Carta
del conde Bertrand a Emmanuel de Las Cases
18 de julio de 1818.
Las cosas están bien cambiadas desde vuestra partida, en el
año de 1817, y éste de 1818. Las vejaciones hacia el
Emperador se han hecho tales, que hay que caracterizarlas como un
atentado contra su vida. Vos juzgareis por los detalles: No es posible
que no hayáis leído en los diarios del mes de marzo
observaciones sobre el discurso de Lord Bathurst; pero desde entonces,
las cosas han empeorado mucho, y el odio del gobernador de este
país no ha conocido más límites. Cuando
partisteis, el Emperador había renunciado a montar a caballo
para sustraerse a las trampas y a los insultos de que se le
quería hacer objeto haciéndole insultar por los
centinelas. Desde entonces, ha debido privarse aun del paseo a
pie para evitar los mismos inconvenientes. Durante los meses de marzo y
de abril, el Emperador salía de vez en cuando para venir donde
mi esposa, y algunas veces también se sentaba a cincuenta pasos
de la casa, sobre la banca que vos conocéis, en donde se quedaba
una media hora o una hora. Han encontrado el medio de
impedírselo y de obligarle a no salir más de su
recámara. Sabían que aquello no era muy difícil:
pusieron como jardinero a un soldado del 66
o; habían
estacionado en mi casa a un sargento de obreros, uno como el otro muy
útiles en la casa, ya sea para quitar algunas hierbas malas que
podían corromper el aire (ya que ningún jardín es
posible en esta localidad), ya sea para reparar la casa, que
está en ruinas y se inunda cada lluvia. Esto parece bien
razonable. Pero el gobernador ha otorgado a estos dos soldados el
derecho de arrestar a quien les plazca, en las puertas mismas y bajo
las ventanas del Emperador. Desde ese momento, ya no ha salido, y he
aquí más de cien
días que ya no ha ni siquiera sacado la cabeza por la ventana.
Este clima, esta falta absoluta de ejercicio, esta mala
habitación han afectado su salud, de manera que ya no lo
reconoceríais. Desde el final de septiembre 1817, ha tenido los
primeros síntomas de una hepatalgia crónica, que vos
sabéis es mortal en este país. Tenía para
atenderlo al buen O'Meara, en quien sabéis que tiene confianza.
Sir Hudson Lowe, en el mes de abril, en el momento en que este
médico le era más necesario, le ha forzado a dar su
renuncia, queriendo imponerle al señor Baxter, que
conocéis; el Emperador se rehusó a ver a ningún
médico. Ha estado, desde el 10 de abril hasta el 10 de mayo, sin
médico; y al fin los comisarios ruso y austriaco que estaban
aquí, indignados, han hecho saber al gobernador que si, en esta
circunstancia, el Emperador muriese, ellos mismos no sabrían
qué decir, si se difundiera en Europa la opinión de que
había sido asesinado. Parece que esto ha decidido al gobernador
a restituir al médico; pero no hay suerte de malos tratos que no
le haya hecho padecer.
Han querido hacerlo echar de la mesa de los oficiales del 66to, y al no
querer participar esos bravos militares en un acto tan arbitrario, ha
hecho dar él mismo la orden por el coronel, a este
médico, de cesar de comer con sus oficiales. Ha escrito a
Londres, y es probable que se correrá a este médico. El
Emperador no recibirá a ningún otro; y si el
príncipe regente o el lord Liverpool no se enteran de este
hecho, morirá aquí de enfermedad, privado aún de
la asistencia de su médico.
Sin embargo el Emperador está muy enfermo; desde hace dos meses
se levanta a las once de la mañana y se vuelve a acostar a las
dos. Tuvo, hace pocos días, una crisis muy violenta, producida
por el mercurio que el doctor O'Meara le hizo tomar: eso le estaba
indicado por el mal de hígado. El doctor O'Meara, muy asustado
de su responsabilidad, me propuso hacer llamar al señor Baxter y
el cirujano del Conquistador. Son los dos médicos principales de
este país. Vos sabéis la repugnancia que el Emperador
tenía por el señor Baxter, fundada en que era un antiguo
cirujano mayor del batallón italiano que comandaba Sir Hudson
Lowe. Esta repugnancia se ha acrecentado mucho desde entonces, porque
se ha prestado, desde el mes de octubre de 1817 hasta el mes de marzo
de 1818, a redactar boletines llenos de falsedades, y que han
engañado a su gobierno y a Europa.
El espectáculo de las humillaciones, de las vejaciones, del odio
de los que es presa, le sería totalmente insostenible, si su
madre o alguno de sus hermanos viniese a compartirlo. Aun al
conde de Montholon y a mí, quienes estamos solos hoy junto a
él, nos ha invitado varias veces a que nos vayamos, a
sustraernos a semejante trato, y a dejarle solo; que su agonía
sería menos amarga si no nos viera víctimas de ella.
Desde hace tiempo sabéis que los oficiales no venían
más a mi casa; pero en el camino, cuando les
encontrábamos, tenían el recato de charlar con mi esposa;
se les ha prohibido, no por escrito pero por insinuación; de
modo que ha sucedido varias veces que estos oficiales, al percibirnos,
se han apartado del camino. Las cosas han llegado al punto en que la
ropa sucia permanece muchos días siendo inspeccionada por el
capitán de campo, y algunas veces por el Estado Mayor..., escena
bastante indecente y bastante deshonrosa para ellos, pero que no tiene
como objeto más que el ultraje y el insulto.
Desde entonces, en febrero pasado, el store-ship Cambridge ha
traído dos grabados del pequeño Napoleón, que
había comprado en los muelles de Londres. Sir Hudson Lowe los
mandó comprar, diciendo que era para regalarlos al padre, y
cuando un mes después los oficiales de este navío se
enteraron que era al contrario para substraérselos, no han
podido disimular su indignación de que semejante acto hubiese
sido hecho por un inglés. Toda esta conducta del gobernador no
puede ser ignorada por el gobierno británico. Si se le ha
repetido a uno en Londres, por lord Amherst, lo que le ha dicho el
Emperador, si se ha interrogado al capitán Poppleton, quien ha
sido dos años ayudante de campo, y que vos conocéis, si
se ha interrogado al coronel Nicol del 66
o, si se ha
interrogado al coronel Fehrzen del 53
o, y tantos otros, han
debido conocer cuáles han sido los indignos tratos que se
permiten
aquí.
Si hay enemigos del Emperador en Europa que hubiesen aprobado al
gobierno inglés si lo hubiese hecho morir abiertamente y
públicamente en el Belerofonte, no hay ninguno que un día
no cubra de imprecaciones ni de oprobio, y no repudie a aquellos que lo
hacen morir de una manera tan cobarde.