenta, comparadas con el espectáculo cotidiano de una familia hambreada, con la certidumbre de que la burguesía se vengará un día, que el obrero inglés escoge sin embargo antes que someterse al yugo de la clase poseedora?  Más adelante daremos un ejemplo de ese coraje obstinado, inflexible, del obrero inglés, que no cede ante la fuerza sino cuando toda resistencia resulta inútil e insensata. Y es precisamente en esa tranquila paciencia, en esa larga firmeza que debe vencer cien pruebas cada día, donde el obrero inglés muestra el aspecto de su carácter que inspira el mayor respeto. Seres que sufren tanto a fin de hacer plegar a un solo burgués serán capaces también de romper la fuerza de la burguesía en su conjunto. Pero aparte de este caso, el obrero inglés ha dado pruebas de su coraje más de una vez. Si el turnout de 1842 no tuvo otros resultados es porque, de una parte, los obreros habían sido empujados por los burgueses y, de otra parte, no veían claramente el objetivo y todos no estaban de acuerdo al respecto. Por el contrario, con frecuencia han dado pruebas de su coraje cuando se ha tratado de fines sociales claramente definidos. Sin hablar de la insurrección galesa de 1839, una verdadera batalla campal estalló en Manchester, en mayo de 1843, durante mi estancia en esa ciudad. Una fábrica de tejas (Pauling & Henfrey) había, en efecto, agrandado las dimensiones de las tejas sin aumentar los salarios y evidentemente vendían esas tejas más grandes a mayor precio. Los obreros, a quienes se había negado un aumento, abandonaron la fábrica y la asociación de obreros tejeros puso a dicha firma en la lista negra: Con gran trabajo, la firma logró sin embargo encontrar obreros en los alrededores, recurriendo a los knobsticks contra los cuales la asociación comenzó por emplear la intimidación. La fábrica apostó doce hombres para vigilar los terrenos, todos antiguos soldados o policías, y los armó con fusiles. Pero cuando la intimidación resultó ineficaz, una banda de obreros tejeros asaltó los terrenos una noche, a las diez, avanzando en formación de combate, las primeras filas armados con fusiles, mientras que a 400 pasos había un cuartel de infantería. Los obreros penetraron en el patio, y desde que divisaron a los guardianes hicieron fuego en su dirección, pisotearon las tejas húmedas que estaban colocadas en el piso, desbarataron los montones de tejas ya secas, demolieron todo lo que se hallaba a su paso y penetraron en el edificio donde rompieron los muebles y maltrataron a la mujer del capataz que vivía allí. Mientras tanto los guardianes se habían apostado detrás de un cercado desde donde podían tirar con precisión y sin ser molestados; los asaltantes se hallaban delante de un horno de tejas encendido que proyectaba sobre ellos un vivo resplandor, de modo que cada bala de sus adversarios hacía estragos, mientras que cada disparo de ellos no alcanzaba su objetivo. Sin embargo, el escopeteo duró más de media hora hasta que se agotaron las municiones y hasta que se alcanzara el objetivo de la visita, o sea la destrucción de todo lo que se podía destruir en el patio. Luego llegó la tropa y los obreros tejeros se retiraron en dirección de Eccles (a 3 millas de Manchester). Un poco antes de Eccles se pasó lista: cada hombre fue llamado por el número que tenía en su sección, después todos se dispersaron para caer naturalmente con toda seguridad en manos de la policía que acudió de todas partes. El número de heridos debió de ser muy importante, pero únicamente se conocieron los que fueron arrestados. Uno de ellos había recibido tres balazos, uno en el muslo, otro en la pantorrilla y otro en el hombro, y se había arrastrado así más de cuatro millas. Creo que hay muchas personas que han demostrado que también tienen coraje revolucionario y no temen a una lluvia de balas; pero cuando masas desarmadas, que no saben exactamente lo que quieren, son tenidas a raya en plazas de mercado rodeadas por algunos dragones y policías que ocupan las salidas, como fue el caso en 1842, no se trata de una falta de valentía: la muchedumbre no se hubiera movido más si los servidores de la fuerza pública, es decir, de la burguesía, no hubieran estado allí. Cuando el pueblo tiene algún objetivo preciso, muestra suficiente valor; por ejemplo, cuando el ataque a la fábrica de Birley, que tuvo que ser protegida ulteriormente por refuerzos de artillería.

A propósito, unas palabras en cuanto al respeto sacrosanto que se tiene a la ley en Inglaterra. Desde luego, para el burgués la ley es sagrada, ya que es obra suya aprobada con su consentimiento, para su protección y ventaja. Él sabe que aun cuando tal o cual ley lo perjudique en particular, el conjunto de la legislación protege sus intereses, y que, ante todo, el carácter sagrado de la ley, el carácter intocable del orden social consagrado por la expresión activa de la voluntad de una fracción de la sociedad y la pasividad del otro sector, representa el apoyo más poderoso de su posición social. Como el burgués inglés se conduce ante la ley como si se hallara ante su dios, él la considera sagrada; y por eso la cachiporra del policía —que en realidad es su propia cachiporra— es para él un calmante de efecto maravilloso. Pero en modo alguno para el obrero. El obrero sabe demasiado bien y con mucha frecuencia ha sabido por experiencia que la ley es para él un látigo confeccionado a propósito por la burguesía, y cuando no es obligado, no respeta la ley. Es ridículo afirmar que el obrero inglés teme a la policía cuando en Manchester la policía sufre cada semana buenos ataques, e incluso el año pasado se intentó tomar por asalto un comisariado protegido por puertas de acero y pesadas contraventanas. La fuerza de la policía en la huelga de 1842 residió únicamente, como hemos dicho, en la irresolución de los propios obreros.

Dado que los obreros no respetan la ley, se conforman por el contrario con dejar que ejerza su fuerza cuando ellos mismos no tienen el poder de cambiarla; es enteramente natural que propongan al menos modificaciones a la ley, que quieran reemplazar la ley burguesa por una ley proletaria. La ley propuesta por el proletariado es la Carta del Pueblo (People's Charter) que en su forma es puramente política y exige para la Cámara de las Comunes una base democrática. El cartismo es la forma condensada de la oposición a la burguesía. En los sindicatos y turnouts, esta oposición siempre permanecía aislada, eran los obreros individuales o secciones de obreros quienes luchaban contra burgueses individuales; si el combate se hacía general, esa era la intención de muy pocos obreros y, cuando había intención, el cartismo era lo que se hallaba en la base de esa generalización. Pero en el cartismo es toda la clase obrera la que se levanta contra la burguesía —particularmente contra su poder político— y la que asalta la muralla legal de la cual se ha rodeado. El cartismo nació del partido democrático que se desarrolló de los años 80 a 90 del siglo pasado, a la vez con y dentro del proletariado, se reforzó, durante la revolución francesa, y se manifestó desde la paz como partido radical, teniendo por entonces su feudo principal en Birmingham y Manchester, como lo tuvo antes en Londres. Al aliarse con la burguesía liberal, logró arrancar a la oligarquía del antiguo Parlamento la ley de Reforma, y desde entonces ha consolidado constantemente sus posiciones de partido obrero frente a la burguesía. En 1838 un comité de la Asociación de Trabajadores de Londres (Working Men's Association), que dirigía William Lovett, definió la Carta del Pueblo cuyos "seis puntos" son los siguientes: 1. Sufragio universal para todo varón adulto mentalmente sano y sin antecedentes penales; 2. Renovación anual del Parlamento; 3. Fijación de una indemnización parlamentaria a fin de que los candidatos sin recursos puedan igualmente aceptar un mandato; 4. Elecciones por escrutinio, a fin de evitar la corrupción y la intimidación por parte de la burguesía; 5. Circunscripciones electorales iguales para asegurar representación equitativa; y 6. Abolición de la disposición —por otra parte ilusoria— que reserva la elegibilidad exclusivamente para los poseedores de propiedad territorial valorada en 300 libras por lo menos, de modo que en lo sucesivo todo elector sea elegible. Estos seis puntos que se limitan a la organización de la Cámara de los Comunes, por anodinos que puedan parecer, están sin embargo destinados a hacer añicos la Constitución inglesa incluyendo a la reina y a la Cámara Alta. Lo que se llama el lado monárquico y aristocrático de la Constitución sólo puede subsistir porque la burguesía tiene interés en su mantenimiento aparente; tanto lo uno como lo otro ya no tienen más que una existencia ficticia. Pero si toda la opinión pública se alineara junto a la Cámara de los Comunes, si ésta expresara no solamente la voluntad de la burguesía, sino la de toda la nación, concentraría tan perfectamente la totalidad del poder, que desaparecería la última aureola que ciñe la cabeza del monarca y de la aristocracia. El obrero inglés no espeta ni a los lores ni a la reina, mientras que los burgueses —aunque no se les pide su opinión sobre cosas fundamentales— endiosan sus personas. El cartista inglés es políticamente republicano aunque nunca emplea, o sólo muy raramente, ese término; simpatiza por otra parte con los partidos republicanos de todos los países, pero prefiere llamarse "demócrata": Sin embargo, no es simplemente republicano; su democracia no se limita al plano político.

El cartismo fue desde sus comienzos en 1835 un movimiento esencialmente obrero, pero todavía no estaba claramente separado de la pequeña burguesía radical. El radicalismo obrero marchaba de la mano con el radicalismo burgués; la Carta era su Schibboleth común, todos las años celebraban sus "convenciones nacionales" juntos; ellos parecían constituir un partido. Por entonces la pequeña burguesía parecía dotada de una combatividad particular, ella pedía sangre debido a la decepción que había sufrido ante los resultados de la ley de Reforma, y a causa de los años de crisis económica de 1837 a 1839; por tanto la violencia de la agitación cartista estaba lejos de contrariarla. En Alemania difícilmente se hacen una idea de esta violencia. El pueblo fue invitado a armarse, también con frecuencia fue llamado abiertamente a rebelarse; se fabricaron picas como poco antes de la revolución francesa, y en 1838 el movimiento contaba entre otros con un tal Stephens, pastor metodista, quien declaró al pueblo de Manchester reunido:

Nada tenéis que temer de la fuerza del gobierno, de los soldados, de las bayonetas y de los cañones de que disponen vuestros opresores; tenéis un medio más poderoso que todo ello, un arma contra la cual las bayonetas y los cañones nada pueden; un niño de 10 años puede manejar esa arma, no tenéis más que coger unas cerillas y un puñado de paja empapada en pez, y ya quisiera ver lo que el gobierno y sus centenares de miles de soldados pueden hacer contra esta arma, si se la utiliza decididamente.
Pero es por esa misma época que apareció el carácter específico, social del cartismo obrero. El propio Stephens declaró en una reunión de 200 000 personas en el Kersal Moor, el Mons sacer de Manchester que ya hemos citado:
El cartismo, mis amigos, no es una cuestión política, en que se trata de haceros obtener el derecho al voto o algo por el estilo; no, el cartismo es una cuestión de tenedor y cuchillo, la carta significa buen alojamiento, comer y beber bien, buenos salarios y una jornada de trabajo corta.

Asimismo, desde esa época, los movimientos dirigidos contra la nueva ley de pobres y reclamando la jornada de 10 horas estaban en estrecha unión con el cartismo: Puede verse al tory Oastler participar en todos los mítines de ese período, y además de la petición nacional adoptada en Birmingham en favor de la Carta del Pueblo, fueron adoptadas centenares de peticiones en pro del mejoramiento social de la situación de los obreros. En 1839, la agitación prosiguió con la misma intensidad, y cuando comenzó a debilitarse hacia los finales del año, Bussey, Taylor y Frost se apresuraron a desencadenar al mismo tiempo un motín en el norte de Inglaterra, en la región de Yorkshire y en el país de Gales. Frost se vio forzado a actuar prematuramente, pues su causa fue delatada y fracasó; los del norte se enteraron a tiempo de esta desventura y dieron marcha atrás. Dos meses más tarde, en enero de 1840; estallaron varios motines llamados "policiacos" en Yorkshire, por ejemplo en Sheffield y Bradford; luego la agitación se calmó poco a poco. Mientras tanto, la burguesía emprendió proyectos más prácticos, más ventajosos para ella, en particular en cuanto a ley de granos; la asociación contra la ley de granos fue creada en Manchester y tuvo por consecuencia un aflojamiento de los vínculos entre la burguesía radical y el proletariado. Los obreros no tardaron en comprender que la abolición de la ley de granos no sería para ellos de gran beneficio, mientras que por el contrario favorecía mucho a la burguesía; y por eso fue imposible ganar su apoyo al respecto. Estalló la crisis de 1842. La agitación se reanudó con tanta violencia como en 1839. Pero esta vez, participó en ella la rica burguesía industrial que tenía mucho que perder en esta crisis. La Liga contra la Ley de Granos, como se llamaba ahora la asociación fundada por los industriales de Manchester, manifestó una tendencia al extremismo y la violencia. Sus periódicos y sus propagandistas empleaban un lenguaje abiertamente revolucionario, que se explicaba en parte también porque el partido conservador estaba en el poder desde 1841. Tal como lo habían hecho antes los cartistas, ellos incitaban ahora sin rodeos a la rebelión. Por lo que toca a los obreros, que serían los más perjudicados por la crisis, no permanecieron inactivos, como lo demuestra la petición nacional de ese año, con sus tres millones y medio de firmas. En suma, se aliaron de nuevo los dos partidos radicales que se habían alejado un poco. El 15 de febrero de 1842, luego de una reunión de liberales y cartistas en Manchester, se redactó una petición reclamando tanto la abolición de la ley de granos como la puesta en vigor de la carta, la cual fue adoptada por ambos partidos el día siguiente. La primavera y el verano pasaron en una agitación muy viva, en tanto que la miseria se agravaba. La burguesía estaba decidida a imponer la abrogación de las leyes de granos aprovechándose de la crisis, de la miseria que siguió y de la excitación general. Esta vez, cuando los tories estaban en el poder, ella hasta abolió a medias su propia legalidad; quería hacer la revolución, pero con los obreros. Ella quería que los obreros le sacaran las castañas del fuego y se quemaran los dedos, para el mayor provecho de la burguesía. Ya circulaba de diversos lados la idea lanzada otrora por los cartistas (en 1839) de un "mes santo", de un paro general del trabajo por todas los obreros. Pero esta vez no eran los obreros quienes querían parar el trabajo: eran los industriales quienes querían cerrar sus fábricas, enviar a los obreros a las localidades rurales, a las propiedades de la aristocracia, para obligar así al Parlamento tory y al gobierno a abrogar los derechos de aduana sobre los granos. Naturalmente, el resultado de ello sería una rebelión, pero la burguesía se quedaba segura en posición secundaria y podía esperar los resultados sin comprometerse, en caso de fracaso. Hacia fines del mes de julio, la situación económica comenzó a mejorar; ya era hora, y para no dejar escapar la ocasión, tres fábricas de Stalybridge redujeron entonces los salarios en un período de alza de la coyuntura económica  obrando por su cuenta o de acuerdo con otros industriales y principalmente con la Liga —no puedo precisar este punto.  Sin embargo, dos de las fábricas reconsideraron la medida; la tercera, la firma William Bayley & Bros., se mantuvo firme y respondió a las protestas de los obreros que, si no estaban conformes, tal vez harían mejor en irse a jugar por un tiempo. Los obreros acogieron esas palabras irónicas con vítores, abandonaron la fábrica y recorrieron la localidad invitando a todos los obreros a abandonar el trabajo. En unas cuantas horas todas las fábricas estaban paralizadas, y los obreros se dirigieron en comitiva a Mottram Moor para celebrar allí un mitin. Era el 5 de agosto. El día 8, una columna de 5 000 hombres se dirigió hacia Ashton y Hyde, allí pararon todas las fábricas y las minas y celebraron mítines, donde se trató, no de la abolición de la ley de granos, como lo esperaba la burguesía, sino "del salario cotidiano equitativo por un trabajo cotidiano equitativo". El 9 de agosto se trasladaron a Manchester, donde las autoridades, que eran todas liberales, les permitieron entrar y ellos pararon las fábricas; el 11 estaban en Stockport, y sólo aquí fue donde hallaron cierta resistencia cuando tomaron por asalto la casa de pobres, esa institución preferida de la burguesía. El mismo día, Bolton era teatro de una huelga general y de disturbios, a los cuales tampoco se opusieron las autoridades; pronto la rebelión se extendió a todos los distritos industriales y toda actividad cesó, salvo el suministro de productos agrícolas y la preparación de productos alimenticios. Sin embargo, los obreros en rebelión no cometieron excesos. Ellos habían sido  empujados a la insurrección sin quererlo realmente; los industriales, enteramente contra su costumbre, no se habían opuesto a la paralización del trabajo, excepto uno solo: el tory Birley, de Manchester; la cosa había comenzado sin que los obreros tuviesen un objetivo preciso. Por eso todos estaban ciertamente de acuerdo en no hacerse matar para provecho de sus patronos, partidarios de la abolición de la ley de granos. Pero por otra parte, unos querían imponer la Carta del Pueblo, mientras que otros, considerando prematuro este propósito, buscaban simplemente arrancar los baremos de salarios de 1840. Esta fue la causa del fracaso de toda la insurrección. Si desde el principio hubiera sido una insurrección obrera consciente, intencional, hubiera realmente triunfado; pero esas muchedumbres lanzadas a la calle por sus patronos, sin haberlo deseado, sin objetivo preciso, no podían hacer nada. Mientras tanto, la burguesía, que no había movido un dedo para poner en vigor la alianza del 15 de febrero, pronto comprendió que los obreros se negaban a convertirse en su instrumento, y que la inconsecuencia con la cual se había apartado de su punto de vista "legal" la ponía ahora a ella misma en peligro. Por tanto volvió a la legalidad de antaño y se puso junto al gobierno contra los obreros que ella misma había incitado a la rebelión y empujado después a insurreccionarse. Los burgueses y sus fieles servidores prestaron juramento en calidad de agentes de policía especiales. Hasta los negociantes alemanes de Manchester tomaron parte en esa mascarada y desfilaron sin ton ni son por la ciudad, garrote en mano y fumando tabaco. La burguesía hizo disparar contra el pueblo en Preston, y así es cómo esa rebelión popular, sin objetivos, chocó de golpe, no solamente con las fuerzas militares del gobierno, sino además con toda la clase poseedora. Los obreros, que por otra parte no tenían ningún fin, se separaron y la insurrección se extinguió poco a poco sin consecuencias graves. Por tanto, la burguesía continuó cometiendo infamia sobre infamia, buscó excusarse aparentando, respeto de la violenta intervención popular, un horror que no concordaba con el lenguaje revolucionario que había empleado en la primavera; lanzó la responsabilidad de la insurrección sobre los "instigadores" cartistas, etc., mientras que había hecho mucho más que ellos para promoverla, y adoptó su antiguo punto de vista, el respeto sacrosanto de la legalidad, con un descaro sin igual. Los cartistas, que apenas habían participado en la rebelión, y no habían hecho sino lo que la burguesía había querido, fueron juzgados y condenados, en tanto que la burguesía salió del apuro sin daño, vendiendo ventajosamente sus acciones durante la huelga.

Se consumó la separación total entre la burguesía y el proletariado, y ése fue el fruto de la rebelión. Hasta ese momento, los cartistas no habían ocultado su intención de hacer pasar su carta por todos los medios, incluyendo la revolución. La burguesía, que ahora comprendía súbitamente qué peligro encerraba toda subversión violenta para su situación no quería oír hablar más de "fuerza física" y pretendía alcanzar sus designios únicamente con la "fuerza moral", como si ésta fuese otra cosa que una amenaza directa o indirecta de recurrir a la fuerza física. Esa fue la primera cuestión en litigio, separada sin embargo en cuanto al fondo por la afirmación ulterior de los cartistas —que son igualmente tan dignos de fe como la burguesía liberal— declarando no desear recurrir más a la fuerza física: Pero el segundo punto en litigio, el más importante, el que hacía aparecer al cartismo en toda su pureza, fue la cuestión de la ley de granos. La burguesía liberal estaba interesada en ella, pero no el proletariado. El partido cartista se dividió entonces en dos bandos, cuyos principios políticos declarados concordaban perfectamente, pero que sin embargo eran enteramente diferentes e irreconciliables. Cuando la Convención nacional de Birmingham, en enero de 1843, Sturge, el representante de la burguesía radical, propuso que se suprimiera la palabra "Carta" de los estatutos de la Asociación cartista, so pretexto de que a causa de la insurrección dicho nombre estaría ligado a recuerdos revolucionarios violentos —vínculos que, por lo demás, databan de largos años y a los cuales Mr. Sturge hasta entonces no había tenido nada que objetar. Los obreros no quisieron abandonar dicho nombre y cuando Sturge fue derrotado por mayoría de votos, ese cuáquero convertido de golpe en súbdito leal, abandonó la sala en compañía de la minoría y fundó una Complete Suffrage Association formada de burgueses radicales. Los recuerdos se habían hecho tan odiosos a este burgués, jacobino hasta hace poco, que llegó hasta transformar la expresión sufragio universal (universal suffrage), en esta locución ridícula: "sufragio completo". Los obreros se rieron de él y prosiguieron su camino.

A partir de ese momento, el cartismo devino una causa puramente obrera, liberada de todos los elementos burgueses, etc. Los periódicos "completos" —Weekly Dispatch, Weekly Chronicle, Examiner, etc.— apagaron la voz poco a poco en el estilo soporífico de otros periódicos liberales, defendieron la causa de la libertad de comercio, atacaron el proyecto de la ley de las diez horas y todas las mociones exclusivamente obreras, haciendo en suma aparecer muy poco su radicalismo. La burguesía radical hizo causa común con los liberales en todos los conflictos contra los cartistas y, de manera general, hizo de la ley de granos —que es para los ingleses, la cuestión de la libre competencia— su preocupación principal. Cayó así bajo el yugo de la burguesía liberal y representa actualmente un papel en extremo lamentable.

Los obreros cartistas, en cambio, tomaron parte con ardor redoblado en todos los combates del proletariado contra la burguesía. La libre competencia ha hecho tanto mal a los obreros como para ser ahora objeto de odio para ellos; sus representantes, los burgueses, son sus enemigos declarados. El obrero sólo puede esperar desventajas de una liberación total de la competencia. Las reivindicaciones que ha formulado hasta el presente: ley de diez horas, protección del obrero contra el capitalista, buen salario, empleo garantizado, abrogación de la nueva ley de pobres, cosas todas que son elementos del cartismo al menos tan esenciales como los "seis puntos", van directamente al encuentro de la libre competencia y de la libertad de comercio. Por tanto no es de sorprender —y eso es lo que toda la burguesía inglesa no puede comprender— que los obreros no quieran oír hablar en absoluto de libre competencia, de libertad de comercio y de abrogación de la ley de granos, y que muestren con respecto a -ésta última a lo sumo indiferencia, pero en cambio, por lo que toca a sus defensores, sienten la más viva animosidad. Esta cuestión es precisamente el punto donde el proletariado se separa de la burguesía, el cartismo del radicalismo; y un burgués no podría comprenderlo porque no puede comprender al proletariado.

Pero en eso también es que reside la diferencia entre la democracia cartista y todo lo que fue hasta aquí la democracia política burguesa. La naturaleza del cartismo es esencialmente social. Los "seis puntos" que son a los ojos del burgués el alfa y omega, debiendo a lo sumo implicar también algunas modificaciones de la constitución, no son para el proletario más que un medio. "Nuestro medio: el poder político, nuestro objetivo: el bienestar social". Tal es la consigna electoral, claramente formulada, de los cartistas. La "cuestión de tenedor y cuchillo" del predicador Stephens no representaba una verdad sino a los ojos de una fracción de los cartistas de 1838; en 1845, es la verdad para todos. Entre los cartistas ya no hay un solo hombre que sea únicamente político. Y, aunque su socialismo se halle aún poco desarrollado, aunque el principal medio de lucha contra la miseria sea hasta el presente la división de la propiedad territorial, ya superada por la industria, aunque, en una palabra, la mayoría de sus proyectos prácticos (protección de los obreros, etc.) sean en apariencia de índole reaccionaria, esas medidas implican, de una parte, la necesidad de volver a caer bajo el yugo de la competencia y crear de nuevo el estado de cosas existente, o llevar a cabo ellos mismas la abolición de la competencia; y, de otra parte, la imprecisión actual del cartismo, la escisión que lo ha separado del partido puramente político, exige que continúen desarrollándose, precisamente, las características destructivas del cartismo, que residen en su orientación social. La disposición a la unión con el socialismo es inevitable, sobre todo si la próxima crisis, (que sucederá necesariamente a la prosperidad actual de la industria y el comercio a lo más tardar en 1847, pero posiblemente desde el año próximo; crisis que superará con mucho en violencia e intensidad a todas las anteriores) orienta a los obreros, como consecuencia de su miseria, cada vez más hacia los medios sociales en vez de los medios políticos. Los obreros impondrán su carta: es lo normal; pero de aquí a allá se darán cuenta claramente de muchas cosas que ellos pueden imponer con la ayuda de su carta y que ellos ignoran todavía actualmente en gran parte.

Mientras tanto, también progresa la agitación socialista. No consideraremos aquí el socialismo inglés sino en la medida en que ejerza una influencia sobre la clase obrera. Los socialistas ingleses reclaman la instauración progresiva de la comunidad de bienes en las "colonias" de 2 000 a 3 000 personas —que practican la industria y la agricultura y disfrutan de los mismos derechos y de la misma educación— y preconizan la simplificación de las formalidades del divorcio y la institución de un gobierno racional, que garantice la libertad total de palabra y la abolición de las penas por delitos, que serían reemplazadas por un tratamiento racional de los delincuentes. Tales son sus proposiciones prácticas. Sus principios teóricos no nos interesan aquí. A la cabeza del socialismo hay un industrial, Owen, y por eso —aunque en realidad él supera la oposición proletariado-burguesía— en su forma da muestras sin embargo de una gran indulgencia hacia la burguesía y de una gran injusticia hacia el proletariado. Los socialistas son enteramente bondadosos y pacíficos; ellos justifican el estado de cosas actual, por deplorable que sea, en la medida en que condenan toda otra vía que no sea la de la persuasión del gran público; y al mismo tiempo son tan abstractos, que la forma actual de sus principios jamás podría permitirles convencer a la opinión pública. Además, aunque no cesan de lamentarse de la desmoralización de las clases inferiores no ven absolutamente ningún elemento de progreso en esa disgregación del orden social, y no piensan por un instante que la desmoralización provocada por el interés privado y la hipocresía es mucho peor en las clases poseedoras. Ellos no admiten la evolución histórica, y por eso quieren precipitar a la nación hacia el estado comunista, sin esperar, sin proseguir la política actual hasta el punto en que se disuelva ella misma. Desde luego, comprenden por qué los obreros se levantan contra los burgueses, pero consideran que esa cólera, que es no obstante el único medio de hacer progresar a los obreros, es infecunda y ellos predican una filantropía y un amor universal aún más estéril para la situación presente en Inglaterra. No admiten sino la evolución psicológica, la evolución del hombre abstracto, sin ningún vínculo con el pasado, mientras que el mundo entero descansa en ese pasado y el hombre también. Por eso es que son demasiado eruditos, demasiada metafísicos, y no logran gran cosa. Ellos proceden en parte de la clase obrera, de la cual han atraído muy pocos elementos: los cerebros más cultos, y los caracteres más firmes, es cierto. En su forma actual, el socialismo jamás podrá convertirse en patrimonio de toda la clase obrera; tendrá incluso que rebajarse a volverse atrás algún tiempo para situarse en el punto de vista cartista. Pero el socialismo auténticamente proletario, que será tolerado por el cartismo, depurado de sus elementos burgueses, tal como ya se desarrolla actualmente entre numerosos socialistas, y entre numerosos dirïgentes cartistas, que son casi todos socialistas, asumirá ciertamente, dentro de poco, un papel importante en la historia del desarrollo del pueblo inglés. El socialismo inglés que, por lo que toca a su base, supera con mucho al comunismo francés, pero que en su desarrollo está muy a la zaga del mismo, deberá retroceder algún tiempo al punto de vista francés, para superarlo después. De aquí a allá, los franceses también harán sin duda progresos por su lado. El socialismo es al mismo tiempo la expresión más categórica de la irreligiosidad imperante entre los obreros, y tan categórica incluso que los obreros que son irreligiosos inconscientemente, simplemente en la vida práctica, vacilan con frecuencia ante el carácter cortante de esta expresión. Pero sobre este punto igualmente la necesidad obligará a los obreros a abandonar una fe respecto a la cual comprenden cada vez más que sólo sirve para hacer de ellos seres débiles y sumisos, dóciles y fieles a la clase poseedora que los esquilma.

Vemos, pues, que el movimiento obrero está dividido en dos bandos: los cartistas y los socialistas. Los cartistas son los más atrasados, los que menos han evolucionado, pero en cambio, auténtica, físicamente proletarios, representantes valiosos del proletariado. Los socialistas ven más lejos, proponen medidas prácticas contra la miseria, pero tienen su origen en la burguesía, de ahí su incapacidad de amalgamarse con la clase obrera. La fusión del socialismo con el cartismo, la reproducción del comunismo francés a la manera inglesa, será la próxima etapa y la misma ha comenzado en parte. Solamente cuando se haya logrado la clase obrera será la verdadera dueña de Inglaterra; la evolución social y política proseguirá mientras tanto, favoreciendo el nacimiento de ese nuevo partido, ese progreso del cartismo.

Las diferentes fracciones de obreros, que a menudo unen sus esfuerzos u obran separadamente —miembros de las asociaciones, cartistas y socialistas— han creado por sus propios medios un gran número de escuelas y de salas de lecturas para elevar el nivel intelectual del pueblo. Cada institución socialista y casi cada institución cartista posee un establecimiento de ese género, y numerosos sindicatos siguen igualmente ese ejemplo. Se imparte a los niños una educación verdaderamente proletaria, exenta de todas las influencias burguesas, y en las salas de lectura se hallan casi exclusivamente periódicos y libros proletarios. Esos establecimientos representan un peligro muy grave para la burguesía, que ha logrado sustraer cierto número de institutos de ese género —los Mechanics Institutions— a la influencia del proletariado y transformarlos en instrumentos destinados a extender entre los obreros los conocimientos útiles a la burguesía. En ellos se estudian las ciencias de la naturaleza que distraen a los obreros de su lucha contra la burguesía, y pueden proporcionarles los medios de hacer descubrimientos que producirán dinero a los burgueses —mientras que el conocimiento de la naturaleza en realidad no tiene actualmente ninguna utilidad para el obrero, porque con frecuencia ni siquiera tiene ocasión de ver la naturaleza en la gran ciudad donde vive, ya que es esclavo de su trabajo. Se predica asimismo la economía política, cuyo ídolo es la libre competencia, de donde resulta solamente que, para el obrero, no hay nada más razonable que dejarse morir de hambre con tranquila resignación. Toda la educación que se imparte tiende a hacerlo dócil, flexible, servil con respecto a la política y a la religión reinantes, de modo que para el obrero no es más que una continua exhortación a la obediencia tranquila, a la pasividad y a la sumisión a su destino. Naturalmente, la masa de los obreros no quiere saber nada de esos institutos, y se dirige a las salas de lectura proletarias; ella se orienta hacia la discusión de las relaciones sociales, que le interesa directamente; mientras que la burguesía, en su suficiencia, pronuncia su dixi et salvavi, y se aparta con desprecio de una clase que en vez de una educación seria, "prefiere los estrépitos violentos y apasionados de demagogos malintencionados". Por lo demás, las numerosas conferencias sobre temas científicos estéticos y económicos que se organizan muy a menudo en todos los institutos proletarios, sobre todo los institutos sociales, y son muy estimadas, demuestran suficientemente que los obreros también tienen el gusto de una "educación seria", cuando ésta no es mezclada con los conceptos interesados de la burguesía. Con frecuencia he oído a trabajadores harapientos hablar de geología, de astronomía y de otras cosas con más conocimiento de esas materias que muchos burgueses alemanes cultos. Y lo que muestra hasta qué punto el proletariado ha sabido adquirir una cultura propia es que las obras modernas que hacen época en filosofía, en política y en poesía son leídas casi únicamente por obreros. El burgués, criado servil del régimen social existente y de los prejuicios que el mismo implica, se asusta y se persigna ante todo lo que es susceptible de constituir un progreso. El proletario mantiene los ojos abiertos ante esos progresos y los estudia con placer y éxito. A este respecto, los socialistas sobre todo han aportado una contribución inconmensurable a la cultura del proletariado; ellos han traducido las obras de los materialistas franceses: Helvetius, Holbach, Diderot, etc., y las han difundido en ediciones económicas al lado de las mejores obras inglesas. La Vida de Jesús, de Strauss, y La Propiedad, de Proudhon, se han divulgado igualmente sólo entre el proletariado. Shelley, el genial y profético Shelley, y Byron, con su ardor sensual y su sátira amarga de la sociedad existente, cuentan entre los obreros su público más numeroso; los burgueses no poseen sino ediciones castradas, las family editions, que se han adaptado al gusto de la moral hipócrita del día. Los dos más grandes filósofos prácticos de los últimos tiempos, Bentham y Godwin, son asimismo, sobre todo este último, la propiedad casi exclusiva del proletariado; aunque Bentham también ha hecho escuela entre la burguesía radical, únicamente el proletariado y los socialistas han logrado derivar una enseñanza progresista de su doctrina. Sobre esas bases el proletariado se ha formado una literatura propia, compuesta sobre todo de folletos y de periódicos cuyo valor supera con mucho a toda la literatura burguesa. En otra parte hablaremos de nuevo al respecto.

Todavía hay que hacer una observación: los obreros industriales, sobre todo aquellos de los distritos textiles, constituyen el centro motor de los movimientos obreros: El condado de Lancashire, particularmente Manchester, es la sede de las asociaciones obreras más poderosas, el centro del cartismo; la región que cuenta con más socialistas. Mientras más invade una rama el sistema industrial y más participan los obreros en el movimiento, más se agudiza el antagonismo entre obreros y capitalistas, más se desarrolla y aviva la conciencia proletaria del obrero. Si bien los pequeños patronos de Birmingham también son víctimas de las crisis, ellos se hallan en una posición falsa, a medio camino entre el cartismo del proletario y el radicalismo del tendero. Pero en general todos los obreros industriales han sido captados para una de las dos formas de rebelión contra el capital y la burguesía; ellos piensan unánimemente que constituyen, como Working men, título del cual se sienten orgullosos y apóstrofe por el cual comienzan habitualmente las reuniones cartistas, una clase particular que posee intereses y principios propios y concepciones particulares frente a todos los poseedores y, al mismo tiempo, que en ellos reside la fuerza y la facultad de desarrollo de la nación.

EL PROLETARIADO MINERO

El suministro de materias primas y combustibles a una industria tan colosal como la inglesa, requiere una mano de obra considerable. En lo que concierne a las materias indispensables para la industria, Inglaterra sólo produce —aparte de la lana, que resulta de la producción de los distritos Agrícolas— los minerales, metales y hulla. Mientras que Cornwall posee ricas minas de cobre, de estaño, de zinc y de plomo, la región de Staffordshire, el país de Gales del norte y otros distritos suministran grandes cantidades de hierro, y casi todo el norte y el oeste de Inglaterra, la parte central de Escocia y algunos distritos de Irlanda son extremadamente ricos en hulla.

En la explotación de la hulla de Cornwall trabajan, bajo tierra o en la superficie, unos 19 000 hombres y 11 000 mujeres y niños. Pero en las minas propiamente dichas casi no hay más que hombres y niños mayores de 12 años. Según el Children's Employment Report, la situación material de esos obreros parece ser bastante soportable, y los ingleses se jactan de sus jóvenes mineros de Cornwall resueltos y vigorosos que exploran las vetas de mineral hasta debajo del fondo del mar. Sin embargo, el Children's Employment Report expresa otro juicio sobre la robustez de esas personas. El mismo demuestra, en el inteligente informe del Dr. Barham, que la inspiración del aire pobre en oxígeno, saturado de polvo y humo producidos por los explosivos, como sucede en el fondo de las minas, afecta gravemente los pulmones, provoca perturbaciones en las funciones cardíacas, y afloja el aparato digestivo; demuestra que el trabajo es muy fatigoso, y en particular el hecho de subir y bajar por las escalas —lo cual, en ciertas minas, toma incluso a jóvenes vigorosos por lo menos una hora cada día antes y después del trabajo— contribuye en gran parte al desarrollo de esos padecimientos, y que por esa razón, los hombres que en su juventud comienzan a trabajar en las minas están lejos de adquirir el desarrollo físico correspondiente al de las mujeres que trabajan en la superficie. Demuestra asimismo que muchos mueren jóvenes de tisis galopante y la mayoría en sus mejores años, de tuberculosis de evolución lenta; que envejecen prematuramente y devienen inaptos para el trabajó entre los 35 y 45 años, y, que muchos, al pasar casi sin transición del aire caliente del pozo (luego de haber sudado en abundancia subiendo penosamente la escala) al aire frío de la superficie, contraen  inflamaciones  agudas de las vías respiratorias ya enfermas, que muy frecuentemente tienen consecuencias mortales. El trabajo en la superficie, la trituración y la cribadura de los minerales, es practicado por jovencitas y niños y se le describe como muy sano porque se efectúa al aire libre.

En el norte de Inglaterra, en los límites de los condados de Northumberland y de Durham, se hallan las muy importantes minas de plomo de Alston Moor. Los informes provenientes de esa región —igualmente en el Children's Employment Report, informe del comisionado Mitchell— concuerdan con aquellos de Cornwall. Allí también hay quejas sobre la falta de oxígeno, exceso de polvo, de humo de pólvora, de ácido carbónico y de gas sulfuroso en las galerías. Por esa razón los mineros, como los de Cornwall, son de pequeña estatura y, desde la edad de 30 años sufren casi todos de afecciones pulmonares que terminan por degenerar en verdadera tuberculosis, sobre todo si continúan trabajando —lo cual es casi siempre el caso, y de ahí una disminución muy clara del promedio de vida de esas personas. Si los jóvenes mineros de esta región viven un poco más de tiempo que los de Cornwall se debe al hecho de que no comienzan a descender al fondo sino a los 18 años, en tanto que en Cornwall, como hemos visto, se comienza a los 12 años. Sin embargo, aquí también, la mayoría de los mineros mueren entre los 40 y los 50 años. De 79 mineros cuyo deceso estaba consignado en el registro público del distrito, y que habían muerto por término medio a los 45 años, 37 murieron de tuberculosis y 6 de asma. En las localidades de los alrededores —Allendale, Stanhope, y Middleton— la longevidad alcanzó respectivamente 49, 48 y 47 años por término medio, y los decesos debidos a las afecciones pulmonares representaron respectivamente el 48; 54 y 56% del total. Hay que tener presente que todos estos datos estadísticos conciernen exclusivamente a mineros que no comenzaron a trabajar antes de la edad de 19 años. Comparemos esas cifras con lo que se llama las estadísticas suecas —estadísticas detalladas de la mortalidad para todos los habitantes de Suecia— que son consideradas en Inglaterra como el criterio más exacto hasta el presente de la longevidad promedio de la clase obrera inglesa. Según ellas, los individuos del sexo masculino que han cumplido 18 años llegan por término medio a la edad de 57 años y medio, por lo que llegamos a la conclusión de que la existencia de los mineros del norte de Inglaterra sufre por término media una reducción de 10 años debido a su trabajo. Sin embargo, las estadísticas suecas se emplean para el criterio de longevidad de obreros, y presentan por tanto un cuadro de las posibilidades de supervivencia en las condiciones en que vive el proletariado, que son de todos modos desfavorables; ellas indican por consiguiente una longevidad ya inferior a la normal. En esas regiones hallamos los albergues y asilos nocturnos que ya hemos hallado en las grandes ciudades, y se hallan por lo menos en el mismo estado de suciedad nauseabunda y el apiñamiento es el mismo. Mitchell visitó uno de esos albergues que medía 18 pies de largo por 15 de ancho, con capacidad para 42 hombres y 14 muchachos, o sea 56 personas en 14 camas, la mitad de las cuales estaban dispuestas como en un barco, las unas encima de las otras. No había abertura para la extracción del aire viciado; aunque hacía tres noches que nadie había dormido allí, el olor y la atmósfera eran tales que Mitchell ni siquiera pudo soportarlos un corto instante. ¡Cómo será en una calurosa noche de verano con 56 personas! Y no se trata del entrepuente de un barco americano de esclavos, sino de la vivienda "de británicos nacidos libres".

Pasemos ahora a las ramas más importantes de la industria minera inglesa, las minas de hierro y las minas de carbón que el Children's Employment Report describe conjuntamente con todos los detalles que el asunto requiere. La primera parte de este informe está consagrada casi enteramente a la situación de los obreros empleados en las minas. Sin embargo, después de la descripción detallada que he hecho de la situación de los obreros industriales, me será posible ser más conciso, como lo requiere los límites de esta obra.

En las minas de carbón y de hierro, donde el método de explotación es poco más o menos el mismo, trabajan niños de 4, 5 y 7 años. La mayoría, sin embargo, tiene más de 8 años. Se les emplea para transportar el mineral del lugar de excavación al pozo principal, o bien para abrir y cerrar las puertas giratorias que separan los diferentes compartimientos de la mina, antes y después del paso de los obreros y del material. Casi siempre son los niños más pequeños los encargados de esta tarea; deben permanecer sentados doce horas diarias en la oscuridad, solo en un corredor estrecho y, en la mayoría de los casos, húmedo, sin tener el poco de trabajo que necesitarían para estar al abrigo del aburrimiento embrutecedor atontador, que engendra la inacción total. En cambio, el transporte del carbón y del mineral de hierro es una labor muy penosa, ya que hay que acarrear dichos materiales en artesillas bastante grandes, sin ruedas, sobre el suelo desigual de la galería, o sobre la arcilla húmeda, o incluso el agua, izarlas a veces a lo largo de pendientes abruptas y a través de corredores tan estrechos en algunos lugares, que los obreros tienen que andar en cuatro patas. Por eso se utiliza para ese trabajo fatigoso a niños mayorcitos y a adolescentes. Según el caso hay un obrero por artesilla o dos jóvenes, uno de los cuales tira y el otro empuja. El trabajo de perforación, efectuado por hombres adultos o por jóvenes vigorosos, de 16 años o más, es igualmente una tarea muy fatigosa. La duración habitual de la jornada de trabajo es de 11 o 12 horas, a veces más. En Escocia, llega hasta las 14 horas, y con frecuencia se duplica la jornada, de suerte que todos los obreros son obligados a trabajar 24 horas, a veces incluso 36 horas de un tirón. Casi siempre no hay hora fija para las comidas, de modo que los obreros comen cuando tienen hambre y tiempo para ello.

La situación exterior de los mineros es considerada en general como bastante buena, y se dice que su salario es elevado en comparación con el de los jornaleros agrícolas de los alrededores (quienes, es cierto, mueren de hambre), con la excepción de algunas regiones de Escocia y del distrito carbonero de Irlanda, donde reina una gran miseria. Tendremos ocasión de volver sobre estos datos (todos relativos por otra parte), concernientes a la clase más miserable de toda Inglaterra. Mientras tanto, vamos a considerar los males que implica la explotación actual de las minas, y entonces el lector podrá decidir si un salario, cualquiera que fuere, puede resarcir al obrero de semejantes sufrimientos.

Los niños y los jóvenes que acarrean el carbón y el mineral de hierro se quejan todos de una gran fatiga. Aun en los establecimientos industriales donde la explotación es más brutal, no se ve un estado de agotamiento tan generalizado y tan continuado. Cada página del informe ofrece una larga serie de ejemplos. Se comprueba con frecuencia que, apenas los niños regresan a la casa, se acuestan en el piso ante la chimenea y se duermen instantáneamente, sin poder tragar el más mínimo alimento, y entonces sus padres se ven obligados a lavarles la cara enteramente dormidos y ponerlos en la cama. Incluso es frecuente que se acuesten agotados en el camino, y cuando los padres van a buscarlos, tarde en la noche, los hallan a punto de dormir. Parece que de ordinario esos niños pasan la mayor parte del domingo en la cama, para reponerse un poco de las fatigas de la semana. Un número muy pequeño asiste a la iglesia y a la escuela, y los maestros se quejan de su somnolencia y de su embotamiento a pesar de su deseo de instruirse. Se les obliga de la manera más brutal a rendirse de cansancio. Igual ocurre en cuanto a los adolescentes de más edad y las mujeres. Esa fatiga, intensificada hasta llegar a ser dolorosa, no deja de tener repercusiones penosas sobre el organisrno. El efecto más inmediato es que toda la energía vital se utiliza para un desarrollo unilateral de la musculatura; prueba de ello es que son sobre todo los músculos de los brazos y las piernas, de la espalda, de los hombros y del tórax, incluso los utilizados principalmente en el esfuerzo de tirar y empujar, los que se benefician de un desarrollo excepcional, mientras que todo el resto del cuerpo sufre de una falta de nutrición y se atrofia. Sobre todo la talla permanece pequeña y comprimida; casi todos los mineros son de estatura corta, salvo aquellos de las regiones de Warwickshire y Leicestershire, que trabajan en condiciones particularmente favorables. Hay que notar además el retraso de la pubertad, tanto entre los niños como las niñas; entre los primeros, a veces hasta los 18 años. El comisionado Symons examinó a un joven de 19 años, quien, con excepción de los dientes, tenía el desarrollo de un muchacho de 11 ó 12 años. Esta prolongación del período infantil en realidad no es otra cosa que la prueba de un desarrollo retrasado que no dejará de tener sus consecuencias a una edad más avanzada. En semejantes condiciones, y debido asimismo a la debilidad de esos organismos, tenemos piernas torcidas, rodillas arqueadas, pies virados hacia afuera, desviación de la columna vertebral y otras deformaciones. La aparición de esos males es favorecida grandemente como consecuencia de la posición casi siempre defectuosa impuesta al cuerpo; por lo demás, son tan frecuentes que muchas personas y hasta médicos afirman que, tanto en las regiones de Yorkshire y Lancashire como en las de Northumberland y Durham, puede reconocerse a un minero entre cien personas únicamente por su cuerpo. Las mujeres sobre todo son las que parecen sufrir mucho a causa de ese trabajo, y sólo raramente — y a veces nunca— se mantienen tan derechas como las demás mujeres. Se comprueba  igualmente que el trabajo de las mujeres en las minas provoca asimismo deformaciones de la pelvis que tienen como consecuencia partos difíciles y hasta mortales. Además de esas deformaciones locales, los mineros del carbón sufren también de todo género de enfermedades específicas, que padecen con frecuencia los demás mineros y se explican fácilmente por la naturaleza de su trabajo. Sobre todo el abdomen es afectado. El apetito desaparece, después vienen, en la mayoría de los casos, los dolores de estómago, náuseas y vómitos, además una sed ardiente que no puede apagarse sino bebiendo el agua sucia y frecuentemente tibia de la mina; las funciones digestivas se detienen, lo cual favorece el brote de otras enfermedades. Se indica igualmente, de diferentes fuentes, que las enfermedades del corazón, sobre todo la hipertrofia cardíaca, la inflamación del pericardio, los espasmos de los orificios aurículoventriculares y de la entrada de la aorta, son padecimientos frecuentes entre los mineros y se explican fácilmente por el trabajo excesivo. Igual ocurre en cuanto a las hernias, que son también la consecuencia directa de esfuerzos musculares excesivos. En parte por las mismas razones, en parte a causa de la atmósfera viciada y polvorienta de las minas, del aire cargado de gas carbónico y de hidrógeno carburado, que, sin embargo serían tan fáciles de evitar, manifiestan numerosas enfermedades pulmonares dolorosas y peligrosas, sobre todo el asma, que aparece en ciertos distritos a la edad de 40 años, en otros a la edad, de 30 entre la mayoría de los mineros y pronto los hace inaptas para el trabajo. Entre aquellos que tienen que trabajar en galerías húmedas, la opresión del pecho sobreviene todavía más rápidamente; en algunas regiones de Escocia, esto sucede entre los 20 y 30 años, período durante el cual los pulmones así atacados son además muy vulnerables a las inflamaciones y a las afecciones febriles. Una enfermedad específica de esta categoría de obreros es la de la expectoración negra, debido al hecho de que todo el tejido pulmonar se impregna de un fino polvo de carbón; sus síntomas son los de un debilitamiento general, dolores de cabeza, intensa molestia respiratoria, y expectoraciones espesas de color negro. En ciertas regiones este padecimiento aparece en forma benigna, en otras es lo contrario, y parece enteramente incurable, sobre todo en Escocia. En este país, además de una agravación de los síntomas descritos anteriormente, hay que añadir una respiración corta y silbante, un pulso acelerado (más de 100 pulsaciones por minuto), tos seca, se van acentuando el enflaquecimiento y el debilitamiento y pronto el paciente no se halla en condiciones de trabajar. En todos los casos, este padecimiento es mortal. El Dr. Mackellar, de Pencaitland, East Lothian, declara que esta enfermedad no se manifiesta en las minas bien ventiladas, mientras que los obreros que pasan de éstas a otras mal ventiladas son víctimas de la misma. La codicia de los propietarios de minas, que no instalan conductos de ventilación, es por ende responsable de la existencia de esa enfermedad. El reuma es igualmente, salvo en Warwickshire y en Leicestershire, un mal común de todos los obreros de la  mina, que resulta sobre todo de la humedad que reina frecuentemente en el lugar de trabaja. El resultado de todas esas enfermedades es que en todos los distritos sin excepción, los obreros envejecen prematuramente y que a los 40 años (el límite exacto varía con los distintos distritos) resultan rápidamente inaptos para el trabajo. Es extremadamente raro que un minero pueda continuar trabajando más allá de los 45 años o a fortiori de los 50. A los cuarenta años —se indica generalmente— un obrero de ese tipo entra en la vejez. Esto se aplica a los que excavan el carbón; los cargadores que tienen que levantar constantemente pesados bloques de carbón y echarlos en las vagonetas envejecen desde los 28 o 30 años, y prueba de ello es que un proverbio de las regiones carboníferas reza así: "Los cargadores ya son viejos antes de haber sido jóvenes". De más está decir que este envejecimiento prematuro implica una muerte precoz, y un sexagenario entre ellos es una verdadera rareza; incluso en el sur de Staffordshire, donde las minas son relativamente sanas, muy pocos obreros llegan a los 51 años de edad. Como los obreros envejecen tan precozmente, se puede comprobar, como hemos visto en cuanto a las fábricas, que frecuentemente los padres no tienen trabajo y son mantenidos por sus hijos muy jóvenes todavía. Resumiendo los resultados del trabajo en las minas, podemos decir con uno de los comisionados, el Dr. Southwood Smith, que el período de la existencia en que el hombre se halla en plena posesión de sus facultades, la edad del hombre, es considerablemente reducida a causa de la prolongación del período infantil de una parte, y por el envejecimiento prematuro de otra parte, y que la duración de la vida es abreviada por una muerte precoz. ¡Hay que cargar esto igualmente al debe de la burguesía!

Todas estas afirmaciones son válidas en cuanto a las minas inglesas en general. Pero hay muchas de ellas en las que la situación es mucho peor, en particular aquellas donde se explota las vetas delgadas de carbón. El precio de costo del carbón sería demasiado elevado si se quisiera, además del carbón, separar las capas de arena y de arcilla adyacentes; por eso los propietarios se conforman con extraer la capa de carbón, y los corredores que ordinariamente miden 5 o 6 pies de alto en este caso son tan bajos que resulta de todo punto imposible mantenerse en ellos de pie. El obrero se acuesta de lado y separa el carbón con la ayuda de su pico, utilizando los codos como puntos de apoyo. De ello resulta una inflamación de esas articulaciones, y en el caso en que esté obligado a permanecer de rodillas, lo mismo ocurre con la articulación de la pierna. Las mujeres y los niños que transportan el carbón marchan en cuatro patas, enganchados a la artesilla por un arnés y una cadena que en muchos casos pasa entre las piernas a lo largo de las galerías bajas, mientras que otro empuja por detrás con la cabeza y las manos. La presión ejercida por la cabeza provoca una irritación local, hinchazones dolorosas y abscesos. Muy a menudo dichas galerías son tan húmedas, que los obreros tienen que arrastrarse por charcos de agua de varias pulgadas de profundidad; esta agua sucia o salina provoca igualmente una irritación de la piel. Puede uno imaginarse fácilmente cómo un trabajo de esclavo tan odioso debe favorecer el brote de las enfermedades características de los mineros.

Todavía no hemos enumerado todos los males que acosan a los mineros. En todo el imperio británico, no hay otro tipo de trabajo donde los riesgos de accidentes mortales sean tan diversos. La mina es teatro de un sinnúmero de accidentes horribles, los cuales deben atribuirse directamente al egoísmo de la burguesía. El hidrógeno carburado, que allí se desprende tan frecuentemente, al mezclarse con el aire atmosférico forma un compuesto gaseoso explosivo que se inflama fácilmente al contacto de una llama y mata a cualquiera que se halle cerca. Explosiones de ese género sobrevienen casi diariamente aquí y allá. El 28 de septiembre de 1844 hubo una de ellas en Haswell Colliery (Durham) que causó la muerte de 96 personas. El óxido de carbono, que también se desprende en grandes cantidades, se deposita en las partes profundas de la mina en una capa que a veces supera la estatura de un hombre y asfixia a quien penetre allí. Las puertas que separan los diferentes compartimentos de la mina deben, en principio, evitar la propagación de explosiones y el movimiento de los gases, pero ésta es una medida de seguridad ilusoria, porque se confía la vigilancia de dichas puertas a los niños pequeños que con frecuencia se duermen u olvidan cerrarlas. Podrían evitarse perfectamente los efectos funestos de ambos gases siempre y cuando se asegurara una buena ventilación de las minas por medio de pozos para tal fin, pero el burgués no quiere gastarse el dinero y prefiere ordenar a sus obreros que usen simplemente la lámpara de seguridad; a menudo ésta es enteramente inútil debido al pálido fulgor que irradia, y por eso ellos prefieren sustituirla por una simple vela. Si entonces se produce una explosión se debe a la negligencia de los obreros, mientras que si el burgués hubiera instalado una buena ventilación, toda explosión habría sido casi imposible. Además, a cada instante se hunde una porción de galería o una galería entera, sepultando o aplastando a los obreros; la burguesía tiene interés en que las vetas de carbón sean explotadas al máximo, de ahí ese género de accidentes. Después tenemos los cables que permiten a los obreros descender a los pozos, cables que con frecuencia se hallan en mal estado y se rompen, precipitando a los desdichados al fondo, donde son aplastados. Según el Mining Journal, todos esos accidentes —carezco de espacio para citar ejemplos detallados— cuestan unas 1 400 vidas humanas al año. El Manchester Guardian informa por lo menos de 2 o 3 de ellos cada semana, únicamente para la región de Lancashire. En casi todos los casos, los miembros del jurado encargado de determinar la causa del deceso están bajo la férula de los propietarios de minas, y cuando ello no es así, la fuerza de la costumbre hace que el veredicto sea: "Muerte por accidente". Por otra parte, el jurado se preocupa muy poco del estado de las minas porque no entiende nada de ello. Pero el Children's Employment Report no vacila en hacer responsables de la gran mayoría de esos accidentes a los propietarios de las minas.

En lo que concierne a la instrucción y la moralidad de la población minera, según el Children's Employment Report son bastante buenas en Cornwall e incluso excelentes en Alston Moor; en cambio, se hallan a un nivel muy bajo en los distritos carboníferos. Esas personas viven en el campo en regiones dejadas al abandono, y cuando terminan su duro trabajo, nadie, a no ser la policía, se ocupa de ellas. Por esta razón y también porque se envía a los niños a trabajar desde la más tierna edad, su formación intelectual es totalmente descuidada. Ellos no pueden asistir a las escuelas regulares; las escuelas nocturnas y dominicales son ilusorias, los maestros no valen nada. Por tanto sólo hay un pequeño número de mineros que saben leer, y menos todavía que saben escribir. Según las declaraciones de los comisionados, la única cosa que ellos han visto claramente es que el salario de los obreros es demasiado bajo para el trabajo penoso y peligroso que tienen que efectuar. Ellos nunca o casi nunca van a la iglesia; todos los eclesiásticos se quejan de una irreligiosidad sin igual. Efectivamente, hay entre ellos ignorancia de las cosas religiosas y profanas, comparada con la cual la ignorancia de numerosos obreros fabriles, ilustrada anteriormente por ejemplos, parece ser todavía muy relativa. Ellos no tienen conocimiento de las nociones religiosas sino por las palabras groseras. El trabajo solamente se encarga por sí mismo de destruir su moralidad. Es evidente que el trabajo excesivo de todos los mineros debe fatalmente engendrar el alcoholismo. En cuanto a las relaciones sexuales, observemos que en las minas, debido al calor reinante, hombres, mujeres y niños con frecuencia trabajan enteramente desnudos y en la mayoría de los casos casi desnudos, y cada cual puede imaginar cuáles son las consecuencias de ello en la soledad y oscuridad de la mina. El número de hijos naturales, anormalmente elevado en esas regiones, atestigua lo que ocurre en el fondo de la mina entre esa población semisalvaje, pero demuestra asimismo que las relaciones ilegítimas entre los sexos no han zozobrado, como en las ciudades, en la prostitución. El trabajo de las mujeres tiene las mismas consecuencias que en las fábricas; el mismo disuelve la familia y hace a las madres totalmente incapaces de atender sus ocupaciones domésticas.

Cuando el Children's Employment Report fue presentado al Parlamento, Lord Ashley se apresuró a proponer un proyecto de ley estipulando la prohibición absoluta en lo sucesivo del trabajo femenino en las minas y restringiendo considerablemente el de los niños. La ley fue aprobada, pero resultó letra muerta en la mayoría de las regiones, ya que no se tuvo el cuidado de nombrar inspectores de minas encargados de velar por su ejecución. La no observancia de esta ley es por otra parte facilitada por la situación de las minas en los distritos rurales; por tanto no nos asombremos de saber que el año pasado la asociación de mineros presentó al ministerio una queja oficial en la cual señalaba que más de 60 mujeres trabajaban en las minas del duque de Hamilton, en Escocia, o también que el Manchester Guardian informó un día de que, cerca de Wigan, si no me equivoco, una jovencita resultó muerta por una explosión en una mina sin que nadie se alarmara de ver así revelada una ilegalidad. Es posible que en ciertos casos aislados se haya puesto fin a esos abusos, pero en general el régimen ha seguido siendo el mismo que en el pasado.

Sin embargo, todavía nos queda algo por decir sobre los males que acosan a los mineros. La burguesía, no conforme con, arruinar su salud, con poner a cada instante su vida en peligro, con quitarles toda oportunidad de instruirse, los explota además de la manera más desvergonzarla. El sistema de pago en especie no es aquí una excepción, es la regla general, y se practica de la manera más descarada, más directa. El sistema de cottages se halla asimismo generalizado y representa en este caso casi una necesidad; pero se utiliza para explotar mejor a los obreros. A ello hay que añadir todo género de estafas. Mientras que el carbón se vende por el peso, se paga al obrero por medida, y cuando su artesilla no está enteramente llena, no se le paga en absoluto, pero no recibe un centavo por una artesilla demasiado llena. Si en su vagoneta la cantidad de hulla menuda pasa de cierta proporción, lo cual depende más de la naturaleza de la veta de carbón que del obrero, no solamente no recibe nada, sino que debe pagar también una multa. Por lo demás, el sistema de multas se ha desarrollado hasta tal punto en las minas que a veces un pobre diablo que ha trabajado toda la semana y va a cobrar su salario se entera por boca del capataz —pues éste aplica las sanciones a su antojo sin notificar al obrero— que no solamente no debe esperar, salario, ¡sino que debe además pagar cierta cantidad de multa! De manera general, el capataz tiene poder absoluto sobre el monto del salario; él es quien lleva la cuenta del trabajo realizado y puede pagar al obrero lo que quiera, y éste se ve forzado a aceptar lo que sea. En algunas minas se paga por peso, se utilizan básculas decimales falseadas cuyos pesos no requieren ser controlados por la autoridad pública. En una de esas minas se llegó hasta instituir la regla de que todo obrero que quisiera quejarse del mal funcionamiento de la balanza tenía que notificarlo al capataz con tres semanas por adelantado. En muchas regiones, especialmente en el norte de Inglaterra, se acostumbra contratar a los obreros por un año; ellos se comprometen a no trabajar para ninguna otra persona durante ese período, pero el propio patrón no se compromete en modo alguno a darle trabajo, de modo que a menudo permanecen meses sin trabajar y si buscan trabajo en otra parte se les envía a la cárcel durante seis semanas por abandono del puesto. En otros contratos se les asegura trabajo hasta la cantidad de 26 chelines cada 15 días, pero no se les da nada; en otros distritos, los patronos adelantan a los obreros pequeñas sumas que deben pagar después en trabajo, lo cual es una manera de encadenarlos. En el norte, se acostumbra a retener siempre el salario de una semana a fin de atar a los obreros de esa manera a la mina. Y para completar la esclavitud de esos obreros avasallados, casi todos los jueces de paz de los distritos carboníferos son ellos mismos propietarios de minas, o parientes o amigos de los propietarios, y ejercen un poder casi discrecional en esas regiones pobres y atrasadas, donde hay pocos periódicos —estando éstos, por lo demás, al servicio de la clase poseedora. Difícilmente se puede tener una idea de la manera en que esos pobres mineros son presionados y tiranizados por los jueces de paz, quienes son a la vez jueces y partes.

Las cosas fueron así durante mucho tiempo. Todo lo que los obreros sabían era que vivían para que les sacaran hasta la sangre. Pero poco a poco se manifestó entre ellos un espíritu de oposición a la opresión escandalosa de los "reyes del carbón", particularmente en los distritos industriales donde el contacto que hicieron con los obreros fabriles más inteligentes no dejó de tener una influencia favorable. Se pusieron a crear asociaciones y a dejar el trabajo de vez en cuando. En las regiones más desarrolladas se unieron en cuerpo y alma al cartismo. El gran distrito carbonífero del norte de Inglaterra, privado de toda industria, se había quedado a la zaga, hasta que al fin también en esa región se despertó en 1843, luego de muchos intentos y esfuerzos tanto de parte de los cartistas como de los mineros más inteligentes, un espíritu de resistencia que se apoderó de todos. Fue tanta la agitación entre los obreros de Northumberland y de Dirham, que organizaron una asociación general de mineros de todo el imperio y nombraron a un cartista, el abogado W. P. Roberts, de Bristol, —que ya se había distinguido en los procesos anteriores de los cartistas— su "procurador general". La "Unión" se extendió rápidamente a la gran mayoría de los distritos; por todas partes se nombraron delegados, que organizaban reuniones y reclutaban nuevos miembros. Cuando se celebró la primera conferencia de delegados en Manchester, en enero de 1844, la Unión tenía 60 000 miembros, en la segunda, seis meses más tarde en Glasgow, ya había más de 100 000. Allí se discutió todo lo que concernía a los mineros y se tomaron decisiones en cuanto a los paros importantes del trabajo. Se fundaron varios periódicos, particularmente la revista mensual The Miner's Advocate en Newcastle-upon-Tyne, que defendía los derechos de los mineros.

El 31 de marzo de 1844 expiraban todos los contratos de trabajo de los mineros de Northumberland y de Durham. Los mineros, representados por Roberts, exigieron un nuevo contrato en los términos siguientes: 1. el pago por peso y no por medida; 2. la determinación del peso por medio de básculas y de pesas corrientes, verificado por inspectores oficiales; 3. un contrato por seis meses; 4. la abolición del sistema de multas y el pago del trabajo real; 5. el compromiso del patrón de emplear por lo menos 4 días por semana al obrero que estuviese exclusivamente a su servicio, o bien garantizarle el salario de 4 jornadas. Este contrato fue presentado a los reyes del carbón y se nombró una comisión encargada de negociar con ellos; pero los patronos respondieron que para ellos, la "Unión" no existía, que sólo tratarían con los obreros individualmente, y que jamás reconocerían a la asociación. A su vez, propusieron otro contrato que ignoraba los puntos citados anteriormente, el cual desde luego fue rechazado por los obreros. Era la declaración de guerra. El 31 de marzo de 1844, 40 000 mineros fueron a la huelga en ambos condados. Los fondos de la asociación eran tan importantes que se podía asegurar a cada familia una asignación de 2.5 chelines por semana durante varios meses. Mientras los obreros ponían de ese modo a prueba la paciencia de los patronos, Roberts organizó la huelga y la agitación con un ardor infatigable e incomparable; celebró reuniones, recorrió Inglaterra recolectando fondos para los parados, predicando la calma y la legalidad, y realizando al mismo tiempo, contra los jueces de paz despóticos y los señores del Truck, una campaña como Inglaterra jamás había conocido. Él había comenzado esto desde principios del año. Cuando un minero era condenado por los jueces de paz, él obtenía del tribunal de Queen's Bench un habeas corpus, hacía comparecer a su cliente en Londres y obtenía siempre del tribunal su absolución. Así es como el juez Williams, del Queen's Bench, absolvió el 13 de enero a tres mineros condenados por jueces de paz de Bilston (Staffordshire del Sur); ¡el delito de esos obreros era el de haberse negado a trabajar en un sitio donde amenazaba un derrumbamiento, que efectivamente tuvo lugar antes de que ellos regresaran! Anteriormente el juez Patteson había absuelto a 6 obreros, de modo que el nombre de Roberts comenzó a inspirar terror a los jueces de paz propietarios de minas. En Preston igualmente, cuatro de sus clientes estaban en prisión; se dirigió allí a principios de febrero a fin de examinar el asunto sobre el terreno, pero a su arribo supo que los condenados habían sido puestos en libertad antes de haber extinguido la pena enteramente. En Manchester había siete de ellos en la cárcel; Roberts obtuvo el beneficio del habeas corpus y el juez Wightman los absolvió. En Prescott, nueve mineros que habían sido declarados culpables de haber alterado el orden público en St. Helens (Lancashire) estaban encarcelados y esperaban la celebración del juicio; cuando Roberts arribó fueron puestos en libertad inmediatamente. Todo esto sucedió durante la primera quincena de febrero. En abril, Roberts sacó de la misma manera a un minero de la prisión de Derby, después cuatro en la de Wakefield (Yorkshire) y otras cuatro de la de Leicester. Y así continuó hasta que esos Dogberries —para usar el nombre dado a esos jueces de paz según el personaje muy conocido de la comedia de Shakespeare Mucho ruido y pocas nueces, tuviesen para él algún respeto. Igual ocurrió con el sistema de pago en especie. Roberts llevó a esos propietarios de minas sin vergüenza, uno tras otro, ante el tribunal y obligó a los jueces de paz a condenarlos de grado o por fuerza; y entre ellos cundió tal miedo a este procurador general, rápido como el viento, que parecía dotado de tal ubicuidad que, por ejemplo en Belper, cerca de Derby, una firma en la que era usual el pago en especie fijó a su arribo el aviso siguiente:

Aviso
Mina de Carbón de Pentrich

Los señores Haslam estiman necesario hacer saber (a fin de evitar cualquier error) que todas las personas empleadas en sus minas reciben la totalidad de su salario en efectivo y pueden gastarlo dónde y cómo mejor les plazca. Si compran sus mercancías en la tienda de los señores Haslam, las obtendrán como en el pasado, a precios al por mayor, pero la dirección no espera que compren allí, y cualquiera que sea la tienda que elijan, les ofrecerán el mismo trabajo y el mismo salario.

Estas victorias llenaron de regocijo a toda la clase obrera y valieran a la Unión una multitud de nuevos miembros. Mientras tanto, la huelga proseguía en el norte. Nadie movía ni un dedo y Newcastle, el principal puerto exportador de carbón, se vio tan desprovisto del mismo, que fue necesario importarlo de la costa de Escocia, aunque en inglés to carry coal to Newcastle tiene el mismo significado que entre los griegos "llevar lechuzas a Atenas",  es decir, hacer algo enteramente superfluo. Al principio, todo iba bien mientras la Unión contaba con fondos, pero con la aproximación del verano la lucha se hizo más dura para los obreros. Sufrieron una miseria terrible; no tenían dinero, pues las contribuciones de los obreros de todas las ramas de trabajo no representaban gran cosa respecto al gran número de obreros parados; se endeudaron grandemente con los tenderos; toda la prensa, salvo algunos periódicos proletarios, estaba contra ellos; la burguesía, incluso la pequeña fracción de esa clase que hubiera tenido bastante sentido de equidad para apoyarlos, sólo oía mentiras sobre su situación al leer los periódicos venales liberales y conservadores. Una delegación de doce mineros partió para Londres y allí logró recolectar cierta suma entre el proletariado de la ciudad, pero también este dinero fue poca cosa debido a la cantidad de personas a socorrer; a pesar de todo, los mineros se mantuvieran firmes en sus posiciones y, lo que es más, permanecieron tranquilos y pacíficos pese a los actos de hostilidad y provocaciones de todo género de parte de los propietarios de minas y sus fieles servidores. No hubo ni un solo acto de venganza, ningún renegado a la causa obrera fue maltratado, no se cometió ni un robo. La huelga duraba desde hacía unos cuatro meses y los patronos no parecían tener perspectiva de llevar la ventaja. Les quedaba abierta una vía. Se acordaron del sistema de cottages; reflexionaron de pronto que las viviendas de los recalcitrantes eran de su propiedad. En julio despidieron a los obreros, y en una semana los 40 000 parados fueron lanzados a la calle. Esta medida fue aplicada con un salvajismo repugnante. Enfermos e inválidos, ancianos y criaturas de pecho —incluso las mujeres parturientas— fueron arrancados brutalmente de su cama y lanzados a la calle. Un agente se dio hasta el gusto de sacar de la cama por los cabellos a una mujer a punto de dar a luz y arrastrarla hasta la calle. Soldados y policías asistieron en masa a la operación, prestos a intervenir al menor indicio de resistencia o la menor señal de los jueces de paz que dirigían este salvaje procedimiento. Pero los obreros superaron también esta nueva prueba sin chistar. Se había esperado que hicieran uso de la violencia, se les incitó a la resistencia por todos los medios, a fin de tener al menos un pretexto para poner término a la huelga, haciendo que interviniera la tropa. Los obreros sin hogar, obedeciendo las exhortaciones de su procurador, permanecieron firmes, transportando sus muebles en silencio por tierras pantanosas o campos de rastrojos y se mantuvieron en sus trece. Algunos, que no habían hallado otro lugar, acamparon en las zanjas del camino, otros en tierras ajenas, por lo que fueron llevados ante la justicia y, so pretexto de que habían causado "daños que sumaban medio penique", fueron condenados a pagar una libra esterlina, cosa que evidentemente no podían hacer y por tanto fueron encarcelados. Así permanecieron durante ocho semanas y hasta más, hacia los finales del húmedo verano del año pasado (1844) a cielo descubierto con sus familias, sin otro techo para ellos y sus hijos que los trapos de sus camas y sin otros recursos que las modestas asignaciones de la Unión y el crédito limitado de los tenderos. Entonces Lord Londonderry quien posee importantes minas en Durham, amenazó colérico a los comerciantes de "su ciudad" (Seham) si continuaban concediendo crédito a "sus" obreros rebeldes. Este noble Lord fue por otra parte el bufón de todo el turnout debido a sus "ukases" ridículos y enfáticos, redactados en un estilo deplorable, que él dirigía de vez en cuando a los obreros, siempre sin otro resultado de provocar la risa de la nación. Cuando todo esto resultó ineficaz, los propietarios reclutaron obreros a gran costo, en Irlanda y en las regiones atrasadas del país de Gales para trabajar en las minas, y cuando de ese modo se restableció la competencia entre los trabajadores, fracasó la huelga. Los propietarios de minas los obligaron a dejar la Unión, a abandonar a Roberts y aceptar las condiciones que ellos les dictaron. Así terminó, a principios de septiembre, el gran combate de cinco meses que los mineros sostuvieron con los propietarios de minas —combate sostenido del lado de los oprimidos, con una tenacidad, una valentía y una sangre fría que causan admiración. ¡Qué grado de cultura realmente humana, de entusiasmo y de fuerza de carácter supone tal combate entre esa muchedumbre de 40 mil hombres que, como hemos visto, todavía en 1840 eran descritos, en el Children's Employment Report como enteramente rudos y depravados! ¡Pero cuán brutal debió ser la opresión para empujar a esos 40 000 hombres a levantarse como un solo hombre y como un ejército, no solamente disciplinado, sino también entusiasta, cuya voluntad unánime es la de proseguir la lucha con la mayor sangre fría y la mayor calma, hasta el momento en que una resistencia más prolongada no hubiera tenido sentido! ¡Y qué lucha, no contra los enemigos visibles, mortales, sino contra el hambre y la necesidad, la miseria y la falta de techo, contra sus propias pasiones exasperadas hasta la demencia por el salvajismo de los ricos! Si ellos se hubieran rebelado usando la violencia, careciendo de armas, hubieran sido masacrados inmediatamente, y sólo hubieran bastado unos días para que triunfaran los patronos. Ese respeto a la legalidad, no era el temor inspirado por las cachiporras de los constables, era la actitud calculada, la mejor prueba de la inteligencia y del dominio de sí mismos de los obreros.

Así, esta vez también los obreros sucumbieron pese a su resistencia excepcional ante el poderío de los capitalistas. Pero su lucha no fue en vano. Ante todo, ese turnout de 19 semanas arrancó a todos los mineros del norte de Inglaterra de la muerte intelectual en que se hallaban; ya no se duermen, defienden sus intereses y se unen al movimiento de la civilización, particularmente al movimiento obrero. Esa huelga, que por primera vez reveló plenamente la barbarie que usan los patronos contra ellos, ha dado a la oposición obrera en esa rama bases sólidas, y ha convertido al cartismo a por lo menos las tres cuartas partes de ellos; el apoyo que representa para los cartistas treinta mil hombres tan enérgicos y tan probados es verdaderamente precioso. Además, la tenacidad y el respeto a la ley que caracterizaron toda la huelga, junto a la agitación activa que la acompañó, han fijado a pesar de todo la atención del público sobre los mineros. Cuando se debatió la cuestión de los derechos sobre el carbón exportado, T'homas Duncombe, el único cartista convencido miembro de la Cámara de los Comunes, expuso la situación de los mineros ante el Parlamento, hizo que se diera lectura a su petición y, por su exposición, obligó a los periódicos de la burguesía a informar al público de modo objetivo sobre el debate parlamentario al respecto. Apenas terminada la huelga se produjo la explosión de Haswell; Roberts partió para Londres, obtuvo de Peel una audiencia, insistió como representante de los obreros en que se hiciera una investigación a fondo y logró obtener que los más grandes especialistas en geología y en química de Inglaterra, las profesores Lyell y Faraday, visitaran el lugar. Como poco después se produjeron otras explosiones y los documentos de Roberts fueron presentados de nuevo al primer ministro, éste prometió proponer, de ser posible en el siguiente período de sesiones del Parlamento (el de 1845), las medidas necesarias para la protección de los obreros. Jamás se hubiera logrado tal resultado si en el turnout esos hombres no hubieran dado pruebas de su amor por la libertad, si no hubieran ganado respeto y si no se hubieran asegurado la cooperación de Roberts.

Apenas conocida la noticia de que los mineros del norte habían sido forzados a renunciar a la Unión y despedir a Roberts, los mineros de la región de Lancashire se reunieron en una Unión de unos 10 000 obreros y garantizaron a su procurador general un sueldo de 1200 libras esterlinas al año. Durante el otoño del año anterior recolectaron más de 700 libras al mes, utilizando más de 200 para los sueldos, gastos judiciales, etc., y el resto para asignaciones de obreros parados, unos se hallaban sin trabajo, y otros habían dejado de trabajar debido a desacuerdos con su patrón. Así los obreros comprenden cada vez más, que unidos ellos también constituyen una fuerza respetable y son, en caso necesario, capaces de hacer frente a la fuerza de la burguesía. Tanto la "Unión" como la huelga de 1844 han permitido a todos los mineros de Inglaterra el llegar a esa toma de conciencia, que es el fruto de todos los movimientos obreros. Dentro de poco la diferencia de inteligencia y de energía que existe todavía actualmente a favor de los industriales habrá desaparecido, y los mineros del reino podrán compararse con ellos en todos los respectos. Poco a poco, un fragmento tras otro, el suelo es minado bajo los pies de la burguesía y en cierto tiempo todo el edificio del estado y de la sociedad se derrumbará y se hundirán los cimientos que le sirven de base.

Pero la burguesía quiere ignorar esas advertencias. La insurrección de los mineros la exasperó aún más; en lugar de ver en ello un progreso del movimiento obrero en general, en lugar de ser llevada a reflexionar, la clase poseedora no ha visto más que una ocasión de hacer estallar su cólera contra una clase de hombres lo suficientemente estúpidos para ya no mostrarse satisfechos del tratamiento que habían sufrido hasta entonces. Ella sólo vio en las justas reivindicaciones de los proletarios un menosprecio imprudente, una rebelión insensata contra "el orden divino y humano" y, en el mejor de los casos, un resultado, que tenía que reprimir con todas sus fuerzas, de la acción de los demagogos malintencionados, que viven de la agitación y son demasiado perezosos para trabajar. Ella ha intentado —naturalmente sin éxito— hacer aparecer a los ojos de los obreros a hombres como Roberts y como los agentes de la asociación, asalariados por ésta, como astutos estafadores, deseosos de extraerles a los pobres obreros hasta el último centavo. Si tal es la locura de la clase poseedora, si la ventaja que tiene actualmente la ciega hasta el punto en que es incapaz de ver las señales más evidentes de los tiempos, tenemos verdaderamente que renunciar a toda esperanza de una solución pacífica del problema social en Inglaterra. La única solución posible es una revolución violenta que, es enteramente seguro, no tardará.

EL PROLETARIADO AGRÍCOLA

Ya hemos visto, en la introducción que el pequeño campesinado fue arruinado al mismo tiempo que la pequeña burguesía y que desapareció el bienestar que habían disfrutado los obreros hasta ese momento; es que en efecto fue rota la conjunción anterior del trabajo industrial y del trabajo agrícola, las tierras no cultivadas fueron agrupadas en grandes dominios y los pequeños agricultores fueron suplantados por la competencia aplastante de las grandes explotaciones rurales. En lugar de ser ellos mismos propietarios territoriales o cultivadores, como había sido el caso hasta entonces, fueron obligados a abandonar sus explotaciones, se vieron obligados a abandonar sus tierras y colocarse de criados entre los grandes cultivadores o propietarios de un dominio. Durante cierto tiempo, esa situación, aunque no tan buena como la anterior, fue para ellos soportable. La expansión de la industria equilibró el crecimiento de la población hasta que, finalmente, el progreso industrial comenzó a moderarse y los perfeccionamientos continuos introducidos en el maquinismo incapacitaron a la industria para absorber todo el excedente de fuerza de trabajo originaria de las regiones agrícolas. A partir de ese momento la miseria, que sólo había hecho estragos en los distritos industriales y solamente por períodos, hizo su aparición igualmente en las regiones agrícolas. Además, poco más o menos por la misma época, llegó a su fin la guerra con Francia que había durado 25 años; la reducción de la producción en los teatros de operaciones, el bloqueo de las importaciones y la necesidad de abastecer al ejército inglés en España habían dado a la agricultura un desarrollo artificial, y sustrajo al trabajo una gran cantidad de mano de obra. El cese de las importaciones, la necesidad de exportar y la escasez de obreros terminaron súbitamente y la necesaria consecuencia de ello fue lo que los ingleses llamaron the agricultural distress, la miseria agrícola. Los agricultores tuvieron que vender el trigo a bajo precio y sólo podían pagar bajos salarios. Para mantener los precios del trigo a un nivel elevado se promulgaron en 1815 las leyes de granos que prohibían la importación de trigo mientras su precio fuere inferior a 80 chelines el quarter. Estas leyes, que evidentemente resultaron inoperantes, fueron modificadas ulteriormente varias veces, sin poder atenuar la miseria que reinaba en los distritos agrícolas. Todo lo que consiguieron fue hacer crónica la enfermedad que hubiera resultado aguda y habría tenido sus crisis de haber podido operar la libre competencia de los países extranjeros, y hacer que la situación ejerciera una presión uniforme, pero siempre penosa, sobre los obreros agrícolas.

En el período que siguió inmediatamente al nacimiento del proletariado agrícola se asistió en esas regiones al desarrollo de relaciones patriarcales, que al mismo tiempo fueron destruidas por la industria —se trata de las relaciones que existen aún hoy día casi por todas partes en Alemania entre el campesino y sus mozos de labranza. Mientras existieron, la miseria fue menor y más rara entre los trabajadores; los mancebos compartían la suerte de los agricultores y no eran despedidos sino en casos de miseria extrema. Pero es distinto hoy día. Esas personas son casi todas jornaleros empleados por los cultivadores cuando éstos tienen necesidad de ellos, y por consecuencia a menudo no tienen trabajo durante semanas, sobre todo en invierno. En los tiempos en que existían las relaciones patriarcales, los mozos de labranza y su familia vivían en la finca y allí crecían sus hijos; por tanto es natural que el cultivador diera trabajo en su finca a la nueva generación; en este caso, los jornaleros eran la excepción y no la regla, y en cada finca había más trabajadores de los que realmente hacían falta, si analizamos las cosas objetivamente.

Por eso el cultivador tenía interés en abolir esas relaciones, despedir al mozo de labranza de su finca y transformarlo en jornalero. Este fue un fenómeno casi general hacia finales de los años 20 de ese siglo y la consecuencia de ello fue, para emplear el lenguaje de la física, que el excedente de población hasta entonces "latente" fue liberado, se redujeron los salarios y el impuesto para socorrer a los pobres fue aumentado en enormes proporciones. A partir de ese momento los distritos agrícolas devinieron en centro principal del pauperismo permanente, del mismo modo que los distritos industriales eran los del pauperismo intermitente; y la transformación completa de la ley de pobres fue la primera medida que los poderes públicos tuvieron que tomar contra el empobrecimiento de las comunas rurales que aumentaba de día en día. Además, la extensión constante del sistema de cultivos en gran escala, la utilización de trilladoras y otras máquinas agrícolas y la generalización del empleo de mujeres y niños en la labranza de las tierras —tan importante que recientemente una comisión oficial especial ha investigado sus consecuencias— han reducido al desempleo en este caso a un gran número de obreros. Vemos, pues, que también en este campo el sistema de la producción industrial logra imponerse por la explotación en gran escala, la supresión de las relaciones patriarcales cuya importancia aquí es extrema y el empleo de máquinas, la utilización de la energía producida por el vapor y el trabajo de las mujeres y los niños, arrastrando al movimiento revolucionario a la última fracción de la clase trabajadora que permanecía estable. Pero ahora la carga cae tanto más pesadamente sobre los hombros del obrero, y la desorganización de la antigua estructura social ha sido tanto más violenta cuanto que la agricultura había conservado durante más tiempo su estabilidad. "El excedente de población" se hace realidad bruscamente, y no fue posible absorberlo aumentando la producción, como fue el caso en las regiones industriales. Siempre se podía crear nuevas fábricas si había demanda para sus productos, pero no era posible crear nuevas tierras. El cultivo de tierras comunales inexplotadas era una especulación demasiado arriesgada para que se invirtieran en ellas muchos capitales desde el advenimiento de la paz. Se seguía fatalmente que la competencia entre los obreros se llevara a su punto culminante, y que el salario cayera a su nivel mínimo. Mientras estuvo en vigor la antigua ley de pobres, las cajas de beneficencia entregaban a los obreros una cantidad complementaria. Esa medida, evidentemente, hizo bajar aún más el salario, porque los cultivadores buscaban que las cajas pagaran la mayor parte posible del salario. El restablecimiento del impuesto en favor de los pobres que imponía el excedente de población fue ampliado aún más, y la nueva ley de pobres, sobre la cual volveremos, se hizo una necesidad. Pero no fue para arreglar las cosas. El salario no fue aumentado, y resultaba imposible hacer desaparecer la población excedente, y la crueldad de la nueva ley no hizo más que exasperar al pueblo en el más alto grado. El impuesto para los pobres que había bajado al comienzo, alcanzó unos años más tarde su nivel de antaño. El único resultado fue que si antes había de 3 a 4 millones de semindigentes, ahora había un millón que lo era enteramente, mientras que los demás, que seguían siendo medio indigentes, ahora ya no recibían el menor socorro. La miseria de las regiones agrícolas no ha hecho más que crecer de año en año. La gente vive en la peor miseria, familias enteras tienen que arreglárselas con 6, 7 u 8 chelines a la semana, y a veces no tienen ni un centavo. Veamos la descripción que ha hecho un miembro del Parlamento de la situación de esa población desde 1830:
Campesino inglés y pobre, son expresiones sinónimas. Su padre era pobre y la leche materna no tenía ningún valor nutritivo. Desde su infancia, sólo ha tenido mala alimentación y siempre se ha quedado con hambre; ahora todavía siente casi siempre, salvo cuando duerme, la tortura de un hambre jamás aplacada. Está medio desnudo, ya no tiene lumbre para cocinar sus escasas comidas y, pasado el verano, el frío y la humedad reinan en su hogar hasta que mejora el estado del tiempo. Está casado, pero no conoce las alegrías del padre y esposo; su mujer y sus hijos, hambrientos, raramente abrigados, con frecuencia enfermos y sin recursos, casi siempre preocupados como él, son naturalmente codiciosos, egoístas e irritantes, y para emplear sus propias palabras, "él odia mirarse a sí mismo", y no regresa a su choza sino porque ésta le ofrece una protección más eficaz contra el viento y la lluvia. Tiene que dar de comer a su familia, le es imposible hacerlo, lo que implica la mendicidad, oscuros expedientes de todo género, y acaba por desarrollar en él una astucia perfecta. Si lo deseara, no tendría el valor de convertirse en un cazador furtivo o en un contrabandista de envergadura como hombres de su clase más enérgicos; pero, dadas las circunstancias, roba y enseña a sus hijos a robar y a mentir. Su comportamiento obsequioso y servil con respecto a sus vecinos ricos muestra que ellos lo tratan con dureza y sospecha. Esa es la razón por la cual él los teme y los odia, pero jamás empleará la violencia para causarles algún perjuicio. Es totalmente depravado, y ha sido demasiado humillado para tener todavía la energía del despecho. Su miserable existencia es breve, el reumatismo y el asma lo conducen al hospicio, donde exhalará el último suspiro sin tener el menor recuerdo agradable, cediendo el lugar a otro desdichado que vivirá y morirá exactamente como él.

 Nuestro autor añade que además de esta clase de jornaleros agrícolas hay otra, un poco más enérgica y mejor dotada física, intelectual y moralmente; se trata de aquellos que llevan desde luego la misma existencia, pero que no han nacido en esa miseria. Según él, atienden mejor a su familia, pero se han convertido en contrabandistas y ladrones, que a menudo entran en conflicto sangriento con guardabosques y aduaneros de la costa. Las veces que han estado en la cárcel (que a menudo ha sido su domicilio) les han enseñado a odiar todavía más a la sociedad y en su odio a los poseedores son enteramente parecidos a los de la primera categoría. Y concluye:

Y es por cortesía que se designa a esta clase en su conjunto como 'el intrépido campesino de Inglaterra (expresión de Shakespeare).

Hasta la fecha, esa descripción es todavía válida para la mayoría de los jornaleros de las regiones agrícolas. En junio de 1844, el Times envió a un corresponsal a esas regiones encargado de relatar las condiciones de vida de esa clase, y su informe concuerda enteramente con el que precede. En esas regiones, el salario semanal no pasaba de 6 chelines, tampoco el de numerosas regiones de Alemania, mientras que los precios de los artículos de primera necesidad son por lo menos dos veces más elevados en Inglaterra. Puede uno imaginar la vida que lleva esa gente. Alimentación mala y escasa, la ropa en harapos, casas exiguas y miserables —una pequeña choza de una pobreza extrema, sin la menor comodidad— y para la gente joven, albergues donde hombres y mujeres son apenas separados, lo cual incita a las relaciones ilícitas.

Dos o tres días sin trabajar por mes deben necesariamente sumir a esas personas en la más profunda miseria. Además, no pueden asociarse para mantener el salario a un nivel elevado, porque viven dispersos, y si uno de ellos rehusa trabajar por un salario insuficiente, hay docenas de desempleados y de pensionados de Casas de Pobres que se alegrarían del salario que les ofrecieran, mientras que la administración de la Asistencia pública niega al obrero descontento, considerado como un holgazán perezoso y desvergonzado, toda ayuda del hospicio que él detesta; pues entre los administradores de la Asistencia hay cultivadores, y únicamente de ellos o de sus vecinos él puede obtener trabajo. Y no es solamente de uno o dos distritos agrícolas ingleses que nosotros recibimos informes de ese género; al contrario, la miseria es tan grande en el sur como en el este, en el norte y el oeste. La situación de los trabajadores de Suffolk y de Norfolk es exactamente la misma que la de los trabajadores de Devonshire, de Hampshire y de Sussex; el salario es tan bajo en Dorsetshire y Oxfordshire como en Kent, Surrey, la región de Buckingham y Cambridge.

Existe en Inglaterra una disposición legal particularmente bárbara que se aplica al proletariado agrícola: son las leyes de caza, más rigurosas en Inglaterra que en cualquier otra parte, mientras que al mismo tiempo la abundancia de caza supera la imaginación. El campesino inglés, quien según hábitos y costumbres antiguos no ve en la caza sino una expresión muy natural y noble de valor y de audacia, se siente por ello aún más incitado por el contraste entre su propia miseria y el "pues tal es nuestro buen placer" del Lord quien mantiene millares de liebres y aves para su placer personal. El campesino pone trampas para aves, o a veces las mata con escopeta. En realidad no causa ningún perjuicio al Lord, que no sabe qué hacer con ellas; pero, para él, trabajador, representa un asado para su familia hambrienta. Si lo cogen, va a la cárcel; en caso de reincidencia es desterrado por lo menos siete años. El rigor de esas penas suscita frecuentemente conflictos sangrientos con los guardabosques, de ahí que cada año haya una serie de muertes. El oficio de guardabosques no sólo ha llegado a ser peligroso, sino también desacreditado y deshonroso. El año pasado, dos guardabosques prefirieron darse un tiro en la cabeza antes que continuar ejerciendo su oficio. A ese precio vil la aristocracia terrateniente disfruta los nobles placeres de la caza, ¿Pero qué les importa a los nobles lords of the soil? Ellos no se preocupan de que hayan algunos "superfluos" más o menos, y si la mitad de esos "superfluos" fuese suprimida como consecuencia de las leyes de caza, eso será beneficioso para la otra mitad, tal es el razonamiento filantrópico de los propietarios ingleses.

Pero aunque las condiciones de vida rurales, la dispersión de la vivienda, la estabilidad del medio, del modo de trabajo, y por ende de las ideas, constituyen otros tantos factores desfavorables a toda evolución; la pobreza y la miseria producen también sus frutos. Los obreros industriales y los mineros superaron rápidamente la primera fase de la oposición al régimen social, traduciéndose la rebelión inmediata del individuo por el crimen; pero todavía hoy día los campesinos se hallan en esa primera etapa. Su método preferido en la guerra social es el incendio intencional. Durante el invierno de 1830-1831, que siguió a la revolución de julio, dichos incendios se generalizaron por primera vez, luego de los disturbios que estallaron desde principios de octubre en Sussex y los condados vecinos debido al esfuerzo de la policía costera (lo cual hacía el contrabando más difícil y "arruinó la costa" para usar la expresión de un arrendatario), y debido asimismo a innovaciones introducidas en la administración de la asistencia, los bajos salarios y la introducción de máquinas que habían provocado una intensa emoción en toda la región. Durante el invierno, los cultivadores vieron arder sus pilas de trigo y de heno en los campos, y hasta los establos y las granjas fueron incendiados. Casi cada noche estallaban dos o tres de esos incendios, extendiéndose el terror entre los cultivadores y los terratenientes. Los autores casi nunca fueron descubiertos y el pueblo los atribuyó a un personaje mítico a quien dio el nombre de Swing. La gente se devanaba los sesos pensando quién era Swing, lo que podía muy bien causar la cólera de los pobres en los distritos agrícolas; pocos fueron los que pensaron en esa gran fuerza motriz, la miseria, la opresión; seguramente nadie pensó en ello en los propios distritos agrícolas. Desde ese año, los incendios se suceden cada invierno, que es un período de paro forzoso para los jornaleros. Durante el invierno de 1843-1844, fueron de nuevo excepcionalmente frecuentes. Tengo a la vista una serie de números del Northern Star de ese período, cada uno de los cuales informa de varios incendios con indicación de la fuente. Me faltan los números de ese periódico semanal que no aparecen en la lista siguiente, pero seguramente relatan un gran número de casos parecidos. Por lo demás, una publicación de esa clase no puede señalarlos todos. Northern Star del 25 de noviembre de 1843: dos casos, y se habla de varias más ocurridos con anterioridad; 16 de diciembre: en el condado de Bedforshire, después de 15 días, conmoción general debido a frecuentes incendios, se producen varios cada noche. Durante esos últimos días, dos grandes fincas fueron quemadas completamente. En Cambridgeshire, cuatro grandes fincas; en Hertfordshire una y además, quince incendios en diferentes zonas. El 30 de diciembre, en Norfolk uno; en Suffolk dos; en Essex dos; en Herts tres; en Cheshire uno; en Lancashire uno; en Derby, Lincoln y el sur doce incendios. 6 de enero de 1844: diez en total; 13 de enero: siete; 20 de enero: cuatro incendios. A partir de esa fecha el periódico describe cada semana tres o cuatro incendios por término medio, y no solamente hasta la primavera, como ocurría antes, sino hasta julio y agosto, y los periódicos ingleses que he recibido desde entonces, así como los relatos de periódicos alemanes, prueban que ese género de delito va en aumento según se aproxima el invierno de 1844-1845. ¿Qué dicen mis lectores de semejante situación en los tranquilos e idílicos distritos rurales de Inglaterra? ¿Se trata o no de la guerra social? ¿Es ese un estado de cosas natural, susceptible de prolongarse? Y sin embargo, los cultivadores y los terratenientes son tan estúpidos y testarudos, tan ciegos a todo lo que no haga deslizarse dinero contante y sonante en sus bolsillos, como lo son los patronos de las regiones industriales y los burgueses en general. Si estos prometen a sus obreros el oro y el moro de la abrogación de las leyes de granos, los terratenientes y un gran número de cultivadores prometen a los suyos el paraíso del mantenimiento en vigor de esas leyes. Pera en ambos casos, los propietarios no logran engañar a los obreros. Al igual que los obreros fabriles, los jornaleros agrícolas se burlan perdidamente de la abrogación o del mantenimiento de las leyes de granos. Sin embargo, la cuestión es importante para ambas categorías. Si se abrogan las leyes de granos, la libre competencia, régimen económico de la sociedad actual, será en efecto llevada al extremo; toda evolución ulterior dentro del marco de las relaciones existentes en la actualidad será entonces paralizada, y la única posibilidad de progreso residirá entonces en un trastorno radical de la estructura social. Para los jornaleros agrícolas la cuestión presenta igualmente la importancia siguiente: la liberación de las importaciones de trigo determina —no puedo describir aquí por qué mecanismo— la emancipación de los cultivadores frente a los terratenientes, es decir, la transformación de los cultivadores tories en cultivadores liberales. La Liga contra las Leyes de Granos —y -ese es su único mérito— ha preparado notablemente el camino para esta evolución. Pero si los cultivadores devienen liberales, o sea, burgueses conscientes, los jornaleros se convertirán necesariamente en cartistas y socialistas, es decir, proletarios conscientes. Lo una no va sin lo otro. El hecho de que un movimiento nuevo ha comenzado ya a manifestarse dentro del proletariado agrícola lo demuestra una reunión organizada por el conde Radnor, terrateniente liberal, en octubre de 1844 cerca de Highworth donde se halla su dominio, para aprobar decisiones contra las leyes de granos y en la que los obreros, completamente indiferentes a la cuestión de esas leyes, reclamaron algo muy distinto, especialmente el cultivo a bajo precio de parcelas por ellos mismos, diciéndole además al Conde Radnor amargas verdades en la cara. Se ve que el movimiento de la clase trabajadora gana igualmente las regiones agrícolas retiradas, estables, intelectualmente muertas, y dada la miseria que reina en ellas, se implantará pronto con tanta solidez y resolución como en los distritos industriales.

Por lo que toca al grado de religiosidad de los jornaleros agrícolas, son ciertamente más creyentes que los obreros fabriles, pero ellos viven en muy malos términos con la iglesia; pues en esas regiones casi todos los fieles pertenecen a la iglesia anglicana. Un corresponsal del Morning Chronicle, que ha publicado artículos bajo el título "Un hombre que ha respirado con fatiga detrás del arado" sobre las regiones agrícolas que él había recorrido relata, entre otras, la conversación que tuvo con algunos jornaleros al salir de la iglesia.

Pregunté a una de esas personas si el predicador del día era su propio pastor. "Sí, desde luego, es nuestro cura, no para de mendigar, siempre ha mendigado desde que lo conozco." (Él acababa, en efecto, de predicar en favor de una misión para convertir a los paganos.) "Y desde que yo lo conozco, también, añadió otro, jamás he conocido a ningún cura que no haya mendigado por un motivo u otro. Sí, dijo una mujer que salía en ese momento de la iglesia, y vea cómo los salarios bajan, y vea a los ricos holgazanes con los cuales los curas van a comer, beber y cazar. Además, Dios es testigo, pero estamos prestos a ir al hospicio y a morir de hambre antes que dar un centavo para los curas misioneros. ¿Y por qué, dijo otro, por qué no envían allá a los sacerdotes que chillan todos los días en la catedral de Salisbury a nadie más que las paredes? ¿Por qué ellos no van de misioneros entre los paganos? Ellos no van, dijo el viejo que yo había interrogado primeramente, porque son ricos, tienen más tierras de las que necesitan; ellos quieren dinero para deshacerse de los pastores pobres; yo sé bien lo que ellos quieren, hace mucho tiempo que lo sé. Pero veamos, mis buenos amigos, les dije, seguramente ustedes no abandonan siempre la iglesia con pensamientos tan amargos respecto a su predicador, ¿no? Nos vemos obligados, respondió la mujer, a asistir a la iglesia si no queremos perderlo todo, el trabajo y todo, eso nos obliga." Comprobé más tarde que ellos obtenían algunas ventajas pequeñas respecto al derecho de cortar leña y, mediante pago, una parcela de tierra donde cultivar patatas, a condición de ir a la iglesia.
Luego de haber descrito su pobreza y su ignorancia, el corresponsal concluye:
Y ahora yo afirmo resueltamente que la situación de esas personas, su pobreza, su odio a la iglesia, su docilidad aparente y su profunda amargura constituyen la regla en todos los distritos rurales de Inglaterra, y que lo contrario no es sino la excepción.

Si bien el campesinado de la Inglaterra propiamente dicho nos muestra las consecuencias que tiene sobre las condiciones de vida en los distritos rurales la existencia de un numeroso proletariado agrícola al lado de grandes propiedades, en el país de Gales comprobamos la presencia de pequeños cultivadores. Si los distritos rurales ingleses son una imagen fiel del antagonismo entre proletarios y grandes capitalistas, la situación de los campesinos galeses corresponde a la decadencia cada vez más marcada de la pequeña burguesía ciudadana. En el país de Gales, no hay, por decirlo así, sino pequeños cultivadores que no pueden vender con igual ganancia sus productos a precios tan bajos como los grandes cultivadores, que son sus competidores en el mercado. Además, la naturaleza del país en muchos lugares sólo permite la cría de ganado, que es una actividad menos remuneradora; y los galeses, aunque sólo sea con motivo de su particularismo nacional que les tan querido, son mucho menos inclinados a todo cambio que los cultivadores ingleses. Pero sobre todo, la competencia que se hacen entre ellos y la que hacen a sus vecinos ingleses y el aumento de la renta territorial que resulta de ello, los hace caer tan bajo que apenas pueden subsistir; y al no comprender la verdadera causa de su triste situación, la buscan en todo género de factores secundarios, tasas elevadas de peaje, etc., que desde luego obstaculizan el desarrollo de la agricultura y del tráfico, pero del cual tiene en cuenta en sus cálculos todo el que firme un arrendamiento, y que por consiguiente son pagados, hablando con propiedad, por el terrateniente. Además, la nueva ley de pobres ha devenido un objeto de odio sólido para los cultivadores también, porque ellos mismos siempre corren el riesgo de que se les aplique. En febrero de 1843, el descontento de los campesinos galeses se manifestó en los célebres "disturbios de Rebecca", hombres vestidos de mujeres y rostros ennegrecidos, asaltaron en bandas numerosas y armadas las puertas que en Inglaterra hacen de barreras de peaje, las rompieron en medio de gritos de alegría y de disparos, demolieron igualmente las taquillas de los cobradores, escribieron amenazas firmadas con el nombre imaginario de "Rebecca" y llegaron hasta asaltar el hospicio de Carmarthen. Cuando más tarde se llamó a los soldados y la policía fue reforzada, ellos condujeron con suma habilidad operaciones de distracción, y mientras destruían en un lugar los soldados marchaban en dirección opuesta engañados por alarmas falsas, finalmente hubo incendios individuales y hasta tentativas de asesinato. Como siempre, esos delitos más graves hicieron fracasar el movimiento. Muchos le retiraron su apoyo por desaprobación, otros por miedo, y la calma se restableció por sí misma. El gobierno envió una comisión para investigar la cuestión y sus orígenes y todo terminó. Sin embargo, la pobreza de los campesinos sigue siendo la misma, y como en las condiciones actuales no puede disminuir sino agravarse, llegado el caso dará lugar a hechos más graves que la mascarada humorística que significó "Rebecca".

Si en Inglaterra hemos podido observar los resultados del cultivo en gran escala, y en el país de Gales los del sistema de la pequeña finca arrendada, en Irlanda vemos las consecuencias de la parcelación de las tierras. La gran mayoría de la población irlandesa se compone de pequeños agricultores que han arrendado una miserable cabaña de argamasa de barro y paja sin ningún tabique interior y un pequeño sembrado de patatas que es estrictamente lo justo para procurarles el mínimo de alimentación para el invierno. Dada la competencia feroz entre esos pequeños agricultores, el precio del arrendamiento ha alcanzado un nivel inaudito: el doble, el triple, el cuádruple del vigente en Inglaterra. Porque todo jornalero busca convertirse en arrendatario, y aunque la división de las tierras ya es muy considerable, todavía hay un gran número de jornaleros que quieren arrendar. Si bien en Gran Bretaña la superficie cultivada es de 32 millones de acres ingleses, y en Irlanda de 14 millones solamente, y la Gran Bretaña cosecha anualmente productos agrícolas valorados en 150 millones de libras esterlinas, e Irlanda por un valor de 36 millones solamente, hay en Irlanda 75 000 jornaleros agrícolas más que en la isla vecina. Esta desproporción excepcional muestra claramente con qué ferocidad debe desarrollarse la lucha por la tierra en Irlanda, sobre todo si se tiene presente que los jornaleros ingleses viven ya en una extrema miseria. Las consecuencias de esa competencia son naturalmente un nivel de precios de arrendamiento tan elevado que los arrendatarios apenas pueden vivir mejor que los jornaleros. Así, el pueblo irlandés es mantenido en una miseria agobiante cuyas condiciones sociales no le permiten evadirse. La gente vive en establos de argamasa de barro apenas suficientes para albergar el ganado, casi no tienen qué comer durante el invierno o, según el informe citado, tienen durante treinta semanas suficientes patatas para comer a medias, y absolutamente nada para las veintidós semanas restantes. Cuando en la primavera llega el momento en que la reserva se agota o resulta no apta para el consumo humano, porque las patatas comienzan a germinar, la mujer sale con sus hijos a mendigar por toda la región, caldero en mano, mientras que el marido, una vez terminada la siembra, busca trabajo en el propio país o en Inglaterra y vuelve a su familia en la época de la cosecha. Así es como vive el 90% de la población rural irlandesa. Son pobres como ratones de iglesia, visten los harapos más miserables y su nivel intelectual es lo más bajo que se puede imaginar en un país semicivilizado. De acuerdo con el informe citado, para una población de 8 500 000 habitantes, 585 000 padres de familia viven en la indigencia más completa, y según otras fuentes citadas por el sheriff Alison, en Irlanda hay 2 300 000 personas que no pueden vivir sin asignaciones públicas o privadas; por consecuencia, ¡el 27% de los habitantes son indigentes!

La causa de esa pobreza reside en las condiciones sociales existentes, particularmente en la competencia, que reviste simplemente aquí una forma diferente, la de la división de las tierras. Uno se ve obligado a hallar otras causas; se afirma que la causa de ello es la situación del arrendatario frente al terrateniente, quien da en arrendamiento sus dominios divididos en grandes parcelas a cultivadores que tienen ellos mismos sus subarrendatarios y sus subarrendatarios, de modo que a menudo hay hasta intermediarios entre el terrateniente y el que cultiva la tierra propiamente dicho; se ha aseverado que responsable de esa miseria era la ley, verdaderamente escandalosa, que da al terrateniente, si su arrendatario más inmediato no paga, el derecho de desalojar al que realmente cultiva la tierra, aun cuando este último haya pagado la renta a su propio arrendador. Pero esa ley, en realidad, no determina sino la forma bajo la cual se manifiesta la miseria. Transforme usted a los pequeños arrendatarios en terratenientes, ¿cuáles serán las consecuencias de ello? La mayoría no podrá vivir de su parcela, aun cuando ya no tenga que pagar arrendamiento, y las varias mejoras eventuales serán de nuevo en algunos años compensadas por el crecimiento rápido y constante de la población. Aquellos cuyas condiciones de vida sean mejores, verán a sus hijos crecer, en tanto que actualmente mueren desde la más tierna edad debido a la miseria y la penuria. Se ha afirmado, por otra parte, que la vergonzosa opresión ejercida sobre el pueblo por los ingleses era la causa de la miseria. Desde luego, Inglaterra es responsable de que la pobreza haya aparecido un poco más temprano, pero no de su aparición propiamente dicha. O bien, se acusa a la Iglesia oficial protestante impuesta a esa nación católica; repártanse sus deducciones entre todos los irlandeses y no se llegará siquiera a dos táleros per capita. Por otra parte, el diezmo es un impuesto sobre la propiedad raíz, no sobre el cultivador aunque éste lo haya pagado antes; ahora —luego de la ley de Conmutación de 1838— es el propietario quien lo paga directamente y él lo recarga al monto del arrendamiento, de modo que el arrendatario no sale mejor librado. Y así por el estilo: se citan muchas otras causas difíciles de probar. La pobreza es una consecuencia necesaria de las instituciones sociales existentes y fuera de ellas no se pueden buscar causas sino por la manera en que se manifiesta la pobreza, pero no por la pobreza en sí. Ahora bien, el carácter nacional del pueblo y su evolución histórica es lo que hace que las causas de la pobreza en Irlanda se manifiesten de esa forma y no de otra. Los irlandeses son un pueblo cuyo carácter se asemeja al de las naciones latinas, los franceses y sobre todo los italianos. Ya hemos visto cómo Carlyle describe los defectos de su carácter nacional; veamos ahora lo que dice un irlandés que al menos se halla un poco más cerca de la verdad que nuestro germanófilo Carlyle :

Ellos muestran agitación excesiva y sin embargo son indolentes; son despiertos e indiscretos, impetuosos, impacientes, y carecen de previsión; valerosos por instinto, generosos, sin mucha reflexión; prontos a vengar en un santiamén una afrenta o a perdonarla, a sellar o a romper una amistad; la naturaleza les ha prodigado el genio, pero ha sido mezquina en cuanto al juicio.

Entre los irlandeses, es claramente el sentimiento, la pasión lo que predomina: la razón debe plegarse a ello. Su carácter sensual, excitable no deja lugar a una reflexión madura, a una actividad tranquila y de larga duración un pueblo de esa índole no vale nada para la industria tal como se la practica actualmente. Por eso se han quedado en la agricultura y, para eso, al nivel más bajo en esa actividad. La existencia de pequeñas parcelas que no son, como en Francia o en Renania, el resultado de la división artificial de los grandes dominios, sino que han existido siempre en Irlanda, no permitía mejorar el suelo mediante la inversión de capitales; por eso, según Alison, se necesitarían 120 millones de libras para que la tierra de Irlanda alcanzara el nivel de productividad —con todo no muy elevado— logrado por el suelo inglés. Los inmigrantes ingleses que hubieran podido elevar el nivel intelectual del pueblo irlandés se han limitado a explotarlo de la manera más brutal; y mientras que la inmigración irlandesa ha aportado a la nación inglesa un fermento que producirá sus frutos más tarde, Irlanda tiene muy poco que agradecer a la inmigración inglesa.

Los intentos de la nación irlandesa para escapar a su decadencia actual se traducen, de una parte, en la actividad criminal que impera en los distritos rurales, y consiste mayormente en el asesinato de los enemigos más directos: apoderados de terratenientes, o sus dóciles servidores, protestantes intrusos, hacendados, cuyos dominios se componen de las tierras de sembrar patatas de un centenar de familias desalojadas, etc., asesinatos que son frecuentes sobre todo en el sur y el oeste; de otra parte, por la Repeal-Agitation. Según lo que hemos dicho anteriormente, está claro que los irlandeses incultos ven fatalmente en los ingleses sus enemigos más inmediatos y que para ellos su primer paso debe ser la conquista de la independencia nacional. Pero está igualmente claro que ningún Repeal podría suprimir de golpe la miseria, y todo lo que puede demostrar es que las causas de la miseria irlandesa, que actualmente todavía parecen exteriores al país, deben buscarse dentro del mismo. Dejo pendiente la cuestión de saber si la realización del Repeal es necesaria para ayudar a los irlandeses a esa toma de conciencia. Hasta el presente, ni el cartismo ni el socialismo han tenido mucho éxito en Irlanda.

Termino aquí mis consideraciones sobre Irlanda tanto más rápidamente cuanto que la agitación de 1843 por el Repeal y el proceso O'Connell han dado la oportunidad a Alemania de conocer cada vez más la miseria irlandesa. Hemos analizado el proletariado de las islas británicas en todos los sectores de actividad y hemos descubierto por todas partes la miseria y la necesidad, por todas partes hemos descubierto condiciones de vida absolutamente inhumanas. Hemos visto cómo el descontento ha nacido, ha crecido y se ha desarrollado y organizado con el proletariado, hemos asistido a luchas abiertas, sangrientas o no, entre el proletariado y la burguesía. Hemos examinado los principios que determinan el destino, las esperanzas y los temores de los proletarios, y hemos descubierto que no hay ninguna perspectiva de mejora de su situación. Hemos tenido la ocasión de observar aquí y allá el comportamiento de la burguesía con respecto al proletariado y hemos comprobado que sólo se preocupa de ella misma y no busca más que su propio interés. Sin embargo, a fin de no caer en la injusticia, ahora vamos a examinar más detenidamente su manera de obrar.

LA POSICIÓN DE LA BURGUESÍA FRENTE AL PROLETARIADO

Cuando hablo aquí de la burguesía, incluyo en ella al propio tiempo lo que se llama la aristocracia, pues ésta no es aristocracia, no tiene privilegios sino respecto a la burguesía, pero no respecto al proletariado. El proletario sólo ve en esas dos categorías de personas al poseedor, es decir, al burgués. Al lado del privilegio de la propiedad, todos los demás privilegios se borran. La única diferencia es que el burgués propiamente dicho se opone al obrero de las fábricas y en parte al de las minas, y, como hacendado, al jornalero agrícola igualmente, en tanto que aquel que se llama aristócrata sólo tiene contacto con los proletarios agrícolas y sólo con una parte de los proletarios de las minas.

Jamás he visto una clase tan profundamente desmoralizada, tan irremediablemente podrida e interiormente roída de egoísmo, tan incapaz del menor progreso, como la burguesía inglesa, y entiendo por ello sobre todo la burguesía propiamente dicha, particularmente la burguesía liberal, que quiere abrogar las leyes de granos. Para ella no existe nada en el mundo que no sea por el dinero, sin la excepción de ella misma, pues sólo vive para ganar dinero y nada más, no conoce otra felicidad que la de hacer una rápida fortuna, ningún otro sufrimiento que el de perder dinero. Con semejante rapacidad y semejante codicia es imposible que exista un sentimiento, una idea humana que no sean mancillados. Desde luego, los burgueses ingleses son buenos esposos y buenos padres de familia, poseen asimismo todo género de "virtudes privadas" como se dice, y, en las relaciones de la vida corriente parecen tan respetables y correctos como todos los demás burgueses; incluso en los negocios, se puede tratar mejor con ellos que con los alemanes; ellos no regatean ni discuten tanto como nuestros tenderos, ¿pero qué importa todo eso? En última instancia, el único factor decisivo sigue siendo el interés particular y especialmente el deseo de ganar dinero. Un día yo entraba en Manchester con uno de esos burgueses y discutía con él la construcción deplorable; insalubre; el estado espantoso de los barrios obreros y le manifestaba que jamás había visto una ciudad tan mal planeada. El hombre me escuchó tranquilamente, y al despedirnos en la esquina de una calle me dijo: Y a pesar de todo, aquí se gana muchisimo dinero. ¡Adiós, señor! Al burgués le importa un bledo si sus obreros se mueren de hambre o no, con tal de que él gane dinero. Todas las condiciones de vida son evaluadas según el criterio del beneficio, y todo lo que no procure dinero es idiota, irrealizable, utópico. Por eso la economía política, ciencia que estudia los medios de ganar dinero; es la ciencia preferida de esos judíos usureros. Todos son economistas. La relación entre el industrial y el obrero no es una relación humana, sino una relación puramente económica. El industrial es el "capital", el obrero es el "trabajo". Si el obrero se niega a dejarse encerrar en esa abstracción, si afirma que él no es "trabajo" sino un hombre que, es cierto, posee entre otras facultades la de trabajar; si a él se le ocurre que no debería dejarse vender y comprar como "trabajo", como mercancía en el mercado, entonces el burgués se queda estupefacto. Es incapaz de comprender que él puede tener con los obreros otras relaciones que las de compra y venta, y no ve en ellos hombres sino manos, pues ese es él nombre que él les lanza constantemente a la cara; y, como dice Carlyle, él no reconoce otra relación entre un hombre y otro hombre que la del pago al contado. Incluso los vínculos entre él y su mujer no son en el 99% de los casos más que un "pago al contado". La esclavitud miserable en la cual el dinero mantiene al burgués se nota hasta en el lenguaje, debido a la dominación de la burguesía; el dinero hace el valor del hombre; este hombre vale 10 000 libras esterlinas, es decir, él posee esa suma. Quien tiene dinero es "respetable", pertenece a "la mejor categoría de personas",  es "influyente" y lo que logra hace época en su medio. El sórdido espíritu mercantil impregna todo el idioma, todas las relaciones humanas se traducen en fórmulas comerciales explicadas bajo la forma de categorías económicas. Pedido y suministro, demanda y oferta, tales son las fórmulas con la ayuda de las cuales la lógica del inglés juzga toda la vida humana. He ahí lo que explica la libre competencia por todas partes, he ahí lo que explica el régimen del "laissez faire" y del "laissez aller" en la administración, en la medicina, la educación y pronto. también en la religión donde la dominación de la iglesia del estado se hunde cada vez más. La libre competencia no quiere límites, ni control del estado; todo el estado le pesa, su mayor deseo sería el de estar dentro de un régimen enteramente desprovisto de estado, donde cada quien podría explotar al prójimo a su gusto como en la "sociedad" del amigo Stirner, por ejemplo. Pero como la burguesía no puede prescindir del estado, aun cuando sólo sea para mantener a raya al proletariado que le es tan necesario, ella utiliza al primero contra el segundo y busca mantener al estado a la mayor distancia posible en lo que le concierne.

No hay que creer, sin embargó, que el inglés "culto" muestre abiertamente ese egoísmo. Al contrario, él lo disimula con la mayor hipocresía. ¿Cómo así? ¿Usted dice que los ingleses ricos, que han creado establecimientos de beneficencia como no se ven en ningún otro país, no piensan en los pobres? Sí por cierto, ¡establecimientos de beneficencia! ¡Como si fuese ayudar al proletario el comenzar por explotarlo hasta sangrar para luego poder desagraviarlo con complacencia y farisaísmo con vuestro prurito de caridad y presentaros ante el mundo como grandes benefactores de la humanidad, mientras devolvéis a ese desdichado que habéis exprimido hasta la médula la centésima parte de lo que le corresponde! ¡Beneficencia que degrada aun más a aquel que la practica que a aquel que la recibe; beneficencia que hunde todavía más en el polvo al desafortunado que se ha pisoteado, que implica que el paria deshumanizado, excluido de la sociedad, renuncia en primer lugar a la última cosa que le queda, a su aspiración a la cualidad de hombre, y mendiga primeramente su benevolencia al lado de la burguesía, antes que ella le haga el favor de estamparle en la frente, al darle la limosna, el sello de la deshumanización! Mas, ¿para qué estas reflexiones? Escuchemos a la propia burguesía inglesa. No hace un año, leí en el Manchester Guardian la carta que transcribo a continuación, dirigida al jefe de redacción, quien la publicó sin otro comentario, como una cosa muy natural y razonable:

Señor jefe de redacción:

Desde hace algún tiempo circula por las calles principales de nuestra ciudad una muchedumbre de mendigos que, ora por sus harapos y su aspecto enfermizo, ora por la exhibición de llagas abiertas y dolencias repugnantes, buscan despertar la piedad de los transeúntes de manera con frecuencia muy imprudente y muy ofensiva. Me inclino a creer que cuando se paga no solamente el impuesto para socorrer a los pobres, sino que se aporta además una contribución generosa para el mantenimiento de establecimientos de beneficencia, uno ha hecho lo suficiente para tener el derecho de estar al fin al abrigo de importunidades tan desagradables y cínicas; y, ¿para qué sirve, pues, el impuesto tan oneroso que pagamos para el mantenimiento de la policía municipal, si la protección que nos da no nos permite andar tranquilamente por la ciudad?

Muy atentamente,

 Una dama.

¡Está claro! La burguesía inglesa practica la caridad por interés, no da nada gratis, considera sus donaciones como un negocio, trata con los pobres un asunto y dice: "¡Si yo dedico una suma para fines filantrópicos, compro así el derecho de que no se me importune más, y os comprometéis a cambio a permanecer en vuestros antros oscuros y no irritar mis nervios sensibles por la exhibición pública de vuestra miseria! ¡Podéis perder la esperanza, pero hacedlo en silencio, yo lo estipulo en el contrato, yo me he comprado ese derecho al entregar mi contribución de 20 libras para el hospital!" ¡Oh, la infame filantropía de un burgués cristiano! Y lo que escribe "una dama", sí, lo habéis leído, una dama, hace bien en firmar con ese nombre; afortunadamente, ¡ella no tiene ya el valor de llamarse mujer! Pero si las damas son así, ¿cómo serán los "señores"? Se dirá que se trata de un caso aislado. En absoluto; la carta que hemos reproducido expresa muy bien los sentimientos de la gran mayoría de la burguesía inglesa, si no el redactor no la hubiera aceptado, si no, hubiera sido seguida de una respuesta cualquiera que vanamente he buscado en números posteriores. Y en cuanto a la eficacia de dicha beneficencia, el propio canónigo Parkinson afirma que a los pobres se les ayuda mucho más por sus semejantes que por la burguesía; y una ayuda de ese género, proveniente de un espléndido proletario que sabe él mismo lo que es el hambre, para quien compartir su escasa comida representa un sacrificio, pero que lo hace con alegría, tal ayuda tiene un eco muy distinto al de la limosna lanzada al pobre por el burgués harto.

Pero incluso en los demás campos, la burguesía simula un humanitarismo sin límites —más solamente cuando lo exige su propio interés. Así ocurre en su política y en su economía. Hace ya cinco años que se esfuerza por demostrar a los obreros que es únicamente en interés de los proletarios que ella desea la abrogación de las leyes de granos. Pero el meollo de la cuestión es que las leyes de granos mantienen el precio del pan a un nivel más elevado que en los demás países, lo cual no permite al industrial competir tan fácilmente con otros países donde el precio del pan —y por consecuencia el salario— es más bajo. Si se abrogan las leyes de granos, bajará el precio del pan, y los salarios se aproximarán a aquellos de los demás países civilizados de Europa; dados los principios desarrollados anteriormente, que regulan las variaciones de los salarios, cada cual puede comprenderlo claramente. Por tanto el industrial podrá hacer frente más fácilmente a la competencia, crecerá la demanda de mercancías inglesas y, con ella, la demanda de fuerza de trabajo. Como consecuencia de este incremento de la demanda, los salarios aumentarán un poco, es cierto, y los obreros desocupados encontrarán trabajo; pero, ¿por cuánto tiempo? La "población excedente" de Inglaterra, y particularmente la de Irlanda, es ampliamente suficiente para suministrar a la industria, incluso si se duplicara, la fuerza de trabajo necesaria. En algunos años se reduciría a la nada la escasa ventaja lograda con la abrogación de las leyes de granos, sobrevendría una nueva crisis; y estaríamos en el mismo punto que antes, mientras que el primer impulso dado a la industria aceleraría igualmente el crecimiento de la población. Todo esto lo saben perfectamente los proletarios, y se lo han dicho repetidamente a los burgueses; pero a pesar de todo, la raza de los industriales que no tiene en mira más que la ventaja inmediata que sacaría de la abrogación de las leyes de granos, esa raza es lo suficientemente obtusa para no ver que tampoco podría resultar para ella ninguna ganancia duradera de dicha medida, porque la competencia que se hacen los industriales pronto llevaría la ganancia individual a su nivel anterior. Esa raza trata de convencer a los obreros de que obra de ese modo únicamente en beneficio de ellos, que es únicamente para beneficiar a millones de seres hambreados que los ricos del partido liberal contribuyen con centenares y millares de libras esterlinas para la "Liga contra las leyes de granos", mientras que todo el mundo sabe que si dan un centavo es para sacar diez y que esperan recuperar todos sus desembolsos diez a cien veces desde los primeros años que sigan a la abrogación de las leyes de granos. Pero, sobre todo desde la insurrección de 1842, los obreros ya no se dejan inducir a error por la burguesía. Ellos exigen que quien pretenda sacrificarse por su bien se declare partidario de la Carta del Pueblo; ellos han hecho de ésta la piedra de toque de la sinceridad de sus intenciones, y por eso protestan contra toda ayuda extraña, porque en la Carta ellos no reclaman sino el poder de ayudarse a sí mismos. Y a quien rehuse hacerlo, ellos le declaran la guerra, ya se trate de un enemigo declarado o de un falso amigo. Por lo demás, la Liga ha utilizado con respecto a los obreros las mentiras y las estratagemas más despreciables para ganarlos a su causa. Ha querido hacerles creer que el precio del trabajo era inversamente proporcional al precio del trigo, que el salario era elevado cuando el precio del trigo era bajo, y viceversa, tesis que ha intentado demostrar con la ayuda de los argumentos más ridículos, más ridícula en sí misma que toda afirmación jamás hecha por un economista. Ante el fracaso de ese empeño, se ha prometido el oro y el moro a los obreros debido al crecimiento de la demanda de fuerza de trabajo no se ha tenido empacho en exhibir por las calles dos modelos de hogazas de pan donde se podía leer (en el más grande): "Pan norteamericano de 8 peniques, salario: 4 chelines diarios", y en el otro, mucho más pequeño: 'Pan inglés de 8 peniques, salario 2 chelines diarios". Pero los obreros no se han dejado embaucar por ello; conocen demasiado a sus patronos.

Si queremos ver bajo su verdadera aspecto la hipocresía de tales promesas galanas, examinemos lo que representan en la práctica. En el curso de nuestro estudio hemos comprobado que la burguesía explota al proletariado en provecho propio de todas las maneras posibles. Sin embargo, hasta ahora sólo hemos visto maltratar al proletariado por algunos burgueses aislados obrando por sí mismos. Examinemos ahora las condiciones en las cuales la burguesía se opone al proletariado, como partido, e incluso bajo la forma del poder del estado. En primer lugar, cae de suyo que toda la legislación tiene como finalidad proteger al propietario contra él desposeído. Únicamente porque hay desposeídos es qué las leyes son una necesidad, e incluso si ello no se expresa directamente sino sólo en algunas leyes, por ejemplo las referentes a la vagancia y a la falta de domicilio fijo, en las cuales el proletariado es declarado ilegal como tal, la hostilidad contra el proletariado sirve de tal manera de fundamento a la ley, que los jueces, sobre todo los jueces de paz, burgueses ellos mismos, con quienes el proletariado entra más frecuentemente en contacto, interpretan sin vacilar en ese sentido los términos de la ley. Si un rico es presentado al juez, o más bien citado, el juez le expresa su pena por ocasionarle tanta molestia, interpreta el asunto a su favor en la medida de lo posible y si se ve obligado a condenarlo, se muestra absolutamente pesaroso por ello, etc.; por lo que toca al resultado, le impone una ínfima multa que el burgués paga arrojando el dinero sobre la mesa con condescendencia antes de abandonar el lugar. Pero si es un pobre diablo quien está en el caso de comparecer ante el juez de paz, debe casi siempre pasar la noche en la cárcel con una multitud de otros acusados, es a priori considerado como culpable e interpelado enérgicamente, su defensa es barrida con despectivo: "¡Oh! conocemos esas flamantes excusas", y se le impone una multa que no puede pagar y por tanto tiene que pasar uno o varios días encerrado. Y cuando no se puede probar su culpabilidad, se le condena de todos modos a trabajos forzados por bribón y vagabundo —los dos términos van casi siempre juntos. La parcialidad de los jueces de paz, sobre todo en el campo, supera verdaderamente todo lo imaginable, y es cosa tan corriente, que los periódicos relatan muy tranquilamente y sin otro comentario todos los casos que no son demasiado chocantes. Pero, ¿puede esperarse otra cosa? De una parte, esos dogberries no hacen más que interpretar la ley en el sentido que encierra; y, de otra parte, ellos mismos son burgueses que ante todo ven en el interés de su clase el fundamento de todo orden social digno de ese nombre. Y la policía se comporta como los jueces de paz. El burgués puede hacer lo que le plazca, el policía siempre será cortés con él y se atendrá rigurosamente a la letra de la ley, pero el proletario es el blanco de tratamientos brutales y groseros; su pobreza lo hace a priori sospechoso de todos los delitos imaginables, al mismo tiempo que no le permite obtener los medios jurídicos de defenderse contra la arbitrariedad de los poseedores del poder. Para él pues, no existe el lado protector de la ley; la policía entra en su casa sin mandamiento judicial, lo arresta, lo maltrata y solamente cuando una asociación de obreros, como la de los mineros, se hace de un defensor como Roberts, es cuando uno se da cuenta verdaderamente de lo poco que la ley protege prácticamente al obrero, y de cuántas veces éste debe soportar el peso de la ley sin disfrutar de uno solo de los beneficios que la misma ofrece.

Hasta el momento presente, la clase poseedora lucha en el parlamento contra los buenos sentimientos de aquellos que todavía no son enteramente presas del egoísmo, a fin de agravar aún más la esclavitud del obrero. Las tierras comunales se ponen en manos de las autoridades y se cultivan, lo que permite desde luego desarrollar la agricultura, pero causa un perjuicio considerable al proletario. En esas tierras comunales el pobre podía tener un asno, un puerco o algunos gansos; los niños y los adolescentes tenían un lugar de recreación; todo eso tiende a desaparecer cada vez más; el beneficio del pobre disminuye, y la juventud que ha perdido sus lugares de expansión va a la taberna como lugar de recreación. En cada período de sesiones del parlamento se aprueban numerosas disposiciones sobre la puesta en cultivo de las tierras comunales. Cuando el gobierno se decidió, en el período de sesiones de 1844, a obligar a las compañías de ferrocarriles, que monopolizan todo el tráfico, a permitir a los obreros viajar por un precio correspondiente a sus medios (1 penique la milla) y propuso para ello poner en servicio un tren diario de tercera clase en cada línea, el "Reverendo Padre de Dios", obispo de Londres, propuso que dicha obligación no se ejecutara los domingos, el único día de la semana en que los obreros tienen precisamente la posibilidad de viajar, permitiéndose así viajar en domingo solamente a los ricos y no a los pobres. Pero semejante proposición era demasiado directa, demasiado poco disfrazada para poder ser aprobada, y se la rechazó. Me falta espacio para enumerar la cantidad de ataques hipócritas lanzados contra el proletariado, aun cuando sólo sea en un período de sesiones. En ese mismo año de 1844, un oscuro miembro del parlamento, un tal Mr. Miles, presentó una proposición de ley tendente a reglamentar las relaciones entre señores y servidores, que parecía bastante anodina. El gobierno aceptó la proposición, y fue remitida a una comisión. Mientras tanto estalló la huelga de los mineros del norte, y Roberts recorrió triunfalmente Inglaterra con sus mineros absueltos. Y cuando la comisión devolvió el proyecto de ley, se habían insertado en el mismo algunos artículos extremadamente despóticos. Uno de ellos en particular autorizaba al patrón a llevar delante del juez a todo obrero que, habiéndose comprometido con él, oralmente o por escrito, a realizar cualquier trabajo —aunque sólo se tratara de dar una mano ocasionalmente— resultara culpable de negación de servicio o de cualquier otra falta. El patrón podía hacer que se le condenara a pena de prisión o de trabajos forzados (hasta dos meses) por simple declaración jurada de él mismo, de uno de sus agentes o capataces; es decir, mediante simple declaración bajo juramento del demandante. Dicho proyecto de ley enfureció a los obreros en extremo, tanto más cuanto que en ese momento se había presentado al parlamento el proyecto de ley sobre la jornada de diez horas y había provocado una agitación considerable. Tuvieron lugar centenares de reuniones, se enviaron centenares de peticiones obreras a Londres, al defensor del proletariado en el parlamento, Thomas Duncombe. Este último era, con el "joven inglés" Ferrand, el único opositor enérgico, pero cuando los otros radicales se dieron cuenta de que el pueblo se pronunciaba contra el proyecto de ley, salieron de sus huecos y se alinearon unos tras otros junto a Duncombe, y como ante la conmoción de los obreros la burguesía liberal no tuvo el valor de pronunciarse en favor del proyecto, como nadie frente al pueblo lo defendió decididamente, resultó un fiasco estrepitoso.

Sin embargo, la más brutal declaración de guerra de la burguesía al proletariado es la Teoría multhusiana de la población y la nueva ley de pobres que se inspira en ella directamente. Ya nos hemos referido varias veces a la teoría de Malthus. Resumamos una vez más su conclusión esencial: la tierra se halla constantemente superpoblada, y por consecuencia es funesto que reinen la miseria, la penuria, la pobreza y la inmoralidad. El sino perpetuo de la humanidad es existir en número demasiado grande y hallarse por consiguiente dividida en diferentes clases; unas según él, son más o menos ricas, formadas y morales y otras más o menos pobres, miserables, ignorantes e inmorales. De donde se sigue, desde el punto de vista práctico —y estas conclusiones es el propio Malthus quien las saca—, que la beneficencia y los fondos de ayuda no son sino contrasentidos puesto que sólo sirven para hacer que sobreviva y se multiplique la población sobrante cuya competencia pesa sobre el salario de la otra fracción de la población, que es asimismo absurdo de parte de la administración de la Asistencia el dar empleo a los pobres —ya que sólo puede consumirse una cantidad determinada de productos fabricados— porque esa política de la industria de la Asistencia Pública provoca la desocupación en la industria privada. Por tanto, la cuestión no es alimentar a la población excedente, sino limitarla tanto como sea posible de una manera o de otra. En algunas fórmulas secas Malthus declara que el derecho a la existencia, hasta entonces reconocido a cada hombre en el mundo, es un absurdo. Él cita las palabras de un poeta: el pobre viene a la mesa de la Naturaleza preparado para el festín y no halla ningún cubierto para él —y añade— y la Naturaleza le ordena irse "pues él no preguntó a la sociedad, antes de nacer, si ella lo deseaba." Esta teoría ahora es la preferida de todo burgués inglés auténtico y es muy natural, porqué representa para él el recostadero más agradable y también porque contiene mucho de cierto en las condiciones actuales: Si por tanto no se trata ya de explotar a la "población supernumeraria", de transformarla en población utilizable, sino simplemente dejar que la gente se muera de hambre lo más apaciblemente posible y de impedir al mismo tiempo que traiga demasiados niños al mundo; es una bagatela natural —suponiendo que la población excedente tome conciencia de su propia superfluidad y halle cierto gusto en morir de hambre. Pero a pesar de los esfuerzos más tenaces de la burguesía humanitaria por inculcar esas verdades a los obreros, no parece que actualmente tenga posibilidad alguna de éxito. Los proletarios se han puesto por el contrario a la cabeza; ellos, con sus manos laboriosas, son precisamente los indispensables, y los ricos señores capitalistas, que no hacen nada, son los verdaderamente superfluos.

Pero como los ricos poseen todavía el poder, los proletarios tienen que admitir por fuerza que la ley los declara a ellos realmente superfluos —aun cuando no quieran admitirlo con agrado. Eso es lo que se ha producido en la nueva ley de pobres. La antigua ley, basada en una disposición del año 1601 partía también ingenuamente del principio de que es obligación de la comunidad velar por la subsistencia de los pobres. Quien se hallaba sin trabajo era socorrido, y a la larga el pobre consideró justo que la comunidad tuviera la obligación de protegerlo contra el hambre. Él exigía su asignación semanal como un derecho y no como un favor, y la burguesía terminó por estimar eso un poco excesivo. En 1833, en el preciso momento en que ascendió al poder gracias a la ley de Reforma y en que simultáneamente el pauperismo de los distritos rurales había alcanzado su mayor extensión, ella emprendió inmediatamente la modificación de la ley de pobres desde su propio punto de vista. Se nombró una comisión que investigó la administración de los fondos de la ley de pobres y descubrió un sinnúmero de abusos. Se comprobó que toda la clase obrera de la región plana era muy pobre y dependía entera o parcialmente del Fondo de pobres, porque cuando el salario caía muy bajo, el Fondo entregaba a los pobres una suma adicional; se comprobó que este sistema que socorría al desocupado, sostenía al obrero y padre de familia numerosa, obligaba al padre de hijos naturales a pagar una pensión alimenticia y reconocía de manera general que la pobreza tenía necesidad de protección, que dicho sistema por tanto arruinaba al país,

que era un obstáculo a la industria, una recompensa a los matrimonios desatinados, una incitación al crecimiento de la población, y que impedía que un aumento de población ejerciera su influencia sobre los salarios; que en tal caso se trataba de una institución nacional tendiente a desalentar a los obreros valiosos y honestos y a proteger a los perezosos, los viciosos y los informales, que destruía los vínculos familiares, ponía sistemáticamente obstáculos a la acumulación de capitales; destruía el capital existente y arruinaba a los contribuyentes; además, la cláusula de las pensiones alimenticias ofrecía un incentivo para procrear hijos naturales.

Desde luego, esta descripción de los efectos de la antigua ley de pobres es, en conjunto, exacta; las asignaciones favorecen la pereza y el incremento de la población "superflua". En las condiciones sociales actuales, está claro que el pobre se ve obligado a ser egoísta y que, cuando puede elegir y vive tan bien de una manera como de otra, prefiere no hacer nada en vez de trabajar. Pero la única conclusión que se puede sacar de ello es que las condiciones sociales no valen nada y no que —como han estimado los comisionados malthusianos— hay que tratar la pobreza como un delito, según la teoría de la intimidación.

Pero esos sabios malthusianos estaban de tal manera convencidos de la infabilidad de su teoría, que no vacilaron un solo instante en lanzar a los pobres sobre el lecho de Procusto de sus ideas y tratarlos, según éstas, con la más repugnante dureza. Convencidos, como Malthus y los demás partidarios de la libre competencia, de que lo mejor sería dejar que cada cual se ocupe de sus asuntos, que se aplicara el laissez faire naturalmente, ellos hubieran preferido abrogar enteramente la ley de pobres. Pero como no tenían ni el valor ni la autoridad necesaria para ello, propusieron una ley lo más malthusiana posible, todavía más bárbara que el laissez faire, porque aquella obra activamente, mientras que éste permanece pasivo. Hemos visto que Malthus hace de la pobreza, o más exactamente de la falta de trabajo, bajo el nombre de "superfluo", un delito que la sociedad debe castigar con la muerte por hambre. Pero los comisionados no fueron enteramente tan bárbaros; morir de hambre, brutal y directamente resulta, incluso para un comisionado de la ley de pobres, algo demasiado horrible. Bueno, dicen ellos, ustedes los pobres tienen el derecho de existir, pero solamente de existir; no tienen el de multiplicarse ni el de vivir humanamente. Ustedes son una plaga nacional, y si no podemos eliminarlos inmediatamente como a cualquier azote nacional, es preciso que sepan a pesar de todo que son un azote, que deben ser mantenidos a raya e incapacitados para producir otros "'superfluos", ya sea directamente, ya sea induciéndolos a la pereza y la desocupación. Van a vivir, pero únicamente para servir de ejemplo destinado a poner en guardia a todos aquellos que pudieran tener alguna ocasión de convertirse igualmente en superfluos.

Entonces propusieron la nueva ley de pobres, que fue aprobada por el Parlamento en 1834, y ha estado en vigor hasta hoy. Se suprimió toda ayuda en efectivo o en especie; la única asistencia acordada fue el acogimiento en los hospicios que se construyeron por todas partes sin demora. Pero la organización de esos hospicios o, como los llama el pueblo, esas Bastillas de la ley de pobres es tan terrible que asustaría a quien todavía pudiera salir de apuros sin el socorro de ese género de caridad pública. A fin de que el Fondo de pobres atienda sólo los casos más urgentes y que el individuo utilice sus esfuerzos personales al máximo antes de acudir al Fondo, se ha hecho de los hospicios la institución más repugnante que puede concebir el talento refinado de un malthusiano. La alimentación es peor que la de los obreros más miserablemente pagados, en tanto que el trabajo en ellos es más penoso; de lo contrario, éstos preferirían el hospicio en vez de la existencia miserable fuera del mismo. Sólo raramente se sirve carne, sobre todo carne fresca; la mayoría de las veces lo que se sirve es patatas pan de la peor calidad, potaje, y poca o ninguna cerveza. Incluso el régimen de las prisiones es medianamente mejor, de modo que los pensionados de esos establecimientos se confiesan voluntariamente culpables de cualquier delito a fin de que se les envíe a la prisión. Porque el hospicio es igualmente una prisión, quien no cumpla la norma de trabajo asignada se queda sin comer; quien desee salir debe solicitar permiso de antemano, y puede negársele según su conducta, o según la opinión del inspector; está prohibido fumar, así como la aceptación de regalos provenientes de familiares y amigos; los pobres visten el uniforme del hospicio y se hallan enteramente bajo la férula del inspector. A fin de que su trabajo no pueda competir con la industria privada, la mayor parte del tiempo se les da ocupaciones más bien inútiles; los hombres pican piedras, "tantas como un hombre vigoroso pueda picar en un día y hasta donde resista", las mujeres, los niños y los ancianos deshilachan viejas sogas de embarcaciones, yo no sé ni siquiera con qué finalidad insignificante. Para que los "superfluos" no se multipliquen o para que los padres "desmoralizados" no influyan en sus hijos, se separan las familias; se envía al hombre a un ala del edificio, la mujer a otra, los niños a una tercera y no tienen derecho a volverse a ver sino en ciertos momentos muy espaciados y solamente si el funcionario del establecimiento ha juzgado buena su conducta. Y para aislar totalmente del mundo exterior a los gérmenes contagiosos del pauperismo encerrados en esas bastillas, sus pensionados no pueden recibir visitas en el locutorio sino con la autorización de los funcionarios y, más generalmente, no pueden recibir visitantes sino bajo su vigilancia y su permiso.

A pesar de todo, se considera que la alimentación es sana y el tratamiento humano. Pero el espíritu de la ley se transparenta muy claramente para que este punto pueda ser aplicado en alguna forma. Los encargados de la aplicación de la ley de pobres y la burguesía entera se equivocan si imaginan que es posible aplicar un principio independientemente de las consecuencias que el mismo implica. El tratamiento que la letra de esta nueva ley recomienda se halla en contradicción con el propio sentido de la misma; si, en realidad, la ley decreta que los pobres son delincuentes, que los hospicios son casas de corrección, que los recluidos en ellos se hallan fuera de la ley, son objeto de asco y de repulsión, que se sitúan fuera de la humanidad, por mucho que ordene lo contrario: será inútil. En la práctica, es por otra parte el espíritu de la ley y no la letra lo que se sigue en el tratamiento que se da a los pobres. He aquí algunos ejemplos singulares:

En el hospicio de Greenwich, durante el verano de 1843, un niño de cinco años fue castigado y encerrado tres noches seguidas en el depósito de cadáveres, donde tuvo que dormir sobre las tapas de los féretros. En el hospicio de Herne, igual castigo fue inflingido a una niña que se orinaba en la cama por la noche; de manera general, este género de castigo parece tener gran aceptación. Este hospicio, ubicado en una de las regiones más agradables del condado de Kent, se distingue por el hecho de que todas las ventanas dan a un patio interior, y solamente dos, abiertas recientemente, permiten a los allí recluidos echar un vistazo al mundo exterior. El reportero que relata estos hechos en el Illuminated Magazine concluye su descripción del modo siguiente:

Si Dios castiga las faltas de los hombres, como el hombre castiga al hombre por su pobreza, entonces ¡ay de los hijos de Adán!

En noviembre de 1843, murió en Leicester un hombre que había sido despedido del hospicio de Coventry dos días antes. Los detalles sobre el trato dado a los acogidos en ese establecimiento son repugnantes. Un tal George Robson sufría de una llaga en el hombro que se había descuidado de curar; se lo puso a trabajar en la bomba, que debía hacer funcionar con su brazo sano; ahora bien, sólo se le daba la alimentación habitual del hospicio y se hallaba tan débil debido a la llaga dejada de atender, que no podía digerir la comida; se debilitó fatalmente aún más y mientras más se quejaba con más brutalidad se le trataba. Cuando su mujer, igualmente recluida en el hospicio, quiso darle su escasa ración de cerveza, fue injuriada y forzada a beberla en presencia de la celadora. Él cayó enfermo, pero ni así fue mejor tratado. Finalmente, a petición suya abandonó el hospicio, así como su mujer, y ambos fueron recompensados con los epítetos más injuriosos. Dos días más tarde, él moría en Leicester y su deceso, según la declaración del médico forense, se debió a la herida desatendida y a los alimentos imposibles de digerir adecuadamente en su estado. Luego de abandonar el hospicio se le remitieron cartas que contenían dinero para él, ¡pero las mismas habían sido retenidas durante seis semanas y abiertas por el director en virtud del reglamento del establecimiento!

En el hospicio de Birmingham ocurrían cosas tan escandalosas que finalmente, en diciembre de 1843, se envió allí a un funcionario para hacer una investigación. Comprobó que cuatro trampers habían sido encerrados desnudos en un hueco oscuro debajo de la escalera y habían sido mantenidos allí ocho o diez días en ese estado, a menudo hambrientos, sin recibir alimentos antes del medio día, y eso durante la estación más rigurosa. Un jovencito había pasado por todas las salas de castigo del establecimiento, primeramente en un cuarto de desahogo húmedo y exiguo, de techo abovedado, luego dos veces en el hueco debajo de la escalera, la segunda vez durante tres días con sus noches, después por el mismo período en la antigua celda que estaba aún peor, luego en el cuarto de tramps, un reducto hediondo, cubierto de mugre, exiguo, con tablas por camas, donde el funcionario investigador todavía descubrió a dos muchachos en harapos que el frío hacía encoger y que estaban encerrados allí desde hacía cuatro días. En el calabozo se encerraba a menudo hasta siete trampers, y en el cuarto de los trampers se ponía hasta veinte de ellos, apiñados los unos sobre los otros. Incluso las mujeres eran metidas en ese reducto, como castigo por no ir a la iglesia; y una de ellas hasta había sido encerrada en el cuarto de los trampers donde ella encontró Dios sabe qué compañía, y encima de eso, ¡estaba enferma y tenía que tomar medicinas! Otra mujer había sido recluida como castigo en el asilo de locos, aunque no padecía ninguna enfermedad mental. En el hospicio de Bacton (Suffolk), se llevó a cabo una investigación análoga en enero de 1844, y se descubrió que allí trabajaba una retrasada mental como enfermera, quien hacía todo al revés en cuanto a la atención de los enfermos; que los enfermos que a menudo se agitaban o se levantaban de noche eran atados a sus camas con cuerdas a fin de evitar a las enfermeras las fatigas de la vigilia nocturna; un día apareció muerto uno de los enfermos atados. En el hospicio de San Pancras (Londres), donde se confeccionan camisas baratas, un epiléptico se asfixió durante un ataque que sufrió en su cama sin que nadie fuera en su ayuda. En el mismo establecimiento,se hace dormir juntos, seis, y hasta ocho niños en la misma cama. En el hospicio de Shoreditch (Londres), una noche se obligó a un hombre a dormir en la cama de un enfermo devorado por la fiebre y, por añadidura, la cama estaba llena de piojos.

En el hospicio central de Bethnal Green, en Londres, una mujer encinta de seis meses fue encerrada en la sala de recepción con su niño que no tenía dos años, desde el 28 de febrero hasta el 19 de marzo de 1844, sin ser admitida en el establecimiento propiamente dicho (en dicha sala ningún vestigio de cama ni de instalaciones destinadas a satisfacer las necesidades más naturales). Su marido fue llevado al hospicio y cuando pidió que se tuviera la bondad de liberar a su mujer de esa prisión, fue puesto a pan y agua durante 24 horas por esa insolencia. En el hospicio de Slough, cerca de Windsor, en septiembre de 1844 un hombre estaba en la agonía, su mujer se trasladó a ese lugar arribando a la medianoche, corrió al hospicio y no se le permitió la entrada; a la mañana siguiente fue cuando recibió autorización para verlo durante media hora solamente, en presencia de la vigilante que, a cada nueva visita, importunaba a la pobre mujer y le decía cada vez al cabo de media hora que debía partir. En el hospicio de Middleton (Lancashire), había 12, a veces 18 indigentes de ambos sexos que dormían en la misma sala. Este establecimiento no se rige por la nueva ley de pobres, sino por una ley anterior y excepcional (Gilbert's Act.). Allí el inspector había instalado una taberna por cuenta propia. En Stockport, el 31 de julio de 1844, un anciano de 72 años fue sacado del hospicio y presentado ante el juez de paz porque se negaba a picar piedras y decía que no podía hacer ese trabajo debido a su edad y una rodilla rígida. En vano se ofreció a realizar cualquier trabajo mejor adaptado a sus condiciones físicas; fue condenado a catorce días de trabajos forzados en el penal. En el hospicio de Basford, un inspector oficial descubrió en febrero de 1844 que no se habían cambiado las sábanas en tres semanas, las camisas en cuatro semanas, los calcetines de dos a diez meses; de modo que de 45 muchachos no había más que tres que aún tenían calcetines y todas las camisas estaban en harapos. Las camas bullían de chinches y las escudillas eran lavadas en los cubos higiénicos. En el hospicio de Londres-Oeste, había un conserje sifilítico que había contaminado a cuatro jovencitas,sin que por ello se le despidiera; otro portero había sacado a una joven sordomuda de una de las salas, la había escondido cuatro días en su cama y se había acostado con ella. Éste tampoco fue despedido.

Tal vida, tal muerte. Los pobres son enterrados sin la menor atención, como animales muertos. El cementerio de pobres de Saint Brides, en Londres, es un lodazal sin árboles, utilizado como cementerio desde la época de Carlos II, lleno de montones de osamentas. Todos los miércoles se lanza a los pobres fallecidos en un hueco de catorce pies de profundidad, el cura despacha lo más pronto posible su letanía, el hueco es tapado rápidamente, y el miércoles siguiente se cava de nuevo y se llena de cadáveres hasta que no quepa uno más. El olor putrefacto que emana de allí se siente en todos los alrededores. En Manchester, el cementerio de pobres está situado frente a la ciudad antigua, cerca del Irk; es también un terreno indeterminado de suelo desigual. Hace unos dos años se hizo pasar por allí una línea de ferrocarril. Si se hubiera tratado de un cementerio respetable, ¡qué gritos hubieran lanzado la burguesía y el clero ante esa profanación! Pero era un cementerio de pobres, el lugar de descanso de los indigentes y de los superfluos, y nadie se ha molestado en absoluto. Ni siquiera se han tomado el trabajo de transferir los cadáveres que todavía se hallaban enteramente descompuestos en la otra parte del cementerio. Se ha cavado donde lo requería la línea, y se han puesto estacas en tumbas recientes, de modo que el agua del suelo cenagoso saturada de materias putrefactas brota a la superficie, esparciendo por los alrededores los gases más nauseabundos y nocivos. No quiero describir en absoluto en sus detalles la barbarie repugnante que impera aquí.

En esas condiciones, ¿es de asombrar todavía que los pobres rehusen aceptar la ayuda de la asistencia pública? ¿Que prefieran morir de hambre antes que ingresar en esas bastillas? Tengo a la vista la exposición de cinco casos en los que la gente ha preferido real y verdaderamente morir de hambre y regresar a su miseria antes que entrar en ese infierno, cuando unos días antes de su muerte la Administración de ayuda a los pobres negó todo socorro fuera del hospicio. En este sentido, los comisionados de la ley de pobres han logrado perfectamente sus fines. Pero al mismo tiempo, los hospicios han tenido el efecto de aumentar, más que toda otra medida del partido gobernante, la exasperación de la clase trabajadora con respecto a la clase poseedora, que en su mayoría sólo tiene elogios para la ley de pobres. Desde Newcastle hasta Dover sólo se oye un solo grito de rebelión de los obreros contra la nueva ley. A este respecto, la burguesía ha expresado sus propios puntos de vista sobre sus obligaciones hacia el proletariado con tanta claridad que incluso los más ignorantes los han comprendido. Jamás se había afirmado tan claramente, tan francamente que los proletarios sólo existen para ser explotados por los poseedores y para morir de hambre cuando éstos no puedan utilizarlos. Mas por eso igualmente la nueva ley de pobres ha contribuido de manera tan decisiva a la aceleración del movimiento obrero y especialmente a la propagación del cartismo; y como esa ley se ha aplicado principalmente en el campo, ha facilitado por ende el desarrollo del movimiento proletario que está surgiendo en los distritos rurales.

Añadamos asimismo que en Irlanda también existe, desde 1838, una ley de pobres análoga, que ofrece los mismos asilos a 80 000 indigentes. También allí ha suscitado el odio, y este odio hubiera sido más violento si la ley hubiera alcanzado la importancia que ha tenido en Inglaterra. Pero, ¿qué son los malos tratos infligidos a 80 000 proletarios en un país donde hay dos millones y medio de ellos? En Escocia, aparte de algunas excepciones locales, no existe ley de pobres en absoluto.

Luego de esta descripción de la nueva ley de pobres y sus efectos, espero que no se hallará ningún calificativo demasiado severo entre los que he utilizado con respecto a la burguesía inglesa. En esta medida oficial, donde ella se manifiesta in corpore, como poder, expresa claramente lo que desea realmente y cuáles son sus intenciones hacia el proletariado en todos sus actos de menor envergadura, que en apariencia no son sino culpa de algunos individuos. Y los debates parlamentarios de 1844 nos demuestran que esa medida no emanó solamente de una fracción de la burguesía, sino por el contrario que toda la clase burguesa la ha aplaudido. El partido liberal es el que había promulgado la nueva ley de pobres; el partido conservador, con el ministro Peel a la cabeza, la defiende y sólo modifica algunas zarandejas en el Poor Law Amendment Bill de 1844. Una mayoría liberal hizo esta ley, una mayoría conservadora la ha ratificado y los nobles Lords dieron cada vez su consentimiento. Así se ha proclamado la exclusión del proletariado del estado y de la sociedad. De ese modo se ha declarado abiertamente que los proletarios no son hombres y no merecen ser tratados como hombres. Dejemos tranquilamente a los proletarios del imperio británico la tarea de reconquistar sus derechos de hombre.

Ésa es, pues, la situación de la clase obrera inglesa, tal como he llegado a conocerla con mis propios ojos y con la ayuda de informes oficiales y de otras relaciones auténticas durante 21 meses. Y si creo haber dicho suficientemente a lo largo de las páginas precedentes que esa situación es sencillamente intolerable, no soy el único en afirmarlo. Gaskell mismo declara desde 1833 que ya no espera una solución pacífica y que será difícil evitar una revolución. Carlyle explica en 1838 el cartismo y la agitación revolucionaria de los obreros por la miseria en que viven y lo que le sorprende solamente es que éstos hayan permanecido tranquilamente sentados a la mesa del Barmecidas durante ocho años, donde fueron alimentados con las promesas vacías de la burguesía liberal; y en 1844 declara que es indispensable iniciar sin demora la organización del trabajo:

si se quiere que Europa, o por lo menos Inglaterra, sea habitable durante mucho tiempo todavía.

Y el Times, "el primer periódico de Europa", dice libremente en junio de 1844:

¡Guerra a los palacios, paz a las chozas, es el grito de guerra del terror que podría una vez más resonar a través de nuestro país. Que los ricos se cuiden!

Examinemos una vez más, sin embargo, las posibilidades de la burguesía inglesa. En el peor de los casos, la industria extranjera, sobre todo la norteamericana, llegará a medirse con la competencia inglesa, incluso después de la abrogación de las leyes de granos, que será necesaria dentro de unos pocos años. La industria alemana hace actualmente grandes esfuerzos, la industria norteamericana se ha desarrollado a pasos agigantados. Estadas Unidos, gracias a sus recursos inagotables, a sus inmensos yacimientos de carbón y de hierro, a su riqueza incomparable en energía hidráulica y en ríos navegables, pero sobre todo gracias a su población enérgica y activa, al lado de la cual los ingleses no son más que marmotas indolentes, Estados Unidos ha creado en menos de diez años una industria que, en el campo de las telas de algodón ordinarias (producción principal de la industria inglesa) ya compite hoy con los ingleses, los ha despojado del mercado norte y sudamericano, y vende en el mercado chino, al lado de los ingleses. Lo mismo ocurre en las demás ramas industriales. Si un país parte ganando la carrera del monopolio industrial, es en efecto Estados Unidos. Si la industria inglesa es vencida de esa manera, como debe ciertamente ocurrir de aquí a veinte años si subsisten las actuales condiciones sociales, la mayoría del proletariado resultará definitivamente "superfluo", y ya no habrá otra alternativa que morir de hambre o hacer la revolución. ¿Piensa la burguesía inglesa en esta eventualidad? Muy al contrario. Mac Culloch, su economista preferido, la aconseja desde el fondo de su gabinete de trabajo: es increíble que un país tan nuevo como es Estados Unidos; que ni siquiera está poblado normalmente todavía, pueda industrializarse con éxito o incluso competir con una vieja nación industrial como Inglaterra. Sería una locura de parte de los norteamericanos intentarlo, pues en la competencia no pueden sino perder dinero; déjeseles por tanto ocuparse amablemente en la agricultura; y cuando hayan puesto a todo el país bajo cultivo, entonces será sin duda el momento para ellos de lanzarse con provecho a la industria. Eso es lo que dice este sabio economista, y toda la burguesía corea esa letanía, ¡mientras que los norteamericanos arrebatan a los ingleses un mercado tras otro, mientras que un audaz especulador norteamericano despachaba recientemente un lote de mercancías norteamericanas con destino a Inglaterra donde fueron revendidas para ser exportadas de nuevo!

Pero aun en el caso de que Inglaterra conservara el monopolio industrial, si el número de sus fábricas creciera constantemente, ¿cuáles serían las consecuencias de ello? Siempre habría crisis económicas y serían cada vez más violentas, cada vez más horrorosas a medida que la industria se desarrollara y el proletariado se multiplicara. El proletariado, debido a la decadencia acelerada de la pequeña burguesía y de la concentración, que progresa a pasos de gigante, del capital en manos de unos pocos, vería el número de sus miembros crecer en proporción geométrica, y pronto constituiría el conjunto de la nación, con excepción de algunos escasos millonarios. Pero en el curso de ese proceso, se llegará a una etapa en que el proletariado verá cuán fácil le sería derribar el poder social existente, y ello será entonces la revolución.

Sin embargo, ninguna de esas dos eventualidades se presentará. Las crisis económicas, la palanca más poderosa de toda revolución autónoma del proletariado, abreviarán ese proceso, en correlación con la competencia extranjera y la ruina acelerada de la clase media. Yo no creo que el pueblo acepte soportar una crisis más. Es posible que la próxima crisis, que sobrevendrá en 1846 o 1847, implicará la abrogación de las leyes de granos e impondrá la Carta. Sólo el futuro dirá qué género de movimientos revolucionarios provocará la Carta. Pero hasta la crisis siguiente, que, a juzgar por las anteriores deberá producirse en 1852 o 1853, a no ser que sea retardada, tal vez por la abrogación de las leyes de granos, o acelerada por otros factores —competencia extranjera, etc—, hasta esa crisis, el pueblo inglés se cansará sin duda de ser explotado en provecho de los capitalistas, y de morir de hambre cuando éste ya no lo necesite. Si, de aquí a allá, la burguesía inglesa no quiere reflexionar —y según todas las apariencias no hará absolutamente nada al respecto— seguirá una revolución, con la cual no podría compararse ninguna de las anteriores. Los proletarios reducidos a la desesperación, empuñarán las teas de las que les había hablado Stephens en sus sermones; la venganza popular se ejercerá con un furor que no puede compararse con lo ocurrido en 1793. La guerra de los pobres contra los ricos será la más sangrienta que jamás haya tenido lugar. Incluso el paso de un sector de la burguesía al partido del proletariado, incluso una mejora general de la burguesía no servirá de nada. El cambio de opinión general de la burguesía no podría por otra parte superar un débil "justo medio"; aquellos que se unieran más resueltamente a los obreros, constituirían una nueva Gironda y naufragarían por ende a ese título en el desarrollo violento de los acontecimientos. No se abandonan los prejuicios de toda una clase como se desecha una vieja vestimenta —sobre todo cuando se trata de la burguesía inglesa rutinaria, de espíritu estrecho y egoísta. Esas son las conclusiones que pueden sacarse con el mayor rigor, y cuyas premisas son los hechos indiscutibles extraídos, de una parte, de la evolución histórica y, de otra parte, de la naturaleza humana. En ninguna parte es más fácil hacer profecías que en Inglaterra, porque en este país el desarrollo de la sociedad es muy claro y bien definido. La revolución debe obligatoriamente venir, ahora es demasiado tarde para hallar una solución pacífica al conflicto; pero es cierto que puede ser menos violenta de lo que hemos profetizado anteriormente. Sin embargo, ello dependerá menos de la evolución de la burguesía que de la del proletariado. En efecto, la importancia de los derramamientos de sangre, de los actos de represalia y de furor ciego que marcarán la revolución disminuirá en la proporción exacta en que los elementos socialistas y comunistas sean acogidos en las filas del proletariado. En principio, el comunismo se sitúa por encima del antagonismo entre burguesía y proletariado; lo reconoce en su significación histórica para el presente, pero no lo considera justificado para el futuro; el comunismo quiere precisamente abolir ese antagonismo. En consecuencia, mientras exista esa división, reconoce desde luego como necesaria la cólera del proletariado contra sus opresores, ve en ella la palanca más poderosa del movimiento obrero en sus comienzos; pero deja atrás esa cólera, porque representa la causa de la humanidad toda entera y no solamente la de los obreros. Por otra parte, a ningún comunista se le ocurre la idea de la venganza personal o de creer en términos generales que, en las condiciones actuales, el burgués puede obrar individualmente de un modo distinto al que lo hace. El socialismo inglés (es decir, el comunismo) descansa precisamente en el principio de la no responsabilidad del individuo. Mientras más ideas socialistas adquieran los obreros ingleses, más superflua resultará su exasperación actual, que no conduciría a nada si permaneciera tan violenta como lo es ahora, y más perderán en salvajismo y brutalidad sus empeños contra la burguesía. En conclusión, si fuese posible hacer comunista al conjunto del proletariado antes que estalle la lucha, la misma se desarrollaría muy tranquilamente; pero ya esa no es posible, ya es demasiado tarde. Yo creo, sin embargo, que mientras no estalle enteramente, abierta y directamente, la guerra de los pobres contra los ricos —que en lo sucesivo es ineluctable en Inglaterra— se hará suficiente luz sobre la cuestión social dentro del proletariado; a fin de que con la ayuda de los acontecimientos el partido comunista gane terreno a la larga a los elementos brutales de la revolución y pueda evitar un 9 Termidor. Por lo demás, la experiencia de los franceses no habrá sido en vano y, además, la mayoría de los dirigentes cartistas son desde ahora comunistas. Y como el comunismo se sitúa por encima del antagonismo entre proletariado y burguesía, será igualmente más fácil a la mejor fracción de la burguesía —desafortunadamente se halla terriblemente reducida y no puede esperar engrosar sus filas sino dentro de la joven generación— incorporarse al comunismo que al cartismo, exclusivamente proletario.

Si las conclusiones a que hemos llegado en esta obra parecieran insuficientemente fundadas, sin duda habrá ocasión de demostrar en otra parte que se trata de los resultados necesarios de la evolución histórica de Inglaterra. Pero yo sostengo: la guerra de los pobres contra los ricos que se desenvuelve actualmente de una manera esporádica e indirecta, se desarrollará de modo general, total y directa en toda Inglaterra. Es demasiado tarde para una solución pacífica. El abismo que separa las clases se ahonda cada vez más, el espíritu de resistencia penetra cada día más en el animo de los obreros, la exasperación deviene más intensa; las escaramuzas aisladas de la guerrilla se concentran para convertirse en combates y manifestaciones más importantes, y pronto bastará un ligero choque para desencadenar la avalancha. Entonces el grito de guerra resonará por todo el país: "¡Guerra a los palacios, paz a las chozas!" pero entonces será demasiado tarde para que los ricos puedan ponerse a salvo.